Nick celebró su ascenso comprándose un coche nuevo. Era un deportivo verde, con los asientos de color crema y un motor que apenas hacía ruido.
Como era lógico, llevó a Lilian a cenar y a bailar y ella, graciosamente, lo felicitó por su ascenso. Nick sabía que era el momento de pedir su mano, pero algo se lo impedía. En el momento en que la vida parecía llevarlo hasta ella, su corazón parecía ir en otra dirección.
Además, tenía que reconocer, el puesto se lo debía a Katie. No porque hubiera sido encantadora con Frayne, sino porque lo había inspirado para que confiara en su instinto, un instinto que siempre había estado dentro de él, ahogado por su sobriedad. Ella había liberado al nuevo Nick y era un Nick que le gustaba.
Disfrutó llevando a Katie a dar una vuelta en el coche. Su admiración era menos elegante que la de Lilian, pero más divertida. Incluso le había puesto un nombre: «El monstruo silencioso».
Su relación parecía estar pasando por un período de tregua. Katie había encontrado un trabajo en una agencia de viajes y parecía más tranquila.
– Incluso a ti te parecerá bien -había bromeado.
– Si te digo que me parece bien, seguro que lo dejas -sonrió Nick.
– Es posible.
– ¿Te pagan bien?
– Lo suficiente -contestó ella.
Y las cosas siguieron así de bien hasta que un día Katie fue despedida.
– ¿Qué podía hacer? Ese matrimonio llevaba ahorrando toda la vida para su segunda luna de miel y el viaje que iban a contratar era una tomadura de pelo. Tenía que advertirlos. ¿Me entiendes, Nick?
– Yo sí, pero seguro que tu jefe no.
– Me llamó traidora -dijo Katie trágicamente-. Y después me despidió.
– Bueno, puedes volver a mi apartamento hasta que encuentres otro trabajo.
– Antes muerta -dijo ella, para su sorpresa. Más tarde, le pidió perdón, pero Nick seguía perplejo. El carácter de Katie parecía cada día más impredecible. A veces estaba radiante y otras, era como si quisiera mantenerlo a distancia.
Faltaban tres semanas para que John Neen se retirase y Nick ocupara su puesto. Patsy y él trabajan muchas horas para ponerse al día.
– Nick, ¿en qué estás pensando? -preguntó Patsy una mañana.
– Perdona -dijo él-. Estoy preocupado por Katie y ese Ratchett.
– ¿Ha vuelto a llamar?
– No, pero ha enviado un regalo. Llegó esta mañana a mi apartamento, así que se lo subí a Katie. Era una cadena con un diamante.
– ¿Un diamante de verdad?
– De verdad y muy caro. La tarjeta decía que pensaba en ella a todas horas.
– Qué bonito.
– Quizá. Pero a mí me suena más como una amenaza, como si estuviera diciéndole que nunca podrá escapar de él.
– Podrías llevártela a alguna parte. De hecho, deberías tomar unas vacaciones porque cuando ocupes el puesto de John no podrás hacerlo.
– Sí, tienes razón -musitó él-. ¿Pero, dónde?
– Yo podría prestarte mi casita en la playa.
– No sabía que tuvieras una.
– Está en la costa de Norfolk, cerca de un pueblo que se llama Mainhurst. Katie estará a salvo de Ratchett y podréis hablar sobre cómo libraros de él. Esto no puede seguir así.
– Es una idea estupenda, pero no sé si querrá venir conmigo.
– Inténtalo -sugirió Patsy con un guiño de complicidad.
Katie seguía sin trabajo y Nick la encontró pálida y deprimida. No sabía si era su imaginación, pero la encontraba diferente, más triste, con una sonrisa forzada. Ella no rechazó su proposición, pero tampoco saltó de alegría.
– ¿No deberías llevarte a Lilian?
– ¿Por qué dices eso?
