Era Katie. La odiada quinceañera de sus recuerdos se había convertido en una diosa. Y él le había contado… ¿qué no le había contado? Nick emitió un gemido al recordar la confesión.
– Un momento -dijo él, luchando por su vida-. Tú no puedes ser Katie. Ella era…
– ¿Sí? -preguntó Katie, amenazadora-. Cuidado con lo que dices.
– Katie era… sé que han pasado cinco años, pero nadie cambia tanto. Sólo eras una niña.
– Tenía dieciséis años.
– No puede ser.
– ¡Sé muy bien la edad que tenía!
– Pues parecía que sólo tenías trece.
– Tardé un poco en crecer -le informó ella con mirada glacial-. Era muy delgada y un poco bajita, pero he cambiado. Ahora tengo veintiún años y mido un metro sesenta. No es mucho, ya lo sé, pero no he crecido más.
– ¿Y yo qué culpa tengo? -preguntó él, tontamente.
– Ni siquiera te acordabas de mi cara.
– ¿Cómo iba a recordar tu cara si ni siquiera la veía entonces? Te la tapaba el pelo. Hablar contigo era como intentar establecer comunicación con una fregona. Y eso era en los días buenos.
– No te inventes excusas.
– No me estoy inventando nada -dijo Nick, intentando ser paciente-. Sólo estoy intentando explicar que estás equivocada.
– Vaya, en eso no has cambiado. Siempre intentando llevar la razón. No sé cómo mi hermana te aguantaba.
– No cambies de tema.
– No sé cuál es el tema. Lo único que sé es que sigues siendo insoportable.
– No me gusta que me tiendan trampas…
– Yo no te he tendido ninguna trampa.
– ¿No? Entonces, ¿no es una trampa llegar en coche cuando yo te esperaba en el tren?
– Eso ha sido accidental. Quería llegar aquí antes que el tren, pero Freddy se perdió. Creí que me habías reconocido.
– Y cuando te diste cuenta de que no era así, no dijiste nada para pillarme.
– ¡Pues sí! Estaba oyendo cosas interesantísimas sobre mí misma.
– Y supongo que darme un nombre falso, tampoco es tenderme una trampa… Jennifer.
– No es un nombre falso. Tengo varios nombres y Jennifer es uno de ellos.
– ¿Y cómo iba yo a saber que tenías varios nombres?
– Porque ya te lo había dicho una vez. Mary, Jennifer y Alice son los tres nombres de familia que llevamos mi hermana y yo. Te lo conté un día que fuiste a buscarla, mientras ella terminaba de vestirse. ¿Y sabes cual fue tu respuesta? «Ah». Esa era tu respuesta a todo lo que yo decía.
– Lo que no entiendo es cómo Isobel no me ha avisado de que venías en coche.
– Ella no lo sabía. Quería darte una sorpresa.
– Querías pillarme, querrás decir.
– No se me había ocurrido pensar que no ibas a reconocerme, pero la verdad es que me alegro. De ese modo, me he enterado de muchas cosas. ¿Cómo te atrevías a llamarme el bichejo venenoso!
– ¿Y tú como te has atrevido a decirle a ese Freddy que yo era el enemigo?
– ¡Porque es verdad! -exclamó ella. Mientras se miraban con los ojos brillantes, el tiempo parecía volver atrás. De nuevo estaban enfrentados y, de nuevo, ella era su pesadilla-. Mira que llamar a una niña inocente el bichejo venenoso…
– ¡Tú eras tan inocente como Atila! Y no eras una niña. Tenías dieciséis años.
– Pero tú no lo sabías.
– ¡Eso es irrelevante!
– ¡No lo es!
– Desde luego hay una cosa que no ha cambiado, Katie. Eras irritante entonces y lo sigues siendo ahora.
– Lo mismo digo.
Nick y Katie dejaron las hostilidades a un lado mientras cenaban. Nick había reservado mesa en un restaurante italiano que contaba, afortunadamente, con la aprobación de Katie. Su llegada había causado una pequeña conmoción y dos jóvenes camareros casi llegaron a las manos por el privilegio de atenderla.
– ¿Por qué estás tan triste? -preguntó ella, mientras comían spaguetti.
