Capítulo 13

Kateb se dirigió al harén. No había podido dejar de pensar en Victoria y en lo mucho que iba a echarla de menos. Había tardado casi toda la noche en darse cuenta de que era una mujer diferente a las demás. La llamó.

– ¡Estoy aquí atrás! -gritó ella.

Siguió el sonido de su voz hasta el dormitorio. Al entrar Kateb miró la cama en la que habían hecho el amor la tarde anterior. La cama en la que ella le había ofrecido su corazón.

Todas las maletas estaban cerradas. Ella iba vestida con unos vaqueros y una camiseta, parecía preparada para marcharse.

– Estoy con el periodo -le dijo, encogiéndose de hombros-. Me marcharé después del reto.

– El reto no te interesa -contestó él.

– Quiero verte ganar

– Hoy no habrá ninguna victoria con Fuad. No deseo matarlo.

– ¿Tienes que hacerlo?

– Si me suplica que lo perdone, lo dejaré marchar.

– Viene a vengarse, no va a suplicarte nada.

– Lo sé. He venido a pedir que te quedes aquí, conmigo. Me amas. Cásate conmigo.

Ella apretó los labios, tragó saliva.

– ¿Por qué?

Kateb había esperado que se lanzase a sus brazos y lo besase apasionadamente, pero Victoria nunca era fácil… ni predecible.

– Porque quieres hacerlo. Porque me gusta tu compañía. Porque debo casarme y te he elegido a ti. Nuestros hijos heredarán tu inteligencia y decisión. Nuestras hijas, tu belleza y alegría.

– A veces eres un cerdo sexista -comentó ella suspirando-. ¿Me amas?

– No.

– ¿Me crees cuando te digo que yo te amo?

El guardó silencio. Creerla significaba confiar en ella, volver a entregar su corazón. Se había quedado destrozado al perder a Cantara. ¿Cómo se quedaría si perdía a Victoria?

– Supongo que eso es un no -murmuró ella-. Me marcharé después del reto.

– ¿Y si te lo prohíbo? ¿Y si te encierro en el harén?

– No lo harás. Tú no eres así.

– No sabes nada de mí.

– Lo sé todo -se acercó a él, se puso de puntillas y lo besó-. Por eso te quiero. Ahora, vete.

– Seguiremos luego con la conversación -dijo él, irritado.

– Eso espero -susurró Victoria-. De verdad lo espero.


Cuando se hubo marchado, Victoria fue a buscar a Yusra.

– ¿Vas a ir así vestida? -le preguntó la otra mujer desde la puerta de la cocina.

– Sí. ¿Por qué?

– Pensé que te pondrías algo más tradicional.

– Si voy a morir hoy, lo haré cómoda. Y tendrás que admitir que estas botas son espectaculares. Yusra la abrazó.

– He estado rezando por tu seguridad.

– Bien -respondió ella, devolviéndole el abrazo-. Yo también. Espero que funcione.

– Puedes cambiar de opinión. Los ancianos lo entenderían.

– No puedo. Tengo un mal presentimiento y necesito saber que Kateb va a estar bien. Es algo que no puedo explicar.

– Lo amas. No hay nada que explicar.

– Si las cosas salen mal -añadió Victoria de camino al ruedo-, podrás pasarte los próximos cincuenta años haciendo que se sienta culpable.

Yusra se rió, pero pronto la risa se convirtió en sollozos.

– Lo haré. Te lo prometo.

– Bien, porque quiero que viva, pero no me importa que sufra al mismo tiempo.

Al llegar al ruedo, fueron conducidas a la cámara de los ancianos. Allí las recibió Zayd.

– ¿Has venido para sacrificarle por Kateb?

– Sí. No quiero que él sepa nada -continuó-. Y si todo va bien y no me necesita, tampoco quiero que nadie le cuente que me he ofrecido, ¿de acuerdo?

Zayd asintió.


* * *

Kateb esperó al lado del ruedo, con el sable, pesado y poderoso en su mano. Eran viejos amigos, aquel sable y él. Había confianza entre ambos.

El sol brillaba con fuerza y las gradas estaban llenas de gente, pero él sólo podía pensar en sí mismo, en Fuad y en la posibilidad de la muerte.

No quería matar al chico. Victoria tenía razón, cambiaría la ley, pero ya sería demasiado tarde para Fuad.

Victoria lo entendería. Sabría que él dormiría mal durante una época por lo que se había visto obligado a hacer, pero ella lo ayudaría a olvidar.

Aunque ya no estaría a su lado. No podía obligarla a quedarse. La única solución era amarla. Admitir lo que sentía su corazón. Si le daba todo lo que era, sería suya.

Pero era un riesgo demasiado grande. ¿Y vivir sin ella?

– Ha llegado la hora -le informaron.

Kateb se centró en la lucha y saltó al ruedo. Las gradas lo aclamaron. Hasta el suelo pareció temblar con el sonido. Él lo ignoró todo y miró al joven que se acercaba a él

– Has crecido mucho -le dijo a Fuad, que debía de tener unos veinte años y era fuerte y decidido.

