Nick se levantó temprano por la mañana y decidió ir caminando a Mainhurst. Cuando asomó la cabeza en el dormitorio de Katie, la encontró profundamente dormida y le dejó una nota diciéndole que había ido al pueblo. Su coche estaba arreglado y, cuando volvió a la casa, Katie había desaparecido. Su nota decía que había salido a montar a caballo y le pedía que se reuniera con ella. Nick se preparó algo de comer y estaba a punto de salir cuando alguien llamó a la puerta. Al abrir, se encontró a una joven con un enorme ramo de rosas rojas.
– Para la señorita Deakins.
– Muy bien. Démelas -dijo él, sorprendido. Cuando estaba colocando las rosas sobre la mesa, la nota que había en el ramo cayó al suelo. Era una nota con el logo del hotel Redmont en el pueblo de Chockley, a unos treinta kilómetros de allí. Nick sintió que se enfurecía al leer: Vayas donde vayas, te encontraré. J.R.-. Por Dios bendito, tiene espías que le informan de todos sus movimientos -murmuro entre dientes-. Muy bien, ha llegado el momento de que este Ratchett y yo tengamos unas palabras.
Tirando el ramo de flores sobre el asiento trasero del coche, se dirigió a Chockley. El hotel Redmont era el más caro de la zona; un sitio elegante y lujoso.
– ¿Cuál es la habitación del señor Ratchett? -preguntó en recepción, con el ramo de flores en la mano.
Se sentía incómodo frente a la mirada sorprendida de la recepcionista y se dio cuenta demasiado tarde de la impresión que debía dar con aquel ramo de rosas en la mano.
– El señor Ratchett se aloja en la suite del primer piso -dijo la mujer-. Quizá su secretario…
– No, gracias. Quiero hablar con el propio Ratchett -la interrumpió él, dirigiéndose a la escalera. Al volverse, vio por el rabillo del ojo que la recepcionista tomaba el teléfono.
Nick subió las escaleras de dos en dos y llamó a la puerta marcada ampulosamente como: suite real. La puerta fue abierta inmediatamente por un hombre joven con cara de susto. Nick pasó a su lado casi sin mirarlo y tiró las rosas sobre una mesa.
– Veo que su jefe no es suficientemente hombre como para enfrentarse conmigo. Pero dígale que no pienso irme hasta que hable con él.
– ¿Perdone? -preguntó el joven, sorprendido.
Tenía acento australiano y una voz profunda que contrastaba con su apariencia frágil. Estupefacto, Nick recordó que había oído aquella voz antes…
– ¡Usted es Jake Ratchett?
– Pues sí. ¿Por qué parece tan sorprendido?
– La recepcionista me habló de un secretario…
– Sí, lo contraté cuando llegué aquí. No puedo dejar de trabajar, vaya donde vaya. Mi padre es difícil de complacer -contestó el joven, mirando las flores con angustia-. Veo que a Katie no le han gustado. ¿Le ha molestado que le enviara rosas rojas? Ah, bueno, claro. Ha debido pensar que yo daba por hecho… Debería haberle enviado rosas blancas o crisantemos. Pero es que no le gustan los crisantemos.
Nick no sabía qué pensar. Aquel chico tímido no podía ser el Jake Ratchett de sus pesadillas.
– Creo que tenemos que hablar.
– ¿Quiere tomar algo? -ofreció Jake con amabilidad.
– Café, por favor. Solo y con azúcar.
Jake llamó al servicio de habitaciones y pidió café con el tono de alguien que está acostumbrado a que lo sirvan. Pero sólo eso. Por lo demás, tenía unos ojos castaños enormes, como los de un cachorro y su tono de voz era pausado.
– Katie debe de estar muy enfadada para devolverme las flores -suspiró.
– Katie no las ha visto. Yo soy el que está enfadado. He venido a decirle que la deje en paz, que no la siga por todas partes. Katie está angustiada y nerviosa.
– ¿Angustiada y nerviosa? -repitió Jake, horrorizado-. No lo sabía. La verdad es que siempre se ríe de mí. He intentado ser el hombre que busca…
– Mire, -lo interrumpió Nick- aquí hay un malentendido. Por cierto, no me he presentado. Me llamo Nick Kenton.
