El día desaparecía ya tras unos grises nubarrones cuando Tristan llegó al número 14 y pidió ver a Leonora. Castor le indicó el camino al salón. Él despidió al mayordomo, antes de abrir la puerta de la estancia y entró solo.
Leonora no lo oyó. Estaba sentada en el diván, frente a las ventanas, contemplando los arbustos que se inclinaban bajo las ráfagas de viento en el jardín. A su lado, un fuego ardía con fuerza en el hogar, crepitaba y chispeaba alegremente, y Henrietta estaba tumbada ante las llamas, disfrutando de su calor.
La escena era agradable, acogedora, y lo llenó de una calidez que no tenía nada que ver con la temperatura, un sutil consuelo para el corazón.
Cuando dio un paso, el sonido de sus zapatos en el suelo hizo que Leonora se diera la vuelta. Al verlo, su rostro se iluminó, no sólo de expectación, no sólo con impaciencia por oír lo que había descubierto, sino con un evidente sentimiento de bienvenida, como si una parte de sí misma hubiera regresado.
Se levantó al acercarse Tristan y le tendió las manos. Él se las tomó; se llevó primero una y luego la otra a los labios, la atrajo hacia su cuerpo, inclinó la cabeza y cubrió su boca con un beso que se esforzó por mantener a raya. Dejó que sus sentidos disfrutaran y luego los refrenó.
Cuando levantó la cabeza, Leonora le sonrió. Sus miradas se encontraron un momento y, finalmente, ella volvió a sentarse.
Tristan se agachó para acariciar a Henrietta.
Leonora lo observó y luego dijo:
– Antes de que me cuentes nada más, explícame cómo Mountford entró en el número dieciséis anoche. Dijiste que no había ninguna cerradura forzada y Castor me ha dicho que preguntaste por un inspector de desagües. ¿Qué tiene él que ver con todo esto? ¿O era Mountford?
Tristan la miró y asintió.
– La descripción de Daisy cuadra. Parece ser que se hizo pasar por un inspector y la convenció de que lo dejara revisar la cocina, el fregadero y los desagües del lavadero.
– ¿Y cuando ella no miraba sacó un molde para copiar una llave?
– Eso parece lo más probable. Aquí no vino ningún inspector, ni tampoco al número doce.
Leonora frunció el cejo.
– Es un hombre… muy calculador.
– Es astuto. -Tras estudiar su rostro un momento, Tristan comentó-: Además de eso, debe de estar desesperándose. Me gustaría que lo tuvieras presente.
Ella lo miró a los ojos y esbozó una sonrisa tranquilizadora.
– Por supuesto.
La mirada que le lanzó cuando se levantó parecía más resignada que satisfecha.
– He visto el cartel en el número dieciséis. Qué rápido. -Dejó que su rostro mostrara su aprobación.
– Desde luego. He encargado ese asunto a un caballero cuyo nombre es Deverell. Es vizconde de Paignton.
Leonora abrió unos ojos como platos.
– ¿Tienes a algún otro… socio ayudándote?
Tristan se metió las manos en los bolsillos. Sentía el calor del fuego en la espalda. La miró a la cara, a aquellos ojos que reflejaban una inteligencia que él sabía muy bien que no debía subes timar.
– Tengo a un pequeño ejército trabajando para mí, como sabes. A la mayoría no los conocerás nunca, pero hay otro caballero que también me está ayudando y que es copropietario del número doce.
– ¿Como lo es Deverell? -preguntó ella.
Tristan asintió.
– El otro caballero es Charles St. Austell, conde de Lostwithiel.
– ¿Lostwithiel? -Leonora frunció el cejo-. He oído que los dos últimos condes murieron en trágicas circunstancias…
– Eran sus hermanos. Él era el tercer hijo y ahora es el conde.
– Ah. ¿Y en qué te está ayudando?
Le explicó lo de la reunión que esperaban tener con Martinbury y su decepción. Ella lo escuchó en silencio, observando su rostro. Cuando acabó, después de explicarle el acuerdo al que habían llegado con el amigo de Martinbury, le dijo:
– Crees que le ha pasado algo.
No era una pregunta. Con los ojos fijos en los suyos, Tristan asintió:
– Lo que me han explicado desde York, todo lo que su amigo Carter ha dicho de él pintaba a Martinbury como un hombre honesto, de confianza y serio, no uno que faltaría a una cita que había tenido buen cuidado de confirmar. -Vaciló de nuevo, preguntándose cuánto debería contarle, pero luego dejó a un lado sus reservas-. He empezado a visitar las comisarías para ver si se ha denunciado su muerte y Charles está comprobando los hospitales por si lo ingresaron todavía con vida.
