Katie. Katie Deakins.
Nick repetía ese nombre, intentando ponerle cara, pero no lo conseguía. La Katie que había conocido era sólo una adolescente como las demás. O, al menos, eso creía. No podía recordar su aspecto, ni siquiera el color de su pelo. Lo que sí podía recordar era la mutua antipatía.
– ¿Qué demonios te pasa? -oyó una voz a su espalda.
Derek, que compartía el caro apartamento londinense de Nick, apareció en la cocina después de la ducha, mostrando en su rostro las huellas de la noche anterior. Tenía veintiocho años, los ojos alegres, la cara de un ángel y más encanto del que le hacía falta-. Ah, una carta de la dama -rió, viendo a su amigo con una carta escrita en papel azul y un sobre a juego-. La dama cruel, cuya belleza…
– Es de mi cuñada -lo interrumpió Nick, molesto.
– Pues eso. Isobel, la que te volvió loco cuando tenías veinticuatro años y después decidió que prefería a tu hermano. Una chica lista.
– Corta el rollo -gruñó Nick.
– Te comprendo -dijo Derek con solemnidad-. Después de cinco años, sigues teniendo cicatrices.
– ¿Qué bebiste anoche?
– No me acuerdo. Pero fue una fiesta estupenda.
– Lo sé. Podía oírlo todo a través del techo.
El apartamento de arriba estaba ocupado por un grupo de alegres jovencitas, la mayoría de ellas azafatas y alguna modelo. En las raras ocasiones en las que estaban todas en casa, organizaban fiestas hasta la madrugada para celebrarlo.
– Deberías haber subido -dijo Derek, sonriendo ante algún recuerdo sin duda inolvidable.
– Tenía trabajo.
– Tú siempre tienes trabajo cuando hay alguna fiesta. ¿Por qué te relajas un poco? No se va a caer el cielo porque no termines un informe financiero.
– Ahora no estoy haciendo informes. Dos de mis mejores clientes van a unirse y estoy intentando ayudarles a hacerlo con la menor cantidad posible de problemas. Pero todos los que ellos no tengan, los voy a tener yo. Me relajaré cuando haya terminado.
– No te creo. Cuando hayas terminado con ese, tendrás otro asunto. No me eches la culpa si te da un ataque al corazón antes de cumplir los cincuenta. ¿Por qué miras esa carta con tan mala cara? ¿Qué problema tienes?
– Tú. ¿Cómo voy a traer a una niña inocente a esta casa, estando tú en ella?
– No te entiendo.
– La hermana pequeña de Isobel, Katie, va a venir a Londres y se supone que yo debo cuidar de ella -contestó, irritado. Derek soltó una carcajada-. No tiene gracia…
– Sí la tiene -siguió riendo su amigo-. Pobre niña. Se va a encontrar con un sargento.
– Si con eso quieres decir que soy un hombre serio y no me dedico a perder el tiempo con azafatas y camareras…
– Modelos, perdona. Siempre ha habido clases. Nick, eres demasiado joven para ser tan serio. Tienes veintinueve años y parece que vas a cumplir cuarenta. ¡Pero si no te quitas la corbata ni para ir al cine!
– Soy asesor financiero y se supone que tengo que llevar corbata. No todo el mundo puede ir en vaqueros -dijo él, muy serio. La sonrisa de Derek resaltaba sus rasgos juveniles. Por el contrario, Nick tenía facciones angulosas y unos ojos oscuros e intensos. En su mirada se podía adivinar que se lo tomaba todo muy en serio, incluso a sí mismo-. Isobel quiere que sea su «ángel guardián» -explicó, mirando al techo.
– ¿Cuántos años tiene esa Katie?
– No sé, unos diecisiete.
– Ya.
– Ese «ya» me da escalofríos. Katie es intocable, ¿te enteras?
– ¿Qué significa eso?
– Que no le pongas tus sucias manos encima.
– Por supuesto que no. Pero te noto muy tenso.