– Estaba deseando conocerlo, señor Kenton -dijo Jake, estrechando su mano.
– ¿Me conoce?
– Sí, Katie me ha hablado de usted. Me ha dicho que es el hermano de su cuñado y que está cuidando de ella mientras está en Londres.
En ese momento, llegó el café y Jake actuó como anfitrión. Parecía un hombre educado e inofensivo.
– No puede ser usted el hombre con el que he hablado por teléfono. El hombre que llamaba era un tirano y usted es… -pero no terminó la frase.
– Sólo puedo hacerlo por teléfono -explico Jake-. Cuando tengo a alguien enfrente, no me atrevo. ¿Me he pasado con el tono dominante?
– Desde luego.
– ¡Ay, Dios! Lo siento. Mire, dejemos de hablar de mí. ¿Katie se encuentra bien?
– Perfectamente. Había salido a cabalgar cuando me marché.
– Pero usted ha dicho que está asustada. ¿No ha ido nadie con ella por si sufre una caída?
Nick miró al joven con simpatía.
– Está loco por ella, ¿verdad?
– Es muy fácil enamorarse de Katie -sonrió el joven-. Es inevitable. Consigue que uno quiera hacer cualquier cosa por ella.
– Y ella lo sabe -murmuró Nick.
– ¿Usted también…?
– No -contestó él rápidamente-. Katie se dedica a hacerme la vida imposible. Es su gran diversión.
– No creo que eso sea verdad -protestó Jake suavemente-. Katie es una chica de gran corazón.
– Se dedica a destrozarme la vida, se lo aseguro.
Nick había hablado en broma, pero no había humor en la expresión de Jake.
– Estoy seguro de que está equivocado. Katie es una mujer generosa, dulce y…
– Ya sé que es todas esas cosas, pero también es una pequeña bruja y una lianta. Mire, no la estoy criticando. Sólo estoy explicándole por qué no estoy enamorado de ella.
– ¿Seguro que no lo está?
– Claro que no. No todos los hombres están enamorados de Katie.
– Todos los que yo conozco, sí.
– Pues no debería dejárselo tan claro. En lugar de tirarse a sus pies, ¿por qué no se hace el duro para ver si funciona?
– ¿Para qué voy a hacerme el duro si no le intereso lo más mínimo?
Nick no sabía qué contestar y, simplemente, se tomó su café. Cuando dejó la taza sobre la mesa, Jake le sirvió otro amablemente.
– ¿Usted no toma café?
– Nunca tomo estimulantes. Pero la verdad es que necesito algo -dijo, abriendo la nevera y tomando una botella de agua mineral.
– Parece que sabe cuidarse -dijo Nick, señalando la nevera, llena hasta los topes.
– Mi yogur favorito no se encuentra en todas partes, así que viajo con él -explicó Jake-. Pero en el hotel han sido muy amables y me han buscado un queso bajo en calorías. Bueno, ya sé que soy un poco extravagante.
– En absoluto -dijo Nick.
– Señor…
– Por favor, llámame de tú -dijo Nick-. Haces que me sienta como un anciano.
– Lo siento. Es que, como cuida de Katie, yo le miro como a un padre.
– ¿No me digas? Pues no soy su padre.
– Quiero decir que, como es usted mayor…
– Tengo veintinueve años -interrumpió Nick, irritado.
– Quiero decir que es usted una figura paterna, una autoridad en la que ella puede buscar refugio.
– Jake, será mejor que no le hables a Katie de mi supuesta autoridad porque si lo haces, te dará una patada en la espinilla.
– Es una chica llena de energía, ¿verdad?
– Desde luego.
– Por eso es tan emocionante estar con ella.
– Es agotador estar con ella -corrigió Nick-. Y seguirla desde Australia no ha sido buena idea.
– No he venido a Inglaterra sólo por Katie. Mi padre tiene negocios aquí y alguien tenía que atenderlos. Aunque admito que me ofrecí voluntario.
– ¿Cómo te enteraste de que estábamos aquí?
– Les seguí desde Londres. No era fácil mantener la distancia para que no se dieran cuenta, pero lo conseguí.
Nick lo miró con simpatía.
