El día había empezado mal. Mientras conducían por el pueblo, el coche había empezado a hacer ruidos extraños y, unos minutos más tarde, salía humo del motor.
– Me temo que algo está fallando -dijo Nick-. Lo siento, Katie.
– Pero aún podemos ir a la feria -dijo ella, ansiosamente-. Hay un taller al lado de la carretera. Podemos dejar el coche allí e ir a Stavewell en autobús.
– ¿Treinta kilómetros en autobús por estas carreteras? Probablemente, la gente llevará cajas de gallinas.
– Por favor, Nick -suplicó ella-. Es el último día de la feria y quiero ir.
– Bueno, está bien -aceptó él-. Pero que conste que sólo lo hago por ti.
– ¿Lo dices de verdad?
Por un momento, Nick estuvo tentado de decirle que haría cualquier cosa para verla sonreír, pero se controló a tiempo.
– Quería decir que haría cualquier cosa para no oírte todo el día quejándote de que no hemos ido a la feria por mi culpa. Iremos. En un autobús, rodeado de gallinas y pollos o a dedo. Pero iremos.
– Qué bien. Pero date prisa, ¿eh? El autobús sale en media hora.
Nick no confiaba mucho en dejar su coche nuevo en un destartalado taller de pueblo, pero el dueño le indicó rápidamente cuál era el problema y le prometió tenerlo reparado por la tarde.
Mientras caminaban hacia la parada del autobús, Nick tenía que admitir que Katie estaba preciosa con aquella blusa naranja y los vaqueros blancos. Iba canturreando mientras andaban y daba saltitos de vez en cuando.
– ¿Cuántos añitos tienes? -bromeó él.
– Me gustan las ferias de los pueblos -dijo ella-. Despiertan a la niña que llevo dentro -añadió. Su sonrisa desapareció en aquel momento y se quedó parada-. ¿Qué es eso?
Nick se quedó escuchando un momento y, de repente, oyó el llanto de un niño. Katie corrió hacia un callejón en el que había una niña llorando desolada.
– ¡Mami! -lloraba la cría-. ¡Mami, mami!
– No llores, bonita -intentó calmarla Katie, tomándola en sus brazos. La niña se aferró a su cuello, llorando desesperadamente-. ¿Qué estás haciendo aquí solita? ¿Dónde está tu mamá?
– Su madre debe estar en la panadería. Vamos a ver -dijo Nick.
Pero en la panadería nadie sabía nada sobre la niña. No era del pueblo y los panaderos sugirieron llamar a la policía.
– Esperemos que lleguen pronto o perderemos el autobús -susurró Nick. Ella no le contestó, concentrada en calmar a la cría, que no dejaba de llorar.
Por suerte, la comisaría estaba cerca y una mujer policía apareció enseguida, presentándose como la sargento Jill Henson.
– Pobrecita. ¿Les ha dicho su nombre?
– ¿Cómo te llamas, bonita? -preguntó Katie.
La niña siguió llorando durante unos segundos, antes de calmarse.
– Katie -contestó por fin.
– Yo también me llamo así -dijo Katie, entusiasmada-. ¿Y cuál es tu apellido? -preguntó. Pero la niña no contestaba-. Vamos, yo te diré el mío si tú me dices el tuyo. Yo me llamo Deakins, ¿y tú?
La pequeña Katie la miraba sin comprender.
– ¿Tiene usted prisa, señor? -preguntó la sargento al ver que Nick comprobaba su reloj.
– Tenemos que tomar el autobús.
– Váyanse entonces. Yo me llevaré a Katie a la comisaría hasta que encontremos a sus padres.
Jill alargó los brazos para tomar a la niña, pero ella no parecía querer soltar a Katie y volvió a ponerse a llorar.
– Me parece que se siente segura conmigo. Lo siento, Nick, pero no puedo dejarla así.
– No, claro -dijo él un poco sorprendido. Acariciaba a la cría con tal ternura que parecía otra Katie.
– Pobrecita -susurraba-. No te preocupes. Vamos a encontrar a tu mamá.
El panadero le llevó un pastel y un vaso de leche, pero la pequeña no parecía querer soltar el cuello de Katie. Sólo cuando ella le dio el vaso, la pequeña decidió aceptarlo. El pastel y la leche la calmaron un poco y pudo decirles que se llamaba Katie Jensen y que su mamá se había caído, pero no podía decirles dónde.
– Será mejor que vayamos a la comisaría -dijo la sargento-. Tengo que hacer unas llamadas.
Mientras se dirigían hacia allí, el autobús que iba a la feria pasó por su lado, pero Katie ni siquiera se dio cuenta. Tan concentrada estaba en la pequeña.