– Aún podría estar vivo, quizá gravemente herido, pero sin amigos ni conocidos en Londres…
Él consideró las fechas y luego hizo una mueca.
– Cierto, encargaré a otro que compruebe esa posibilidad. Sin embargo, en vista del tiempo que ha pasado sin que haya dado señales de vida, tenemos que mirar primero que no haya muerto. Por desgracia, no es el tipo de búsqueda que cualquiera, excepto Charles y yo, o alguien como nosotros, pueda llevar a cabo. -La miró a los ojos-. Los miembros de la nobleza, sobre todo con nuestros antecedentes, pueden conseguir respuestas, exigir que se les permita ver informes o fichas a los que otros simplemente no tienen acceso.
– Ya me he dado cuenta. -Leonora se recostó en su asiento mientras lo estudiaba-. Entonces, estarás muy ocupado. Yo me he pasado el día entero con las doncellas, registrando hasta el último rincón o ranura del taller de Cedric. Hemos encontrado varios trozos de papel y notas que ahora tienen Humphrey y Jeremy en la biblioteca. Siguen estudiando con atención los diarios. Mi tío cada vez está más seguro de que debe de haber más. Cree que faltan secciones, trozos de informes. No arrancados, sino escritos en otra parte.
– Hum. -Tristan le acarició la cabeza a Henrietta con la bota y luego miró a Leonora-. ¿Qué hay del dormitorio de Cedric? ¿Lo has registrado ya?
– Mañana. Las doncellas me ayudarán, cuento con cinco. Si hay algo allí, te aseguro que lo encontraremos.
Tristan asintió mientras repasaba mentalmente la lista de asuntos que quería hablar con ella.
– Ah, sí. -Volvió a mirarla a los ojos-. He puesto la nota habitual en la Gazette anunciando nuestro compromiso. Ha salido en la edición de esta mañana.
Se produjo un sutil cambio en su expresión, algo en sus ojos que Tristan no pudo acabar de identificar. ¿Resignación, diversión?
– Me preguntaba cuándo ibas a mencionar eso.
De repente, él no supo a qué atenerse. Se encogió de hombros, aún mirándola a los ojos.
– Sólo es lo habitual. Lo que hay que hacer.
– Desde luego, pero podrías haber pensado en advertirme… De ese modo, cuando mis tías han llegado alborotadas, felicitándose, apenas diez minutos antes de la primera avalancha de visitas, todas deseosas de transmitirme la enhorabuena, no me habrían cogido tan desprevenida.
Tristan le sostuvo la mirada; durante un momento, reinó el silencio. Luego hizo una mueca de pesar.
– Te pido disculpas. Con la muerte de la señorita Timmins y todo lo demás, se me pasó decírtelo.
Ella lo estudió antes de inclinar la cabeza. Parecía esbozar una leve sonrisa.
– Acepto tus disculpas. Sin embargo, ¿eres consciente de que ahora que se ha dado la noticia tendremos que hacer las apariciones de rigor?
Tristan bajó la vista hacia ella.
– ¿Qué apariciones?
– Las que se espera que hagan todas las parejas prometidas. Por ejemplo, esta noche, todo el mundo esperará que asistamos a la fiesta de lady Hartington.
– ¿Por qué?
– Porque es el acontecimiento más importante de la noche. Así podrán felicitarnos, observarnos, analizarnos, diseccionarnos y asegurarse de que hacemos una buena pareja entre otras cosas.
– ¿Y eso es obligatorio?
Leonora asintió.
– ¿Por qué?
– Porque si no les damos esa oportunidad, centrarán la atención de un modo injustificado e increíblemente indiscreto en nosotros. No tendremos ni un momento de paz. Nos visitarán constantemente y no sólo durante las horas aceptables. Si se encuentran en el vecindario, pasarán por nuestra calle y se asomarán desde sus carruajes. Te encontrarás a un par de jovencitas soltando risitas en la acera cada vez que salgas de tu casa o de tu club aquí al lado. Y no te atreverás a aparecer por el parque ni por Bond Street. -Lo miró directamente a los ojos-. ¿Es eso lo que quieres?
Tristan la contempló y confirmó que hablaba en serio. Se estremeció.
