También podríamos intentar vender las joyas por televisión en Estados Unidos y Europa, pero me parece demasiado complicado para empezar por allí.
Kateb estudió la presentación de PowerPoint que tenía delante.
– Estás hablando de una distribución internacional.
– Suena más grandioso de lo que lo es en realidad. Podríamos probar el mercado en un par de tiendas de ciudades importantes. Si tenemos suerte, podríamos asistir a ferias. Eso cuesta muy poco dinero. Rasha tiene presupuesto para ello. ¿Hay en El Deharia alguna agencia de ayuda a las pequeñas empresas o algo parecido? No creo que quieran ir con sus maridos, aunque supongo que podrían hacerlo.
Kateb frunció el ceño.
– Haz cinco copias del documento y deja que lo estudie. Haré números y pediré a mis empleados que busquen distribuidores. Si las cosas son lo que parecen, yo les prestaré el dinero que les falte.
– ¿Tú?
El no dejó de mirar la pantalla del ordenador.
– Tal y como has dicho, la diversificación es algo bueno. Tal vez haya otras personas con ideas para crear pequeños negocios. Se correrá la voz. Bahjat era un buen líder, pero no creía que las mujeres tuviesen un lugar en los negocios.
– ¿Y tú sí? -replicó Victoria.
– Soy consciente de que ambos géneros pueden ser inteligentes.
– Tienes un harén.
– Ya te lo he explicado, venía con el palacio.
– Pues no te veo con prisa por convertirlo en una granja.
– Dudo que le gustase compartir el espacio con cabras y ovejas.
– Eso es cierto -Victoria cerró el archivo y el programa-. Me estás diciendo que las mujeres pueden ser líderes en los negocios. ¿Y en la política?
– ¿Deseas gobernar? -le preguntó él, mirándola.
– Yo no, pero debe de haber mujeres que estén interesadas. ¿Les darías una oportunidad? ¿Crees que El Deharia está preparado para una reina Isabel?
– Todavía no -Kateb miró el ordenador-. Tu informe es excelente. Bien documentado, minucioso. Me han gustado los gráficos.
– Gracias. Pienso que las joyas que crean esas mujeres son increíbles. Necesitan un escaparate para su talento.
– Y tú se lo estás proporcionando.
– Sólo las estoy ayudando. El trabajo duro lo están haciendo ellas.
– ¿Me estás diciendo que si esto sale adelante no serás tú la que se ponga al frente?
– No. No es mi negocio. Rasha es más que capaz de llevar el negocio. Y seguro que cualquier adolescente puede ocuparse del sitio web. No quiero formar parte del espectáculo -puso los ojos en blanco-. Deja que lo adivine. No me crees. Te estoy engañando otra vez, ¿verdad?
– No, no me estás engañando. Y te creo.
– Eso espero.
Aquello pareció divertirlo.
– ¿O qué?
– Digamos que no te gustaría tenerme enfadada. Te asustaría.
– Sí, eso sí que me lo imagino.
Estaban en su despacho, y Victoria sabía que había personas esperando fuera. Su reunión no tardaría en terminar. A pesar de que vivían en el mismo palacio, casi no lo veía. Probablemente porque eso era lo que él quería. Esa noche tenía lugar la celebración de su elección y estaría con él, pero tenía la sensación de que no pasarían mucho tiempo a solas. Cerró el ordenador.
– Kateb, yo… -¿qué decir y qué callar?-. No sabía que habías estado casado. Lo siento.
El no se movió, pero Victoria sintió que se acercaba a ella, que la barrera que había entre ambos, caía.
– De eso hace mucho tiempo.
– Lo sé, pero todavía debes de estar dolido. Lo siento.
– No tienes por qué.
– Sé lo que es perder a un ser querido. El dolor pierde intensidad, pero no desaparece del todo. El asintió levemente.
Victoria se levantó para recoger el ordenador portátil.
– Por cierto, con respecto a la cena de esta noche. ¿Se supone que debo venir aquí a buscarte?
