Nick tenía que admitir que, a primera vista, El Papagayo alegre no daba mala impresión. Estaba en una calle bien iluminada y tenía una entrada elegante, con un portero uniformado.
Un hombre con corbata blanca le pidió que lo acompañara por unas escaleras decoradas como si estuvieran en la jungla. Sonidos de animales le llegaban en la distancia. Había papagayos que aparecían y desaparecían y tardó un minuto en darse cuenta de que eran hologramas.
– El último grito de la ciencia para disfrute de nuestros clientes -dijo su acompañante-. Sígame, señor.
Una vez dentro, Nick tuvo que pararse un momento mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad. Por fin podía ver las mesas colocadas alrededor de una pista de baile. Había bastantes parejas y empezó a relajarse. No parecía un lugar de mala nota.
Varias jóvenes se movían alrededor de las mesas con bandejas en la mano. Todas llevaban una especie de bañador de lentejuelas rojas, azules o verdes y sus traseros estaban adornados con plumas de colores a juego.
Los camareros iban vestidos de camareros, pero con trajes de colores brillantes. Uno de ellos, vestido de color verde lima, lo llevó hasta una mesa cerca de la pared. La lámpara de la mesa simulaba una piña y el holograma de un papagayo lo desconcertaba apareciendo y desapareciendo a su lado.
– La camarera vendrá enseguida, señor -dijo el camarero, antes de alejarse.
Nick tenía tiempo de mirar a su alrededor. Las camareras se movían con agilidad entre las mesas y por sus sonrisas congeladas, podía imaginar que estaban hartas de su trabajo.
Pobre Katie, pensaba. El sitio no era tan malo como había creído, pero no pensaba dejarla allí. Aquella tontería tenía que terminar, se decía.
Pensar en Katie con aquel traje, estudiada por cientos de ojos masculinos, le hacía sentirse enfermo. El sitio sería todo lo respetable que quisiera, pensaba, pero no era suficientemente bueno para su Katie, para la hermana de Isobel, se corrigió a sí mismo apresuradamente.
Un papagayo amarillo se dirigía en ese momento hacia él, moviendo alegremente las plumas.
– ¿Qué desea…? ¡Nick! ¿Qué estás haciendo aquí?
– ¿Sorprendida? Deberías haberte imaginado que vendría. Siéntate conmigo, Katie.
– No puedo. Sólo tengo un minuto.
– No voy a quedarme aquí. Pienso llevarte a casa. Ve a cambiarte.
La sonrisa de Katie se volvió más ancha que nunca.
– El champán es muy bueno, señor…
– No quiero champán -dijo él, con firmeza-. Quiero que hagas lo que te he dicho -añadió, tomándola del brazo.
– ¡No! -exclamó ella, apartándose. Nick se puso rojo al darse cuenta de cómo había reaccionado ella ante su roce-. Lo haga por ti. No quiero que tengan que echarte los gorilas.
– ¿Los gorilas? -repitió él, perplejo.
Katie señaló a dos hombres que los miraban con atención.
– Será mejor que pidas algo inmediatamente.
– De eso nada. Quiero que salgas de aquí.
Los gorilas se acercaron a ellos, como por casualidad.
– ¿Algún problema, Katie? -preguntó uno de ellos.
– No -contestó ella-. El cliente acaba de pedir una botella de champán.
– ¡Bien hecho!
Nick comprendió el comentario del hombre cuando Katie le llevó el champán y la cuenta.
– ¿Por una botella? -preguntó él, casi sin voz.
– Este es el mejor club nocturno de Londres -recitó Katie, muy seria-. El precio es bajo comparado con el servicio que recibe el cliente.
– Deja de decir tonterías.
– Si te hace sentir mejor, me llevo comisión.
– No me hace sentir mejor en absoluto. Esto es un robo.
– Págame, por favor.
Gruñendo, Nick sacó su tarjeta de crédito.
– Toma, pero quiero que te sientes a hablar conmigo -dijo él entre dientes.
– Desde luego, señor. Por una botella de champán, la camarera puede sentarse durante diez minutos.
– Muy bien. Eso será más que suficiente.