Aquello era lo que Derek le decía constantemente: «Estás muy tenso, Nick», «Tienes que relajarte». Pero él hacía oídos sordos.
Nick había crecido a la sombra de su hermano mayor, Brian, un hombre muy atractivo con una perenne sonrisa en los labios y una aversión natural a la lectura. Era un deportista, destinado a ser una estrella de fútbol y muy popular en el instituto. Nick era el «listo» de la casa y se había pasado noches en vela estudiando para aprobar los exámenes porque era en lo único que podía aventajar a su hermano.
Nick había conseguido becas, mientras Brian se llevaba a las chicas de calle. Nick era el primero de la clase, pero Brian despertaba admiración por donde iba. Cuando se hizo mayor, sin embargo, Nick se convirtió en un hombre atractivo, aunque él era inconsciente de ello. Era alto, con un cuerpo delgado y fibroso y se movía con una gracia natural. Sus facciones, agraciadas y serias, se iluminaban cada vez que sonreía, algo que no ocurría muy a menudo.
Había tenido novias, pero sus relaciones casi nunca duraban. Era demasiado serio para su edad y ellas lo dejaban por chicos más alegres. Eso nunca le había pasado a su espléndido hermano, que atraía a las mujeres como la miel a las moscas. Nick no odiaba a Brian, porque nadie podía odiarlo. Pero le irritaba.
Su carrera en el fútbol no había llegado a ninguna parte y había terminado abriendo una tienda de deportes en Delford. Nick se había marchado a Londres y había tenido éxito en el mundo financiero, pero seguía conservando las costumbres de su infancia. Siempre había un examen más, un informe más, antes de poder divertirse.
Le iba muy bien en el trabajo y había celebrado su último ascenso comprándose un elegante apartamento sobre el Támesis. A la fiesta de inauguración habían acudido nombres conocidos del mundo de las finanzas y gente a la que nunca había visto. Uno de ellos se había quedado dormido detrás del sofá y Nick lo había encontrado a la mañana siguiente. De ese modo había conocido a Derek.
Derek era un genio de los ordenadores, pero tenía alma de vagabundo y prefería vivir en casa de sus amigos que echar raíces en la suya propia. Nick había pensado que el alquiler sería una ayuda para pagar la hipoteca.
Había ocurrido un año antes y seguían viviendo juntos. Se volvían loco el uno al otro, pero ninguno de los dos quería romper el trato. Eran como la noche y el día; uno, todo gravedad, el otro todo alegría y encanto. A ninguno le gustaba la forma de vivir del otro, pero habían entablado una estrecha amistad.
Esa mañana, Nick había salido de casa diez minutos más tarde de lo normal y se encontró en medio de un atasco. Eso le daba tiempo para pensar en la pesadilla que se le venía encima.
¡Katie Deakins! La chica que prácticamente había arruinado su vida.
Empezaba a recordarlo todo; Delford, la pequeña ciudad en la que había crecido. Le gustaba aquel lugar rodeado de bosques en el que seguían viviendo sus padres, a los que visitaba a menudo.
En uno de esos viajes había conocido a Isobel y se había quedado prendado de su belleza. Isobel era médico y acababa de conseguir plaza en el hospital de la ciudad. Su padre vivía en Australia y, desde la muerte de su madre, se había encargado de cuidar de su hermana pequeña, Katie.
Y quien hubiera elegido aquel nombre, no podía haberlo elegido mejor: Katie, la fierecilla domada.
Empezaba a recordar su aspecto; pequeña y angulosa, con el pelo muy largo cayendo sobre una cara de duende.
Aquella chica le odiaba a muerte. Al principio había pensado que no le gustaba compartir a su hermana con nadie, pero después descubrió que era un odio más personal.
A veces le daba dinero para que lo dejara a solas con Isobel y ella aceptaba. Pero aparecía de repente, retándolo a poner alguna objeción delante de su hermana. Una vez había preparado un viaje de fin de semana con Isobel, pero entonces la maldita Katie había empezado a tener un espantoso dolor de estómago y habían tenido que quedarse en casa. Nick no se había creído la enfermedad ni por un momento. Además, el dolor de estómago no le impedía subirse a los árboles.
