CAPÍTULO 08

Leonora estaba totalmente convencida de que organizarlo todo para ser seducida no debía de ser tan complicado. Al día siguiente, mientras estaba sentada en el salón, copiando una y otra vez su carta para enviársela a los corresponsales de Cedric, reevaluó su situación y consideró todas las posibilidades.

La tarde anterior se había llevado diligentemente a las tías de Trentham al salón; él se reunió con ellas quince minutos más tarde, limpio, impoluto, con su habitual aire elegante y desenvuelto. Como Leonora había utilizado como excusa su interés por los invernaderos para explicarles su visita a las damas, le hizo varias preguntas cuya respuesta Trentham negó conocer y finalmente le comentó que enviaría a su jardinero para que la visitara.

Pedirle que la llevara a dar una vuelta por el invernadero no habría servido de nada, porque sus tías los habrían acompañado.

Muy a su pesar, tachó el invernadero de su lista mental de lugares adecuados para la seducción; podría arreglárselas para encontrar el momento oportuno, y el banco junto a la ventana era un lugar excelente, pero allí nunca podrían tener asegurada la intimidad.

Trentham pidió que prepararan su carruaje, la ayudó a subir y la envió a casa. Insatisfecha, incluso más ávida que cuando había salido y más determinada.

Así y todo, la excursión no había sido en balde, porque ahora guardaba un as en la manga y pretendía usarlo con astucia. Eso significaba que primero debería superar los obstáculos del momento, la ubicación y la intimidad al mismo tiempo. No tenía ni idea de cómo se las arreglaban los hombres mujeriegos. Quizá se limitaban a esperar que surgiera la oportunidad y la aprovechaban.

Sin embargo, en su caso, tras esperar pacientemente todos aquellos años, y habiéndose decidido al fin, no deseaba sentarse a esperar más. Lo que necesitaba era la oportunidad adecuada y, si era necesario, la crearía.

Todo eso estaba muy bien, pero no se le ocurría cómo hacerlo.

Se exprimió el cerebro durante todo el día. Y durante el todo el día siguiente. Incluso consideró la oferta de su tía Mildred de introducirla en la buena sociedad. A pesar de su falta de interés por las fiestas y bailes, era consciente de que dichos acontecimientos proporcionaban lugares donde los caballeros y las damas podían encontrarse en privado. Sin embargo, por lo que las tías de Trentham habían dejado caer, además de los cáusticos comentarios que él mismo había hecho, había deducido que el conde sentía poco entusiasmo por la vida social, así que no tenía sentido que ella hiciera semejante esfuerzo si no era probable que fuera a encontrárselo allí, ya fuera en privado o en público.

Cuando el reloj dio las cuatro, dejó la pluma y estiró los brazos por encima de la cabeza. Casi había acabado de escribir todas las cartas, pero en lo referente a lugares para la seducción, su mente seguía obstinadamente en blanco.

– ¡Tiene que haber un lugar! -Se levantó de la silla, irritada e impaciente. Frustrada. Dirigió la mirada a la ventana. El día había sido bueno, pero ventoso. Ahora, el viento había cedido y llegaba la noche, benévola aunque fría.

Salió al vestíbulo y cogió la capa, pero no se molestó en ponerse el sombrero, no iba a estar fuera mucho tiempo. Miró a su alrededor, esperando ver a Henrietta, luego se acordó de que uno de los sirvientes la había llevado a pasear al cercano parque.

– ¡Maldición! -Ojalá hubiera llegado a tiempo para acompañarlos. Deseaba, necesitaba, caminar al aire libre. Necesitaba respirar, dejar que el frío la refrescara, acabar con su frustración y revigorizar su cerebro.

No había paseado sola fuera de la casa desde hacía semanas. Sin embargo, era difícil que el ladrón estuviera observando todo el rato.

Con un revuelo de faldas, se dio la vuelta, abrió la puerta principal y salió. La luz aún era buena. En ambas direcciones, la calle, una calle siempre tranquila, estaba vacía. Era segura. Echó a andar con brío por la acera.

Al pasar por el número 12, miró hacia la casa, pero no vio ningún signo de movimiento. Toby la había informado de que Gasthorpe ya había contratado a todo el personal, aunque la mayoría aún no se había instalado. Biggs, sin embargo, iba allí todas las noches y Gasthorpe rara vez salía de la casa. No se había producido ningún otro incidente.