– Bueno, ella y tú… ahora que has conseguido el ascenso, yo pensé que cualquier día…
– Esto no tiene nada que ver con Lilian -la interrumpió él-. Últimamente estás muy pálida y unos días en el mar te irán de maravilla.
– ¿Seguro que quieres llevarme? -insistió ella.
– Katie, ¿qué te pasa?
– Nada. No quiero molestar.
Nick estaba a punto de decir que nunca antes se había preocupado por eso, pero no podía hacerlo. Ella parecía tan infeliz que le dolía.
– Dime qué te pasa, Katie. Cuéntaselo al tío Nick.
– Nada -repitió ella-. Es sólo que estoy deprimida porque no tengo trabajo. Pero me apetece mucho ir a Norfolk contigo.
– Estupendo. Nos iremos el viernes.
Nick pasó la mañana del viernes en la oficina y fue a buscar a Katie a mediodía. Salieron para Norfolk a la una, pero tuvieron que volver diez minutos más tarde porque ella había olvidado una de sus bolsas. A la una y media, volvieron a ponerse en camino.
– Espero que esta vez no se te haya olvidado nada -observó Nick- porque no pienso volver.
– Cualquiera que te oiga, pensará que siempre estoy perdiéndolo todo -se quejó Katie.
Nick se mantuvo en un diplomático silencio.
Cuando estuvieron cerca de la costa, el cielo se oscureció y comenzó a llover. El chaparrón duró casi una hora y después volvió a salir el sol, llenando el paisaje de luz. Pronto pudieron ver el mar y Katie, entusiasmada, le rogó que parase.
– Me encanta el mar -dijo, saltando del coche-. En Australia aprendí a hacer surf.
– Me parece que aquí las olas no son suficientemente altas -dijo él, acercándose-. Pero Patsy me ha dicho que se puede nadar y hay unos establos muy cerca.
– Vamos -rió ella, entrando en el coche de nuevo-. ¿A qué estamos esperando?
– Pero si has sido tú… -empezó a decir él, pero no terminó la frase-. Vámonos -añadió. Le encantaba verla alegre de nuevo.
Enseguida llegaron a Mainhurst que, como había prometido Patsy, era un pueblo pintoresco y encantador. Era muy pequeño y tenía una carnicería, una panadería, una farmacia y una tienda de comestibles que hacía las veces de oficina de correos. Cuando preguntaron al dueño cómo llegar a la casa, el hombre les indicó que estaba «carretera arriba».
Quince minutos más tarde, no habían visto casa alguna y tuvieron que preguntar a un hombre que paseaba a caballo. El hombre les dijo que siguieran por la carretera hasta la bahía Halston y, diez minutos más tarde, la encontraron por fin. Katie lanzó un grito de alegría, pero Nick sintió una punzada de angustia al ver lo apartada que estaba de todo.
Había creído que la casa estaría cerca del pueblo y no se le había ocurrido pensar que estarían completamente solos, aislados de todo.
El chalé era precioso, como una casita de cuento. Estaba hecha de piedra, con ventanas emplomadas y rosales por todas partes. Katie parecía encantada con los ladrillos rojos de la entrada, la chimenea y los objetos de cobre que colgaban del techo de la cocina. Después, subió alegremente las escaleras mientras Nick sacaba las cosas del coche.
En el piso de arriba había dos habitaciones con vistas al mar y un cuarto de baño.
– Es como un sueño -dijo Katie-. Nunca había visto un sitio más bonito.
– ¿Te gusta esa habitación? -preguntó Nick, señalando la más grande.
– El mar es precioso -dijo ella, asomándose a la ventana, como una niña. La playa se extendía, solitaria, brillando bajo el sol. Los dos brazos de la bahía parecían envolverla, apartándola del mundo-. ¡Mira! El arcoiris -exclamó. El arco multicolor se elevaba por el cielo, hundiendo sus brazos en el mar-. Vamos a nadar, Nick. Ahora mismo, antes de que desaparezca.
– ¿No deberíamos deshacer las maletas?