– Prepárate a morir, viejo -replicó el chico-. Hoy derramaré tu sangre y vengaré a mi padre.

– Tu padre me secuestró y me habría matado. Su muerte era mi derecho.

– Yo soy su hijo. Tu muerte es mi derecho.

– No quiero matarte. Si me pides clemencia, te la concederé.

Fuad levantó su sable.

– No eres quién para dármela, viejo. Te mataré lentamente.


Victoria no podía oír lo que se estaban diciendo, pero no le gustó nada el lenguaje corporal de Fuad. Era evidente que quería que Kateb sufriese. Empezó a oír el sonido del metal chocando.

Fuad luchaba con ira y torpeza. Kateb parecía ser un oponente racional. Se movía con gracia, era casi como si bailase. Victoria enseguida se dio cuenta de que su objetivo era cansar a Fuad, no herirlo.

Después de un buen rato, Fuad dejó caer el sable. La multitud se levantó al instante. Yusra lo celebró con un grito, pero Victoria supo que algo no iba bien y le gritó a Kateb que tuviese cuidado.

Kateb bajó el sable para permitir a Fuad que recuperase el suyo, pero en vez de hacerlo, el chico sacó un cuchillo de su bota e hirió a Kateb en la pierna.

– ¿Eso está permitido? -gritó Victoria.

– No, pero no te preocupes. Es un corte poco importante. No tendrá consecuencias.

– El corte no, pero lo que hay en la hoja del cuchillo, si -respondió Victoria, segura de que había algo en ella.

En ese momento Kateb soltó el sable y cayó de rodillas. Fuad tomó su espada y la blandió sobre su cabeza, preparado para matarlo.

– ¡No! -gritó ella, corriendo-. ¡No! No puedes hacerlo. Yo soy su sacrificio.

Fuad la miró fijamente.

– Vete de aquí, mujer. Este no es tu lugar.

– Soy su sacrificio -dijo, deteniéndose delante de él-. Tienes que matarme. Es la ley -vio que varios hombres se agachaban al lado de Kateb-. Es veneno. Había algo en el cuchillo -les dijo.

Zayd corrió hacia ellos, respirando con dificultad. Tomó el cuchillo y lo olió.

– La venganza no tiene sentido-le dijo al chico.

– A muerte es a muerte -contestó él enfadado.

– ¿Qué te pasa?-le preguntó Victoria-. ¿Quieres que la vergüenza de lo que hizo tu padre continúe contigo?

Fuad la miró sorprendido y apoyó la espada en su pecho.

– Si quieres morir en su lugar, te mataré.

– Bien -gritó Victoria-. Hazlo si puedes. Mátame. ¿Y después? Tu padre seguirá estando muerto. ¿No te has parado a pensar que secuestró a un chico mucho más joven que tú? Kateb era sólo un crío. ¿Crees que quería matar a tu padre? El no tuvo elección, pero tú sí que la tienes.

– Cállate -le dijo Fuad-. Deja de hablar.

– ¿Vas a matarme? El gran Fuad ha matado a una mujer. Eso te llenará de orgullo.

Victoria notó mucha actividad detrás de ella, pero no se atrevió a mirar. Sólo esperó que estuviesen salvando a Kateb.

Fuad le hizo un corte en el brazo con la espada. Ella retrocedió, sintió más dolor del que había esperado y la sangre salió a borbotones de su piel.

– Quieres luchar conmigo -gritó Fuad-. Lucha. Toma la espada.

– Debes de estar de broma. ¿Sabes cuánto pesa? Hazlo sin más. No voy a moverme. Supongo que lo más rápido es el corazón. No me hagas sufrir.

– No voy a matar a una mujer desarmada.

– ¿Por qué no? Has envenenado a Kateb. ¿Qué diferencia hay?

El bajó la espada.

– ¿Por qué haces esto? Es un trabajo de hombres.

– Porque lo amo demasiado para verlo morir. Es mi mundo. Es el único hombre al que he amado.

– No puedo matar a una mujer

– ¿Por qué no? -se acercó a él-. Siento lo de tu padre. Yo perdí a mi madre y lo pasé muy mal Mi padre es un perdedor. Mi madre lo quería y yo no entendía por qué. Ahora lo entiendo. Kateb no es perfecto, pero es un buen hombre. Intenta hacer las cosas bien. Será un buen líder. Estoy segura, pero sigo sintiendo lo de tu padre.

Fuad se puso a temblar. El sable se le cayó de la mano y él se arrodilló en la arena.

– Nadie me había dicho nunca eso -susurró. Y se puso a llorar-. Piedad -murmuró.


El guarda condujo a Fuad fuera del ruedo y Victoria corrió a la cámara de los ancianos. Encontró a Kateb tendido en una improvisada cama. Estaba pálido, pero respiraba.

– ¿Está bien? -le preguntó al médico que estaba arrodillado a su lado.

– Se recuperará. Estará bien dentro de un par de horas.-Gracias a Dios -dijo ella entre dientes. Se arrodilló y lo besó.

Kateb abrió los ojos.

– ¿Por qué tienes sangre en el brazo?

– No es nada.