– Iré yo al harén.
– Yusra me ha dicho que va a traerme un vestido. Después de la última vez, estoy un poco preocupada.
– Hablaré con ella. Será algo apropiado.
– Gracias.
Victoria sabía que era el momento de marcharse, pero no quería hacerlo. Quería decir algo más, pero, ¿el qué? Eran sólo dos extraños que habían pasado una noche juntos. El ya le había entregado su corazón a otra mujer y ella no estaba interesada en amar. No estaban hechos el uno para el otro. ¿Por qué tenía la sensación de que lo echaría de menos cuando se fuese?
Kateb deseó que llegase aquella noche. No por la cena, sino por estar cerca de Victoria. Ella se interesaría por la celebración, le haría preguntas inteligentes y lo haría reír.
No era la persona que él había imaginado. Su plan de negocio lo había impresionado. Imaginó que había sido una excelente secretaria para Nadim y que él ni se habría dado cuenta. Seguro que tampoco había prestado atención a sus comentarios, ni se había fijado en cómo se contoneaba al andar.
Kateb se había fijado, y lo volvía loco. No podía estar cerca de ella sin desearla. Ése era el inconveniente de la cena.
– ¿Estás lista? -preguntó al entrar al harén.
– Supongo que sí. Lo que es seguro es que estoy tapada, aunque yo jamás habría elegido algo así.
Entró en la habitación y giró muy despacio.
– ¿Sí? ¿No? Tengo un traje de noche, si crees que iría mejor con él.
Yusra la había vestido de forma tradicional, con unos pantalones ajustados y una chaqueta larga. Ambos de color dorado y con un delicado bordado. La chaqueta le llegaba del cuello a los tobillos, pero sólo tenía tres botones, por lo que su vientre quedaba al descubierto.
La imagen de su piel pálida pilló a Kateb desprevenido, le resultó erótica. Deseó desabrocharle la chaqueta y quitársela, y desnudarla entera. Se excitó sólo de pensarlo.
No obstante, ignoró la reacción de su cuerpo y se fijó en cómo se había recogido el pelo. Tenía los ojos grandes, del color del cielo del desierto.
– No has dicho nada -comentó Victoria.
– Estás preciosa.
– ¿Estás seguro? Me siento rara con estos pantalones.
– Tal vez esto te ayude -dijo él acercándose-. Aunque son sólo prestados.
Se sacó unos pendientes de zafiros del bolsillo de la chaqueta. Victoria los miró.
– ¿Son… de verdad?
– Sí.
– ¿Y los diamantes también?
– Por supuesto.
– Entonces, prefiero no llevarlos. Si los pierdo, tendré que lavar muchos platos para pagártelos.
Kateb había imaginado que saltaría de alegría al ver semejante joya.
– Soy el príncipe Kateb de El Deharia.
– Ya lo sé.
– Y tú eres mi amante.
– Eso dicen también.
– ¿Estás intentando hacerte la dura?
Ella sonrió y retrocedió.
– Gracias, pero no necesito que me prestes joyas.
– No son mías.
– Ya imagino que no te las pones por la noche -comentó ella riendo-, cuando estás solo en tu habitación, pero ya sabes lo que quiero decir. Prefiero las mías.
De repente. Kateb sintió la necesidad de verla con los zafiros puestos.
– Victoria, te estoy diciendo que te pongas los pendientes.
– Y yo te estoy diciendo a ti que no.
– ¿Porque son prestados? ¿Y si fueran un regalo, te los pondrías?
– No. Estaría preocupada por llevar algo de tanto valor.
– También te he traído una tiara -le dijo él, sacándosela del bolsillo.
– ¿Una tiara? ¿Como si fuera una princesa? Mi madre me hizo una cubierta de purpurina cuando era pequeña. De verdad, no puedo…
– Al menos pruébatela-le pidió él.
Victoria contuvo la respiración. Tomó la tiara, se giró hacia el espejo y se la puso.