– ¡Dios santo! -Suspiró y apretó los labios-. Muy bien. Iremos a casa de lady Hartington. ¿Debería encontrarme contigo allí o debo venir a recogerte en mi carruaje?
– Lo más apropiado sería que nos acompañaras a mis tías y a mí. Mildred y Gertie estarán aquí a las ocho. Si llegas un poco más tarde, puedes venir en el carruaje de Mildred.
Tristan soltó un bufido, pero asintió brevemente. No encajaba bien las órdenes, pero en ese ámbito… Ésa era una de las razones para necesitarla. A él le importaba muy poco la sociedad, sabía lo suficiente y demasiado poco de sus tortuosas costumbres para sentirse totalmente cómodo ante su mirada feroz. Aunque tenía la intención de pasar el mínimo de tiempo posible en ella, dado su título y su posición, si su objetivo era llevar una vida tranquila, no le iría bien menospreciar abiertamente los sagrados ritos de las damas, como era el hecho de juzgar a las parejas recién prometidas.
Volvió a centrarse en el rostro de Leonora.
– ¿Durante cuánto tiempo tenemos que satisfacer ese obsceno interés?
Los labios de ella se curvaron en una sonrisa.
– Durante una semana como mínimo.
Tristan frunció el cejo y gruñó.
– A menos que haya un escándalo, o a menos que…
Él reflexionó, aún totalmente perdido, luego preguntó:
– ¿A menos qué?
– A menos que tengamos una buena excusa, como que estamos totalmente absortos en la captura de un ladrón.
Dejó el número 14 media hora más tarde, resignado a asistir a la fiesta. En vista de las acciones cada vez más arriesgadas de Mountford, dudaba que tuvieran que esperar mucho a que hiciera el siguiente movimiento y cayera en la trampa. Y entonces…
Con un poco de suerte, no tendría que asistir a todos aquellos acontecimientos de la buena sociedad, al menos no como un hombre soltero.
Ese pensamiento lo llenó de una adusta determinación.
Caminó decidido mientras planeaba mentalmente el día siguiente y cómo ampliaría la búsqueda de Martinbury. Había girado por Green Street y casi estaba en la puerta de su casa cuando oyó que lo llamaban. Se detuvo, se volvió y vio a Deverell bajando de un coche de alquiler. Esperó mientras su colega pagaba y se reunía con él.
– ¿Puedo ofrecerte algo de beber?
– Gracias.
Esperaron hasta estar acomodados en la biblioteca y que Havers se hubiera retirado para entrar en materia.
– He tenido un primer contacto -afirmó Deverell en respuesta a la ceja arqueada de Tristan-. Y juraría que es la comadreja de la que me advertiste. Ha aparecido sigilosamente cuando estaba a punto de marcharme. Me ha estado vigilando durante dos horas. Estoy usando un pequeño despacho que forma parte de una propiedad que poseo en Sloane Street. Estaba vacío y disponible, y era el sitio adecuado para este tipo de misión.
– ¿Qué ha dicho?
– Quería información de la casa en el número dieciséis para su señor. Le he explicado lo habitual, las características y demás, y el precio. -Deverell sonrió-. Me ha hecho albergar esperanzas de que su señor estaría interesado.
– ¿Y?
– Le he explicado por qué estaba en alquiler y que, en semejantes circunstancias, tenía que advertirle a su señor de que la vivienda sólo estaría disponible unos pocos meses, ya que el propietario podría decidir venderla.
– ¿Y eso no lo ha desalentado?
– En absoluto. Me ha asegurado que su señor sólo está interesado en un breve arrendamiento y que no desea saber lo que le había sucedido al último propietario.
Tristan esbozó una sonrisa lobuna.
– Eso suena a nuestra presa.
– Desde luego. Pero no creo que Mountford vaya a dar la cara. La comadreja me ha pedido una copia del contrato de alquiler y se la ha llevado. Ha dicho que su señor querría estudiarlo. Si Mountford lo firma y me lo envía de vuelta con el alquiler del primer mes… Bueno, ¿qué agente inmobiliario pondría objeciones?
Tristan asintió y entornó los ojos.
– Seguiremos con el juego hasta el final, pero sin duda esto suena prometedor.
Deverell vació su copa.
– Con suerte, lo tendremos en cuestión de unos pocos días.
La noche empezó mal para Tristan y fue empeorando poco a poco.
