Capítulo 2

Victoria se dio cuenta de que el príncipe estaba impaciente, tanto con ella, como con la situación. Y ella sabía que se estaba quedando sin recursos. Desesperada, se quitó la bata.

Esta cayó al suelo de piedra y se quedó a sus pies. Kateb no dejó de mirarla a la cara.

– Tal vez no seas tan tentadora como crees -le dijo con frialdad.

– Tal vez no, pero tenía que intentarlo.

– ¿Te estás ofreciendo a mí? ¿Por una noche? ¿De verdad crees que con eso vas a pagar por lo que ha hecho tu padre?

– Es lo único que puedo ofrecer -dijo. Tenía frío y ganas de vomitar-. No quiere mi dinero y no tengo nada más. Dudo que mi capacidad como secretaria pueda servirle de algo en el desierto -se le hizo un nudo en la garganta, tenía miedo-. No tiene que ser sólo una noche. El arqueó una ceja.

– ¿Más? ¿A qué fin? No estás hecha para el matrimonio.

Victoria deseó darle una buena bofetada, para que supiese que su comentario la había herido.

– Seré su amante durante todo el tiempo que desee. Iré con su alteza al desierto y haré todo lo que me pida. Todo. A cambio de que mi padre quede en libertad.

La mirada oscura de Kateb siguió estudiándola. Por fin, alargó la mano hacia uno de los tirantes del camisón. Se lo bajó. Después hizo lo mismo con el otro y la prenda cayó al suelo.

Victoria se quedó delante de él con sólo unas minúsculas braguitas, desnuda. Deseó desesperadamente taparse, darse la vuelta. Sintió que la vergüenza hacía que le quemasen las mejillas, pero se quedó donde estaba. Era su última opción.

Kateb la miró de arriba abajo, pero ella no supo qué estaba pensando, si la quería o no. Entonces, vio que se daba la vuelta.

– Cúbrete.

Y supo que había perdido.

Victoria pensó que no le quedaba nada, pero se negó a llorar delante de él.

Kateb salió al pasillo. Ella lo siguió y vio que se detenía delante de Dean.

– Tu hija ha accedido a ser mi amante durante seis meses. Voy a llevármela al desierto durante ese tiempo. Luego, podrá volver. Tú te marcharás de El Deharia en el primer vuelo de mañana. Y no volverás jamás a este país. Si lo haces, haré que te maten. ¿Ha quedado claro?

Por segunda vez aquella noche, a Victoria volvió a costarle trabajo mantener el equilibrio. ¿Había aceptado? ¿Su padre no iba a ir a la cárcel?

El alivio momentáneo pronto se vio convertido en miedo al darse cuenta de que se había vendido a un hombre al que no conocía, y que tampoco la conocía a ella.

El guardia soltó a su padre. Dean le dio la mano a Kateb.

– Por supuesto. Por supuesto. Menos mal que se ha dado cuenta de que ha sido todo un malentendido -se volvió hacia Victoria y le sonrió-. Supongo que debo irme. Está bien, porque tengo cosas que hacer en casa. Lugares a los que ir. Gente a la que ver.

A Victoria ni siquiera le sorprendieron sus palabras. En realidad, era como si sólo hubiese oído que podía marcharse. Todo lo demás, le daba igual.

Kateb lo miró.

– ¿No me has oído? Voy a llevarme a tu hija.

Dean se encogió de hombros.

– Es una chica guapa.

Victoria sintió la ira del príncipe. Los hombres del desierto protegían a sus familias por encima de todo. No podía entender que un padre entregase a su hija para salvarse el.

Decidió ponerse entre ambos. Le dio la espalda a su padre y miró al Kateb a los ojos.

– No merece la pena -susurró-. Haga que los guardias se lo lleven.

– ¿No os vais a despedir? -preguntó él con cinismo.

– ¿Qué le diría si fuese yo?

Kateb asintió.

– Está bien. Lleváoslo. Acompañad al señor McCallan a su habitación. Que haga las maletas y llevadlo al aeropuerto.

Victoria se giró y vio cómo su padre se alejaba, al llegar a la esquina, él se volvió y se despidió con la mano.

– Estoy seguro de que vas a estar bien. Vi. Llámame cuando hayas vuelto a casa. Ella lo ignoró.