Los diamantes brillaron sobre su pelo rubio. Sonrió, estaba guapa, majestuosa.
– Merece la pena llevarla, aunque tenga que pasarme el resto de la vida lavando platos -susurró antes de mirarlo a los ojos a través del espejo-. Gracias.
– ¿Y los pendientes?
– Mejor no.
El sacudió la cabeza.
– No hay quien te entienda.
– Lo sé. ¿A qué es por eso por lo que te apetece darme un abrazo? -se rió-. Venga. Estoy lista. Vamos a celebrar tu designación.
Kateb la miró como si estuviese loca. Ella pensó que tal vez lo estuviese. Lo cierto era que los pendientes no la habrían hecho sentir como la tiara, como una princesa. Y, eso, de algún modo, la hacía conectar con su madre.
– Como desees -contestó él, ofreciéndole el brazo.
Salieron del harén y fueron hacia la entrada principal.
Una vez allí, vieron a muchas personas charlando. Todo el mundo guardó silencio al ver acercarse a Kateb, entonces, aplaudieron. Victoria, que no estaba segura de deber participar en ese momento tan especial, se apartó y aplaudió también. Kateb se giró a mirarla, pero no dejó de andar. Ella entró al salón detrás de él, con el resto de los invitados.
Los ancianos estaban en fila. Kateb los saludó. Ellos lo abrazaron de uno en uno, complacidos con la elección. Victoria no supo qué hacer. Estaría sentada al lado de Kateb, en la mesa principal, pero hasta que eso ocurriera, imaginó que sería mejor quedarse en un segundo plano.
De repente, la gente la empujó hacia delante y, sin saber cómo, acabó delante del primero de los ancianos, Zayd.
Era mayor y muy menudo, pero sus ojos brillaban de sabiduría.
– Así que tú eres la amante de Kateb.
Victoria no supo qué decir, así que sonrió y esperó que eso fuera suficiente.
– Necesita a alguien que lo haga feliz. ¿Estás dispuesta a cumplir con la tarea?
– Haré todo lo posible -murmuró ella, pensando que Kateb estaba deseando saber si estaba embarazada o no para que se fuese de allí.
– Tendrás que hacer todavía más -le dijo el anciano-. Debes reclamarlo con entusiasmo y energía. Eso es lo que quiere un hombre.
– Dicho así, cualquiera diría que Kateb es el último nacho del plato -comentó sin pensarlo-. A Kateb le gusta ser él quien domine, más que al contrario.
Justo en ese momento, la sala se quedó en silencio y sólo se la oyó a ella.
El anciano la miró fijamente. Y ella se quedó allí, incapaz de moverse, sin saber dónde estaba Kateb ni si la habría oído.
Entonces el anciano empezó a reír y reír. Las lágrimas corrieron por su rostro y todo el mundo volvió a hablar.
– He oído hablar de los nachos, sí -dijo-. Muy bueno. Sí, lo conseguirás.
Victoria siguió saludando al resto de los ancianos. Se limitó a sonreír sin decir nada. Kateb la estaba esperando al final.
Cuando lo miró, él arqueó una ceja. Estupendo.
– Lo has oído.
– Me ha parecido un comentario insólito.
– Tenías que haber estado ahí toda la conversación.
– Eso parece.
Le puso la mano en la espalda y la guió hacia la mesa principal.
– ¿Estás enfadado?
– No. Me has comparado con un nacho. Siento que mi vida está completa. Ella sonrió.
– Eres muy gracioso. Es extraño, pero me gusta.
– Gracias.
Kateb le ofreció una silla. Mientras se sentaba, Victoria pensó que su sentido del humor no era lo único que le gustaba de él. Le gustaba que la escuchase, salvo cuando pensaba mal de ella, y le gustaba que fuese justo. Sería un buen líder. Le gustaba. Como hombre y, tal vez, como amigo. Lo respetaba.