De hecho, desde que Leonora vio al hombre al fondo de su jardín y éste salió corriendo, no había pasado nada más. La sensación de ser observada se había desvanecido. Si bien era cierto que ocasionalmente aún se sentía vigilada, la sensación era más distante, menos amenazadora.

Siguió caminando, reflexionando sobre ello, considerando qué podía significar todo aquello respecto al asunto de Montgomery Mountford y lo que fuera que éste estuviera tan decidido a conseguir de la casa de su tío. Aunque sus planes de ser seducida eran sin duda una distracción, no se había olvidado del señor Mountford. Quienquiera que fuese.

Ese pensamiento le evocó otros; recordó las recientes investigaciones de Trentham. Directo y al grano, decisivo, resuelto. Sin embargo, por mucho que lo intentara, no pudo imaginar a ningún otro caballero disfrazándose como él lo había hecho. Parecía muy cómodo con aquella indumentaria. Le había parecido incluso más peligroso de lo que normalmente se lo parecía.

La imagen era excitante. Recordaba haber oído hablar de damas que se permitían vivir apasionados romances con hombres que eran de niveles sociales claramente inferiores a los suyos. ¿Podría ella? Más adelante, ¿sería susceptible de ceder ante semejantes anhelos?

La verdad era que no tenía ni idea, lo cual sólo confirmaba cuánto le quedaba por aprender aún, no sólo de pasión, sino también de sí misma. Y con cada día que pasaba era más consciente de esto último.

Llegó al final de la calle y se detuvo en la esquina. La brisa era allí más fuerte, la capa se le hinchó. Leonora la sujetó y miró hacia el parque, pero no vio a ningún perro desgarbado que regresara con un sirviente. Consideró la posibilidad de esperar, pero la brisa era demasiado fría y lo bastante fuerte como para despeinarla, así que se dio la vuelta y regresó sobre sus pasos. Se sentía mucho mejor.

Con la mirada clavada en la acera, empezó a pensar decidida en la pasión, en concreto, en cómo probarla.

Las sombras se estaban alargando; el anochecer se aproximaba. Había llegado a los límites del número 12 cuando oyó unos pasos rápidos detrás de ella. Se asustó, se dio la vuelta y retrocedió hacia el alto muro de piedra al mismo tiempo que su mente le señalaba con calma las pocas probabilidades que había de que la atacaran de nuevo. Con sólo una mirada al rostro del hombre que se acercaba a toda velocidad hacia ella, supo que, en esta ocasión, su mente le mentía. Abrió la boca para gritar, pero Montgomery Mountford gruñó y la agarró con fuerza. Unas manos se cerraron de manera cruel sobre sus brazos, mientras él la arrastraba hasta el medio de la amplia acera y la zarandeaba violentamente.

– ¡Eh!

El grito llegó del final de la calle; Mountford se detuvo. Un hombre corpulento corría hacia ellos.

Mountford maldijo. Le clavaba los dedos con fuerza en los brazos cuando se dio la vuelta para mirar hacia el otro lado. Volvió a maldecir, un vulgar improperio. Un rastro de miedo surgió en su rostro y soltó un gruñido bajo.

Leonora miró y vio que Trentham también se acercaba corriendo. Un poco más allá, lo seguía otro hombre, pero fue la expresión que mostraba el rostro de Trentham lo que la impresionó y lo que paralizó momentáneamente a Mountford hasta que pudo liberarse de aquella feroz mirada y volvió a centrarse en ella. La arrastró hacia él y la obligó a retroceder hasta el muro. Leonora gritó, pero el sonido se interrumpió cuando se golpeó la cabeza con la piedra. Sólo fue vagamente consciente de que se desplomaba despacio y quedó hecha un amasijo de faldas sobre la acera.

A través de una blanca neblina, vio cómo Mountford cruzaba la calle a toda prisa, y evitaba así a los hombres que corrían hacia él desde ambos lados. Trentham no lo siguió. Se fue directo hacia ella.

Leonora lo oyó maldecir. Desde su semiinconsciencia, se dio cuenta de que la maldecía a ella, no a Mountford. Luego se vio envuelta por su fuerza y sintió que la levantaban del suelo. La abrazó, sosteniéndola. Estaba de nuevo en pie, pero Trentham soportaba la mayor parte de su peso. Parpadeó, su visión se despejó y contempló ante sus ojos un rostro en el que una primitiva emoción similar a la furia batallaba con la preocupación.

Para su alivio, venció la preocupación.

– ¿Estás bien?

Ella asintió y tragó saliva.