Todos los demás la encontraban divertidísima y encantadora. Y, seguramente, él habría pensado lo mismo si no hubieran estado siempre de uñas. Katie tenía la casa llena de animales abandonados, a los que cuidaba con mimo y, cada vez que veía un recién nacido se ponía loca de contento, de modo que no podía ser tan mala persona.
Pero con Nick sí lo era. Desde el primer momento lo había mirado con recelo y su mayor diversión era irritarlo y meterse con él.
Los recuerdos aparecían como en cascada. El día que había presentado Isobel a su hermano Brian… La forma en que se habían sonreído. Su corazón, que había dado un vuelco.
Y después, la tarde que la había encontrado en la cocina de su casa, vestida con un albornoz y Brian tras ella, descamisado y besándola en el cuello. La imagen contaba su propia historia. Cuando se habían percatado de su presencia, Isobel se había ruborizado.
– Lo siento, Nick -había dicho.
Brian no había dicho nada. Simplemente se había quedado allí parado, con una sonrisa en los labios.
¿Y Katie? ¿Dónde estaba justo en el momento en el podía haber hecho algo útil? No estaba en ninguna parte. Había desaparecido dejando el campo libre, como nunca había hecho para él.
A la odiosa Katie le gustaba Brian. De modo que no había intentado interponerse entre su hermana y sus posibles pretendientes. Sólo entre Isobel y él.
Por supuesto, Nick se había recuperado de la desilusión. Sólo en los melodramas un hombre sufre eternamente. En la vida real, Nick estuvo bailando el día de la boda y se convirtió en padrino de su primer hijo. Y, a medida que pasaba el tiempo, tenía que aceptar que no había sido traicionado. Brian e Isobel se habían enamorado a primera vista y no era culpa de nadie. Pero ella seguía viviendo en su corazón como una especie de ideal femenino con el que tenían que compararse el resto de las mujeres. Y siempre salían perdiendo.
Durante la boda, Nick había escondido su corazón partido bajo un incómodo esmoquin y recordaba a Katie con un vestido de satén azul y cara de pocos amigos. Isobel le había dado un beso especial, lleno de comprensión y Brian los había mirado con una sonrisa en los labios, sin siquiera tener la decencia de sentirse celoso. Katie también estaba mirando y Nick hubiera jurado que la bruja sonreía.
No había vuelto a verla desde entonces. Habían pasado cinco años y ella se había marchado con su padre a Australia. Durante ese tiempo, Nick volvía a Delford por navidades y pasaba las vacaciones jugando con sus sobrinos. Eran tiempos alegres y el pasado estaba aparentemente enterrado.
Pero, durante el resto de su vida tendría que preguntarse si las cosas hubieran sido diferentes de no haber estado Katie por medio.
La idea de tener que cuidar de ella era deprimente. Tendría que llamar a Isobel y decirle que hiciera otros planes, se decía. El tráfico estaba parado de nuevo y Nick decidió aprovechar para llamar por teléfono. Incluso entonces sentía una punzada de placer al oír su voz: suave, un poco ronca, deliciosamente femenina.
– ¿Has recibido mi carta, Nick? Menos mal que puedo contar contigo.
– Ya sabes que puedes hacerlo, pero es que…
– Eres un cielo. ¿Puedo hacerte una confidencia?
– Claro que sí -suspiró él, nuevamente sin defensas.
– Katie me preocupa desde que volvió de Australia. Cree que es una mujer, pero en realidad es una niña. Está decidida a ir a Londres…
– Tienes que convencerla de que no venga, Isobel.
– Ya lo sé, pero no puedo. Si me opongo, irá de todas formas y dormirá en cualquier sitio. Es una chica muy testaruda y un poco imprudente, así que tendrás que vigilarla.
– ¿Y qué pasará cuando yo esté trabajando? ¿Estás segura de que esto es una buena…?