Entonces, se quedó a solas con el príncipe del desierto.

– Nosotros también nos marcharemos mañana por la mañana -le informó éste-. Tienes que estar preparada a las diez.

Ella notó un sabor extraño en la boca. Una mezcla de miedo y aprensión.

– ¿Qué debo llevar? -preguntó.

– Lo que quieras. Serás mía durante seis meses. Ya puedes volver a tu habitación.

Victoria asintió y fue en dirección contraria a los guardias y su padre. El camino era más largo, pero así no se encontraría con ellos.

Iba por la mitad del pasillo cuando Kateb la llamó.

Ella miró por encima del hombro.

– ¿Crees que tu padre se merecía la promesa que hiciste?

– Para mí, no -admitió Victoria-. Pero para ella, sí.


A Victoria le había preocupado estar lista a la hora, pero resultó no ser un problema. La ayudó el haber pasado la noche en vela. Si el estrés también le quitaba el apetito, por fin podría perder algo de peso.

No tenía ni idea de qué llevarse para pasar seis meses en el desierto. Ni sabía qué sería de ella después de ese tiempo. Sí sabía que, cuando volviese, ya no tendría trabajo. Nadim la reemplazaría enseguida y se olvidaría de ella.

Volvería a Estados Unidos y empezaría de cero. Tenía dinero ahorrado. Abriría un negocio. Tenía recursos.

A las nueve y cincuenta y ocho exactamente oyó gente en el pasillo. Ya había sacado su equipaje. En las maletas estaba todo lo que llevaría al desierto y en las cajas, lo demás. Ambas eran numerosas. Había acumulado muchas cosas en los últimos dos años.

Llamaron a la puerta y Kateb entró en la habitación.

Se movió con rapidez y confianza, con la gracia masculina de un hombre que se sentía cómodo en cualquier situación. No iba vestido de manera tradicional, tal y como ella había esperado, sino con vaqueros, bolas y una camisa de manga larga. Si no hubiese sido por aquella arrogancia imperial, habría pasado por un hombre normal y guapo, con una cicatriz y unos penetrantes ojos oscuros.

– ¿Estás preparada? -le preguntó.

Ella señaló su equipaje con un movimiento de cabeza.

– No, sólo he sacado todo esto para que la gente lo vea.

El arqueó una ceja y Victoria se dijo que tal vez no tuviese mucho sentido del humor.

– Lo siento -murmuró-. Estoy nerviosa. Sí, estoy preparada.

– No has intentado escaparte durante la noche.

– Di mi palabra -contestó ella levantando una mano-. No diga nada, por favor. Mi palabra tiene valor. No espero que me crea, pero es cierto.

El arqueó la otra ceja y Victoria se dijo que ni tenía sentido del humor, ni le gustaba que otro pusiese las reglas.

Kateb dijo algo que ella no pudo oír y varios hombres tomaron las maletas y las cajas.

– Estas las voy a llevar conmigo -explicó ella señalando las maletas-. Las cajas pueden guardarlas.

Kateb asintió, como si hiciese falta su permiso para que se hiciese lo que ella había dicho.

– ¿Hay electricidad a donde vamos? -preguntó Victoria-. Llevo unas tenacillas para el pelo.

Por no mencionar el secador, el iPod y el cargador del teléfono móvil.

– Tendrás todo lo que necesites -contestó él.

Lo que no era exactamente un sí.

– Supongo que nuestros conceptos de lo que necesito serán diferentes. No creo que sepa lo importantes que son para mí esas tenacillas.

Él miró su pelo, que llevaba recogido en una coleta para el viaje.

– Nos vamos -dijo.

Victoria lo siguió fuera de la habitación y por el pasillo. No había nadie para despedirla. Su amiga, Maggie, estaba de viaje con su prometido, el príncipe Qadtr, el hermano de Kateb. Victoria le había dejado una nota en la que le decía que estaría fuera una temporada. Después de dos años en El Deharia, ya no tenía demasiados amigos en Estados Unidos que fuesen a darse cuenta de que había desaparecido unos meses, y tampoco iba a estar en contacto con su padre, eso era evidente. Aunque también era muy triste.

Atravesaron el palacio, dirigiéndose a la parte trasera. Cuando salieron, Victoria vio varios camiones en el jardín.