– Sólo un poco aturdida. -Se llevó una mano a la parte de atrás de la cabeza, se la tocó con cuidado, luego sonrió, aunque fue una sonrisa trémula-. Sólo es un pequeño chichón. Nada serio.

Trentham apretó los dientes y la miró con los ojos entornados. Luego, su vista se dirigió hacia el lugar por donde Mountford había huido.

Leonora frunció el cejo e intentó zafarse de él.

– Deberías haberlo seguido.

No la soltó.

– Lo han hecho los otros.

¿Los otros? Entonces ató cabos…

– ¿Tenías hombres vigilando la calle?

Él la miró brevemente.

– Por supuesto.

No le extrañaba que hubiera sentido aquella continua sensación de que la observaban.

– Podrías habérmelo dicho.

– ¿Para qué? ¿Para que así pudieras hacer algo tan tonto como esto?

Leonora ignoró el comentario y miró hacia el otro lado de la calle. Mountford se había metido en el jardín de la casa de enfrente. Los otros dos hombres, ambos más pesados y lentos que él, lo habían seguido.

Ninguno volvió a aparecer.

Trentham tenía los labios apretados en una adusta línea.

– ¿Hay una callejuela tras esas casas?

– Sí.

Reprimió el sonido, pero Leonora sospechó que se trataba de otra maldición. La estudió con la mirada, pero luego relajó el brazo con que la sujetaba.

– Te creía con más sentido común…

Ella levantó una mano para interrumpirlo.

– No tenía ninguna razón para pensar que Mountford estaría ahí fuera. Y, ya que hablamos, si tenías a hombres vigilando a ambos lados de la calle, ¿por qué lo han dejado pasar ante ellos?

Trentham volvió a mirar hacia donde sus hombres se habían dirigido.

– Debió de verlos. Seguramente se te ha acercado del mismo modo que se ha ido, a través de una callejuela y del jardín de alguien.

Volvió a estudiar su rostro.

– ¿Cómo te sientes?

– Bastante bien. -Mejor de lo que esperaba; el modo en que Mountford la había cogido la había afectado más que la colisión contra el muro. Tomó aire y lo soltó despacio-. Sólo un poco temblorosa.

Trentham asintió brevemente.

– Es el shock.

Ella se concentró en él.

– ¿Qué haces aquí?

Él finalmente se resignó. Sus hombres no iban a regresar, ni tampoco Mountford. La soltó y la tomó del brazo.

– Ayer trajeron los muebles del tercer piso. Le había prometido a Gasthorpe que vendría a verlos para darles mi aprobación. Hoy es su día libre, se ha ido a Surrey a visitar a su madre y no volverá hasta mañana. Había pensado matar dos pájaros de un tiro comprobando la casa a la vez que los muebles.

La contempló con atención, aún estaba demasiado pálida. La hizo volverse y la guió despacio por el muro del número 12 hacia el 14.

– Al final, he venido más tarde de lo que había previsto. Biggs debería estar ya dentro, así que todo irá bien hasta que Gasthorpe regrese.

Leonora asintió mientras caminaba a su lado y se apoyaba en su brazo. Cuando llegaron a la altura de la verja del número 12, se detuvo. Inspiró hondo y lo miró a los ojos.

– Si no te importa, quizá pudiese entrar y ayudarte a comprobar los muebles. -Sonrió, sin duda de un modo trémulo, luego apartó la vista. Un poco jadeante, añadió-: Preferiría quedarme contigo un poco más hasta que me recupere y pueda hacerle frente al servicio.

Ella llevaba la casa de su tío, así que no cabía duda de que habría gente esperando hablar con ella en cuanto entrara.

Tristan vaciló, pero Gasthorpe no estaba allí para mostrar su desaprobación. Y en la lista de actividades que probablemente levantarían el ánimo de una mujer, ver muebles nuevos seguramente estaría entre las primeras.

– Si así lo deseas. -Mientras ella se entretenía con los muebles, él aprovecharía para pensar cómo protegerla mejor. Por desgracia, no podía esperar que permaneciera prisionera en el interior de su propia casa.

Sacó la llave del bolsillo, abrió la puerta principal y frunció el cejo cuando la hizo atravesar el umbral.

– ¿Dónde está tu perra?

– La han llevado a dar un paseo por el parque. -Volvió la vista hacia él-. La pasean los sirvientes porque es demasiado fuerte para mí.