Llegó pronto a Montrose Place. Se hallaba en el vestíbulo cuando Leonora bajó la escalera. Se dio la vuelta, la vio y se quedó paralizado; la imagen que ofrecía con aquel vestido de moaré azul oscuro, los hombros y la garganta al descubierto, como fina porcelana sobre el amplio escote, y el pelo resplandeciente, con reflejos granates, recogido en la parte superior de la cabeza, lo dejó sin respiración. El chal de gasa que ocultaba y revelaba al mismo tiempo los brazos y los hombros, moviéndose y deslizándose por sus esbeltas curvas, hizo que sintiera un cosquilleo en la palma de las manos.
Entonces, cuando ella lo vio y sonrió, le pareció que la sangre le abandonaba la cabeza y se sintió mareado.
Leonora atravesó el vestíbulo con sus ojos de aquel azul índigo iluminados con la expresión de bienvenida que parecía reservar sólo para él. Le tendió las manos.
– Mildred y Gertie deberían llegar en cualquier momento.
La llegada de sus tías en la puerta lo salvó de tener que formular alguna respuesta inteligente. Las damas los abrumaron con una gran cantidad de felicitaciones y un millar de instrucciones sociales; Tristan asintió, tratando de asimilarlas todas, intentando orientarse en ese campo de batalla, todo el rato muy consciente de Leonora y de que, muy pronto, sería toda suya.
El premio bien merecía la batalla.
Las acompañó al carruaje. La casa de lady Hartington no estaba lejos. La dama, por supuesto, estuvo más que encantada de recibirlos. Soltó exclamaciones, parloteó, habló sin parar y preguntó maliciosamente por sus planes de boda. Impasible, Tristan se quedó de pie junto a Leonora y escuchó mientras ella evitaba todas sus preguntas con calma, sin responder a ninguna. Sin embargo, por la expresión de la anfitriona, las respuestas de Leonora eran perfectamente aceptables, lo que resultó ser un misterio para él.
Entonces intervino Gertie y acabó con la inquisición. Al sentir un leve empujón de Leonora, la tomó del brazo y se alejaron. Como era habitual, él se dirigió a un diván junto a la pared, pero Leonora le clavó la yema de los dedos en el brazo.
– No. Es inútil. Esta noche nos irá mejor si somos el centro de atención.
Con un gesto de cabeza, le indicó un lugar casi en el centro del gran salón. Frunciendo el cejo para sus adentros, Tristan vaciló, pero luego obedeció, aunque su instinto protestara porque allí estarían demasiado expuestos y podrían ser flanqueados sin problema, incluso rodeados…
Tenía que confiar en la opinión de Leonora, porque, en ese tipo de situaciones, la suya estaba gravemente subdesarrollada. Pero incluso en eso no le resultaba fácil dejarse guiar por otro.
Como era de prever, pronto se vieron rodeados por damas jóvenes y ancianas que deseaban felicitarlos y escuchar las novedades. Algunas fueron dulces, agradables, inocentes, totalmente carentes de malicia, y para ellas Tristan desplegó sus encantos. Pero otras lo hicieron ponerse a la defensiva. Tras uno de esos encuentros, al que puso fin Mildred casi llevándose literalmente a rastras a la muy arpía, Leonora lo miró y le clavó el codo en las costillas con disimulo.
Él bajó la vista hacia ella y frunció el cejo, pero Leonora se limitó a sonreírle con serenidad.
– Deja de poner esa cara tan seria.
Tristan se dio cuenta de que su habitual máscara había desaparecido y volvió a colocar rápidamente en su sitio su encantadora fachada. Entretanto, en voz baja, le informó:
– Esa vieja bruja ha despertado mis instintos asesinos, así que mi rostro serio ha sido una respuesta muy suave. -La miró a los ojos-. No sé cómo puedes soportar a mujeres como ésa, son tan claramente falsas y ni siquiera intentan ocultarlo.
La sonrisa de Leonora era comprensiva y burlona al mismo tiempo; se dejó caer más pesadamente sobre su brazo un instante.
– Te acostumbras. Cuando las cosas se compliquen, deja que hablen sin que te afecte y recuerda que lo que buscan es una reacción. Niégasela y habrás salido vencedor.
Tristan comprendió a qué se refería e intentó seguir su consejo, pero la circunstancia en sí lo ponía nervioso. Durante la última década, había evitado cualquier situación que centrara la atención en él; estar allí, en un salón de la buena sociedad, siendo el blanco de todas las miradas y el tema central de al menos la mitad de las conversaciones, iba en contra de lo que se había convertido en un hábito muy arraigado en él.