La comisaría de Mainhurst era tan grande como un comedor y estaba amueblada con antiguos bancos de madera.
La pequeña se había quedado dormida sobre el hombro de Katie y Nick pensaba que cualquiera se quedaría dormido si era acariciado por unas manos tan suaves. Pero desechó aquel pensamiento apresuradamente.
– La he encontrado -anunció la sargento-. La señora Jensen se cayó en la calle y la llevaron al hospital en una ambulancia, pero parece que nadie había visto a la niña. Menos mal que la hemos encontrado, porque está preocupadísima -dijo, mirando a las dos Katies-. Sé que es mucho pedir, pero ¿les importaría venir conmigo?
– Claro que no -contestó Katie.
Tardaron media hora en llegar al hospital y, cuando entraron en la habitación, se encontraron a la señora Jensen de pie y profundamente abatida hasta que vio a la niña.
– No puedo creerlo -dijo tomando a su hija en brazos-. Nunca le han gustado los extraños, pero parece muy apegada a usted.
– Es que las dos nos llamamos Katie -sonrió ella-. Y eso es muy importante, ¿verdad, Katie?
La pequeña asintió con la cabeza, sonriendo.
– Ha sido muy amable, de verdad. No sabe cómo se lo agradezco.
– No se preocupe. Espero que lo suyo no sea nada importante.
– No es nada -sonrió la mujer, tocándose el vientre-. Es que estoy embarazada y me ha dado un mareo. Espero que tenga usted muchos niños, porque veo que se le dan muy bien.
De repente, Katie se puso colorada. Era la primera vez que Nick la veía reaccionar de aquella forma y tuvo que sonreír.
– Tenemos que irnos -dijo la sargento-. Me alegro de que no haya sido nada.
Katie acarició la cara de la niña, que alargó los bracitos hacia ella. La señora Jensen las miraba con los ojos humedecidos.
– Su mujer es una persona muy especial -le dijo a Nick-. Es usted un hombre de suerte.
– Sí… es verdad -contestó él, mirando a Katie.
La sargento volvió a Mainhurst, pero ellos decidieron quedarse donde estaban y explorar.
– ¿Dónde vamos?
– Nick, no sabes cómo siento lo de la feria. Después de ponerme tan pesada, no hemos podido ir. Debes estar harto de mí.
– No cambiaría nada de lo que hemos hecho hoy -dijo él, con sinceridad-. Eres maravillosa.
– ¿Qué vamos a hacer ahora?
En ese momento, se acercaba a ellos un autobús con un letrero que decía A Mertley y Nick tuvo un impulso irrefrenable.
– Vamos a subir a ese autobús.
– Pero, ¿qué hay en Mertley?
– No tengo ni idea -contestó él, tomándola de la mano y corriendo hasta el autobús, que tomaron de milagro, riendo.
– ¿Dónde van? -preguntó el conductor.
– A cualquier sitio -contestó Nick, alborozado.
– Este autobús para en Franchester, Wiggingham y Mertley.
– Denos dos billetes para cualquier sitio.
El conductor le dio dos billetes para Mertley, mirándolos con suspicacia.
– Pero si no sabemos lo que hay allí -protestó ella.
– Nos enteraremos cuando lleguemos… si llegamos. Puede que nos volvamos locos y nos bajemos en Franchester o en Wiggingham. Vivamos peligrosamente.
– Pero si tú eres un hombre metódico -dijo ella, sorprendida.
– ¡A la porra con eso! Estoy de vacaciones.
El autobús subía por una carretera rodeada de árboles hasta llegar a un altozano desde el que podían ver kilómetros de campos iluminados por sol.
– Esto es Franchester -dijo el conductor. Parecía esperar lo que iba a ocurrir: sus dos pasajeros decidieron en ese momento que aquél era precisamente el sitio en el que querían bajarse.
Franchester era un pueblo aún más pequeño que Mainhurst. Sólo tenía una tienda en la que se vendía de todo y Katie compró bocadillos, refrescos y dos pasteles de crema.
– ¿Qué quieres, convertirme en una foca? -preguntó Nick.
– Eso se soluciona con un buen gimnasio -rió ella. Después, preguntaron a un hombre qué podían visitar y él les explicó que había unos hermosos bosques a un lado de la carretera. Dándole las gracias, tomaron alegremente un camino de tierra y, un poco más tarde, saltaron una verja para entrar en un prado-. ¿Qué es eso? A mí me parece que son muy grandes para ser vacas.
– Yo creo que son novillos. Y dicen que son muy cariñosos.
– Ese que está al lado de la verja nos está mirando con cara de malas pulgas.
– Será mejor que volvamos.
Pero el novillo con aspecto de pocos amigos se había colocado frente a la verja que tenían que saltar de nuevo.
