A la mañana siguiente, Nick se preguntaba cómo iba a enfrentarse con Katie. ¿Se habría dado cuenta ella del beso? Pero la desalmada criatura se había levantado antes que él y estaba en la cocina tomando tostadas con mantequilla como si le fuera la vida en ello.
– ¿Cómo puedes comer de esa forma y no engordar?
– Hago mucho ejercicio -contestó ella alegremente-. No estoy todo el día sentada detrás de una mesa, como otros que yo sé.
– Si te refieres a mí, no es verdad.
– Bueno, tienes razón. A veces te levantas para sentarte en el coche.
– Puede que te interese saber que mi compañía aconseja a sus empleados que se mantengan en forma y, para ello, han instalado un gimnasio.
– Pareces un panfleto publicitario. Además, ¿cuándo fue la última vez que fuiste a ese gimnasio?
– Eso da igual.
– No da igual. Tener un gimnasio en la empresa no vale de nada si no vas por allí. ¿No lo sabías?
– ¿Te vas? -preguntó él con frialdad, ignorando la puya.
– Sí, ahora mismo -contestó ella, tomando su bolsa de deporte, antes de salir de la cocina silbando.
Nick se quedó allí, preguntándose cómo podía haber sentido ternura por aquella loca la noche anterior. No era más que un grano en…, pensaba.
El día había empezado mal y había continuado peor. Cuando salió del apartamento, se encontró compartiendo ascensor con Leonora, la vecina del piso de arriba.
– ¿Te molestamos mucho anoche? -preguntó.
– En absoluto.
– Ya sabes que a veces se nos olvida que hay vecinos -rió la joven-. Anoche hicimos una fiestecita para celebrar que me han dado recorridos largos. Ahora mismo me marcho a Nueva York.
– Y cuando vuelvas, supongo que también lo celebraréis -observó Nick.
– ¡Qué buena idea! Muchas gracias -rió la joven.
Habían llegado al garaje y Leonora entró en su coche alegremente, dejando a Nick preguntándose por qué tenía que abrir la boca por las mañanas.
– ¡Pobre Nick! -exclamó Lilian-. Lo estás pasando fatal con esa chica, ¿verdad?
– Bueno, no es para tanto -intentó contemporizar él.
Estaban cenando en un restaurante tranquilo y Nick se sentía mejor en la sensata compañía de Lilian.
– Siempre intentas buscar el lado bueno de las cosas -sonrió ella-. Pero yo sé que estás haciendo un esfuerzo.
– Un poco, sí -asintió él, recordando el esfuerzo que había tenido que hacer la noche anterior para no besar a Katie-. Lo peor de todo es que siempre me convence de todo. Hoy mismo he ido al gimnasio por primera vez en mucho tiempo.
– Pero si estás en forma.
– Lo sé, pero Katie me ha hecho sentir como si fuera un hipopótamo. Aunque lo hacía de broma.
– No debería decirte esas cosas. Y hacer que vayas a buscarla al club…
– Eso ha sido idea mía. No me gusta que vuelva sola a casa -dijo él, mirando el reloj-. Tendré que irme pronto, por cierto.
Lilian estaba en silencio. Sólo el tamborileo de sus dedos sobre la mesa mostraba su irritación.
– ¿Cuándo volverá Derek? -preguntó por fin.
– La semana que viene. ¿Por qué? ¿Para que vaya él a buscarla?
– No, es otra cosa… un tema delicado. Katie es muy joven y necesita protección.
– Eso es lo que estoy haciendo.
– Pero, cariño, te equivocas. Con Derek de viaje, estáis los dos solos en tu casa. Las cosas han cambiado pero, aún así, un hombre y una mujer viviendo juntos en un apartamento… la gente puede murmurar.
– ¿Que Katie y yo…? Eso es imposible. Ella sería la última persona en el mundo a la que yo querría… -Nick se detuvo, recordando cómo la había llevado en brazos la noche anterior y el roce de sus labios.
– Naturalmente. Tú eres un hombre con muy buen gusto y ella, bueno… -rió Lilian sin terminar la frase. Nick se sentía incómodo. Isobel, pensaba, nunca habría hecho un comentario como aquel sobre nadie y, seguramente, Katie tampoco-. Cariño, ¿me estás escuchando?
– Ah, sí. Perdona, ¿qué estabas diciendo?