Tristan asintió y se dio cuenta de que, una vez más, ella había seguido el hilo de sus pensamientos. Él había creído que si salía a pasear, lo haría con Henrietta. Pero si la perra era demasiado fuerte, entonces, ésa no era una opción viable más allá del jardín de la casa.

Leonora se dirigió a la escalera y él la siguió. Habían subido los primeros peldaños cuando una tos atrajo su atención hacia la puerta de la cocina. Biggs estaba allí. Saludó.

– Todo controlado aquí, milord. Estoy alerta.

Tristan le dedicó una sonrisa encantadora.

– Gracias, Biggs. La señorita Carling y yo vamos a mirar los nuevos muebles. No hará falta que nos acompañes cuando acabemos. Continúa alerta.

El hombre le hizo una reverencia y regresó a la cocina, desde donde les llegó el leve aroma a comida.

Leonora lo miró a los ojos sonriente, luego se dio la vuelta, se cogió de la baranda y continuó.

Tristan la observó, pero no la vio vacilar. Sin embargo, cuando llegaron al segundo piso, respiraba con cierta dificultad.

Frunció el cejo de nuevo y la cogió del brazo.

– Ven. -La llevó al dormitorio más grande, el que estaba sobre la biblioteca-. Siéntate. -Había un gran sillón colocado junto a la ventana y él la acercó allí.

Leonora se sentó con un pequeño suspiro y le sonrió débilmente.

– No me desmayaré.

Tristan la miró con los ojos entornados. Ya no estaba pálida, pero había una extraña tensión en ella.

– Quédate sentada y examina los muebles que puedas ver desde aquí. Yo comprobaré las otras habitaciones, luego podrás darme tu veredicto.

Leonora asintió, cerró los ojos y apoyó la cabeza en el respaldo.

– Esperaré aquí.

Tristan vaciló, luego se dio la vuelta y se marchó.

Cuando se fue, ella abrió los ojos y estudió la habitación. La gran ventana daba al jardín trasero. Durante el día, entraría mucha luz, pero en ese momento la estancia estaba sumida en sombras. Había una chimenea en el centro de la pared frente al sillón; la leña estaba preparada, pero nadie la había encendido.

En ángulo junto a la chimenea había un diván; más allá, en el otro extremo del dormitorio, se alzaba un enorme armario de oscura y brillante madera. Esa misma madera adornaba la cama con dosel, que parecía enorme. Con la mirada fija en la colcha de seda color rubí, pensó en Trentham. Seguramente, sus amigos eran igual de grandes. Las cortinas de brocado rojo oscuro estaban recogidas en los postes de la cabecera de la cama. Las últimas luces se demoraban en las curvas y remolinos del adorno tallado en el cabezal, que se repetía en los postes a los pies de la cama. Con su grueso colchón, el lecho resultaba una pieza sustancial, sólida, firme. El elemento central de la habitación; el núcleo de atención de sus sentidos. Ése era, decidió, el lugar perfecto para su seducción. Mucho mejor que el invernadero. Y nadie podría interrumpirlos ni interferir. Gasthorpe estaba en Surrey y Biggs en la cocina, demasiado lejos para oír nada, siempre que cerraran la puerta.

Se volvió para examinar la sólida puerta de roble.

El encuentro con Mountford había intensificado su determinación de seguir adelante. No estaba tan temblorosa como tensa; necesitaba sentir los brazos de Trentham a su alrededor para convencerse de que se encontraba a salvo. Deseaba estar cerca de él. Deseaba el contacto físico, el placer sensual compartido. Necesitaba la experiencia, en ese momento más que nunca.

Dos minutos más tarde, Trentham entró y Leonora le señaló la puerta.

– Ciérrala para que pueda ver la cómoda.

Se volvió e hizo lo que le pedía.

Estudió diligentemente la alta cajonera.

– Entonces -Trentham se acercó, se detuvo junto al sillón y la observó-, ¿te parecen bien los muebles?

Leonora alzó la vista hacia él y sonrió despacio.

– Por supuesto, me parecen perfectos.

Los hombres mujeriegos tenían razón; cuando se presentaba la oportunidad, había que aprovecharla.

Levantó la mano. Cuando Tristan se la cogió y se la levantó con suavidad, esperaba que ella retrocediera. En cambio, movió un pie y se irguió directamente delante de él, tan cerca que le rozó el abrigo con el pecho.

Lo miró a la cara, se acercó aún más, alzó las manos, le bajó la cabeza y pegó sus labios a los suyos con un descarado beso con la boca abierta, uno en el que sólo pudo evitar caer de cabeza. Su control le falló, algo que no era habitual. La agarró de la cintura, con fuerza, para evitar devorarla.