– No estoy triste. Sólo estoy pensando. Cuando hice mis planes, pensaba en una niña. Obviamente, tendré que cambiarlos.
– ¿Has hecho planes para mí? -rió ella-. Estupendo. ¿Qué planes?
– No sé, visitas por la ciudad y esas cosas.
– ¿Vas a llevarme a la Torre de Londres?
– Puedes ir a verla, pero no será conmigo. Te compraré una guía e irás tú sólita.
– ¿No vas a venir conmigo?
– No.
– ¿Vas a dejarme sola en una ciudad tan peligrosa como Londres? -preguntó Katie-. Supón que me secuestran.
– ¡No tendré esa suerte!
– Y que piden rescate.
– Lo pagaría para que se quedasen contigo -afirmó él. Katie lanzó una carcajada, mientras enrollaba un spaguetti en su tenedor con gran dedicación. Observando su habilidad, Nick tenía que admitir que era una de las pocas mujeres que conocía que podían comer spaguetti con gracia-. ¿Qué tenías en mente cuando decidiste venir a Londres?
– No sé, -empezó a decir ella- ir a ver museos, al teatro, comprar ropa y pasarlo bien.
– Pues vas a estar muy ocupada estas dos semanas.
– Necesitaré más de dos semanas.
– Isobel me dijo que serían dos semanas como máximo -dijo él, sintiendo un escalofrío por la espalda.
– Sí, es verdad. Pero creo que necesitaré más tiempo.
– ¿Cuánto más?
– No lo sé. Depende de si lo paso bien o no. Además, me lo merezco. He trabajado mucho durante los últimos años -suspiró. Como si fuera Cenicienta, pensaba Nick.
– ¿Haciendo qué?
– Ayudando a mi padre en la granja. No hay muchos empleados, así que he estado trabajando como una esclava. Me levantaba al amanecer y me acostaba antes de que anocheciera. Esa ha sido mi vida. No sabes lo que significa para mí estar por fin en una gran ciudad. Es abrumador.
Cuando Nick estaba a punto de empezar a sentir simpatía, descubrió un brillo irónico en los ojos verdes de Katie.
– Corta el rollo -ordenó-. Has estado viviendo en Sidney y tu padre es alérgico al polen.
– ¿Y tú cómo sabes eso?
– Me lo contó Isobel.
– ¡Ah, claro, si te lo contó Isobel…! -exclamó ella, sarcástica.
– Creo que lo mejor será que olvidemos lo que he dicho en la estación -dijo Nick, poniéndose colorado.
– No te preocupes. No has dicho que aún estuvieras enamorado de ella. Eso me lo he imaginado yo.
– Pues te imaginas mal -dijo él, entre dientes.
– No te ves la cara. Sigues loco por ella.
– ¡Deja de decir tonterías! Isobel es la mujer de mi hermano.
– Pero antes era tu novia. Aunque, nunca llegasteis a…
– No. De eso te encargaste tú.
– ¿Perdón?
– Nada. Y te lo voy a decir por última vez: no estoy enamorado de Isobel.
– ¿No?
– Claro que no.
– Entonces, ¿qué estás haciendo aquí, conmigo? -preguntó ella, como si acabara de sacar un conejo del sombrero-. Si no estuvieras intentando impresionar a mi hermana con tu inquebrantable devoción, yo estaría tirada en un cubo de basura -añadió. Aquello estaba tan cerca de la verdad que Nick sólo podía mirarla, sin decir nada-. Vamos, admítelo. No quieres tenerme en tu casa…
– No hay que ser un genio para adivinar eso. ¿Por qué iba a querer tenerte en mi casa? Tengo trabajo, cosas que hacer… Pero eres la cuñada de mi hermano y sigues siendo muy joven, aunque te creas muy lista. Isobel me ha pedido que cuide de ti para que no te metas en líos y eso es lo que voy a hacer.
– No sé si vas a ser capaz, Nick -sonrió ella, con un brillo burlón en los ojos.
– ¿Es que nunca has oído hablar de cosas como la lealtad o el deber? -preguntó él, intentando recuperar la iniciativa.
– ¡Ah! Soy un deber.
– Desde luego, un placer no eres -replicó él.