– Las maletas pueden esperar, el arcoiris no.
– De acuerdo -sonrió él.
Nick se puso apresuradamente el bañador y bajó corriendo la escalera, para encontrarse con Katie esperándolo en la puerta. Llevaba una especie de camisola de flores que la cubría hasta la mitad de los muslos y, debajo, creía descubrir un bikini oscuro, pero ella se movía tanto que no podía estar seguro.
Katie lo tomó de la mano y salió corriendo hacia la playa. Nick la seguía, olvidándose de todo mientras respiraba el aire fresco y sentía el viento en su cara. La mano de ella era diminuta dentro de la suya y, sin embargo, había mucha fuerza en aquellos pequeños dedos. Nick tenía la extraña sensación de que ella no lo llevaba sólo hasta la playa sino que estaba sacándolo de la oscuridad para llevarlo a la luz.
– Está subiendo la marea -dijo Nick-. Hay que tener cuidado.
– La marea nunca sube hasta la bahía -corrigió Katie-. Se para a unos diez metros.
– ¿Y tú cómo sabes…?
– Vamos, Nick -insistió ella con urgencia, como si oyera el tic-tac de un reloj que él no podía oír-. Dejemos las cosas aquí.
Dejaron las toallas sobre la arena y Katie se quitó la camisola, revelando un pequeño bikini negro. Su delicada figura era simplemente perfecta. Sonriendo, ella lo tomó de las manos y lo llevó hacia el agua. Su sonrisa lo encantaba y Nick no podía evitar sonreír a su vez. Algo había hecho que Katie volviera a ser feliz y su alegría de vivir era contagiosa.
En ese momento, ella tropezó con una piedra semiescondida en la arena y Nick la sujetó entre sus brazos. Por un momento, sintió la piel de ella contra la suya y su respiración empezó a nacerse laboriosa. La soltó en cuanto pudo, rezando para que no se diera cuenta de cómo lo afectaba.
Y después, Katie se soltó y salió corriendo hacia el agua, con el pelo mecido por el viento, llevándolo hacia el arcoiris.
Jane, la ayunante de Patsy, era nueva en el trabajo. Solía pasarle a Nick las llamadas de Lilian, pero nunca la había visto en persona. Por lo tanto, cuando ella entró en la oficina, vestida con un elegante traje marrón y unos pendientes de diamantes, Jane se quedó pasmada.
– Dígale al señor Kenton que la señorita Blake quiere verlo -ordenó Lilian.
– Me temo que el señor Kenton ya se ha ido -dijo Jane.
– Es usted nueva, ¿verdad? -sonrió Lilian-. El señor Kenton siempre está en su despacho los viernes por la tarde, lo sé perfectamente.
– No está, de verdad, señorita Blake. Se ha ido a pasar unos días a la casa de la señora Cornell en la playa.
– ¿Puedo hablar con la señora Cornell? -preguntó Lilian. Su sonrisa se había desvanecido.
– Entre, señorita Blake -dijo Patsy, desde la puerta de su despacho.
– No sabía que tuviera una casa en la playa, Patsy -dijo Lilian, cerrando la puerta tras ella.
– Es sólo un chalecito -explicó Patsy.
– Ya. Bueno, si no le importa darme la dirección…
– Me temo que no puedo hacerlo.
– Claro que puede.
– Nick no me ha dejado instrucciones -replicó Patsy.
– Eso es absurdo. Usted sabe muy bien quién soy.
– Claro que lo sé.
– Y que Nick y yo somos prácticamente…
– Prácticamente -repitió Patsy-. Pero no del todo.
– Ya veo -dijo Lilian con los labios apretados-. No hace falta que me lo diga. Esa maldita cría lo ha obligado a llevarla con él. No sé si se da cuenta del daño que puede hacerle a Nick.
– Nick es un hombre, señorita Blake, no un crío. Puede cuidar de sí mismo.
– No pienso discutir con usted. Quiero que me diga dónde está.
– Me temo que no puedo decírselo.