– Te estaba hablando del grupo de solidarios en el que colaboro. Nos dedicamos a ayudar a chicas jóvenes con problemas. Tenemos una residencia femenina, en la que no le está permitida la entrada a los hombres. Lo hacemos para evitar que las chicas inocentes caigan en manos de indeseables.
– Pues entonces no es sitio para Katie -sonrió Nick-. A ella precisamente lo que le gusta son los indeseables.
– Por eso quiero insistir. Es vulnerable, Nick, y tu obligación es protegerla.
– Tienes razón -admitió él.
– El sitio en el que estoy pensando es el albergue Henson. Sólo está a dos manzanas del Papagayo alegre y le he conseguido una habitación.
– ¿Has hablado con ellos sin hablar conmigo antes?
– Era lo más lógico Nick.
Sería lógico, pero la idea no lo entusiasmaba lo más mínimo. Aunque Lilian tenía razón. Lo mejor sería poner distancia entre Katie y él.
– Se lo diré esta noche -dijo por fin.
– Sabía que estarías de acuerdo -sonrió Lilian-. Bueno, creo que es hora de que nos vayamos -añadió, levantándose y estirándose la falda-. Nick, ¿qué haces mirándome los tobillos?
– No, nada -contestó él, poniéndose colorado-. Venga, vámonos.
Como las noches anteriores, Katie se quedó dormida en el asiento durante el camino de vuelta a casa y, en una curva, se deslizó hasta apoyar la cabeza sobre su hombro. Nick sabía que debía apartarla, pero no lo hizo.
– Katie, despierta -dijo, cuando llegaron al garaje.
– No quiero -murmuró ella, en sueños-. Estaba teniendo un sueño precioso.
– Seguirás soñando cuando estés en la cama.
– No, se habrá perdido -suspiró ella-. Los sueños no se repiten nunca, ¿verdad, Nick?
– Supongo que no. Tendrás que conformarte con otro.
– Uno no se conforma con un sueño que no quiere. Los sueños tienen que ser los sueños. No vale de nada convencerse a uno mismo de que una persona es otra.
– ¿Qué?
– Lilian no es Isobel, Nick -contestó ella, mirándolo.
– ¿Y eso a qué viene? -preguntó él, saliendo del coche. En el ascensor, ella se apoyó en la pared y Nick tuvo que hacer un esfuerzo para no pasarle el brazo por los hombros. La luz blanca marcaba unas profundas ojeras en las que no se había fijado hasta entonces.
En ese momento, ella abrió los ojos y sonrió traviesa.
– ¿Estoy horrible?
– Espantosa -sonrió él-. No te hace ningún bien trabajar hasta tan tarde.
– No te importa ir a buscarme al club, ¿verdad? -preguntó suavemente.
– No puedo seguir haciéndolo, Katie. He tenido que dejar a Lilian para llegar a tiempo.
– Ya -asintió ella-. Y no le ha hecho ninguna gracia, claro.
– Ella no ha dicho nada. Es a mí a quien no le gusta. No quiero decir que no quiera ayudarte, pero Lilian y yo… bueno, yo tengo mi propia vida.
– ¿Con Lilian? Nick, no pensarás casarte con ella, ¿verdad?
– ¡Katie, por favor! -exclamó él divertido-. Ocúpate de tus asuntos.
– ¿Pero vas a casarte con ella?
– Probablemente. Si alguna vez tengo oportunidad de pedírselo -contestó él, mientras salían del ascensor-. Katie, tenemos que hablar.
– No hace falta. A partir de ahora volveré sola a casa.
– Esto está demasiado lejos. Verás, Lilian conoce un sitio cerca del club. Y también está cerca del estudio de baile.
Ella se volvió de repente, furiosa.
– ¿Lilian? ¿Has estado hablando de mí con ella?
– Lilian y yo hablamos de todo.
– ¿Y ella ha decidido dónde quiere que yo viva?
– Ha visto que estaba preocupado y ha intentado ayudarme. Lilian siempre se interesa por mis problemas.
– Ah, o sea que ahora soy un problema.
– Intenta entenderlo, Katie. Yo creí que venías a pasar un par de semanas y ya llevas aquí cuatro. Me encanta tenerte en casa, pero…
– No, no te encanta. No me soportas. Siempre he sido un estorbo para ti. Tú mismo lo has dicho.