– No tengo tanto equipaje -comentó, preguntándose para qué serían.

– Vamos a llevarnos provisiones -le explicó Kateb-. En el desierto uno intercambia cosas para conseguir lo que quiere. Tú viajarás conmigo -añadió, señalando un Land Rover aparcado a un lado.

– El todoterreno de los reyes -murmuró ella.

A pesar del sol y del calor estaba destemplada.

Cuanto más cerca estaba del vehículo, más le costaba moverse. Tenía miedo.

No podía hacer aquello. No podía marcharse al desierto con un hombre al que no conocía. ¿Qué iba a pasar? ¿Cómo iba a ser de horrible? Su padre no se merecía aquel sacrificio.

Pero no lo había hecho por su padre. Tomó aire y subió al asiento de cuero. La puerta del coche se cerró tras de ella con fuerza. El ruido hizo que se sintiese como si estuviese aislada de todo lo seguro y bueno.

Su equipaje ya estaba en uno de los camiones. Era la única mujer entre el enorme grupo de trabajadores, guardias y conductores. No había nadie en quien refugiarse, nadie para protegerla. Estaba sola de verdad.


* * *

Kateb condujo por la carretera que llevaba al desierto. Durante el primer día. verían pueblos y pequeñas ciudades, pero al siguiente, ya habrían dejado atrás la civilización.

Por suerte, Victoria iba en silencio. Después de lo poco que había descansado esa noche, Kateb no tenía ganas de conversación. En circunstancias normales, no la habría acusado de su falta de sueño, pero se había pasado horas en la oscuridad, dando vueltas en la cama, intentando no pensar en ella. Imposible, después de haberla visto desnuda.

Era como si la imagen de su cuerpo estuviese impresa en su cerebro. No necesitaba cerrar los ojos para ver aquella piel pálida y los generosos pechos. La imagen lo perseguía, le recordaba todo el tiempo que llevaba sin estar con una mujer. Y el deseo de estar con ella lo enfadaba.

Sabía que estaba más enfadado consigo mismo que con Victoria, pero era más fácil echar la culpa a otro. Si no fuese un hombre con tanto control, la habría hecho suya allí mismo, en el asiento delantero del coche, sin importarle que fuesen acompañados. Pero no podía hacerlo. No sólo porque jamás la forzaría ni la expondría delante de sus hombres, sino porque la necesidad que tenía era demasiado específica. Deseaba a Victoria, no a una mujer cualquiera. Y eso era lo que más lo molestaba.

Habían pasado cinco años desde la muerte de Cantara. Cinco años durante los que había llorado su pérdida. En ocasiones, el deseo lo había llevado a irse con alguien a la cama, pero siempre se había tratado de una necesidad exclusivamente física. Nada más. Y se negaba a que el caso de Victoria fuese diferente.

Aquella estadounidense no tenía nada que ver con Cantara. Su bella esposa había nacido en el desierto, había sido risueña y morena. Habían crecido juntos. Lo había sabido todo de ella. No había habido sorpresas, misterios, y lo prefería así. Ella lo había entendido, había entendido cuál era su posición, su destino. Y había estado orgullosa, sin dar por hecho que eran iguales. Había sido su esposa y eso le había bastado.

Miró a Victoria. Su perfil era perfecto, sus labios estaban llenos. Aquella mujer querría ser igual que cualquier hombre. Esperaría que su opinión contase. Querría hablar acerca de todo. De sus sentimientos, de sus planes, de su vida. Y eso era más de lo que podía soportar un príncipe.

Volvió a mirarla y se dio cuenta de que le temblaba un poco la mejilla. Era como si llevase demasiado tiempo con los dientes apretados. Estaba pálida y sus manos estaban rígidas. Entonces lo entendió.

Tenía miedo.

Aquello lo molestó. No había sido tan cruel como para aterrorizarla.

– No pasará nada hasta que no estemos en el pueblo -le dijo.

Ella lo miró.

– ¿Cuánto tardaremos? -preguntó con voz trémula.

– Tres días. Muy pocas personas saben dónde está. Es muy bonito, al menos, para mí. No habrás visto nada igual.

Kateb esperó que ella no le preguntase qué pasaría cuando llegasen allí. No habría sabido cómo responder. Se la había llevado porque ella se había ofrecido a cambio de su padre y la ley del desierto respetaba los sacrificios nobles. ¿Pero cuál era el fin? ¿De verdad iba a hacer de ella su amante?