– Muy bien. Llámelo y dígale que quiero hablar con él. Supongo que no me negará eso.
– Por supuesto que no, señorita Blake. Jane, dame mi agenda de teléfonos, por favor -dijo, llamando por el interfono.
– Yo no la tengo, señora Cornell -se disculpó la muchacha.
– Oh, cielos. Debo de habérmela dejado en casa. Gracias, Jane -dijo, cortando la comunicación-. Vaya, ahora no recuerdo el número.
– Supongo que pretende dejar que esa estúpida arruine su vida.
– Katie no va a arruinar nada -dijo Patsy-. Todo lo contrario. Y le aseguro que no es ninguna estúpida.
– Tampoco lo soy yo -dijo Lilian, furiosa-. Le advierto que, cuando el señor Kenton vuelva, voy a quejarme de su actitud.
– En ese caso, necesitará el libro de reclamaciones. Me parece que lo tengo por aquí…
La puerta se cerró tras Lilian de un portazo y, un segundo más tarde, Jane entraba en el despacho.
– Qué mujer tan fría -observó.
– Está acostumbrada a conseguir lo que quiere -dijo Patsy.
– No sé por qué no lo ha llamado al móvil.
– Seguramente lo ha hecho, pero estaría apagado.
– Pero el señor Kenton nunca lo apaga…
– Lo sé, por eso lo apagué yo. De modo que, o no se ha dado cuenta o se ha dado cuenta y no quiere encenderlo -sonrió Patsy.
– Estaba riquísimo -dijo Nick, terminando su plato de carne con pimientos-. No sabía que eras tan buena cocinera.
– Tengo muchos talentos que no conoces -sonrió Katie, apartando su plato-. ¿Preparado para el postre?
– Pero si estoy lleno -protestó él.
– Pues haz sitio para esto -sonrió ella, sirviendo un pastel de nata y limón, tan ligero como un helado. Había anochecido y el aire se había vuelto fresco, así que habían encendido la chimenea. A un lado, había un cubo lleno de madera y en el otro estaban las herramientas. Cuando terminaron de cenar, el fuego crepitaba alegremente-. Tomaremos el café frente al fuego -dijo ella, tirando unos almohadones al suelo.
Nick se tumbó sobre ellos. No estaba acostumbrado al aire del mar y el energético baño lo había dejado soñoliento. Era una delicia tumbarse sobre los mullidos almohadones, escuchando los sonidos que Katie hacía desde la cocina. El aroma del café recién hecho lo hacía suspirar de contento.
Por fin, ella volvió con una bandeja y se tumbó a su lado. Se había puesto un ligero albornoz de colores oscuros y el movimiento hacía que su pelo se moviera, como un halo iluminado por el fuego de la chimenea.
– Nunca se me habría ocurrido pensar en ti como una chica hogareña -observó él-. En casa nunca te vi en la cocina.
– Una vez te cocí un huevo.
– Y quemaste la cacerola -recordó él.
– Es que no conocía tu cocina. Es demasiado moderna para mí.
– Es lo último en cocinas. Ni siquiera parece que los fuegos calienten, pero es así.
– ¿Y yo qué sé sobre cocinas modernas? En Australia no teníamos. Sólo estaba la naturaleza y uno mismo -explicó ella, dramáticamente-. Cazábamos para sobrevivir y lo cocinábamos sobre un fuego de leña.
– ¿Y qué cazabais? -preguntó él, disimulando la risa.
– Lo que fuera. Incluso lagartos.
– Sí, claro. En Sidney hay muchos lagartos -rió él. Katie rió también-. Qué fantasiosa eres.
– Pero algunas cosas son verdad. Mi padre y yo fuimos una vez de viaje a la zona boscosa de Australia.
– ¿Y os perdisteis?
– No. Llevábamos un guía aborigen.
– ¿Y comisteis lagarto?
– Bueno, no. Pero nos llevó a una tienda en la que los vendían en lata -explicó ella.