– Eso fue hace tiempo. Yo creo que nos hemos hecho amigos desde entonces, ¿no? -preguntó. Como ella no contestaba, la tomó por la barbilla-. ¿No somos amigos?
– Bueno -contestó ella, encogiéndose de hombros.
– La amistad es algo precioso y nosotros lo hemos conseguido a pesar de todo. ¿Recuerdas cuando nos odiábamos a muerte?
– Sí -contestó ella, con una sonrisa dubitativa.
– Ya no lo hacemos, ¿verdad?
– No.
– Te gustará ese sitio.
– ¿Lo has visto?
– No. Lilian me ha hablado de ello esta misma noche.
– Entonces no sabes si va a gustarme.
– Sé que Lilian no sugeriría nada que no fuera adecuado. Lo lleva un grupo de voluntarios que se encarga de ayudar a chicas jóvenes. Son muy respetables y…
– En otras palabras, que es como una cárcel.
– Claro que no. Siempre tergiversas lo que digo. Necesitas protección…
– ¿Protección contra quién?
– Bueno, tú… yo, viviendo aquí juntos…
– ¿Crees que la gente piensa que tú y yo estamos liados? ¿Es que no podemos vivir juntos sin que tú desees llevarme a la cama para violarme?
– Katie, por favor… -empezó a decir él, enrojeciendo.
– ¿Es eso lo que quieres, Nick?
– Claro que no -contestó él apresuradamente, apartando de su mente ciertos recuerdos.
– ¿Estás seguro?
– Katie, -dijo con firmeza- tú eres la última mujer en la tierra a la que yo querría violar. Quiero decir… bueno, yo nunca, por supuesto… aunque si lo hiciera… ¡qué demonios estoy diciendo!
– Oh, Nick -suspiró ella-. Oh, Nick.
– Katie, tienes que creerme. Nunca he pensado en ti de esa manera. Y sé que nunca lo haré -explicó, sintiéndose inspirado-. A mí me gustan las mujeres maduras y experimentadas. Las jóvenes inocentes no me atraen.
– Entonces, ¿mi virtud está a salvo?
– Completamente. La idea de hacerte el amor nunca ha pasado por mi cabeza.
– Vaya, muchas gracias por decirme que no te parezco atractiva en absoluto.
– No, eres muy guapa -corrigió él-. Y puedo entender por qué el resto de los hombres está loco por ti. Pero entre nosotros siempre estará el pasado. Tú estás acostumbrada a verme como un viejo tío y yo a ti como un bichejo. Eso es todo.
– Veo que no has mencionado a Lilian. Podías haber dicho que yo no te interesaba porque estás locamente enamorado de ella, pero no lo has hecho.
– Deja de enredarme.
– ¿Estás enamorado de ella, Nick?
– Sí -contestó él-. Lo estoy.
– ¿Y de verdad quieres que me vaya? -preguntó Katie, casi sin voz.
– Es lo mejor para los dos -contestó él suavemente.
– Muy bien, Nick. Haré lo que tú digas.
– Es por tu bien, Katie.
– Claro que sí -asintió ella después de unos segundos-. ¿Cuándo quieres que me vaya?
– No hables como si te estuviera dejando tirada, por favor. Puedes quedarte un par de días y después, Lilian y yo te llevaremos al albergue.
– ¿Lilian también va a venir?
– Ha sido idea suya.
– Sí, claro, es verdad -dijo ella, con un tono indescifrable.
Dos días después, Lilian y Nick fueron al apartamento a buscar a Katie y la encontraron con las maletas hechas. La joven parecía tan abatida que Nick empezó a tener dudas.
Dudas que se incrementaron cuando llegaron al triste edificio del albergue. Con su línea de ventanas iguales y sus ladrillos grises, podría haber sido una oficina o lo que Katie se había temido, una cárcel.
El interior era incluso menos acogedor. El vestíbulo estaba pobremente iluminado y las paredes, pintadas de gris. En una de ellas había colgada una lista de reglas que empezaba:
BIENVENIDA AL ALBERGUE PARA SEÑORITAS…
– Lilian, -empezó a decir Nick, incómodo- quizá esto no…
– Buenas tardes -los saludó una mujer con aspecto de matrona.
– Hemos venido con Katherine Deakins -explicó Lilian-. Tiene una plaza reservada.
– Ah, sí. Yo soy la señora Ebworth. Bienvenida, señorita Deakins.