– ¿Cuántos años tienes, Jake?
– Veinticuatro.
– Hazme caso y olvídate de Katie. Ella es demasiado para ti.
– Lo siento, señor pero usted no comprende lo que siento.
– Claro que lo comprendo -dijo Nick suavemente-. Yo también tuve veinticuatro años y estaba enamorado de una mujer que… Bueno, el caso es que yo intentaba ser la clase de hombre que ella quería que fuera. Y al final, la perdí porque apareció un hombre con una enorme sonrisa.
– Pero… una mujer tiene que apreciar a un hombre que intenta superarse para ella. ¿No cree?
– Por supuesto, pero si sólo es eso lo que hay entre los dos, no vale para nada. Tiene que haber magia, tiene que haber algo. Si no lo hay, es una pérdida de tiempo. No puedes enamorarte de alguien sólo porque esa persona esté enamorada de ti, ni puedes dejar de amar a alguien porque no te ame -explicó, sorprendiéndose a sí mismo. Y tampoco podía enamorarse de una mujer porque fuera elegante, distinguida y una esposa adecuada, se decía a sí mismo. Si no había magia, se encontraría casado con la primera y soñando con una cría de ojos alegres y un perverso sentido del humor. Porque ella sí era mágica. También era irritante e insoportable. Podía hacer que uno se subiera por las paredes. Pero era mágica-. ¿Por qué no cenas con nosotros esta noche?
– ¿Lo dice de verdad? -preguntó el joven, con los ojos brillantes.
– Tanta perseverancia se merece una recompensa. Pero yo creo que es hora de que empieces a olvidarte de ella. Eres demasiado bueno para Katie.
– Ningún hombre es demasiado bueno para Katie -la defendió el chico apasionadamente.
– Jake, tú eres un buen muchacho, pero Katie no es una diosa. Es una bruja, un bicho que disfruta volviendo loco a todo el mundo.
– Sí, es verdad. Es inolvidable.
– Y tú eres imposible -suspiró Nick-. Bueno, pon las flores en agua y así podrás dárselas esta noche.
– ¿Darle flores que no sean frescas? -preguntó, como si fuera un insulto-. No podría hacerlo. Le compraré un ramo nuevo, el mejor que encuentre.
No había esperanzas para aquel chico, pensaba Nick.
Katie volvió a la casa por la tarde. Había cabalgado durante horas y, al final, se había perdido. Para variar.
No había ni rastro de Nick, pero lo que vio en el salón la dejó parada en la puerta. Había una mesa puesta para dos, con la mejor vajilla, copas de cristal y servilletas inmaculadas a cada lado de los platos. Un aroma delicioso llegaba de la cocina y oía a Nick canturreando.
Una sonrisa gigante se extendió por la cara de Katie. Le brillaban los ojos mientras observaba cada detalle de la mesa, preparada para pasar una velada romántica.
– Nick -llamó alegremente, dirigiéndose a la cocina-. Nick…
Se encontraron en la puerta de la cocina, de donde él salía con una ensaladera y una servilleta como mandil.
– Vaya, por fin has llegado.
– Sí, lo siento. Me he perdido. Si hubiera sabido que ibas a preparar…
– No lo sabía hasta hace unas horas -dijo él, dejando la ensaladera sobre la mesa-. Pero ha pasado una cosa que me ha hecho cambiar de planes.
– ¿Qué?
– He conocido a Jake Ratchett -dijo él, mirándola a los ojos.
– ¿Has conocido a… Jake? -preguntó Katie, pálida.
– Sí. Te había enviado un ramo de rosas y yo me enfadé y fui a devolvérselas -contestó él, cruzándose de brazos. Por una vez, tenía la satisfacción de ver a Katie Deakins quedarse sin palabras-. No sé cómo puedes mirarme a la cara. Jake Ratchett es un pobre chico que, por razones inexplicables para mí, cree que tú eres la octava maravilla del mundo. Me hiciste creer que era una especie de monstruo…
– Yo nunca he dicho eso.
– Quizá nunca has usado esas palabras, pero me hiciste creer que lo era. Iba a preguntarte por qué lo has hecho, pero creo que conozco la respuesta.