Además, la velada transcurría, a su parecer, demasiado lenta; el número de damas y caballeros que esperaban para hablar con ellos no disminuía de un modo apreciable. Continuaba sintiéndose desconcertado, expuesto. E incómodo al enfrentarse a algunos de los especímenes más peligrosos.
Leonora se encargaba de ellos con un toque tan seguro que Tristan no pudo evitar admirarla. Justo con el punto exacto de altivez, el punto exacto de seguridad. Gracias a Dios que estaba con ella.
Entonces aparecieron Ethelreda y Edith; saludaron a Leonora como si ya fuera un miembro de la familia y ella respondió del mismo modo. Mildred y Gertie las saludaron con un leve apretón de manos; Tristan vio cómo Edith planteaba una breve pregunta a la que Gertie respondió con pocas palabras y un bufido. Entonces, las damas intercambiaron miradas y sonrisas de complicidad.
Al pasar ante ellos, Ethelreda le dio unos golpecitos en el brazo.
– Ánimo, muchacho. Ya estamos aquí.
Edith y ella continuaron avanzando, pero sólo para detenerse junto a Leonora. Durante los siguientes quince minutos, sus otras tías, Millicent, Flora, Constance y Helen, llegaron también. Y como Ethelreda y Edith, saludaron a su prometida, intercambiaron cortesías con Mildred y Gertie y luego se reunieron con Ethelreda y Edith junto a Leonora.
Y entonces las cosas cambiaron.
La multitud en el salón había aumentado hasta alcanzar unas incómodas proporciones y había incluso más gente pululando a la espera de hablar con ellos. Todos se aglomeraban a su alrededor y a Tristan nunca le había gustado que lo rodearan. Sin embargo, Leonora continuó saludando a quienes se abrían paso hasta ellos, presentándolo, manejando con habilidad las conversaciones, pero si alguna dama mostraba cierta maldad o frialdad, o simplemente un deseo de monopolizarlos, Mildred, Gertie o una de las tías de Tristan se acercaba y, con una avalancha de comentarios aparentemente intrascendentes, la alejaba de ellos.
De repente, su opinión de las ancianas cambió por completo; incluso la retraída Flora mostró una asombrosa determinación para distraer y alejar a una dama persistente. Gertie también dejó claro de lado de quién estaba.
La inversión de papeles lo incomodó; en ese terreno, ellas eran las protectoras, seguras y eficaces, y él quien necesitaba que lo protegieran. Aunque parte de la protección era para evitar que reaccionara ante las que veían su compromiso con Leonora como una pérdida para ellas, que consideraban que la joven les había tendido una trampa, cuando en realidad había sido exactamente lo contrario. Tristan nunca había pensado lo real, fuerte y poderosa que era la competencia femenina en el mercado del matrimonio, o que el aparente triunfo de Leonora al atraparlo la convertiría en el foco de muchas envidias.
Ahora se le abrían los ojos.
Lady Hartington había decidido animar la velada con un breve baile. Cuando los músicos empezaron a tocar, Gertie se volvió hacia él.
– Aprovecha la oportunidad mientras puedas. -Le dio un codazo en el brazo-. Tienes que aguantar otra hora o más antes de que podamos marcharnos.
Tristan no esperó; cogió a Leonora de la mano, le dedicó una encantadora sonrisa y los excusó ante las dos damas con las que habían estado conversando. Constance y Millicent intervinieron para cubrir su retirada.
Leonora suspiró y se dejó caer en sus brazos con verdadero alivio.
– Es agotador. No tenía ni idea de que sería tan malo, no en estas fechas.
Mientras la hacía girar por la sala, Tristan la miró a los ojos.
– ¿Quieres decir que podría ser peor?
Ella lo miró.
– Aún falta por llegar mucha gente a la ciudad.
Leonora no dijo nada más y Tristan estudió su rostro mientras daban vueltas y giraban por la pista. Parecía haberse entregado, haberse abandonado al vals; Tristan siguió su ejemplo y encontró cierto grado de consuelo, de relajante tranquilidad teniéndola entre sus brazos, en la realidad de su cuerpo bajo sus manos, en el roce de sus muslos mientras giraban, la fluida armonía con que se movían sus cuerpos, en sintonía, compenetrados. Juntos.