Las palabras habían sonado como una sentencia.
– Gracias -dijo Katie, insegura.
– Queremos que todas las jovencitas que viven aquí sean felices -explicó la mujer, como si ser feliz fuera una obligación cuyo incumplimiento implicara un castigo-. Esta es una copia de las reglas del albergue -añadió, dándole un papel-. Preferimos explicarles las reglas desde el principio para que no haya malentendidos. Como verá, no se permiten visitas masculinas ni alcohol. Y la puerta de la calle se cierra a las once en punto.
– Pero yo trabajo hasta las dos de la mañana -protestó Katie.
La cara de la señora Ebworth tenía una expresión imperturbable.
– Estoy segura de que pueden hacer una excepción, ya que es una cuestión laboral- intervino Lilian.
– En ese caso, de acuerdo -asintió fríamente la mujer. Nick estaba empezando a preocuparse. Aquella señora Ebworth parecía una mujer ordenada y seria, pero no era precisamente muy amistosa-. La acompañaré a su habitación -añadió, indicándoles que la siguieran.
Cuando vieron el pequeño cuarto apenas amueblado, a Nick se le cayó el alma a los pies. La habitación no tenía más que una estrecha cama, una mesa de pino y un armario. Y las paredes estaban pintadas del mismo tono gris desolador.
– Me parece que esto no es buena idea -dijo Nick, observando la cara triste de Katie.
– ¿Por qué? -preguntó Lilian-. Es una habitación muy limpia.
– Tenemos mucha demanda en el albergue -dijo la señora Ebworth-. Hay una enorme lista de espera.
– Entonces, no será un inconveniente para ustedes que la señorita Deakins no se quede, ¿verdad?
– Por favor, Nick, no puedes hacer eso -protestó Lilian-. He tenido que echar mano de mis contactos para que admitieran a Katie.
– Lilian, mira este sitio.
– ¿Qué le pasa? Está limpio y cerca de su trabajo.
– Pero no es muy agradable, ¿verdad?
– Está bien -habló Katie por primera vez-. La verdad es que es perfecto.
– Katie, ¿qué estás diciendo? -preguntó Nick, perplejo.
– Creí que estaba haciendo lo que tú querías.
– No quiero esto para ti.
– Cariño, si a ella le gusta -dijo Lilian poniéndola la mano en el brazo-. ¿Quiénes somos nosotros para discutir?
– Me gusta mucho -anunció Katie, desafiante.
– Voy a llevarte a casa -dijo él, con firmeza.
– Esta es mi casa ahora, Nick y voy a quedarme. Es muy céntrico y aquí estaré segura.
– Pero… bueno, haz lo que quieras -asintió él, con desgana.
– Voy a quedarme. Ya está decidido.
– ¿Lo ves? Te dije que le gustaría -sonrió Lilian-. Katie, deja que te ayude a deshacer las maletas.
– Gracias, pero lo haré más tarde. Supongo que querréis ir a cenar solos.
– Llámame si necesitas algo -dijo Nick, poniendo la mano en su brazo.
– Claro que sí. Adiós.
– No tengas tanta prisa en deshacerte de mí. Toma, te he traído un regalo -dijo, dándole un paquete que había llevado en la mano. Era un equipo digital de discos compactos.
– Nick, muchísimas gracias -exclamó Katie, lanzándose a sus brazos-. Gracias, gracias, gracias.
Después de eso los acompañó a la puerta deshaciéndose en sonrisas. Pero cuando desparecieron, la sonrisa se desvaneció.
Era extraño que su apartamento pareciera vacío desde que Katie se había marchado. Ella lo volvía loco, pero echaba de menos su alegría contagiosa.
Siempre había estado orgulloso de su espléndido apartamento, pero en aquel momento le parecía un sitio vacío. De hecho, sin Katie, estaba muerto. Ella era desordenada, alborotadora, irritante… pero alegraba su vida.
Al día siguiente, encontró uno de sus zapatos en una esquina del salón y tuvo que echarse a reír. El zapato parecía triste sin su compañero. Casi tan triste como él.
Estaba pensando en ir al albergue para devolvérselo, pero al darse cuenta de que estaba buscando excusas para verla, decidió que era más seguro enviarlo por correo.
Lo que ocurría, se decía, era que no estaba acostumbrado a vivir solo y se encontraba deseando que el errático Derek volviera de viaje.