– La verdad es que será una forma de alejarla de cierto chico -lo interrumpió ella-. Le ha dicho cientos de veces que no está interesada, pero él parece no entenderlo. Se llama Jake Ratchett. Es posible que intente localizarla en Londres.
– Isobel, yo…
– Nick, no sabes el peso que me quitas de encima.
– Ya sabes que haría cualquier cosa por ti -dijo él por fin, olvidando todas sus resoluciones.
– Un par de semanas serán suficientes. Cuidarás de ella, ¿verdad?
– Claro que sí.
– Asegúrate de que no se acuesta muy tarde.
– Confía en mí.
– ¿Te importaría salir con ella un par de veces, para enseñarle la ciudad?
– Lo haré por ti.
– Su tren llega a Londres mañana a las cinco y media. Le diré que vas a ir a buscarla.
– Isobel…
– Tengo que dejarte, Nick. El niño está llorando. Un beso de parte de Brian. Adiós, cariño.
Patsy Cornell era la mujer que dirigía su vida. Oficialmente, era su secretaria y delante de todo el mundo lo llamaba «señor Kenton», pero aquello no era más que una cortina de humo. Era una viuda de cincuenta años con dos hijos mayores y cuatro nietos y una profunda falta de respeto por los hombres. Gracias a algunas sabias inversiones podría haberse retirado cómodamente, pero sus hijos habían volado del nido y ella disfrutaba con su trabajo en la oficina.
Después de treinta años con Devenham & Wentworth, lo sabía todo sobre asuntos financieros. Nick reconocía la deuda que tenía con ella, que le había enseñado mucho de lo que sabía y lo había hecho, además, con gran tacto. Casi podría haber ocupado su puesto, pero prefería estar en la sombra porque de ese modo tenía más tiempo libre.
Cuando Nick la invitó a comer en el mejor restaurante de Londres, ella lo miró con sus ojos inteligentes y suspicaces, como intentando leer sus pensamientos.
– ¿De qué quieres convencerme? -preguntó la regordeta y alegre Patsy, con un brillo de ironía en los ojos.
– Quiero que vengas a vivir a mi apartamento -contestó Nick sin pensarlo dos veces.
– ¡Qué halagador! Lo siento, Nick, pero no estoy buscando un amante. Además, no eres mi tipo. Si se hubiera tratado de ese amigo tuyo tan guapo…
– ¿Por qué todas las mujeres piensan que Derek es guapo? -preguntó él, irritado.
– Porque es irresistible.
– Pues ese es justo el problema. Quiero que te interpongas entre el irresistible encanto de Derek y una jovencita por cuyo buen nombre tengo que velar.
– ¿No me digas? Cuéntame -rió Patsy. Él puso el problema sobre la mesa, figuradamente hablando-. La verdad es que la tienes tomada con esa pobre chica -opinó la mujer cuando Nick hubo terminado el relato.
– Tú no lo entiendes, Patsy. No es una chica normal, es una extraterrestre enviada a la tierra con el único propósito de arruinar mi vida.
Patsy casi se atraganta con un espárrago.
– No digas tonterías. Por lo que me has contado es una chica normal y corriente.
– No -insistió Nick-. Ésta no es humana. Tenía los codos como cuchillos. Lo sé porque solía clavármelos en el estómago. Aún tengo cardenales.
– No creo que siga haciéndolo a los diecisiete años.
– No estoy yo tan seguro.
– ¿Qué edad tenías tú entonces? -preguntó Patsy, intentando disimular una sonrisa.
– Veinticuatro, ¿por qué?
– Lo que me imaginaba. Algo raro le pasa a los hombres a los veinticuatro. Empiezan a decirse a sí mismos que ya son hombres maduros y que merecen un respeto, pero no es verdad. Katie sólo te recordaba que seguías siendo un crío y tú no lo podías soportar.
– ¡No era eso! -protestó Nick-. Bueno, quizá un poco. Pero en serio, Londres es una ciudad peligrosa para una chica ingenua como ella.