Volvió a mirarla. Llevaba vaqueros y unas ridículas botas de tacón. La camisa era fina y se le pegaba a los pechos. Se obligó a concentrarse en la carretera.

Le parecía atractiva y disfrutaría de ella en la cama, pero no quería comprometerse a nada más que una noche. Lo que significaba que tendría que buscarle algo que hacer.

– Esto… Yo pensaba que la gente del desierto era nómada.

– Muchos sí, pero a otros les gusta vivir en el desierto sin tener que trasladarse de un campamento a otro. El pueblo permite tener lo mejor de los dos mundos.

– Espero haber traído suficiente crema solar -murmuró Victoria.

– Si no, te conseguiremos más.

– ¿Así que no tiene pensado abandonarme en el desierto y dejar que me coman viva las hormigas?

– No estamos en el lejano Oeste -comentó él en tono de broma.

– Lo sé, pero me sigue pareciendo un castigo horripilante. La horca sería más rápida.

– Pero hay menos oportunidades de que te rescaten.

– Eso es cierto.

Victoria dejó de sentir miedo. Kateb pudo por fin oler su perfume, o el olor de su cuerpo. En cualquier caso, le gustó. Y eso lo molestó.

Suspiró. Iban a ser unos seis meses muy largos.


Hicieron dos breves paradas para beber agua e ir al baño.

Justo antes de que se pusiese el sol, se detuvieron para pasar la noche y levantaron el campamento. Montaron varias tiendas con lo que parecían ser sacos de dormir y esterillas. Dos hombres se pusieron a trabajar en lo que parecía una cocina de gas y otros instalaron una especie de barbacoa, también de gas.

Kateb se acercó a ella.

– Pareces preocupada. ¿Acaso no son de tu gusto las instalaciones?

– Pensaba que haríamos una hoguera y que pincharíamos la comida en palos para cocinarla.

El arqueó una ceja.

– ¿De dónde sacaríamos la leña para hacer el fuego?

Ella miró a su alrededor. Los camiones iban cargados hasta arriba, pero no había nada parecido a maderos, ni siquiera palos.

– Cierto.

– Las cocinas son más prácticas. Se calientan rápidamente y son menos peligrosas que el fuego.

– Aquí hay poco que quemar.

– Nosotros.

– Ah, Vale -miró a los hombres que estaban trabajando en la cocina-. ¿Debo ofrecerles mi ayuda? En el castillo a los cocineros no les gustaba que entrase cualquiera en la cocina.

– ¿Por qué ibas a ayudar?

– Porque soy una trabajadora más, igual que ellos. Y porque es de buena educación.

– No tienes que cocinar.

Se suponía que los servicios que tenía que prestar eran otros. Se le hizo un nudo en el estómago, pero lo ignoró. Tampoco quiso pensar en compartir la cama con Kateb. Ya lo haría más tarde. Cuando llegasen al misterioso pueblo del desierto. Por el momento, estaba a salvo.

Lo miró, observó la elegante inclinación de su cabeza, la cicatriz de su cara. Kateb gobernaba el desierto. Podía hacer lo que quisiera con ella y nadie lo detendría. Así que lo de estar a salvo era relativo. Dio un paso atrás.

– Nunca he ido de acampada -dijo-. Es agradable. La vida en el desierto es más moderna de lo que yo había pensado.

– Esto no es la vida en el desierto. Estar en el desierto es ser uno con la tierra. Es viajar con camellos y caballos, llevando sólo lo necesario. El desierto es bello, pero también peligroso.

Victoria clavó la mirada en su cicatriz. Había oído rumores de que lo habían atacado cuando era adolescente, pero no conocía los detalles. No le había parecido importante preguntarlos. No sabía mucho acerca de Kateb. Si hubiese imaginado que iba a pasar más tiempo en su compañía, se habría molestado en hacer más preguntas.

Uno de los hombres les llevó dos sillas plegables y las colocó a la sombra. Victoria no estaba segura del protocolo, pero esperó a que se sentase Kateb antes de imitarlo. Después el mismo hombre volvió con dos botellas de agua y ella aceptó una, agradecida.