Leonora interrumpió el beso y se echó hacia atrás, pero sólo un poco. Alzó los párpados y clavó sus ojos en los suyos. Los de ella brillaban azules entre las pestañas. Sin dejar de mirarlo, se desató la capa y dejó que la prenda cayera al suelo.

– Quería darte las gracias.

Su voz sonó ronca, grave. Lo atravesó y Tristan sintió que el cuerpo se le tensaba al reconocer lo que quería decir. Antes de que el eco se apagara, la estaba atrayendo más hacia él, con fuerza, cuerpo contra cuerpo, y bajando la cabeza.

Leonora lo detuvo con un dedo, que le deslizó por el labio inferior mientras seguía el movimiento con la mirada. Pero en lugar de apartarse, se acercó más y se dejó caer contra él.

– Porque estabas ahí cuando te he necesitado.

Sin pensar, Tristan la abrazó. Leonora lo miró a los ojos y volvió a deslizar la mano hasta su nuca.

– Gracias.

Él tomó su boca cuando se la ofreció y se sumergió profundamente. No sólo sintió placer, sino una sensación de tranquilidad que se deslizó por sus venas. Le pareció bien que le diera las gracias así; no vio ningún motivo para renunciar a ese momento, para hacer otra cosa que no fuera saciar sus sentidos con el tributo que le ofrecía.

Ella se pegó a él, su cuerpo era una promesa de felicidad absoluta.

Entre los dos, de las brasas encendidas surgieron unas llamaradas que saltaron bajo su piel. Tristan sintió cómo se avivaba el fuego y confiado en que sabía hasta dónde podía llegar ella, dejó que ardiera. Dejó que sus dedos se deslizaran hasta sus pechos. Cuando notó los dulces montículos prietos y tensos, buscó los encajes. Se encargó de ellos y de los lazos de la camisola con gran destreza.

Sus senos quedaron libres en sus manos. Leonora jadeó a través del beso. Tristan la abrazó, la atrajo, amasándolos posesivamente y avivando aún más las llamas.

Interrumpió el beso, hizo que levantara la cabeza y apoyó los labios en su garganta. Descendió hasta donde su pulso palpitaba frenéticamente, luego lamió, acarició, succionó.

Ella jadeó, el sonido resonó en el silencio y lo empujó a seguir. La hizo darse la vuelta, se sentó sobre el brazo del sillón y la atrajo hacia él, al tiempo que le bajaba el vestido y la camisola hasta la cintura para poder devorarla.

Le había ofrecido su regalo y él lo había aceptado. Con los labios y la lengua tomó y reclamó. Recorrió sus firmes curvas. Besó ardientemente aquellos tensos pezones. Escuchó su respiración entrecortada y sintió cómo le clavaba los dedos en el cuero cabelludo mientras la provocaba.

Entonces, se introdujo un duro pezón en la boca, lo rozó levemente y Leonora se tensó. Succionó con delicadeza, luego la calmó con la lengua y aguardó hasta que se relajó para chuparlo y succionarlo de nuevo.

Ella gritó al tiempo que se arqueaba en sus brazos, pero Tristan no mostró ninguna piedad, succionó vorazmente un pecho primero, luego el otro.

Los dedos de ella se tensaron sujetándolo contra su cuerpo. Él le deslizó las manos por la cintura, por la cadera y después hacia atrás para atraparle el trasero, abrió las piernas y la pegó a sus caderas. La atrajo de forma que su estómago quedase pegado al suyo, aliviando y provocando al mismo tiempo su ardiente anhelo.

Cuando cerró las manos y la acarició, sintió más que oyó su jadeo, pero no se detuvo, sino que la exploró más íntimamente. La mantuvo a su merced. Provocó y jugueteó con los labios en sus inflamados pechos, mientras ella movía la parte inferior del cuerpo de un modo sugestivo, acercando las caderas, el estómago y los muslos a él a su antojo.

Leonora tomó aire y bajó la cabeza. Tristan le soltó los pechos, alzó la vista y ella atrapó su boca. Se deslizó en su interior, lo acarició y excitó, lo dejó sin respiración y luego se retiró.

De inmediato, Tristan sintió las manos de ella en la garganta, quitándole el pañuelo. Sus bocas volvieron a fundirse mientras Leonora le deslizaba los dedos por el torso. Le abrió la camisa. Se la sacó de la cinturilla del pantalón y le pasó la punta de los dedos por el pecho de una manera provocativa, leve, enloquecedora.