– Eso que acabas de decir es una grosería -se quejó ella-. Vengo del otro lado del mundo, esperando recibir algo de calor y me encuentro con un muro de piedra -añadió, escondiendo la cara.
– Vamos, Katie, no quería hacerte daño.
– Lo sé -replicó ella, llevándose el pañuelo a los ojos-. Supongo que no es culpa tuya que seas tan insensible, Nick. La naturaleza te ha hecho así. No te puedes imaginar lo que es estar tan lejos y soñar con tu familia…
– Pero no soñabas conmigo, ¿verdad? Y, si soñabas, imagino que en los sueños me clavarías agujas -ironizó él. En ese momento, vio que las lágrimas asomaban a sus ojos-. Katie, no llores. Era una broma. Perdona, no quería ser tan grosero.
– De verdad, Nick, es como quitarle un caramelo a un niño -dijo ella entonces, sonriendo de oreja a oreja-. No deberías dejar que te tomase el pelo con tanta facilidad.
– Pero, ¿serás… -empezó a decir él-. Ahora me acuerdo de que solías llorar cuando te daba la gana.
– Sí, entre todos mis otros pecados, deberías haber recordado ése -asintió ella.
– ¿Qué voy a hacer contigo?
– Por ahora, darme de comer. ¿Dónde está la lasaña que habíamos pedido?
Los camareros aparecieron a su lado como por encanto y, mientras uno retiraba el plato de spaguetti, el otro servía la lasaña y un tercero aparecía para servir el vino. Ella los recompensó con una sonrisa deslumbrante y los tres jóvenes se quedaron embobados.
– Habría muchos chicos jóvenes en Australia, supongo -dijo Nick, admirado ante aquella exhibición de poder.
– No lo sé. Es posible -contestó ella, como sin darle importancia.
– ¿Has perdido la cuenta?
– No, me parece que no he conocido tantos.
– Si lo que estoy viendo aquí es un ejemplo, yo pensaría que sí has conocido a muchos.
– ¿A qué te refieres? -preguntó ella, con aire de inocencia-. Ah, los camareros. ¿No pensarás que están pendientes de mí?
– No te hagas la tonta. No se ve una cara como la tuya todos los días.
– ¿De verdad te parezco guapa, Nick? -sonrió ella, iluminando parte del salón.
– Pasable -contestó él, negándose a morder el cebo.
– ¡Ja!
– No pienso seguirte el juego. Déjalo para impresionar a los críos de tu edad. Mientras estés aquí, yo soy como tu padre.
– No creo que seas mucho mayor que yo.
– No demasiado, pero te recuerdo que Isobel te crió y que yo estuve a punto de casarme con ella.
– ¿Casarte con ella? De eso nada.
– Prefiero no hablar de eso, si no te importa -dijo él, irritado.
– Has empezado tú, diciendo que eres como mi padre. De verdad, Nick, no deberías infravalorarte de ese modo. Tampoco estás tan mal.
– ¿Quieres terminar de cenar, por favor?
– Era una broma. No te habrá molestado, ¿verdad?
– Pues sí -contestó él. Katie seguía comiendo su lasaña con un apetito sorprendente-. Veo que tienes buen apetito -observó-. ¿No me digas que tú no miras las calorías?
– Nunca me preocupo por mi peso -contestó ella, indiferente-. Como lo que quiero y no engordo… ¿no pensarás que estoy gorda? -preguntó, alarmada de repente, pasándose las manos por las caderas.
– No estás gorda -contestó él, incapaz de apartar los ojos de la figura femenina.
– ¿Estás seguro? Mírame bien.
– Te estoy mirando bien.
Era curioso lo diferente que era de Isobel. Las dos hermanas eran de piel clara, pero la piel de Isobel era como la leche, mientras que la de Katie era más bien como de melocotón. Isobel parecía pintada en tonos pastel, mientras Katie brillaba con colores vivos y radiantes. Su corta estatura no le restaba atractivo, más bien al contrario.
Satisfecha de su figura, Katie seguía comiendo.
– Isobel me ha dicho que te has convertido en un banquero.
– Bueno, no exactamente. Trabajo para una firma bancaria como asesor financiero y me va muy bien.
– ¿Por qué tienes que ser siempre tan prosaico? ¿Dónde está la emoción?
– ¿Qué emoción?