Eso estaba bien. Era mejor tener una buena relación. Pronto tendría que marcharse y prefería tener un buen recuerdo del tiempo que habían pasado juntos.
La cena fue transcurriendo sin complicaciones. Kateb escuchó las alabanzas de los ancianos. Eran historias sencillas que servían para ensalzarlo.
– ¿Y la historia de cómo mataste al dragón? – preguntó Victoria en voz baja, acercándose a él-. ¿O de cómo rescataste a quince huérfanos de un edificio en llamas a la vez que inventabas Internet?
– Ahora vienen -contestó él, disfrutando del olor de su piel.
– Me gustan los grandes finales.
– Entonces, te gustarán las bailarinas.
Ella lo miró.
– ¿De verdad? Me encantan. Yo nunca sería capaz de bailar con tanta gracia.
– ¿No te parece insultante? -le preguntó él sorprendido por su reacción-. ¿No te parece algo primitivo o degradante?
– No, se pasan años aprendiendo a bailar y es precioso. Como el ballet, pero con pantalones transparentes, velos y otra música.
Empezó a sonar la música en el salón y las bailarinas salieron y se colocaron enfrente de la mesa principal. Victoria se quedó hipnotizada con el espectáculo. Kateb, por su parte, se esforzó en prestar atención, pero le costó no mirar a la mujer que tenía al lado. El calor de su cuerpo lo invadía. Por muy bien que se moviesen las bailarinas, sólo podía sentirse interesado por ella.
Se recordó a sí mismo que tal vez estuviese embarazada y que, si así era, se habría atado a él para siempre. Y se repitió que no podía confiar en ella.
No obstante, no podía olvidar cómo había sido hacerle el amor. Sintió la necesidad de acariciarla de nuevo, de complacerla y ser complacido, de oír su respiración entrecortada y sentir cómo lo aplastaba su suave piel.
No le gustaba necesitarla tanto. Había aprendido a controlarse viviendo en el desierto. ¿Qué le estaba pasando?
Sólo podía pensar en volver a estar con ella. El baile continuó. Victoria le susurró algo al oído, pero no lo oyó. Estaba completamente invadido por el deseo.
Por fin las mujeres se quedaron quietas y todo el mundo aplaudió. La velada había llegado a su fin.
Kateb se levantó y habló. Victoria sonrió. Cuando hubo terminado su breve discurso, la tomó de la mano y fue hacia la salida.
Había muchas personas que querían felicitarlo. El asintió y respondió como debía, sin dejar de andar.
– ¿Estás bien? -le preguntó Victoria-. ¿Te ocurre algo?
– Estoy bien.
– Pareces tener prisa.
– La tengo.
– ¿Por qué?
Esperó a estar lejos de la multitud, entró en una alcoba, la tomó entre sus brazos y la besó.
Victoria no supo qué pensar, pero en cuanto los labios de Kateb tocaron los suyos, ya no le importó. La besó con pasión, con anhelo, casi con desesperación. Ella había pensado que no volverían a hacer el amor, pero en esos momentos Kateb le estaba haciendo saber que quería que fuese suya.
Victoria retrocedió lo suficiente para ver fuego en sus ojos.
– Estamos cerca del harén -susurró.
El dudó un momento, y ella supo por qué.
– Yusra es muy eficiente. Ha llenado los cajones de mi mesita de noche de preservativos.
El tomó su mano y se la besó. Fueron con rapidez hacia el harén y entraron en él. Victoria lo condujo hacia su dormitorio.
La iluminación era tenue y la cama estaba preparada. Todas las noches se la preparaban, como si esperasen que algún día llevase allí a un amante.
Esa noche lo había hecho.
Se volvió hacia él, que volvió a besarla. Mientras lo hacía, le abrió la chaqueta sin desabrocharla. Ella se la quitó mientras Kateb le desabrochaba el sujetador.
Entonces él tomó uno de sus pechos con la boca, haciéndola gemir de placer. Victoria se aferró a su cabeza, arqueó la espalda y le pidió más en un susurro.