Nick estuvo a punto de atragantarse con el café. Y, de repente, recordó algo.
– Oye, por cierto. ¿Cómo sabías lo de la marea?
– Me lo contó Patsy cuando fuimos de compras. Esta casa era de la familia de su marido y a veces viene aquí para recordar los viejos tiempos.
– ¿Te contó todo eso cuando apenas os conocíais?
– Sí. Nos llevamos muy bien. Yo también le conté mis cosas -sonrió ella, traviesa-. Cosas que tú ni te imaginas.
Nick se sentía desconcertado. Patsy era una buena amiga, además de su secretaria, pero nunca le había contado cosas de su vida privada. Sin embargo, se las había contado a Katie nada más conocerla. Pero, por supuesto, las mujeres hablaban de cosas personales con más facilidad que los hombres. Aquella era una explicación.
Pero no la única. Katie era tan cálida que resultaba fácil hablar con ella, hacerle confidencias. Mientras que…
Nick apartó de su mente aquel pensamiento.
Nick se veía a sí mismo como un hombre nuevo. Cuando se despertó por la mañana y bajó la escalera para encontrarse con Katie en la cocina, tuvo que admitir que era como estar en el cielo.
– No deberías hacer todo esto -dijo él, sentándose a la mesa.
– No te preocupes. Mañana te toca a ti.
– Entonces, de acuerdo -sonrió él.
Más tarde, Katie lavó los platos mientras él los secaba y después, fueron a montar a caballo.
Katie había elegido un animal joven y nervioso y, al principio, Nick estaba preocupado, pero pronto se dio cuenta de que sabía manejarlo. Galoparon por el campo hasta llegar a la playa, donde se bajaron para descansar.
– Es precioso -dijo Katie, mirando la arena-. No me puedo creer que estemos solos. ¿Cómo es que una playa como ésta no atrae turistas?
– Probablemente porque es lo único que hay -contestó Nick-. No hay casino, ni bares, ni discotecas. Pobre Katie. Debes encontrarlo muy aburrido.
– De eso nada -dijo ella, tan bajo que casi no podía oírla. Nick la miró. Ella estaba observando la playa con una sonrisa enigmática.
– Pero lo único que se puede hacer es nadar y montar a caballo. Eso no es suficiente para una chica tan inquieta como tú.
– No te preocupes por mí -insistió ella, aún con la sonrisa en los labios-. Tengo muchas cosas que hacer -añadió. Después, pareció salir de su ensoñación-. Vamos a nadar. Venga, el último en llegar al establo es un esmirriado.
Nick había planeado quedarse en la casa hasta el martes, pero cuando llamó a Patsy el lunes por la mañana, ella le informó de que no tenía reuniones urgentes en toda la semana y que lo tenía todo bajo control. Conociéndola, Nick no dudaba de que fuera cierto.
Patsy le habló sobre la visita de Lilian.
– Debería haberte llamado antes, pero se me pasó -dijo la mujer.
– Y yo no me he dado cuenta de que el móvil estaba apagado hasta hace diez minutos. No sé cómo puede haber pasado.
– Te fuiste de aquí con tanta prisa que seguramente lo apagaste sin darte cuenta.
– ¿Tú crees?
– ¿Qué puede haber pasado si no? -replicó ella suavemente.
– Nunca te ha gustado Lilian, ¿verdad, Patsy?
– No sé de qué hablas -contestó ella con gran dignidad, antes de colgar.
Nick pensaba que debía llamar a Lilian. Al fin y al cabo, estaban prácticamente prometidos. Alargó la mano para llamarla, pero no lo hizo. Sabía que siempre estaba muy ocupada los lunes, pero esa no era la razón por la que no marcaba el número. La verdad era que tenía miedo de romper el hechizo que lo había envuelto durante los últimos días sin que él se diera cuenta.
Katie y él habían nadado, montado a caballo y charlado frente a la chimenea. Él creía que a ella sólo le gustaban las fiestas, pero parecía muy feliz en aquel ambiente tranquilo.
