Al tercer día ya habían entrado en rutina. A Victoria le resultaba fácil seguirla, ya que se trataba, básicamente, de que Kateb la ignoraba.
Cuando se detuvieron a comer, Victoria pensó que el desierto tenía una belleza única. Aceptó un cuenco de estofado del cocinero y le sonrió al darle las gracias. El aire era seco y eso era positivo para su pelo, aunque se moría de ganas de darse una ducha.
Se sentó en su lugar habitual, en la parte de atrás del campamento. En esa ocasión no tenía un precipicio detrás, sino un camión. A pesar de que nadie se paseaba con un rifle en la mano, ella sabía que los hombres vigilaban los alrededores. Kateb el que más.
Levantaba la vista al cielo, estudiaba el horizonte. Victoria estaba segura de que habría sido capaz de decirle si había un conejo o un zorro a ocho kilómetros de allí. O algo más peligroso.
Le gustaba cómo se comportaba con los otros hombres. Con respeto. Y ellos acudían a él porque era su líder.
Victoria volvió a mirar su cicatriz. ¿Qué le habría pasado? Quería preguntárselo, pero no hablaban mucho y no le parecía un buen tema para empezar una conversación. No quería estropear aquel momento de tregua entre ambos. La noche anterior, Kateb le había llevado una lámpara, para que pudiese leer si quería. Aquel acto no era precisamente el de un hombre salvaje.
Así que tal vez no fuese tan horrible ser su amante. Era inteligente y fuerte. Bromeaba con los otros hombres. A Victoria le gustaba oírlo reír, aunque nunca lo hiciese con ella.
Cuando termino de comer, llevó su cuenco a un cubo y lo lavó. Al incorporarse, se dio cuenta de que Kateb estaba a su lado. Se sobresaltó.
– ¿Por qué es tan sigiloso?
– Estamos cerca del pueblo. Está a menos de treinta kilómetros a caballo, y a unos setenta en coche. Yo voy a ir a caballo. ¿Quieres acompañarme?
– Claro. Gracias. Iré a cambiarme y estaré lista en diez minutos -contestó.
Entonces miró a su alrededor y se dio cuenta de que, como era de día, las tiendas no estaban puestas. Tendría que cambiarse en la parte de atrás de uno de los camiones.
– ¿Por qué vas a cambiarte? Si ni siquiera las botas que llevas puestas están tan mal.
Ella bajo la vista hasta sus auténticas botas de cowboy.
– Ya lo sé. Son estupendas. Las compré de rebajas. Pero tengo ropa de montar.
– ¿Tienes ropa distinta para cada cosa?
– Por supuesto. Soy una chica. Aunque no sé si habré traído lo apropiado para ir vestida de amante. Las revistas no dicen qué ponerse en esos casos.
Kateb era mucho más alto que ella y tenía que bajar la vista para encontrar sus ojos.
– Escondes tus emociones utilizando el sentido del humor -comentó.
– Es obvio.
El levantó una de las comisuras de la boca, esbozando casi una sonrisa. Victoria no sabía por qué, pero tenía la sensación de que se sentiría mejor si lo hacía sonreír o reír.
– Lo que llevas puesto está bien -añadió él.
– Pero el conjunto de montar es genial.
– Ya me lo enseñarás en otra ocasión. Tienes que estar lista en cinco minutos.
– No hay caballos.
– Los habrá.
Kateb se alejó. Victoria observó cómo lo hacía, sin saber qué pensar de él.
Cuatro minutos y treinta segundos más tarde, apareció un hombre con dos caballos. Kateb habló con él y luego se acercó a Victoria con los caballos.
– ¿Cómo de bien montas? -le preguntó.
– ¿No es un poco tarde para preocuparse por eso?
El la miró fijamente.
– Bien. No soy una experta, pero he estado dos años montando un par de días a la semana.
Uno de los hombres se acercó y entrelazó los dedos para ayudarla a subir Victoria miró los camiones en los que estaban todas sus cosas, incluido su bolso. ¿Cómo iba a marcharse dejándolo todo? ¿Tenía elección?