Estaba preparada, quería que la penetrase, pero lo que le estaba haciendo le gustaba tanto, que tampoco quería que parase.
Entonces lo vio arrodillarse ante ella para besarla en el lugar más íntimo de su cuerpo. Y sintió que empezaba a perder el control.
– No -le dijo. No quería que fuese allí, medio desnuda, casi sin tenerse de pie.
El pareció entenderla. Se incorporó y empezó a desnudarse. Victoria se quito los zapatos, los pantalones y las braguitas. Kateb sacó un preservativo de la mesita de noche. Entonces, ambos se tumbaron desnudos en la cama.
Victoria le acarició su erección y él contuvo la respiración, se apretó contra ella.
Luego se colocó entre sus piernas para darle placer con la boca. Ella las separó e intentó contener un gemido de placer.
Al principio, Kateb se movió muy despacio, como si quisiese descubrir que era lo que la hacía temblar, gemir y retorcerse. Le acarició todo el cuerpo. Victoria nunca había sentido algo igual. Sus músculos internos se tensaron y él empezó a moverse más deprisa, a un ritmo constante. Victoria se sacudió y sintió que una ola de placer invadía todo su cuerpo.
El continuó acariciándola con la lengua, con más suavidad, hasta que se quedó quieta y recuperó la respiración. Entonces Kateb se incorporó y se puso el preservativo. La penetró de inmediato.
La llenó por completo, volviendo a despertar todas sus terminaciones nerviosas. Cuando quiso darse cuenta, Victoria estaba llegando otra vez al clímax. Aquel orgasmo la pilló desprevenida. Se aferró a él, incapaz de controlar su cuerpo. Lo miró a los ojos y se perdió en cada empellón.
Se dijo a sí misma que apartase la mirada, que cerrase los ojos, que aquello era demasiado íntimo, pero no pudo. El tampoco miró a otro lado.
Continuó observándola, entrando y saliendo. Victoria nunca había sentido tanto placer.
Entonces él se puso tenso y llegó al orgasmo también. Ella lo vio todo, el anhelo, el alivio, la satisfacción. Por fin se quedó quieto, habían terminado.
Victoria había imaginado que Kateb se marcharía, pero se quedó tumbado a su lado y la abrazó. Ella aceptó el gesto de buen grado, deseó prolongar el momento, sentirlo cerca. Se dijo a sí misma que era por la soledad, más que porque necesitase al hombre en sí.
– ¿Lo tenías pensado? -le preguntó, con la cabeza apoyada en su hombro.
– ¿Hacer el amor contigo? ¿Te estás preguntando si ha sido un accidente?
Había una nota de humor en su voz.
– Tal vez -contestó Victoria.
– No me he tropezado y he caído encima de ti.
– Ya lo sé, pero no querías que esto volviese a ocurrir.
– Tal vez no sea capaz de resistirme a ti.
Ella deseó que fuese verdad.
– ¿Por qué te ofreciste a mí? -le preguntó él, acariciándote el pelo.
– Ya te lo expliqué cuando ocurrió. No podía permitir que mi padre fuese a la cárcel.
– Por tu madre. ¿Tanto significa para ti una promesa?
Victoria supo que se lo preguntaba de verdad, no estaba cuestionando su lealtad.
– Ella siempre estuvo allí para mí. A pesar de amarlo a él más de lo que debía, siempre me cuidó y me quiso a mí también. Por muy feas que se pusiesen las cosas, siempre me quiso. Le hice la promesa porque pensé que así él seguiría vivo.
– Eso no estaba en tu mano.
– Faltaban unas semanas para que terminase el instituto. No estaba preparada para vivir sola. Tenía que creer en algo.
– Pero después tomaste tu propio camino.
– No fue fácil -no quiso pensar en aquello, en el miedo. Esa noche, no-. Aprendí a ser fuerte.
– Siempre lo fuiste.
– Ojalá eso fuese verdad.