Una extraña lasitud parecía haberse apoderado de él. Quizá sería que no estaba acostumbrado a la vida al aire libre o a no tener preocupaciones profesionales, pero se encontraba a sí mismo dormitando en la playa o bostezando a las diez de la noche frente a la chimenea.
Una tarde, mientras se dirigían a la playa después de haber galopado, se sorprendió al ver a Katie con una enorme sombrilla negra que había encontrado en la casa.
– ¿Qué vas a hacer con eso? -sonrió él- No creo que vaya a llover.
– Espera y verás -dijo ella.
Cuando dejaron las toallas sobre la arena, Katie se desperezó, como hacía siempre. Nick debería estar acostumbrado a ese gesto, pero la verdad era que seguía afectándolo cada día. Le hubiera gustado que se pusiera un bañador, en lugar de aquellos pequeños bikinis, de los que parecía tener miles. Aquel día había elegido uno de color azul pavo, que hacía un estupendo contraste con su piel bronceada.
Intentaba no mirarla, pero no podía evitar fijarse en sus caderas o en la curva de sus pechos bajo la delicada tela del bikini. Sabía que tenía que hacer algo y rápidamente.
– Vamos -dijo, corriendo hacia el agua sin esperarla. En el agua, ella se portaba como una cría, buceando durante largo rato para reaparecer de nuevo cuando él empezaba a preocuparse-. Eres una bruja. Ven aquí, está subiendo la marea -añadió, al sentir la presión del agua. Pero ella no le hacía caso y se metía mar adentro, llamándolo.
Nick dio un par de brazadas decididas y la tomó de las manos, atrayéndola hacia sí. Al mismo tiempo, una ola la empujó contra él. El roce de la piel femenina hacía que su cabeza diera vueltas. Podía sentir cómo su pulso se aceleraba y tenía dificultades para respirar. Katie se apretaba contra él, con los brazos alrededor de su cuello.
– Gracias por salvarme, Nick -sonrió ella.
– Tonterías -gruñó él-. No tengo que salvarte de nada -añadió, mientras salían del agua. Nick luchaba para disimular su reacción masculina, rezando para que ella no se diera cuenta.
Tumbado sobre la arena, Nick podía sentir los latidos de su corazón y cerró los ojos para no tener que hablar. No podría hablar con Katie en aquel momento. El calor parecía bañarlo, evaporando sus pensamientos…
Cuando se despertó, se encontró a sí mismo tumbado bajo una sombra, con una agradable sensación de paz. Parpadeó y se dio cuenta de que la sombra era la de la sombrilla que Katie había llevado y que ella sostenía sobre su cabeza.
– ¿Has estado sujetando la sombrilla todo este tiempo? -preguntó él, conmovido.
– Todo el tiempo no. Al principio la clavé en la arena, pero después el sol se ha movido, así que tuve que cambiarla de posición. Al final me he cansado de moverla y la estoy sujetando.
– Muchas gracias, Katie. ¿Para esto es para lo que has traído la sombrilla?
– Claro. Siempre te quedas dormido.
– Es que soy un anciano -bostezó él.
– No digas tonterías. Estás en lo mejor de tu vida.
– No es verdad -dijo él, recordando el momento en el agua-. Ya estoy para el arrastre.
Ella lanzó una carcajada y el sonido hizo que sintiera un escalofrío.
– Mira lo que tengo -dijo, mostrándole el periódico-. Hay una feria en Stavewell y me encantaría ir, Nick. A menos que te sientas demasiado decrépito, claro.
– Bueno, supongo que podré arrastrar mis viejos huesos hasta allí.
Durante la comida, Nick estudió un mapa y descubrió que Stavewell estaba a unos treinta kilómetros. Katie estaba tan feliz como una niña y Nick la miraba con ternura.
Pero al día siguiente ocurrió algo que le hizo preguntarse si realmente la conocía.