Katie se alejó un momento con la tarjeta de crédito y, mientras lo hacía, Nick observó la gracia con que se movía. Desde luego, llamaba mucho más la atención que el resto de las chicas y caminaba con seguridad sobre aquellas sandalias de tacón vertiginoso.
Un segundo más tarde, volvió a su mesa y se sentó, cruzando sus preciosas piernas.
– ¿De qué quería hablar el señor? -preguntó, mientras abría la botella con manos expertas.
– El señor quiere que le digas si sabes en qué te has metido.
– Te lo he dicho. Quiero pagar mi parte de alquiler.
– ¿Trabajando como camarera? Seguro que puedes encontrar algo mejor.
– ¿Como qué? No soy una intelectual y esto es algo que sé hacer.
– Supongo que engañar a la gente para que pague un dineral por una botella de champán es algo que todo el mundo puede hacer.
– De eso nada. Lilian no podría.
– Lilian no lo intentaría.
– Muy inteligente por su parte. No tiene piernas para eso.
– A las piernas de Lilian no les pasa nada -replicó él-. Además, ¿tú cómo lo sabes? Nunca le has visto las piernas.
– Se las vi un poco la noche que nos conocimos. Tiene los tobillos anchos.
– Eso no es verdad.
– ¿Cuándo fue la última vez que te fijaste en ellos?
– Katie, no he venido aquí para hablar sobre los tobillos de Lilian.
– Tú has empezado.
– ¿Yo? Yo nunca…
– Te has reído de mi trabajo y yo sólo he mencionado que se necesita una habilidad especial, que Lilian no tiene.
– No quiero seguir hablando de eso.
– Bueno, si no quieres hablar de los tobillos de Lilian…
– ¡Por última vez, Lilian no tiene los tobillos anchos! -exclamó él. En ese momento se hizo el silencio y Nick miró a su alrededor, horrorizado. Todo el mundo los estaba mirando y era culpa de Katie-. No quiero que trabajes aquí -añadió, con los dientes apretados.
– Puedo cuidar de mí misma.
– Una chica que puede cuidar de sí misma no termina vestida como un adorno de navidad.
– ¿Cómo te atreves? -protestó ella-. No parezco un adorno de navidad.
– Pues a mí me lo pareces.
– Si no sabes distinguir un papagayo…
– Perdona mi ignorancia -la interrumpió, sarcástico-. Pero es la primera vez que veo un papagayo con tacones de diez centímetros, sirviendo champán barato a precio de oro.
– Peor para ti -dijo ella, glacial.
– ¡Un papagayo!
– Nick, soy un papagayo. ¿Está claro? Todas vamos vestidas con colores y plumas de papagayo.
– Más bien pareces un plumero.
– ¡Soy un papagayo! -dijo ella, furiosa-. ¡Para cualquier hombre con ojos en la cara, es obvio que soy un papagayo!
– Lo que es perfectamente obvio es que has perdido la cabeza -replicó él-. Por favor, ponte tu ropa. Nos vamos.
– Deja de hablar como si fueras mi padre. Tengo veintiún años y me iré a casa cuando yo lo decida.
– Katie, lo digo en serio.
– Y yo también -dijo ella, levantándose. Olvidándose de todo, Nick la tomó del brazo y lo que ocurrió después fue demasiado rápido como para seguirlo. Lo único que sabía era que los gorilas habían aparecido a su lado y lo habían llevado a la puerta del club, pero no estaba seguro de cómo lo habían hecho.
Nick condujo de vuelta a su casa, irritado consigo mismo. Había sido un idiota al pensar que ella había cambiado. Seguía siendo un bichejo venenoso que siempre se salía con la suya.
Pensar que había estado preocupado por ella, que había querido protegerla. Era un estúpido, pensaba. Cuando Katie volviera a casa se encontraría las maletas en la puerta y una nota pidiéndola que se fuera de su apartamento.
Aún estaba intentando decidir qué ponía cuando ella volvió a casa dos horas más tarde.
– Nick, no sabes cómo lo siento -exclamó, contrita, lanzándose a sus brazos. Su dignidad ofendida se desvaneció inmediatamente y Nick se encontró a sí mismo dándole golpecitos en la espalda y murmurando palabras de consuelo.