– Hay que ser fuerte para sobrevivir a una tragedia.
Victoria recordó las polvorientas cajas de la habitación de Kateb. Los recuerdos atrapados y el dolor.
– Debes de echarla mucho de menos -murmuró.
El se puso tenso.
– No.
– ¿Qué?
– No podemos hablar de ella.
– ¿Por qué no? Era tu esposa. La querías y ya no está aquí. Deberías hablar de ello.
– Tal vez ya lo haya hecho -dijo él, mirando hacia el techo.
– Lo dudo mucho. Seguro que lo llevas todo dentro. Habla conmigo. Soy una apuesta segura.
– ¿Qué quieres decir?
– Que no te importo.
Kateb se giró hacia ella.
– ¿Por qué dices eso?
– No lo he querido decir como si me compadeciese de mí misma. En cuanto sepas que no estoy embarazada, me harás volver a la ciudad. Así que me lo puedes contar todo. ¿Cómo se llamaba? ¿Cómo era?
El la miró a los ojos, como si quisiera probar su sinceridad. Ella no apartó la vista. Kateb se relajó por fin y sonrió.
– Se llamaba Cantara. La conocí cuando yo tenía diez años y ella ocho. Ella no creía que yo fuese un príncipe, porque no tenía corona y porque montaba a caballo mejor que yo. Nos hicimos amigos. Eso nunca cambió.
– Qué suerte. Debe de ser estupendo, ser amigo de la persona con la que te casas.
– Lo fue. Cantara entendía el desierto y me entendía a mí. A partir de los dieciséis o diecisiete años, supimos que nos casaríamos.
Victoria se preguntó cómo sería estar tan seguro de algo en la vida. Saber que era amada por un hombre al que ella también amaba.
– Esperamos a que yo tuviese veintidós -continuó él-. Mi padre pensaba que era demasiado joven, pero insistí y accedió. Nos casamos y vinimos a vivir aquí.
– Debisteis de ser muy felices.
– Yo lo era. Lo tenía todo. Unos años después, tuve que asistir a varias reuniones de las tribus. A veces duraban semanas y eran muy aburridas. Ella decidió irse a Europa con un par de amigas. Murió en un accidente de tráfico.
– Lo siento.
– Yo también lo sentía, pero el tiempo lo cura todo.
– Todo, no. Vas a tener que casarte por obligación, no por amor.
– Yusra habla demasiado.
– Es posible.
– Esperaré a ser líder y luego escogeré a una mujer fuerte, poderosa. Quiero paz y prosperidad para mi pueblo. Vendrá bien una alianza con una de las mayores tribus del desierto.
– ¿Y si no te gusta la mujer que te eligen? ¿Y si huele mal o no tiene sentido del humor?
– Me casaré por obligación, nada más.
– Tendrás que acostarte con ella.
– No muchas veces, si yo no quiero.
Victoria se sentó y lo miró fijamente.
– ¿Sólo hasta que la dejes embarazada? Qué romántico.
– Es más fácil para un hombre que para una mujer -comentó él, divertido por su reacción.
– Claro, porque de noche todos los gatos son pardos, ¿no? Qué asco. ¿Y qué pasará con sus sentimientos?
– Si es la hija de un jefe de tribu, entenderá la importancia de la alianza.
– Deja que lo adivine. Se sentirá realizada con sus hijos y tú tendrás el harén para que te hagan compañía.
– ¿Por qué te enfadas en nombre de una futura mujer que todavía no existe?
– Porque sí.
Kateb bajó la vista a su cuerpo.
– ¿Sabes que estás desnuda?
– No cambies de tema.
– Estoy volviendo al tema con el que estábamos hace sólo unos minutos.
En un movimiento rápido, la agarró por la cintura y la tumbó de nuevo en la cama. La acarició, la besó y llevó los dedos al interior de sus muslos.
– Estás jugando sucio-se quejó Victoria mientras lo abrazaba.
– Quiero ganar -contestó él antes de volverla a besar.