Pisó las manos del hombre y se sentó en la silla. Después de tres días viajando en coche, se sintió bien a caballo, al aire libre. Kateb montó también y se colocó a su lado.
– Iremos hacia el noreste.
– ¿Acaso tengo pinta de saber dónde está eso?
El señaló a lo lejos, hacia unas colinas cubiertas de pequeños matorrales. Como si aquello fuese de ayuda.
Hizo avanzar su caballo. El de ella echó a andar detrás, sin que hiciese nada, lo que significaba que iba a ser tarea fácil seguir a Kateb.
– Si intentas escapar, no iré a buscarte -le advirtió él-. Pasarás días vagando antes de morir de sed.
– Venga ya -contestó ella, antes de darse cuenta de que estaba hablando con un príncipe-. Eso son tonterías.
Él ni se molestó en mirarla.
– ¿Quieres probar?
– No.
Entonces Kateb sonrió. Fue una sonrisa de verdad. Le salieron arrugas alrededor de los ojos y su expresión se relajó. Su rostro se transformó con un gesto accesible y atractivo. A ella se le hizo un nudo en el estómago, pero en esa ocasión no fue por miedo, sino por el hombre con el que estaba. Se sintió un poco aturdida. Y, de pronto, sintió un tipo de pánico diferente.
«No, no, no», se dijo a sí misma. No podía sentirse atraída por Kateb. De eso, nada. No iba a entregar su corazón a ningún hombre, y menos a un jeque que le daría la patada en seis meses. Tenía que relajarse. No pasaba nada. Sólo que cuando él quisiera que se metiese en su cama, no le parecería tan repugnante. Y eso era bueno.
– ¿Qué pasa? -le preguntó él-. ¿Estás mareada?
– No. ¿Por qué?
– Tienes mala cara.
– ¿Desde cuándo vive en el desierto? -preguntó ella, para cambiar de tema.
– Desde que terminé la universidad.
– ¿Y por qué en el desierto?
– Cuando tenía diez años, mis hermanos y yo pasamos un mes en el desierto. Es una tradición, que los hijos del rey aprendan a vivir como nómadas. A mí siempre me había agobiado la vida de palacio y sus normas. Para mí, estar en el desierto era como estar en casa. Volví todos los veranos y estuve viviendo con distintas tribus. Un año estuve en el pueblo y supe que ésa sería mi casa.
– ¿No soñaba con viajar a París y salir con modelos?
– He estado en París. Es una ciudad muy bonita, pero no está hecha para mí.
– ¿Y las modelos?
El no se molestó en contestar.
Hacía calor, pero no era un calor sofocante. Victoria se ajustó el sombrero y dio gracias de haberse puesto protección solar.
– ¿Qué hace en el pueblo? No me lo imagino vendiendo camellos.
– Estoy trabajando con las personas mayores y con los propietarios de los negocios para desarrollar una infraestructura económica más estable. Hay mucho dinero en la zona, pero nadie lo utiliza de manera eficaz.
– Deje que lo adivine. Estudió Económicas.
– Sí. ¿Y tú? ¿Cómo es que empezaste a trabajar para Nadim?
– El estaba en Dallas, pasando varias semanas. Su secretaria tuvo un problema de salud y tuvo que volver a El Deharia. Yo había trabajado con ella y al parecer, le había hablado bien de mí a Nadim, así que me ofreció el trabajo.
– ¿Para ti fue amor a primera vista?
– Yo nunca he dicho que haya estado enamorada de él -contestó-. Hacía bien mi trabajo. Nunca tuve ninguna queja. Y, con respecto al resto, creo que los matrimonios de conveniencia todavía son una tradición en esta parte del mundo. Yo sólo estaba intentando organizar el mío.
– Para ser rica.
Kateb seguía sin entenderlo.
– No se trata de dinero.
– Eso dijiste también el otro día.
No parecía creerla y eso la molestó.
– No lo entiende. No puede entenderlo. Creció siendo un príncipe, rodeado de privilegios. Nunca le ha preocupado tener para comer. No sabe lo que es ver llorar a una madre porque no hay nada para la cena porque su marido se ha llevado todo el dinero. En una ocasión, se llevó hasta la televisión para venderla. Otra vez vendió el coche y mi madre tuvo que ir al trabajo andando durante un año, hasta que ahorró el dinero necesario para comprar otro.