– La emoción de conducir la máquina del progreso -dijo ella teatralmente-. De mover las ruedas del dinero. Isobel me había dicho que eras un tipo importante.
– ¿Ah, sí? -preguntó él, intentando que su expresión no mostrara lo complacido que se sentía por el comentario.
– Y que tenías un apartamento de lujo con vistas al río. Estoy deseando verlo.
– Iremos a casa en cuanto termines de cenar. Patsy está deseando conocerte.
– ¿Patsy? -preguntó ella, con una voz un poco hueca.
– Es mi secretaria. Te gustará, es una persona muy cariñosa.
– Qué bien -dijo Katie, sin mirarlo.
– Va a quedarse en casa mientras tú estés en Londres.
– ¿Por qué? ¿Por si acaso me decido a atacarte? Dile que no tiene que preocuparse por eso.
– No digas tonterías. Por cierto, no te he hablado de Derek. Es mi compañero de piso y…
– ¿Es joven?
– Sí.
– ¿Guapo?
– Las mujeres parecen creer que sí. Pero te aconsejo que no le prestes atención.
– Eso va a ser difícil si vamos a vivir bajo el mismo techo.
– Esa es la razón por la que Patsy va a vivir con nosotros.
Katie lanzó una carcajada.
– Estás intentando proteger mi virtud. Qué simpático.
– Katie, una chica no puede compartir piso con dos hombres solteros sin que la gente murmure.
– Si tu compañero es tan serio y tan tieso como tú, no hay nada de qué preocuparse.
– Si Derek fuera como yo, no habría ningún problema -suspiró él.
– Nick, si hubiera más hombres como tú, el mundo tendría muchos problemas.
– ¿Es que no puedes hablar en serio?
– Estoy hablando en serio -contestó ella-. Háblame de Derek. ¿Trabaja contigo?
– No, se dedica a los ordenadores. Inventa sistemas, programas y esas cosas. Es una especie de genio, pero su personalidad podría definirse como rebelde. Le gusta «apurar la copa de la vida», como él dice. Pero yo creo que lo que le gusta es apurar todas las copas que le pongan por delante.
Demasiado tarde se dio cuenta Nick de que había dicho exactamente lo que no debería haber dicho.
– ¡Ese Derek tiene que ser divino! ¿Cuándo voy a conocerlo?
Nick decidió que tendría que pensar las cosas dos veces antes de decirlas. Estaba impresionado por el cambio que se había producido en Katie y no acertaba a hacer las cosas bien.
Y era culpa de ella, sentada allí como una diosa, con aquellos misteriosos ojos verdes que parecían prometer mil cosas. Derek se volvería loco al verla.
Nick estaba preparado para una Katie rebelde, salvaje, pero nadie le había advertido que se encontraría con una Katie bellísima. En aquel momento, la situación parecía abocada al desastre e Isobel lo culparía por ello.
– Lo conocerás esta noche -dijo él-. Suponiendo que se decida a dormir en casa.
– Ese chico parece fascinante. Además, si a ti no te gusta, a mí me tiene que encantar.
– Muchas gracias -dijo él, irritado.
– Puede que sea mi tipo.
– Ninguna mujer sensata se acercaría a él.
– ¿Y desde cuándo soy yo sensata? Isobel es la sensata y, sin embargo… -empezó a decir ella, pero no terminó la frase. Tenía la cara ladeada y lo miraba a través de las pestañas más largas que Nick había visto en su vida.
– ¿Qué?
– Nada.
– ¿Qué ibas a decir de Isobel?
– Sólo que se le fue la cabeza cuando conoció a Brian. Creo que tu hermano destapó a la Isobel insensata y que eso era lo que ella quería.
– Si has terminado de cenar, -dijo él, cortante- deberíamos marcharnos.
Mientras iban hacia su casa, Nick intentaba ser amable de nuevo. Era el primer viaje de Katie a Londres y parecía tan emocionada por todo lo que veía que era imposible no sentir simpatía. A pesar de eso, seguía poniendo a prueba su paciencia, sobre todo cuando le pidió que fuera más despacio para ver unos escaparates sin tener en cuenta el tráfico o cuando lo obligó a parar en medio de una calle porque había visto el modelo de sus sueños. Cuando Nick había conseguido encontrar aparcamiento y se dirigía hacia la tienda, ella salía de ella con una bolsa en la mano y los ojos brillantes.