– ¿Ah, sí? -preguntó ella, sin voz.
– Por supuesto. Es parte de tu plan para hacer que me sienta ridículo. Pero esta vez, te he ganado la partida. Lo he invitado a cenar.
– ¿Quieres decir que todo esto es… por él? -preguntó Katie, señalando la mesa.
– Eso es. Vas a cenar con Jake Ratchett y vas a ser muy, muy amable con él. Te traerá un ramo de flores nuevas porque no ha querido ni oír hablar de venir con las mismas que había enviado esta mañana y tú le dedicarás toda tu atención.
– ¿Y qué vas a hacer tú?
– Estaré en el bar del pueblo -la informó él-. Charlando con la camarera.
Jake llegó en un taxi, explicando que le había prestado el coche a su secretario. Por su expresión angustiada, Nick asumió que no había sido idea suya.
Nick había creído que Katie no sabría qué hacer, pero se había equivocado. Se había vestido y maquillado con tal esmero que estaba más guapa que nunca y casi se arrepentía de haber dicho que los dejaría solos. Pero no podía echarse atrás.
El chico parecía estar en el séptimo cielo, especialmente cuando vio la mesa en la que iba a cenar con su diosa.
– No deberías haberte molestado -le dijo a Katie. Y ella tuvo la gracia de ponerse colorada.
Satisfecho con el aspecto de las cosas, Nick tomó su coche y se dirigió a Mainhurst, prometiendo antes ir a buscar a Jake para llevarlo de vuelta al hotel. Como hubiera hecho un padre.
Para Jake, era como estar en el cielo. Katie había decido portarse como un ángel con él y, mientras servía la cena vegetariana que Nick había preparado, sonreía y charlaba alegremente.
Parte de esa felicidad, sin embargo, desapareció cuando Katie le devolvió el colgante.
– No puedo aceptarlo, Jake. Es precioso, pero demasiado caro.
– Por favor -suplicó él-. Consérvalo como un regalo de despedida. Ahora sé la verdad.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó ella.
– He estado engañándome a mí mismo y molestándote. No volveré a hacerlo.
– Oh, Jake -dijo Katie, con lágrimas en los ojos.
– Consérvalo, por favor -insistió él, apretando el colgante en sus manos-. Me hará feliz pensar que te lo pones de vez en cuando y piensas en mí con cariño.
– Siempre pensaré en ti con cariño, Jake -dijo ella, con sinceridad-. Pero me lo quedaré, si insistes.
– He estado hablando con Nick y me ha hecho ver las cosas con claridad.
– Supongo que habrá dicho cosas horribles sobre mí -sonrió ella.
– Una o dos, pero eso es sólo hacia fuera. Yo creo que, en realidad, él…
– ¿Sí? -preguntó ella, sin aliento.
– Pues, yo creo que te quiere mucho. Como un padre.
– Sí, claro. Como un padre -asintió ella.
– Ha sido muy amable conmigo. Me ha contado que estuvo enamorado de una mujer a mi edad y que la perdió.
– Sí, de mi hermana Isobel.
– Pues yo creo que sigue enamorado de ella.
– ¿Te lo ha dicho él? -preguntó Katie, sin mirarlo.
– No, pero hablaba de ella como si fuera la única mujer de su vida. Dijo también que si no había magia entre dos personas, no había nada que hacer. Y que no se podía dejar de amar a una persona sólo porque ella no estuviera enamorada de ti.
– Sí -suspiró Katie-. Eso es verdad.
Nick volvió horas más tarde y miró de uno a otro. Al menos, no había habido ninguna escena, se decía, porque los dos parecían muy calmados.
– Te esperaré en el coche -le dijo a Jake, dejándolos solos.
Jake miraba con tristeza a su diosa.
– No te preocupes, Katie. No volveré a molestarte.
– Ojala pudiera enamorarme de ti, Jake. De verdad.
– Pero estás enamorada de otro, ¿verdad?
– ¿Por qué dices eso?
– No sé cómo se llama, pero siempre he sabido que había otro hombre. Es como si tu corazón estuviera en otra parte. ¿Me equivoco?