– Quítate el abrigo.

Las palabras fueron un susurro que le atravesó el cerebro. La piel le ardía, así que le pareció una buena idea. La soltó durante un segundo, se levantó y se lo quitó. El pañuelo, el abrigo y la camisa cayeron sobre el sillón.

Grave equivocación. En el instante en que sus pechos desnudos le rozaron el torso, Tristan supo que había cometido un error, pero no le importó. La sensación fue tan erótica, tan totalmente acorde con alguna necesidad más profunda, que se deshizo de aquella advertencia con la misma facilidad con que lo había hecho de la camisa. La abrazó, se sumergió en aquella acogedora boca, consciente hasta la médula del leve contacto de sus manos sobre la piel; inocente, vacilante, exploradora. Consciente de la oleada de placer que le provocaba, de la respuesta que surgía del interior de aquella mujer.

No la presionó, sino que la dejó sentir y aprender tanto como quiso mientras su ego se complacía increíblemente por su ávido deseo. La pegó a él con las manos extendidas sobre su espalda desnuda y recorrió sus delicados músculos dorsales.

La sintió delicada, maleable, pero con su propia fuerza femenina, un eco de todo lo que era.

Nunca había estado con una mujer a la que deseara más, una que prometiera saciarlo tan completamente. No sólo sexualmente, sino a un nivel más profundo, uno que, en su estado actual, no reconocía ni comprendía. Fuera lo que fuese, la compulsiva necesidad que provocaba en él era fuerte. Más fuerte que cualquier lujuria, que el mero deseo.

Su control nunca había tenido que vérselas con semejante sentimiento. Se quebró, se hizo añicos y él ni siquiera se dio cuenta. Ni siquiera tuvo el sentido común de retroceder cuando los exploradores dedos de ella descendieron más, y se limitó a gruñir cuando lo recorrió, de una forma tentadora, abiertamente asombrada.

Asustada, apartó la mano, pero él se la cogió. Cerró la suya alrededor y volvió a guiarla hasta allí. La urgió a descubrirlo del mismo modo en que él pretendía descubrirla a ella. Interrumpió el beso y observó su rostro mientras lo hacía. Disfrutó de su inocencia y aún más de su despertar.

Los pulmones se le constriñeron hasta que se sintió mareado. Continuó observándola, mantuvo los sentidos centrados en ella, lejos de la conflagración que estaba causando, de la urgente necesidad que lo atravesaba, palpitante.

Sólo cuando Leonora alzó de nuevo los ojos con los labios abiertos, sonrosados por sus besos, se movió para atraerla otra vez hacia él y volver a tomar su boca para sumergirla más profundamente en la magia, más profundamente en su hechizo.

Cuando por fin liberó sus labios, Leonora apenas podía pensar. Tenía la piel en llamas, igual que él. Tocaran donde tocasen, surgía el ardor, vibraban. Los pechos le dolían, insoportablemente sensibles por el roce del oscuro vello que cubría el torso de él, un torso que era una maravillosa escultura de duros músculos. Sus dedos encontraron cicatrices y rasguños aquí y allá; el leve bronceado del rostro y el cuello se extendía por su pecho, como si de vez en cuando trabajara al aire libre sin camisa. Sin ésta era asombroso, parecía un dios que hubiera cobrado vida. Leonora sólo había visto cuerpos masculinos como ése en los libros de antiguas esculturas. Sin embargo, el suyo tenía vida, era real y totalmente masculino. El contacto de su piel, la elasticidad de los músculos, la pura fuerza que poseía la abrumó.

Sus labios, su lengua provocaban a la de ella hasta que levantó la cabeza y la besó en la sien.

Finalmente, le susurró en la oscuridad:

– Quiero verte. Acariciarte.

Retrocedió lo justo para poder mirarla a los ojos. Los de él se veían oscuros, terriblemente decididos. Su fuerza la rodeaba, la envolvía, mientras le acariciaba la piel desnuda con las manos. Leonora sintió cómo las deslizaba por sus costados y luego se tensaban, preparadas para bajarle aún más el vestido y la camisola.

– Déjame que lo haga.

Era una orden y una petición al mismo tiempo. Ella dejó escapar el aire despacio y asintió muy levemente. Trentham empujó el vestido y la camisola. Una vez pasada la curva de las caderas, ambas prendas cayeron sin más. El suave y sedoso susurro de la tela resonó en la estancia.