– No pasa nada, Katie…
– ¿Cómo he podido hacerte eso cuando tú eres tan bueno conmigo? Nunca me perdonaré a mí misma. No podría culparte si quisieras echarme de tu casa…
– Claro que no voy a echarte de mi casa -dijo él, soltando una mano para arrugar la nota que había estado escribiendo.
– Eres tan bueno -dijo ella apasionadamente-. ¿Cómo puedes ser tan bueno conmigo?
– Yo… -empezó a decir él. Pero se había quedado sin palabras. Mientras la abrazaba, intentaba recordarse a sí mismo que había prometido cuidar de ella. Pero era más difícil que nunca. El calor del cuerpo femenino apretado contra el suyo era delicioso y su pelo le acariciaba la mejilla-. Tampoco ha sido para tanto -terminó torpemente.
– ¿Te han hecho daño?
– Claro que no -consiguió reír él-. Sólo me acompañaron a la puerta y me dijeron que me marchase.
– ¿Sólo eso? -preguntó ella, soltándolo-. Te imaginaba con todos los huesos rotos.
– Pues no los tengo rotos. ¿Te sientes decepcionada?
– Claro que no. No soportaría verte herido, Nick. Ni siquiera después de lo que me dijiste en el club.
– ¿Es que dije algo tan horrible?
– Dijiste que parecía un adorno de navidad.
– Bueno…
– Un adorno de navidad -repitió ella, trágicamente-. Y un plumero.
– Lo siento, Katie. Debería haberme dado cuenta inmediatamente de que eras un papagayo -rió Nick. Katie rió también-. ¿Amigos otra vez?
– Amigos -le aseguró ella.
– Claro que sí. Además, ya se ha terminado. Admítelo, secretamente tú también deseabas dejar ese sitio.
– ¿Dejarlo? -preguntó ella, echándose hacia atrás.
– Bueno, te has marchado, ¿no es así?
– ¿Por qué iba a hacerlo?
– ¿Cómo puedes quedarte después de lo que ha pasado?
– Me han dado el doble de comisión.
– ¿Por qué?
– Por hacer que compraras ese champán espantoso. No es fácil que la gente caiga en la trampa.
– Tú… tú… -Nick se había quedado sin palabras.
– Por favor, Nick, sé comprensivo. Es un buen trabajo.
– ¿Y la lealtad? ¿Se te ha olvidado lo que me han hecho?
– Tú mismo has dicho que no te han hecho daño.
– Pero ha sido bochornoso.
– Tú te lo buscaste.
– Sólo lo hacía para protegerte -gritó él.
– Yo no necesito que me protejan -replicó ella.
– Debería haber sabido que no cambiarías nunca -dijo él con los dientes apretados-. Sigues siendo un bichejo venenoso.
– Te he dicho que no me llames eso.
– No es nada comparado con lo que me gustaría llamarte.
– Nada de esto hubiera pasado si no te hubieras portado como un matón, hablándome como si yo fuera idiota y no supiera lo que estoy haciendo…
– No me hagas hablar sobre ese tema -la interrumpió él.
– Mi vida está organizada como a mí me gusta y no necesito que me digas lo que tengo o no tengo que hacer.
– A mí me parece que eso exactamente es lo que necesitas.
Katie se estiró todo lo que pudo pero, aún así, tenía que levantar la cara para enfrentarse con Nick. A pesar de ello, consiguió mantener un asomo de dignidad.
– No pienso seguir hablando de esto, Nick. El tema está cerrado. Buenas noches.
Después de eso, entró en su dormitorio y cerró la puerta. Nick abrió la boca para protestar, pero por segunda vez aquella noche se encontró mirando una puerta cerrada.
Nick pretendía mantener una apariencia grave durante el desayuno, pero Katie no apareció y era difícil ser grave con un pomelo. El añadió aquello a la lista de pecados de la alborotadora joven.
Por la noche, la había perdonado e incluso había empezado a preocuparse por su vuelta a casa tan tarde. Había cenado con un cliente y, después y contra su buen juicio, se dirigió de nuevo al Papagayo alegre.
Media hora más tarde, Katie salía por la puerta trasera, en una calle apenas iluminada y se dirigía a la parada de autobús. Parecía cansada y falta de vitalidad.