– No -admitió Katie-. He intentado no amarlo, lo he intentado durante años, pero no puedo evitarlo -añadió, cerrando los ojos-. Oh, Jake, es horrible amar a alguien con todo tu corazón y que a él no le importes en absoluto.
– Lo sé -dijo él suavemente.
– Ah, claro es verdad. Lo siento.
– No lo sientas. Al menos, hemos tenido esta noche.
– Sí, los dos perseguimos algo imposible…
– No llores, Katie -dijo él, tomándola en sus brazos-. Quizá tú lo consigas.
– Es posible -intentó reír ella-. Cuando las ranas críen pelo.
– Y lo harán. Tú consigues todo lo que te propones…
Jake hablaba sin parar de Katie durante todo el camino hacia el hotel y Nick lo soportaba con estoicismo. Le caía bien Jake, pero estaba empezando a encontrar su conversación un poco repetitiva. Pero fue al llegar al hotel cuando Jake soltó la bomba:
– Secretamente, siempre he sabido que no tenía nada que hacer ante el hombre del que Katie está enamorado. Supongo que usted lo sabía.
– No sabía nada -dijo Nick, sorprendido.
– Creo que es alguien que conoció en Australia.
– ¿Tú crees?
– Sí, tiene que ser alguien que conoció hace tiempo. Ha intentado olvidarlo, pero no puede. Él debe de haberla tratado muy mal, pero Katie sigue enamorada. Pensé que usted lo sabría.
– No tenía ni idea de que Katie estaba enamorada -dijo Nick con voz ronca.
– Nadie más tiene sitio en el corazón de Katie. Es muy descorazonador, ¿verdad?
– Sí -murmuró Nick.
– Esta noche me ha hablado sobre él y se ha echado a llorar. ¿Cómo puede ser tan estúpido? Ser amado por Katie tiene que ser algo maravilloso y ese hombre… bueno, no sé.
Afortunadamente, habían llegado al hotel en aquel momento y Nick no tenía que contestar. Se despidió de Jake amablemente y tomó el camino de vuelta a casa, perdido en sus pensamientos.
Estaba sorprendido y un poco decepcionado. Katie le había abierto su corazón, o eso había creído él, pero no le había contado su secreto. Nick no quería analizar lo que sentía, pero se parecía mucho a los celos.
No podía ver a Katie en aquel momento. No podía hablar con ella come si nada hubiera pasado. Necesitaba tiempo para pensar y tranquilizarse. En lugar de dirigirse a la casa, subió por una carretera estrecha hasta una colina desde la que podían verse las olas estrellándose contra la playa. Allí, salió del coche y se sentó, intentando ordenar sus pensamientos.
¡Katie, enamorada! Desesperada por alguien que no la amaba. Siempre había pensado en ella como en una niña y, sin embargo, era una mujer que había entregado su corazón a otro hombre.
Y sólo en ese momento, Nick se dio cuenta de cómo hubiera deseado ser ese hombre. De repente, no podía imaginarse la vida sin ella. Si Katie se marchara, se sentiría desolado.
Y ese otro hombre, ese imbécil que era demasiado orgulloso o estúpido para entender que tenía un tesoro… Con una resolución repentina, Nick volvió a subir al coche y condujo hasta la casita, como si tuviera miedo de que Katie desapareciera. La casa estaba a oscuras y pensó que se habría ido a dormir. Pero cuando entró, la encontró sentada frente a la chimenea. Se había puesto un albornoz de seda de colores y su cabello caía sobre sus hombros. La luz de las llamas iluminaba las lágrimas que corrían por sus mejillas.
Ella no le oyó entrar, perdida en sus pensamientos. Por un momento, Nick se preguntó si debía subir a su habitación sin molestarla, pero se quedó como clavado allí, mirándola.
Katie suspiró y apoyó la barbilla en una mano. Estaba pensando en él, se decía y la expresión en su rostro confirmaba todo lo que Jake le había dicho. Aquel no era un amor ordinario. Había sobrevivido al tiempo y a la indiferencia, con una fidelidad desesperada.
Nick sentía que le dolía el corazón. Ella estaba tan cerca y, sin embargo, tan lejos. Le hubiera gustado decir algo, pero sólo podía quedarse allí, mirándola como un tonto, abrumado de anhelo.