El frunció el ceño.

– No lo recuerdo todo, pero he oído algo de un sacrificio. ¿Eras tú? -preguntó. Victoria asintió.

– ¿Quién ha permitido esto? -rugió Kateb-. ¿Quién ha aceptado a una mujer como sacrificio?

– Eh -dijo ella, empujándolo del pecho-. En ningún lugar pone que no pueda ser una mujer lo he comprobado.

– No sabes leer la lengua antigua.

– Pero me han ayudado. Y no estás muerto. Ni yo. Y Fuad ha pedido misericordia. Todo ha salido bien.

– Tiene que descansar -dijo el médico-. Debe dormir unas horas.

Apartaron a Victoria de Kateb. Ella deseaba quedarse a su lado, pero, de repente, ya no sabía cuál era su lugar en todo aquello. Había dicho que se marcharía después de la lucha. Kateb estaba bien, ¿debía marcharse?

Pero, de pronto, no le parecía tan fácil hacerlo. No se imaginaba la vida sin él. Quería más. Quería un milagro.

– Qué muchacho tan idiota -comentó Yusra poco después, lavando la herida de Victoria.

– Ha pedido piedad -dijo ésta.

– Sí, pero ha intentado matar a Kateb con veneno, así que ahora será condenado a morir de la misma forma, antes de que se ponga el sol.


Todavía aturdido, Kateb se dirigió al salón principal del palacio. Tenía muchas cosas que hacer y no podía quedarse descansando.

Conocía la ley y sabía lo que le ocurriría a Fuad. Le parecía ridículo, innecesario.

Había hecho llamar a Victoria, pero no la habían encontrado.

Debía de haberse marchado, tal y como le había dicho. El la había dejado marchar.

Llegó frente a Zayd y se arrodilló. Entonces se dio cuenta de que tenía que salvar a Fuad, si lo hacía, sería merecedor de Victoria.

Hizo que llevasen al chico ante él. Parecía muy joven y asustado.

Kateb esperó a que la habitación estuviese en silencio para hablar. Leyó los cargos y la sentencia. Fuad debía morir envenenado.

– ¿Alguien quiere hablar en nombre del chico? -preguntó Kateb.

Sólo hacía falta una persona. Alguien que no fuese miembro de su familia, ni de la de Kateb. Alguien que dijese que merecía la pena salvar al chico.

– Yo hablaré por él -dijo una voz.

Kateb vio a Victoria avanzar hacia él.

No se había marchado. Se sintió aliviado y deseó ir hacia ella. Seguía allí y alguien le había dicho cómo salvar a Fuad.

– ¿Entiendes cuál es la responsabilidad de lo que estás haciendo? -le preguntó Kateb a Victoria.

– Sí. Tengo un plan. He llamado al palacio de Bahania y he hablado con uno de los príncipes. Le darán trabajo en los establos. He oído que se le dan bien los caballos. Allí se ocuparán de él. Podrá empezar de cero.

– ¿Por qué lo haces? -le preguntó Kateb-. Ni siquiera conoces al chico.

– Porque me da pena. Perdió a su padre cuando era pequeño y se quedó solo. Vas a tener que cambiar eso.

– Sí, tendré que hacer algo.

– Bien. No creo que Fuad sea malo. Creo que está enfadado. No es lo mismo. Quiero darle una oportunidad.

– ¿Es ése el único motivo?

– No. También sé que tú no quieres que muera. Lo hago por ti.

A su alrededor, los presentes empezaron a murmurar. Kateb los ignoró y miró sólo a la mujer que tenía delante. La mujer a la que amaba.

– Te concedo la vida de Fuad. ¿Qué me das tú a cambio?

Los guardias se llevaron al muchacho.

– ¿Qué deseas? -le preguntó Victoria.

– Esto es lo que quiero -continuó Kateb-. Quiero el resto de días de tu vida. Quiero tu corazón, tu alma y tu cuerpo. Quiero tus hijos, tu futuro, tu sabiduría, tu risa. Te quiero toda, Victoria McCallan.

– Eso es mucho -dijo ella entre dientes-. ¿Por qué debería dártelo?

– ¿Quieres que te lo diga en público?

– Si no puedes decírmelo delante de tu gente, es que no tiene valor.

El se levantó y fue hacia ella. Tomó su rostro con ambas manos y la miró a los ojos.

– Te amo. Te he amado desde el momento en que te vi, pero he luchado contra ello. Te ofrezco todo lo que tengo y todo lo que soy. Eres mi mundo. Quédate conmigo, cásate conmigo. Ámame.

– De acuerdo.

– ¿Eso es todo lo que tienes que decir?

– Sí.

– ¿Me quieres?

– Ya te lo he dicho cuarenta veces.

– Quiero volver a oírlo.

– Eres muy exigente -se rió ella-. Te quiero, Kateb.

Todo el mundo los aclamó.

– ¿Te casarás conmigo?

– Sí.

– Bien -la besó-. Eso significa que vas a ser una princesa. Podrás comprarte los zapatos que quieras.

– Van a ser muchos -se rió ella.

– El palacio es grande.

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