– ¿Te ha costado muy caro? -preguntó él. Katie le dijo el precio-. ¿Cuánto?
– Es un poco caro, pero es un modelo exclusivo. Me encanta, es como si lo hubieran hecho para mí.
– Bueno, si a ti te gusta -comentó él, encogiéndose de hombros.
Nick se ofreció a llevar la bolsa hasta el coche, pero ella se negó apretándola contra sí, como si fuera un tesoro.
Katie se quedó boquiabierta cuando llegaron a su apartamento. Sobre todo, frente a la pared acristalada que daba al Támesis. Estaba oscureciendo y el río, iluminado por miles de luces, era una visión espectacular.
Patsy llegó al apartamento un poco después, con aspecto de estar agotada.
– Lo siento -dijo, casi sin aliento-. He tenido que volver a casa para buscar las pastillas de Horacio.
– ¿Dónde está ahora? -preguntó Nick, nervioso.
– Debajo del sofá. No te preocupes, no saldrá de ahí -contestó la mujer-. Tú debes de ser Katie -añadió, dirigiéndose a la joven.
Nick hizo las presentaciones, alegrándose de que parecieran caerse bien. Patsy parecía sorprendida con la muchacha y rápidamente se la llevó a la habitación que iban a compartir.
– Nick me ha hablado de ti -decía la mujer, mientras ayudaba a Katie a deshacer la maleta-. Pero no te pareces a la chica que había descrito.
– Han pasado cinco años -rió Katie-. A Nick se le han olvidado muchas cosas. Y hay otras que no sabe -añadió, guiñando un ojo.
– Ya entiendo -dijo Patsy-. Bueno, al menos creo que entiendo.
– Háblame de él -pidió Katie-. ¿Cómo es en el trabajo?
– Muy serio, muy correcto. Le gusta que todo se haga como a él le gusta.
– Me lo puedo imaginar.
– Pero si sólo fuera eso, sería muy aburrido trabajar con él. A veces, aparece un Nick diferente, alegre y lleno de imaginación. El problema es que no deja que eso ocurra a menudo.
– ¿Tiene novias? -preguntó Katie, como sin darle importancia.
– Ha tenido bastantes. Nick nunca ha tenido problemas con las mujeres porque es muy guapo.
– ¿Guapo? -preguntó Katie, frunciendo el ceño-. ¿Tú crees?
– ¿Tú no?
– Nunca me he fijado en eso -contestó Katie, dedicándose a colgar la ropa en el armario. Un brillo de sorpresa había aparecido en los ojos de Patsy, que pronto se vio reemplazado por un brillo de comprensión-. Así que ha tenido muchas novias…
– Sí, pero no le duran, porque no parece tomárselas muy en serio. Aunque…
– Estoy preparando algo de beber… -dijo Nick en ese momento, asomando la cabeza por la puerta-. ¿Es ese el famoso vestido? -preguntó. Katie había colocado su nueva adquisición con todo mimo sobre la cama. Era un vestido de seda largo, de color gris plomo. Incluso Nick, que no sabía nada de esos asuntos, tenía que admitir que parecía estar hecho para ella -¡Vaya vestido!
– ¿Te gusta? -preguntó Katie, entusiasmada-. Es mi estilo, ¿verdad?
– Yo diría que sí -contestó él, divertido por el fervor femenino.
– ¿Me da tiempo a darme una ducha? -preguntó, entrando en el cuarto de baño sin esperar respuesta.
– Es muy simpática -dijo Patsy, sacando a Nick de la habitación-. Mucho más de lo que me habías hecho creer. «Una extraterrestre enviada a la tierra para destrozar tu vida»… venga, hombre.
– Es un disfraz para engañarte -sonrió Nick-. Por dentro es un enorme insecto con la cabeza llena de spaguetti -añadió-. ¿Has visto a Derek?
– Ha salido con una chica -contestó Patsy-. No ha dicho a qué hora iba a volver.
– Esperemos que no vuelva.
Por una vez, pensaba, el cielo parecía estar de su lado. Pero estaba equivocado. Cinco minutos más tarde, Derek abría la puerta del apartamento y cerraba de un portazo, como era su costumbre.