– Crecí en Texas -comento, más para llenar el silencio que porque pensase que a él le pudiese interesar-. En una pequeña ciudad entre Houston y Dallas. No se parecía en nada a esto, aunque también hacía mucho calor en verano. No había muchos árboles, así que cuando estabas en la calle, era difícil escapar del sol. Recuerdo también que había tormentas de verano. Me gustaba quedarme debajo de la lluvia, dando vueltas sin parar. Aunque el ambiente no se llegaba a refrescar.

– ¿Te gustaba vivir allí?

– No conocía otra cosa. Por entonces, mi padre desaparecía durante semanas enteras. Mamá lo echaba de menos, pero a mí me gustaba que estuviéramos las dos solas. Me sentía más segura. Luego él volvía, a veces con mucho dinero, otras, sin blanca y furioso. Mi madre siempre se sentía feliz, hasta que volvía a marcharse.

Pero de eso hacía mucho tiempo.

– ¿Cuándo murió?

– El día de mi diecisiete cumpleaños.

Victoria no quería pensar en ello.

– Casi siempre tenía dos trabajos. Trabajaba en una peluquería por el día y en un bar por la noche. Le gustaba hablar de abrir un salón de belleza conmigo. Yo nunca le dije que estaba esperando a cumplir los dieciocho años para marcharme.

– ¿Adonde fuiste?

– A Dallas -sonrió al recordarlo-. Para mí era una gran ciudad. Encontré trabajo, me apunté a la facultad y me dejé la piel. Empecé de camarera y fui subiendo poco a poco. Gané dinero gracias a las propinas y cuando terminé mis estudios, encontré trabajo como administrativa.

– ¿Por qué no hiciste una carrera de cuatro años?

– Porque costaban demasiado dinero. Trabajar a tiempo completo y estudiar a la vez no es fácil. Así que conseguí un trabajo en una empresa petrolera.

– Y a través de ella, conociste a Nadim.

– Después de un tiempo.

– ¿Y tu padre?

– Durante ese tiempo, no hablé mucho con él. Acudió a mí un par de veces, buscando dinero -contestó ella.

– ¿Se lo diste?

– Sólo la primera vez -pero tampoco quería pensar en eso-. Supongo que no hay una ducha en ninguno de esos camiones.

– No. Tendrás que esperar a que estemos en el pueblo.

– Y supongo que tampoco hay una alargadera para mis tenacillas.

– No -contestó él muy serio.

– No tiene demasiado sentido del humor, ¿verdad?

– ¿Se supone que estabas siendo graciosa?

Ella se rió.

– Imagino que no quiere parecer humano.

– Soy muchas cosas, Victoria -contestó él mirándola fijamente. Casi como un… depredador.

No, Victoria debía de habérselo imaginado. Kateb no estaba interesado por ella ni lo más mínimo. No obstante, la idea hizo que fuese consciente de su cercanía, de su dominio del espacio a pesar de estar al aire libre.

Se estremeció.

– ¿Vamos a ir en coche todo el camino? -preguntó, a ver si cambiando de tema se sentía mejor.

– No -respondió él, apartando la mirada-. Llegaremos al pueblo por un camino. Yo iré en caballo. Puedes acompañarme si quieres. Si sabes montar.

– En caballo, ¿verdad? No en camello.

– No, en camello, no.

– Entonces, sí sé montar.

Había aprendido durante su primer año en El Deharia. El acceso libre a los establos era una de las ventajas de su trabajo.

– Espero que hayas traído otras botas.

Ella miró sus botas de tacón.

– Son preciosas.

– No son prácticas.

– Estaban de rebajas. Se moriría si le dijese cuánto dinero me ahorré -lo miró, y apartó la vista-. O tal vez no -Kateb no parecía ser de los que salían de compras, ni de los que iban de rebajas.

Victoria oyó un alarido a lo lejos. La respuesta fue otro más cercano. Era algo parecido al aullido de un lobo.

Le entraron ganas de salir corriendo para ponerse a salvo, pero Kateb no se movió, ni sus hombres parecieron inmutarse.

– ¿Es algo de lo que debiéramos preocuparnos? -le preguntó.

– No si estás cerca del campamento.