– ¿Lilian no puede ayudarte? Se supone que es tu novia.
– Mi relación con Lilian no es tan seria como eso -dijo Nick-. Y no creo que pudiera resistir ningún susto. Katie sólo estará en Londres dos semanas y va a quedarse en mi apartamento.
– ¡Ah! Cerca del bellísimo Derek.
– Cerca de Derek, exactamente. ¿Cómo podría volver a mirar a Isobel a los ojos si Katie se metiera en algún lío? Por eso pensé…
– En mí -terminó ella la frase por Nick.
– Sé que tienes un corazón de oro, Patsy, y que no me dejarás en la estacada.
Patsy se quedó pensativa durante unos segundos.
– Tendré que llevarme a Horacio -dijo por fin.
Horacio era su mascota; un gato persa con un carácter endiablado. Nick lo había conocido cuando ella lo había llevado a la oficina durante un par de días porque estaba enfermo y tenía que darle una pastilla cada dos horas. Horacio era un gato viejo y caprichoso que adoraba a su dueña y odiaba al resto de los seres humanos. Todo el mundo en la oficina había respirado aliviado cuando, por fin, se lo había llevado de vuelta a su casa.
– De acuerdo -asintió Nick, resignado.
– En ese caso, iré a tu apartamento cuando quieras.
– ¡Bendita seas! Me has salvado la vida.
– Bendito seas tú por salvar la mía. Estaba pensando si podía permitirme un crucero por las Bahamas.
– ¿Perdón? -preguntó Nick, perplejo.
– Estar de servicio día y noche tiene un precio.
– ¿Y qué ha pasado con el corazón de oro?
– ¿Tú sabes lo caro que está el oro últimamente?
Al día siguiente, Nick fue a la estación a esperar a Katie. Decidido a cumplir con su deber, la invitaría a merendar, se comportaría amablemente y después le explicaría las reglas de convivencia.
El tren llegó a su hora, pero Nick veía pasar a los viajeros uno tras otro sin encontrar a ninguna chica que se pareciera remotamente a Katie. Unos minutos más tarde, no quedaba nadie en el andén.
– Ha perdido el tren -musitó entre dientes-. Tendría que haberlo imaginado.
Cuando Nick volvía hacia el aparcamiento maldiciendo en voz baja, un deportivo rojo paró a su lado y un joven saltó del coche para abrirle la puerta a una diosa. Era la única manera de definirla. La chica tenía unas facciones perfectas, misteriosos ojos verdes y una melena de color castaño claro que caía en ondas sobre sus hombros. Su esbelta figura estaba envuelta en un caro traje de lino de color claro que se ajustaba delicadamente a sus formas. La blusa blanca era de seda y llevaba una cadenita en el cuello. Nick tuvo que contener el aliento.
– No tienes que quedarte a esperar, Freddy, cariño -dijo ella. Su voz tenía un timbre suave y melódico que fascinaba a Nick.
– Es que quiero quedarme -dijo el joven-. No pienso dejar que te enfrentes sola al enemigo.
La risa alegre de ella hizo que Nick soltara el teléfono móvil, en el que había empezado a marcar el número de Isobel.
– No es el enemigo -decía la joven.
– Siempre que hablas de él, lo haces parecer un monstruo.
– Puedo cuidar de mí misma, Freddy. Y no me dan ningún miedo los monstruos.
– Eres muy valiente. Llámame si se pone bruto.
– De acuerdo. Me gusta saber que cuento contigo -dijo la chica con cierta ironía. Cuando por fin, el insistente Romeo fue persuadido de que podía marcharse, la diosa se dio la vuelta para mirar a Nick. Un escalofrío de placer lo recorrió cuando sus ojos se encontraron.
– ¿Qué habrías hecho si no hubiera querido marcharse? -preguntó él.
– Habría encontrado la forma de convencerlo -sonrió ella. Por supuesto que lo habría hecho, pensaba Nick. Aquella mujer había nacido para hacer que los hombres cayeran rendidos a sus pies.