Tomó aire antes de continuar.
– Era pobre. Muy pobre. La ropa que llevaba puesta era la que nos daban en la iglesia. Era humillante, llegar a clase y oír las risas y los comentarios porque llevaba puesta la ropa de otra niña. No sabe lo que es tener que vivir de la caridad.
De pronto, tuvo la necesidad de ir más deprisa, golpeó a su caballo y se alejó.
Kateb la observó. Iba en la dirección correcta, así que no le preocupó que pudiese perderse.
Victoria se movía bien en la silla, aunque llevaba los hombros echados hacia delante, como si fuesen soportando una pesada carga.
¿Le habría contado la verdad? No la conocía lo suficientemente bien como para confiar en su palabra, pero la vergüenza que había visto en sus ojos había sido real, como el dolor de su voz. Si había sido tan pobre como decía, era comprensible que le importase tanto la seguridad. Eso también explicaba su obsesión por la ropa y las rebajas.
La vio subir la colina y detener el caballo. Kateb llegó a su lado.
– ¿Es eso el pueblo? -preguntó ella sorprendida.
– Sí.
– Veo que se le dan mal las definiciones.
Victoria se había imaginado unas pocas tiendas, y un granero o tal vez un cobertizo. Lo que tenía delante era una ciudad rural, con calles, casas y campos.
– ¿Hay agricultura?
– Sí, hay varios ríos subterráneos de los que se saca el agua. En el desierto, el agua es vida.
– ¿Cuántas personas viven aquí?
– Varios miles.
– No es un pueblo.
– Ha crecido mucho.
Victoria vio una estructura de piedra que dominaba el paisaje.
– ¿Qué es eso? -preguntó, señalándola.
– El Palacio de Invierno.
– ¿El palacio de quién?
– En el pasado, el rey de El Deharia pasaba aquí un par de meses al año. Cuando dejó de hacerlo, el consejo de ancianos estableció un líder para el pueblo. Su nombramiento tiene una duración de veinticinco años.
Ella recordó haber oído hablar del tema, se suponía que Kateb era uno de los candidatos a ocupar ese puesto.
– Veinticinco años es mucho tiempo. Supongo que el líder intentará no cometer errores.
– Si lo hace, hay modos de derrocarlo.
– Y siempre tiene que ser un hombre, ¿verdad?
El volvió a dedicarle aquella devastadora sonrisa.
– Por supuesto. Somos progresistas, pero todavía no apoyamos la idea de tener a una mujer al mando.
– Qué típico -murmuró Victoria-. Así que el líder se queda con el palacio y todo lo que va con él.
– Sí. El anterior líder, Bahjat, murió hace un par de meses, así que están buscando uno nuevo. Bahjat me permitió que ocupase algunas habitaciones del palacio.
– Porque es el hijo del rey.
– En parte. Teníamos mucha relación. Era como un abuelo para mí.
– Entonces, debe de echarlo de menos.
Kateb asintió y empezó a descender la montaña.
El camino era más sencillo de lo que parecía. Victoria dejó que el caballo escogiese su camino.
Tardaron casi una hora en llegar al valle. Pasaron delante de campos y granjas, y después el camino se convirtió en una carretera pavimentada. Victoria no podía creer que el pueblo fuese tan grande, ni que pudiesen vivir tantas personas en él. Había una interesante mezcla de cosas antiguas y nuevas. Molinos de agua situados cerca de generadores.
Las casas eran casi todas de piedra, con grandes ventanas y gruesos muros. Los porches proporcionaban sombra. Casi todas las casas tenían un jardín.
La gente saludaba a Kateb, y él les devolvía el saludo. Victoria sintió que la observaban y no supo qué hacer.
La relativa calma del día se desvaneció al acercarse al final del viaje. El aplazamiento que le había otorgado Kateb estaba a punto de terminar. ¿Qué iba a pasar después?
– ¿Yo también estaré en el palacio? -preguntó-. ¿O en otro lugar?