Había oscurecido, sin embargo, aún quedaba suficiente luz para que pudiera ver su rostro cuando bajó la mirada, mientras con un brazo la rodeaba y con la otra mano la recorría desde el pecho a la cintura, luego a la cadera para acariciar hacia afuera y hacia adentro la parte superior del muslo.

– Eres tan hermosa…

Las palabras escaparon de sus labios, ni siquiera pareció darse cuenta, como si no las hubiera dicho conscientemente. Sus rasgos se veían tensos, sus facciones severas, sus labios eran una dura línea. No había ninguna suavidad en su rostro, ni rastro de su encanto. Todas las dudas que aún tenía sobre la corrección de sus acciones se carbonizaron en ese momento, se convirtieron en cenizas con la dura emoción que vio en el rostro de él. Leonora no sabía lo suficiente para darle nombre, pero fuera lo que fuese esa emoción, era lo que ella deseaba, lo que necesitaba. Se había pasado la vida anhelando que un hombre la mirara de ese modo, como si fuera más preciosa, más deseable que nadie. Como si estuviera más que dispuesto a entregar el alma por lo que ella sabía que ocurriría a continuación. Lo buscó al mismo tiempo que él la buscaba. Sus labios se unieron y las llamas rugieron.

Se habría sentido asustada si él no hubiera estado allí, sólido y real, alguien a quien poder aferrarse, su ancla en la vorágine que los atravesaba, que los envolvía.

Sus manos se deslizaron hacia abajo, la rodearon, se cerraron sobre su trasero desnudo; la acarició y una oleada de calor le atravesó la piel. Le siguió la fiebre, un ardiente deseo urgente que se inflamó y aumentó cuando le saqueó evocadoramente la boca, cuando la abrazó, le levantó las caderas hacia él y sugestivamente pegó su suave carne contra la rígida línea de su erección.

Leonora gimió, caliente, hambrienta y deseosa.

Lasciva. Ansiosa. Decidida.

Cuando la levantó aún más, le rodeó instintivamente los hombros con los brazos y las caderas con sus largas piernas.

Su beso se tornó incendiario. Y Tristan lo interrumpió únicamente para darle una breve instrucción.

– Ven. Túmbate conmigo.

Leonora respondió con otro beso abrasador mientras Tristan la llevaba hasta la cama y los dejaba caer a ambos sobre ella. Se colocó encima de Leonora y colocó una pierna entre las suyas.

Sus labios se unieron, se fundieron. Tristan se sumergió en el beso, dejó que sus errantes sentidos se deleitaran con el divino placer de tenerla debajo de él, desnuda y ávida. Una primitiva parte de su alma, totalmente masculina, se llenó de alegría. Deseaba más. Dejó que sus manos vagaran, modelaran sus pechos, descendieran, le acariciaran las caderas, se deslizaran para abarcar el trasero. Le hizo abrir más las piernas, le apoyó una mano en el estómago y sintió cómo reaccionaban los músculos, cómo se contraían. Llevó entonces los dedos más abajo, los enredó en los oscuros rizos que cubrían el punto donde se unían sus piernas. Los hundió allí y acarició la suave y dulce carne que ocultaban. Sintió su estremecimiento. Le hizo abrir aún más las piernas y la abarcó por completo con la palma de la mano. Leonora inspiró y Tristan abrió la boca y la besó más profundamente, luego se retiró un poco, pero dejó que sus labios se rozaran, se tocaran, lo suficiente para que ella lo sintiera plenamente.

Sus respiraciones se entremezclaron, acaloradas y urgentes; sus miradas se encontraron y siguieron fijas la una en la otra mientras él movía la mano y la tocaba, la acariciaba, la recorría íntimamente. Leonora le mordió el labio inferior cuando la hizo abrirse, cuando la provocó, disfrutando del resbaladizo calor de su cuerpo. Luego, lentamente, sin prisa, deslizó un dedo en su interior.

Se quedó sin aliento y cerró los ojos. Su cuerpo se elevó bajo el de él.

– Quédate conmigo -dijo Tristan mientras la acariciaba, entrando y saliendo, dejando que se acostumbrara a su contacto, a esa sensación.

Ella respiraba con dificultad, pero se obligó a abrir los ojos; poco a poco, su cuerpo se relajó. Despacio, muy despacio, floreció para él.

Tristan observó cómo sucedía, cómo el sensual placer se elevaba y la arrastraba lejos, cómo se le oscurecían los ojos, sintió cómo se le tensaban los dedos y le clavaba las uñas en los músculos.