De pronto. Victoria se dio cuenta de que no se habían detenido allí al azar. Tenían un precipicio a la espalda y los camiones estaban colocados en semicírculo. Era difícil que los atacasen. Aunque ella esperaba que nadie lo hiciese, si no, no sería capaz de hacer otra cosa que no fuese gritar.

¿Qué estaba haciendo allí, en medio del desierto con un hombre al que no conocía? ¿En qué había pensado al ofrecerse para ocupar el lugar de su padre?

Se recordó a sí misma que no lo había hecho por él.

Miró a Kateb y se preguntó qué esperaría de ella. ¿Qué querría que hiciera? Sintió miedo.

– ¿Es alguna de esas tiendas la mía? -preguntó.

El señaló la que estaba en el medio.

– Disculpe -dijo, levantándose y yendo hacia ella.

En el interior encontró una cama con sábanas. Su equipaje había sido colocado contra la otra pared de tela. Teniendo en cuenta que era sólo una tienda, estaba bien.

Aunque eso le daba igual. Se dejó caer en la cama y se hizo un ovillo.

Se puso a llorar. Estaba comportándose de forma un poco melodramática, pero tenía miedo. Estaba completamente aterrada.

Fuera, oyó hablar a los hombres. Un poco después, la puerta de la tienda se abrió y uno de los cocineros le informó de que la cena estaba lista.

– Gracias -contestó ella, apoyándose en un codo-, pero no tengo hambre.

El dijo algo que Victoria no entendió y se marchó. Unos segundos más tarde apareció Kateb.

– ¿Qué te ocurre? -le preguntó.

– Que no tengo hambre.

– ¿Estás llorando? No voy a tolerar ningún berrinche. Levántale y ven a cenar.

Su desdén la hizo ponerse en pie y colocar las manos sobre las caderas.

– No tiene derecho a juzgarme -replicó-. Está siendo un día muy duro, ¿de acuerdo? Lo siento si eso le molesta, pero tendrá que aguantarlo.

– No tengo ni idea de qué estás hablando.

– Claro que sí. Piensa que soy basura. O algo todavía peor, porque ni siquiera piensa en mí. Soy sólo… no sé el qué. Pero me he vendido. No lo conozco absolutamente nada y no sé qué va a pasar. Me he vendido por un hombre que no lo merece y estoy aquí, en el desierto. Ha dicho que tengo tiempo hasta que lleguemos al pueblo. ¿Qué ocurrirá allí? ¿Qué va a hacer conmigo? ¿Va a… violarme?

La voz empezó a temblarle y las lágrimas inundaron sus ojos, pero se negó a bajar la mirada ni a retroceder.

Kateb tomó aire.

– Soy el príncipe Kateb de El Deharia. ¿Cómo te atreves a acusarme de semejante cosa?

– Es bastante sencillo. Me ha ganado en una partida de cartas y me lleva al desierto para que sea su amante durante seis meses. ¿Qué se supone que debo pensar? -lo miró a los ojos-. No me diga que no me preocupe. Creo que, dadas las circunstancias, es normal que esté nerviosa.

El la agarró del brazo.

– Para.

A ella se le escapó una lágrima. Se la limpió del rostro.

– No te haré daño -le dijo Kateb.

– ¿Cómo puedo saber que es verdad?

Sus miradas se encontraron. Victoria quiso ver algo en su cara, algo de amabilidad o de ternura, pero sólo vio oscuridad y la cicatriz. Kateb se dio la vuelta y se marchó.

Ella se quedó sola en el centro de la tienda, sin saber qué pensar. Estaba tan agotada que se sentó en la cama.

Antes de que le diese tiempo a decidir qué hacer, Kateb volvió con una bandeja, una botella de agua y una caja negra de forma extraña. Era del tamaño de un panecillo.

– Tienes que comer -le dijo-. No quiero que te pongas enferma.

El olor de la carne y de las verduras hizo que le rugiese el estómago, pero Victoria tenía demasiado miedo para comer.

– ¿Qué es eso? -preguntó, señalando la caja.

– Para que enchufes tus tenacillas -lo dejó en el suelo de la tienda.

– ¿De verdad? ¿Puedo rizarme el pelo?

– Al parecer, es algo esencial para ti.

Todavía tenía miedo, pero ya no estaba tan desesperada. Su estómago volvió a rugir y pensó que tal vez debía comer. Seguía sin tener respuestas, pero, por el momento, estaba bien.

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