– ¿Te han dado plantón?
– ¿Perdón?
– El hombre que tiene que venir a buscarte, el «enemigo». No parece estar por ninguna parte -explicó él. Ella lo miraba con una encantadora sonrisa en los labios-. ¿Puedo invitarte a un café mientras lo esperas?
– ¿Que si puedes…? -empezó a preguntar ella, mirándolo con sorpresa.
– A menos que tengas que ir a alguna parte.
– ¿No has venido a buscar a alguien?
– He venido a buscar a una chica, pero no ha aparecido. Debería haberme imaginado que iba a pasar.
– ¿Quién es?
– La hermana de mi cuñada. Me he dejado convencer para cuidar de una cría insoportable durante dos semanas, pero no ha aparecido. Con un poco de suerte, habrá cambiado de opinión.
– Nunca se sabe -dijo ella, mirándolo con curiosidad-. Y sí, me apetece un café, gracias.
– Estupendo. Pero primero tengo que llamar a su hermana.
– ¿Para qué molestarte? Probablemente, llegará en el próximo tren. Llámala más tarde – dijo, con una sonrisa irresistible.
Poco más tarde, estaban sentados en una agradable cafetería.
– Me llamo Nick.
– Yo me llamo… Jennifer.
– No pareces muy segura.
– Mis padres me pusieron varios nombres. Tengo cinco. Mary, Jennifer, Alice y un par de ellos más. Cada día uso uno diferente. Depende de mi estado de ánimo.
– ¿Y hoy te llamas Jennifer?
Había un brillo de burla en los ojos de la chica que Nick no entendía.
– Eso es. Háblame sobre la cría insoportable. Debes de ser muy generoso para haber aceptado encargarte de ella.
– Bueno, sólo serán un par de semanas. Cuando quieres a la gente, haces cosas por ellos.
Ella lo miraba con simpatía y Nick se encontró a sí mismo hablando sobre Isobel. De vez en cuando, Jennifer asentía sonriendo. De hecho, había algo en ella que le recordaba a Isobel. Nada físico, porque no se parecían ni remotamente, sino un aura de calidez y comprensión.
– ¿Sabes lo que pienso? -preguntó, cuando él hubo terminado el relato-. Que aún sigues enamorado de Isobel.
– Bueno… quizá un poco. Es como un ideal de mujer para mí, alguien a quien el resto de las mujeres nunca podrán parecerse. Y menos que nadie, el bichejo venenoso.
– ¿Cómo?
– El bichejo venenoso -sonrió él-. Acabo de acordarme de que era así como llamaba a Katie.
– ¿Y se lo merecía? -preguntó la diosa con voz ligeramente atragantada.
– No te lo puedes imaginar.
– Seguro que no te atrevías a llamárselo a la cara.
– ¡Desde luego que no! Me habría metido sapos en la cama. No, nunca se lo dije. Aunque ella también me ponía motes y se lo contaba a todo el mundo.
En ese momento, se produjo un cambio desconcertante en la expresión de la diosa. El brillo de sus ojos era, desde luego, poco amistoso.
– Pero ella también tenía un nombre secreto para ti -dijo Jennifer, la diosa, de repente-. Uno que tú no conocías. ¡Nick el estirado!
– ¿Qué?
– Nick, el estirado -repitió ella-. ¡Nick, el asqueroso! ¿A que no lo sabías?
– Pero… ¿de qué estás hablando?
– Estoy hablando de que lo sé todo sobre ti, Nick. Sé que sólo comes pomelo para desayunar y que lees en la cama hasta muy tarde porque duermes pocas horas. Incluso sé que tienes un pie más largo que otro.
– ¿Cómo puedes saber eso? -preguntó Nick, estupefacto.
Pero no hacía falta preguntar. La venda había caído de sus ojos y, con una angustia indescifrable, empezaba a reconocerla: su azote, su pesadilla, su enemigo: ¡Katie!