Entonces, la respiración de Leonora se quebró, arqueó la espalda, echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos.

– Por favor… bésame. -La voz terminó en un jadeo cuando la sensación aumentó, se arremolinó allí, se intensificó.

– No. -Con los ojos fijos en su rostro, la empujó a seguir-. Quiero verte.

Ella apenas podía respirar, luchaba por mantener la cordura.

– Recuéstate y deja que suceda. Déjate llevar.

Tristan alcanzó a ver un atisbo de brillante azul entre sus pestañas. Le introdujo otro dedo junto al primero y empujó más profundamente, más rápido.

Y Leonora estalló.

Tristan pudo ver cómo el clímax la dominaba, oyó el suave grito que escapó de sus inflamados labios, sintió cómo se contraía, potente y prieta y luego se relajaba, mientras las ondulantes réplicas se repetían a través de aquel aterciopelado calor.

Con los dedos aún en su interior, se inclinó y la besó. Larga y profundamente, dándole todo lo que pudo, permitiéndole saborear su deseo, sentir su avidez, después, poco a poco, retrocedió.

Cuando retiró los dedos y levantó la cabeza, las manos de Leonora, entrelazadas en su nuca, se cerraron y lo apretaron. Abrió los ojos y estudió los de él, su rostro. Fue consciente de la decisión que había tomado, pero cuando se echó hacia atrás para dejarla respirar, para su sorpresa, Leonora lo agarró con más fuerza, lo pegó a ella, le sostuvo la mirada y luego se lamió los labios.

– Me debes un favor. -Su voz era un ronco susurro y ganó fuerza con las siguientes palabras-. Lo que sea, dijiste. Así que prométeme que no te detendrás.

Tristan parpadeó.

– Leonora…

– No. Te quiero conmigo. No te detengas. No me dejes.

Él apretó los dientes. Lo había pillado por sorpresa. Estaba desnuda, tumbada debajo de su cuerpo, todavía vibrante… y le estaba rogando que la tomara.

– No es que no te desee…

Ella movió un muslo. Tristan inspiró bruscamente. Gruñó y cerró los ojos. No pudo bloquear sus sentidos. Decidido, apoyó las palmas en la cama y se levantó, lejos de su calor. Sólo entonces volvió a abrirlos. Y se detuvo. Los de ella se veían brillantes. ¿Eran lágrimas? Leonora parpadeó con fuerza, pero no apartó la mirada de la suya.

– Por favor, no me dejes.

Se le quebró la voz. Algo en el interior de Tristan también se quebró. Su resolución, su seguridad se hicieron añicos.

La deseaba tanto que apenas podía pensar. Sin embargo, lo último que debía hacer era sumergirse en su suave calor, tomarla, reclamarla así, en aquel momento. Pero no era inmune a la necesidad que veía en sus ojos, una necesidad que no podía identificar, pero que sabía que tenía que satisfacer.

A su alrededor, la casa estaba en silencio, tranquila. Fuera, había caído la noche. Estaban solos, envueltos en las sombras, desnudos sobre una amplia cama. Y ella lo deseaba en su interior.

Tristan tomó una profunda inspiración, bajó la cabeza y luego se sentó bruscamente.

– Muy bien.

Una parte de su mente le gritaba: «¡No lo hagas!», pero el estruendo de su sangre e incluso, más aún, una oleada de emocional convicción la acalló.

Se desabrochó los pantalones, luego se levantó para quitárselos. La miró cuando se irguió y se encontró con sus ojos.

– Pero recuerda que esto ha sido idea tuya.

Leonora sonrió, fue una dulce sonrisa virginal, pero sus ojos continuaron abiertos como platos, atentos. A la espera.

Tristan la miró, luego examinó su alrededor, se dirigió hacia donde había caído la ropa de ella y cogió el vestido. Lo sacudió y lo puso del revés antes de regresar con él a la cama. Se dejó caer a su lado, le levantó las caderas con un brazo y colocó el vestido debajo de ella.

La miró a la cara a tiempo para ver cómo arqueaba una delicada ceja, pero Leonora no hizo ningún comentario, se limitó a acomodarse de nuevo y lo miró a los ojos, aún a la espera.

De nuevo adivinó sus pensamientos, como a menudo hacía, e insistió:

– No voy a cambiar de opinión.

Tristan sintió que su rostro se endurecía. Sintió que el deseo lo atravesaba con fuerza.

– Que así sea entonces.

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