Unos días más tarde, al volver a casa, se encontró un cartel de No molestar colgado en la puerta del dormitorio de su compañero de piso. Nick se había preparado la cena y estaba comiendo mientras leía el periódico cuando Derek entró en la cocina con cara de sueño.
– ¿Qué hora es? -preguntó, bostezando.
– Casi las diez de la noche. ¿Cuándo has vuelto?
– Hace un par de horas.
– ¿Qué tal el viaje?
– De maravilla. Si sigo así, me haré millonario dentro de nada. ¿Por qué está esto tan silencioso? ¿Dónde están Patsy y Katie?
– Patsy ha ido a visitar a su hijo y Katie ha encontrado otro sitio para vivir.
– ¿Quieres decir que la has echado? -exclamó su amigo, dejando de frotarse los ojos.
– Yo no he dicho eso…
– Pero seguro que marcharse no ha sido idea de Katie.
– Katie tenía que marcharse por su propio bien. No podíamos seguir viviendo solos.
– Me parece que estoy viendo la mano de Lilian en todo esto.
– A Lilian le preocupa el bienestar de Katie…
– Estoy seguro de que no es eso lo único que la preocupa -interrumpió Derek, enfadado-. ¿Cómo has podido hacerle eso a Katie?
– Le gusta su nueva casa… ¿Dónde vas, Derek? -preguntó, al ver que salía de la cocina.
– A rescatarla -contestó él, sin volverse.
Katie terminó de servir al último cliente y lanzó un suspiro de alivio. Le dolían los pies, la cabeza y todo lo demás, incluido el corazón. Le resultaba difícil mantener su alegría habitual desde que tenía que vivir en el albergue y rezaba para que aquella noche la señora Ebworth no la estuviera esperando en el vestíbulo con cara de desaprobación. La vida, que le había parecido maravillosa hasta unos días antes, se había convertido en algo gris y asfixiante.
Se cambió de ropa apresuradamente y se dirigió hacia la salida. Cuando estuvo fuera, alguien tocó su brazo y ella se volvió, alarmada.
– Hola, Katie -sonrió Derek. Katie lanzó un grito de alegría y enredó los brazos alrededor de su cuello. Derek le devolvió el abrazo con entusiasmo-. Será mejor que vayamos a algún sitio tranquilo.
– Tengo que volver al campo de concentración o me meteré en un lío -dijo ella, dramáticamente.
– Vamos, te acompañaré -dijo él. Tuvieron suerte y entraron en el albergue sin ser vistos. Derek observaba la triste habitación a la que Katie había intentado dar su toque personal con cara de pena-. Esto hará que te sientas mejor -sonrió, sacando una botella de champán-. A menos que lo tomes gratis en el trabajo.
– ¿Estás de broma? El champán es un objeto de lujo. Como Nick sabe muy bien -sonrió ella, tomando un trago del espumoso líquido.
– ¿Por qué? -preguntó. Katie le contó la visita de Nick al club y Derek se partía de risa-. ¿Cuánto dices que pagó por la botella?
– ¡Calla! -susurró ella-. Vas a despertar a la guardiana de prisiones.
– Lo siento -dijo él, mirando alrededor-. Bueno, tienes un equipo de música, por lo menos.
– Me lo dio Nick.
– ¿Cómo regalo de despedida?
– No nos hemos despedido. Seguimos viviendo en la misma ciudad y pienso volver a verlo… algún día.
– Será mejor que me lo cuentes todo -dijo él, tomando su mano. Para Katie era un alivio hablar con él. Derek sabía escuchar y la historia se alargó durante un par de horas-. Tenemos que hacer algo.
– ¿Como qué?
– No te preocupes, pensaré en algo. Pero será mejor que me vaya antes de que nos emborrachemos.
– ¿Tú crees? -preguntó ella, entre hipos. De repente, todo parecía tremendamente divertido y los dos se echaron a reír.
– Venga, vamos a terminar la botella.
Cuando él iba a servirle la última copa, se le resbaló la botella y el champán acabo sobre la blusa de Katie, que encontró aquello hilarante. Los dos empezaron a reírse a carcajadas, sin poder evitarlo.
– ¡Calla! -se decían uno al otro entre risas.
Pero era demasiado tarde. Un segundo después, la puerta de la habitación se abría y la señora Ebworth los miraba desde el umbral con cara de verdugo.