– Bueno, ¿dónde está la bruja? ¿Es tan horrible como antes?
– ¡Cállate! -susurró Nick, frenético.
Pero era demasiado tarde porque Katie acababa de abrir la puerta del cuarto de baño y estaba allí, mirándolos.
– ¿Por qué no juzgas por ti mismo? -preguntó, burlona.
Incluso Nick tenía que admitir que estaba arrebatadora, con una toalla alrededor de su cuerpo y el cabello suelto sobre los hombros. La toalla dejaba al descubierto gran parte de sus torneadas y perfectas piernas.
– Esto no es justo -se quejó Derek, tragando saliva-. Me habéis hecho trampa.
– Yo siempre hago trampa -replicó Katie, con su voz más seductora-. Es la mejor forma de ganar -añadió, con una sonrisa que hubiera derretido el hielo. A Derek se le cayeron las llaves al suelo.
– Pues yo quiero ser el premio -dijo, por fin.
Viendo que el desastre era inevitable, Nick decidió actuar con rapidez. Su albornoz estaba colgado detrás de la puerta del baño y, de un saltó, se lo colocó a Katie sobre los hombros y lo cerró sobre su pecho.
Ella lanzó una carcajada. Su perfume y la proximidad de su cuerpo hacían que casi le diera vueltas la cabeza.
– Se supone que te estabas duchando, así que ¿por qué no vuelves al cuarto de baño?
– Pero si no me has presentado a tu amigo -protestó ella.
– Luego -dijo él, empujándola-. Más tarde.
– ¿No puedo conocerlo ahora?
– Más tarde -repitió él, cerrando la puerta del cuarto de baño tras ella.
– Eres un aguafiestas -dijo Derek.
Para alivio de Nick, Katie volvió a aparecer más tarde vestida con pantalones negros y un jersey azul sin mangas. Nick hizo las presentaciones y Derek tomó su mano con reverencia.
– No sabes cuánto me alegro de conocerte -estaba diciendo, sin apartar los ojos de su cara.
– Yo también. Estaba deseando conocerte desde que Nick me ha hablado de ti -dijo ella.
– Estoy seguro de que no te ha contado nada bueno.
– Pues no -admitió Katie con tristeza-. Pero seguro que ni la mitad de lo que ha dicho es verdad.
– ¿Qué le has dicho? -preguntó Derek.
– Nada, da igual -intervino dulcemente Katie-. Además, será mucho mejor enterarme de la verdad por mí misma.
– Muy buena idea.
Nick observaba el intercambio con sarcasmo.
– Ten cuidado, Derek -advirtió Nick-. Es experta en poner trampas a los hombres.
– ¿Queréis tomar algo? -preguntó Patsy, ofreciendo un canapé.
– No, gracias, ya he cenado. Además, Nick dice que estoy gorda.
– Yo nunca he dicho…
– Sí lo has dicho. En el restaurante, prácticamente me acusaste de estar cebándome. Es que no había comido nada y estaba hambrienta -explicó, mirando a los otros dos con cara de pena.
– ¡Katie! -exclamó Nick, estupefacto.
– Nick no tiene ojo para las mujeres.
– Tú no me encuentras gorda, ¿verdad? -preguntó, dándose la vuelta para que Derek pudiera admirarla desde todos los ángulos.
– Estás perfecta -dijo él, entusiasmado.
Patsy no decía nada. Le estaba costando trabajo no lanzar una carcajada.
Irritado, Nick la tomó del brazo y la atrajo hacia él para mirarla a la cara.
– No has cambiado nada, ¿verdad? -dijo, entre dientes-. Sigues siendo tan manipuladora como siempre.
– Tienes razón, Nick. En algunos aspectos no he cambiado. No he cambiado en absoluto.
– ¿Qué quieres decir con eso?
– Ya te enterarás -sonrió Katie.
Nick la soltó, dándose cuenta de que era imposible enfadarse con ella. Nunca hasta entonces se había dado cuenta de lo aburrido que era su apartamento y quizá no podía culparla por querer alegrar un poco el ambiente con sus bromas. Pensando aquello, decidió relajarse un poco y disfrutar de la pequeña fiesta.