– Tendremos que desafiarlo -dijo Nick.
– Vamos a correr los dos juntos -dijo ella, tomando su mano-. A la vez.
– ¡Venga, vamos! -dijo él. Corrieron hacia la verja y, cuando ya estaban al otro lado, miraron al novillo y le sacaron la lengua, muertos de risa. El animal lanzó un mugido de irritación, pero Nick y Katie estaban a salvo-. Te dije que no eran peligrosos.
– Ya. Pero tenías tanto miedo como yo.
– Más -aseguró él-. Mucho más.
El bosque parecía encantado, con árboles por todas partes, caminos de hierba y un arroyuelo cristalino, a orillas del cual se sentaron para tomar la merienda.
– ¿Te das cuenta de que nadie en el mundo sabe dónde estamos? -preguntó Katie.
– Sí -contestó él, alegremente-. Y eso es precisamente lo que me gusta.
– ¿Qué ha pasado con el bucanero de las finanzas?
– El bucanero tiene el móvil apagado. Y así se va a quedar.
– Pero estás contento con tu nuevo puesto, ¿no?
– Estoy abrumado. La verdad es que tengo que pellizcarme para creer que es verdad.
– Vamos, tú siempre has sabido muy bien lo que querías y cómo conseguirlo.
– Eso es sólo de cara a los demás. Siempre he pensado que era un segundón.
– ¿Por Brian? -preguntó ella.
– ¿Tan obvio es?
– No, me lo he imaginado. Brian es un hombre guapísimo.
– Sí, siempre lo ha sido. Incluso de pequeño. Las amigas de mi madre se quedaban embobadas con él y a mí ni me miraban. Como yo era el listo de la casa, decidí que lo único que podía hacer era estudiar para ponerlo celoso.
– No me imagino a Brian celoso.
– Tienes razón. Todo lo contrario. Se sentía orgulloso de mí y era el primero en contarle a todo el mundo lo listo que era su hermano.
– Es un hombre encantador -dijo Katie.
– El día que le dieron el trofeo de fútbol, sus compañeros del instituto se volvieron locos de alegría. Todo el mundo lo quiere. Ese es su gran don y no hay forma de competir con él.
– ¿De verdad no has seguido compitiendo con él? -preguntó Katie.
– ¿Para qué? Me ha ganado siempre -contestó Nick. No mencionaban a Isobel, pero era ella de quien estaban hablando-. Pero Brian no sabía que estábamos compitiendo.
– ¿Tanto te importa -preguntó Katie suavemente-. ¿Ni siquiera ahora puedes olvidarte?
– No lo sé. Me he acostumbrado a pensar en… pero ahora mismo parece que…
No encontraba las palabras, pero se dio cuenta de que Katie lo entendía. Sus ojos tenían un brillo de inteligencia y su sonrisa era tan acariciadora como la que le había ofrecido a la pequeña.
Nick empezó a hablar y, por una vez, no pensaba las cosas antes de decirlas. Y siguió hablando, sobre cosas que nunca le había contado a nadie, miedos que le había dado vergüenza admitir, sentimientos que no había querido examinar hasta aquel momento.
Katie sabía escuchar sin interrumpirlo, excepto para hacer preguntas llenas de empatía. Sabía que su mente y la de ella estaban en perfecta armonía y se sentía liberado.
De repente, allí estaba otra vez, ese algo intangible que tenía en común con Isobel. Nick se preguntaba si sería porque Isobel también sabía escuchar, pero había algo más, algo indefinible… un misterio que debía ser revelado.
– Nick, ¿qué te pasa?
– Nada. Estaba pensando… pero ya lo averiguaré.
– ¿Qué?
– No importa -rió él, de repente-. Míranos, hablando como si fuéramos los mejores amigos del mundo. ¿Recuerdas cómo éramos?
– Siempre a la gresca.
– ¿Por qué siempre te metías conmigo, Katie? Creía que no querías que Isobel se casara con nadie, pero Brian te gustó enseguida. Y tu idea de la diversión era poner pieles de plátano en mi camino.
– Nunca las veías hasta que era demasiado tarde -rió ella-. Por eso era tan tentador. Pero yo era insoportable, ¿verdad?
– Sí, sobre todo el día que me metiste una araña en la camisa.
– Y tú te la quitaste y la metiste en mi camisa -recordó ella.
– Y tú te pusiste a gritar como una posesa.
– ¡Casi me muero de asco!
– Pero si empezaste tú… Sólo quiero saber por qué me odiabas tanto.
– No te odiaba. Pero siempre te hacías el importante y a mí era como si no me vieras.