– ¡Katie!
La joven sonrió alegremente al verlo y se dirigió corriendo hacia el coche.
– ¡Mi chófer particular! ¡Qué lujo! -exclamó, arrellanándose en el asiento-. Menos mal que puedo sentarme porque tengo los pies destrozados -añadió, con expresión dolorida, pero sin perder la sonrisa.
– Trabajando toda la noche de pie es normal.
– Soy camarera. ¿Qué le voy a hacer?
– Además, seguro que ganas poco dinero.
– No olvides las comisiones -le provocó ella.
– Será mejor que no volvamos a hablar del champán -dijo él-. Katie, ¿por qué tienes que ser tan…? -había empezado a preguntar él-. Da igual. Ya sé la respuesta. Estás loca.
– Dices unas cosas tan bonitas -susurró ella, medio dormida.
– Mis pensamientos no son bonitos precisamente. ¿Cómo puedes ser tan cabezota, tan…? -empezó a decir él de nuevo. Ella ni siquiera se molestaba en contestarlo y eso le daba tiempo para pensar lo que quería decir-. Es hora de que tengamos una charla seria, Katie. Tienes que darte cuenta de que no puedes seguir así. Yo no puedo venir a buscarte todos los días y… -seguía diciendo. En ese momento, se paró en un semáforo y giró la cabeza para mirarla-. Lo que quiero decir es… -Katie se había dormido-. Justo esto es lo que quería decir. No puedes seguir trabajando hasta las tantas… -seguía diciendo a pesar de que ella no podía oírlo. Varios conductores empezaron a tocar el claxon tras él cuando el semáforo volvió a ponerse verde. Katie hacía que se olvidara de todo, pensaba, mientras arrancaba de nuevo, pensativo. Un poco más tarde aparcaba el coche en el garaje y sacudía delicadamente a la bella durmiente-. Despierta, ya hemos llegado.
– ¿Qué? -preguntó ella, sobresaltada.
– Que hemos llegado -repitió él. Katie salió del coche como si lo estuviera haciendo en sueños y se quedó apoyada en la puerta con los ojos cerrados-. Vamos -indicó Nick, rozando su brazo. Pero el roce sólo sirvió para que ella se deslizara suavemente hacia él y dejara la cabeza sobre su hombro-. Katie, despierta.
– ¿Eh?
– Pobrecita, estás agotada.
– Sí -susurró ella.
– Te llevaré en brazos.
Nick la tomó en brazos delicadamente y entró en el ascensor. Mientras subían, algo extraño empezaba a pasarle. Sentía ternura por aquella chica y el suave roce de su pelo en el cuello le daba escalofríos. Cuando miró hacia la puerta del ascensor, vio que estaba abierta. No sabía cuánto tiempo había estado mirándola.
Podía oír el sonido de risas y copas en el piso de arriba, lo que significaba que las chicas volvían a tener una fiesta, pensaba irritado.
– Katie -susurró cuando entraban en el apartamento. Pero la única respuesta era el suave sonido de su respiración-. Katie, es hora de irse a la cama.
El aliento de ella, cerca de su garganta le producía una sensación extraña. Se quedó allí parado con ella en brazos sin saber qué hacer hasta que por fin abrió la puerta de su dormitorio con el pie.
Cuando la estaba dejando sobre la cama, ella instintivamente apretó los brazos alrededor de su cuello y, en ese momento, sus labios se rozaron. No había querido hacerlo, pero estaba hecho y Nick esperaba, tenso, que ella se despertara y se pusiera a gritar. Pero no lo hizo. Estaba profundamente dormida, demasiado como para haberse dado cuenta de lo que había pasado.
La soltó con desgana, pero los brazos de ella seguían alrededor de su cuello y él los apartó tan delicadamente como pudo. La luz de la luna que entraba por la ventana le permitía ver su cara, vulnerable y delicada. De repente, deseaba besarla de verdad y, por un instante, casi lo venció la tentación. De pie, frente a ella, luchaba contra sí mismo, abrumado por la ternura y el deseo que sentía en aquel momento.
Un segundo más tarde consiguió apartarse y fue al armario para buscar una manta. Y después se alejó del dormitorio tan rápidamente como pudo.