– Tendrás tus habitaciones en el palacio. Estarán separadas de las mías.
Eso era positivo. Poder tener su propio espacio.
– ¿Hay ducha?
El la miró, parecía divertido.
– Una ducha con la que hasta tú le sentirás satisfecha.
Estupendo. ¿Pero qué iba a pasar después de la ducha? ¿Qué iba a pasar esa noche?
– Tendrás electricidad y muchas otras comodidades del mundo moderno -añadió Kateb.
Ella intentó ignorar el escalofrío que sintió su cuerpo debido al miedo. «Cada cosa a su tiempo», se dijo a sí misma. Lo primero sería llegar al palacio.
Intentó distraerse durante el resto del camino estudiando el mercado abierto por el que estaban pasando. Vendían mucha fruta y verdura, junto con las joyas hechas a mano que tanto le gustaban. Ya volvería a comprar. Eso la haría feliz. Comprar era…
Torcieron una esquina y apareció ante ellos el Palacio de Invierno.
Al parecer, estaba formado por varios edificios. El central parecía el más grande. Era de piedra, con varios torreones y una formidable muralla de piedra alrededor del terreno. El tejado era de tejas y brillaba bajo el sol. En el centro de la muralla había un puente levadizo, además de varios puentes permanentes a izquierda y derecha. La gente iba y venía por ellos.
– ¿Cómo entrarán los camiones? -preguntó Victoria.
– La carretera llega hasta la parte de atrás. Allí están los garajes y una puerta para la mercancía.
Atravesaron el puente levadizo y más personas llamaron a Kateb. Lo saludaron con cariño, dándole la bienvenida. A pesar de que también la miraron a ella, nadie preguntó qué hacía allí. Y Victoria prefirió no saber qué estaban pensando.
Kateb desmontó y ella sintió la necesidad de huir, pero tuvo que recordarse a sí misma que no tenía adonde ir. A pesar de temer lo que podía ocurrir esa noche, era mucho peor morir lentamente en el desierto.
Bajó de su caballo. Sus piernas tardaron un segundo en recordar cómo andar. Después, siguió a Kateb, que iba hacia el palacio.
Al entrar, vio brillar el suelo y enormes tapices que contaban la historia del desierto en las paredes. Deseó acercarse más a observarlos. La historia de El Deharia le resultaba fascinante.
– ¿Hay un biblioteca? -preguntó.
– Sí.
– ¿Podré utilizarla?
– Por supuesto. Ven por aquí.
Siguió a Kateb por varios pasillos. A pesar de que había personas por todas partes, ella las ignoró y se concentró en los cuadros y estatuas que salpicaban el palacio. Había tesoros allá donde mirase. Mármol y oro. Un retrato que parecía un da Vinci. Aunque ella no entendía mucho de arte.
Estaba tan ensimismada con la belleza del palacio que casi se le olvidó por qué estaba allí. No se acordó de volver a tener miedo hasta que no vio a Kateb detenerse delante de una puerta tallada.
– Te alojarás aquí -dijo él, abriendo la puerta-. Confío en que estés cómoda.
Victoria se dio cuenta de que no le había hecho una pregunta. El corazón le latía a toda velocidad.
Unas bonitas alfombras de colores amortiguaron el sonido de sus pasos. Vio sofás ovalados y sillones mullidos, mesas de marquetería y lámparas colgadas del techo.
Había muchas habitaciones, todas conectadas las unas con las otras. Todo en aquel espacio hablaba de tiempos y vidas pasadas, era como si estuviesen en la parte más antigua del palacio.
Kateb siguió andando hasta llegar a un jardín rodeado por un muro, lleno de plantas. El aire olía a jazmín. Vio volar a un loro. Y giró sobre sí misma muy despacio. Su cerebro se resistió a procesar toda aquella información, aunque era difícil de ignorar. Muchas habitaciones. Jardines. Loros.
Victoria se detuvo frente a Kateb, puso los brazos en jarra y lo soltó:
– ¿Me ha traído al harén?
– Me parecía lo más apropiado -respondió él, esbozando una sonrisa.