– Patsy tenía razón. Un día me dijo que los hombres se sienten importantes a los veinticuatro años porque creen que tienen derecho a ser respetados. Tú nunca me has respetado en absoluto.
– Pobre Nick -dijo ella, con ojos tiernos-. Yo estaba pasando por una edad difícil y me vengaba en ti.
– No sé por qué te molestabas. A los dieciséis años deberías haber estado saliendo con chicos.
– ¿Con el aspecto que tenía? -rió ella.
– No estabas tan mal.
– Era un bicho. Y lo único que quería era ser guapa. Soñaba con tener una figura voluptuosa -explicó ella, marcando un busto exagerado sobre su delicada figura-. Para que todos los chicos me persiguieran. Pero me trataban como si fuera uno más.
– Bueno, eso ha cambiado.
– Sí, supongo que ahora no estoy mal.
– No seas tonta -sonrió él-. Tú sabes muy bien que eres una mujer preciosa -añadió. Como respuesta, Katie se limitó a sonreír. Era una sonrisa gloriosa y mareante y le hacía entender por qué Ratchett seguía persiguiéndola. Aquello le recordó algo-. Katie, ¿sabes por qué te he traído aquí?
– ¿Para pasar unas vacaciones?
– Eso también, pero hay otra cosa… algo sobre lo que no hemos hablado hasta ahora.
– ¿Y qué es? -preguntó ella. Nick estaba demasiado ocupado observando cómo el sol se reflejaba en el cabello de Katie como para darse cuenta de que la voz de la joven estaba llena de esperanza.
– Quería apartarte de ese Jake Ratchett hasta que decidiéramos qué hacer con él.
– ¿Jake? ¿Por eso me has…?
– Sí. Aunque a veces me pregunto si he hecho bien. Quizá debería haber-hablado con él seriamente. Pero entonces nos hubiéramos perdido todo esto y sería una pena. Supongo que Ratchett puede esperar, pero creo que en algún momento tendré que enfrentarme con él.
– Por favor, no quiero hablar de Jake en este momento.
– Claro que no. Hemos venido aquí para olvidarnos de él -dijo él tomando su mano-. No pongas esa cara, Katie. Yo estoy aquí para cuidar de ti.
– Lo sé -dijo ella suavemente, apretando su mano.
Nick miró su reloj.
– ¡Mira qué hora es! ¿Cuándo pasa el último autobús?
– No lo sé.
– ¿Y ahora qué hacemos?
– No tengo ni idea.
Los dos salieron corriendo de la mano, observados de forma impasible por el grupo de novillos, pero cuando llegaron a la parada, vieron que el autobús se alejaba. Los dueños de la tienda les dijeron que aquel era el último autobús y que el único taxi de la ciudad no estaba disponible.
– Vamos -dijo Nick, tomándola de la mano.
– ¿Qué vamos a hacer?
– Ir andando -sugirió él.
Habían caminado dos kilómetros cuando oyeron un sonido tras ellos. Había oscurecido y lo único que podían ver eran dos luces que se acercaban.
– Yo creo que es un camión. A lo mejor tenemos suerte.
Y la tuvieron. El camión, cargado con paja, paró al ver que le hacían señas y el conductor sacó la cabeza por la ventanilla.
– Han perdido el último autobús, ¿verdad?
El hombre iba a descargar la paja a un kilómetro del chalé y accedió a llevarlos hasta allí. Los dos saltaron alegremente a la parte trasera del camión y se tumbaron sobre la fragante carga.
– Tendré que ir por el coche mañana -dijo Nick. Había muchas cosas que quería decir, pero no encontraba las palabras. En lugar de eso, tomó la mano de Katie y se quedó allí tumbado mirando las estrellas mientras el camión iba dando tumbos por la estrecha carretera. Cuando bajaron, dieron las gracias al hombre y se dirigieron hacia la casa, iluminada por la luna. Los dos estaban agotados y Nick preparó un poco de cacao caliente, que Katie aceptó con una sonrisa. El sonreía para sus adentros, con una alegría interior desconocida para él hasta aquel momento-. Katie -llamó, cuando ella se dirigía a la escalera.
– ¿Sí?
– Nada -contestó Nick, después de unos segundos-. Buenas noches.
Quería estar solo para ordenar sus confusos pensamientos. Aquel día había visto tantas caras desconocidas de Katie que la cabeza le daba vueltas. Nunca era la misma persona de un minuto al otro y él no podía seguirla.
Una vez había sido una mocosa que había convertido su vida en un infierno, pero los años la habían transformado en una mujer bellísima a quien podía confiar sus pensamientos más íntimos. Nick se fue a dormir pensando en lo curiosa que era la vida… ¡Pero estaba a punto de descubrir que el bichejo venenoso no había muerto!