Cuando la música acabó, estaban en el otro extremo de la sala. Sin preguntarle, Tristan colocó su mano sobre su brazo y la llevó de vuelta al lugar donde sus refuerzos los aguardaban; una pequeña isla de relativa seguridad.
Leonora le lanzó una mirada de soslayo con una sonrisa en los labios y comprensión en los ojos.
– ¿Cómo te encuentras?
Tristan la miró.
– Como un general rodeado por un grupo de guardias personales bien provistos de iniciativa y experiencia. -Tomó aire y miró al frente, donde el grupo de sus dulces ancianas los esperaban-. El hecho de que sean mujeres es un poco perturbador, pero tengo que reconocer que les estoy muy agradecido.
Ella le respondió con una risa ahogada.
– La verdad es que deberías estarlo.
– Créeme -murmuró mientras se acercaban a las demás-, conozco mis limitaciones. Éste es un terreno femenino, dominado por estrategias femeninas demasiado complicadas para que un hombre las entienda.
Leonora le lanzó una divertida mirada, una mirada totalmente personal, luego volvieron a adoptar su imagen pública y se prepararon para enfrentarse a la pequeña multitud que aún esperaba para felicitarlos.
La noche, como era de esperar, aunque en su opinión fue una lástima, acabó sin que Leonora y él tuvieran oportunidad de saciar el deseo físico que había surgido, alimentado por el contacto, por la promesa del vals, por su inevitable reacción a los momentos menos civilizados de la velada.
«Mía.»
La palabra aún resonaba en su cabeza, despertaba su instinto siempre que estaba cerca de ella, sobre todo cuando los demás no parecían comprender ese hecho. No era una respuesta civilizada sino primitiva; Tristan lo sabía y no le importaba.
A la mañana siguiente, salió de Green Street nervioso e insatisfecho, y se centró en la búsqueda de Martinbury. Todos estaban cada vez más convencidos de que el objetivo de la búsqueda de Mountford era algo enterrado en los papeles de Cedric. A. J. Carruthers había sido el confidente más íntimo de Cedric y ahora Martinbury, que, por lo que todos decían, era el heredero al que Carruthers había confiado sus secretos, había desaparecido inesperadamente.
Localizar al joven, o averiguar qué le había sucedido, parecía el modo más probable de descubrir el objetivo de Mountford y acabar con su amenaza, el modo más rápido de solucionar aquel asunto para que Leonora y él pudieran casarse.
Pero entrar en las comisarías, ganarse la confianza de los hombres que allí trabajaban, acceder a archivos en busca de los recientes fallecimientos, requería tiempo. Había empezado con las comisarías más cercanas al lugar en que Martinbury se había bajado del carruaje postal. Mientras regresaba a casa en un coche de alquiler, a última hora de la tarde y sin haber avanzado nada, se preguntó si no se estaría basando en una suposición equivocada. Martinbury podría haber pasado algunos días en Londres antes de desaparecer.
Cuando entró en casa, se encontró con Charles esperándolo en la biblioteca para informar.
– Nada -le dijo en cuanto Tristan cerró la puerta. Se volvió desde uno de los sillones ante la chimenea para mirarlo-. ¿Y tú?
Él hizo una mueca.
– Lo mismo. -Cogió la licorera del aparador, se llenó una copa y luego atravesó la estancia para llenarle la suya a Charles antes de sentarse en el otro sillón. Contempló el fuego con el cejo fruncido-. ¿Qué hospitales has comprobado?
Charles le dijo que había visitado los hospitales y hospicios más cercanos al lugar en que acababa el trayecto de los coches postales procedentes de York.
Tristan asintió.
– Tenemos que movernos más rápido y ampliar la búsqueda. -Le explicó su razonamiento.
Charles asintió, mostrándose de acuerdo.
– La cuestión es, incluso con Deverell ayudando, ¿cómo ampliamos nuestra búsqueda y al mismo tiempo aceleramos el proceso?
Tristan bebió antes de bajar la copa.
– Asumimos un riesgo calculado y estrechamos el campo de búsqueda. Leonora mencionó que quizá Martinbury estuviera aún vivo, pero si está herido, sin ningún amigo ni pariente en la ciudad, puede que esté tendido en la cama de un hospital en alguna parte.
Charles hizo una mueca.
– ¡Pobre tipo!
– Sí. En realidad, esa posibilidad es la única que haría avanzar nuestra causa rápidamente. Si Martinbury está muerto, entonces no es probable que quienquiera que lo haya hecho haya dejado algún documento útil atrás, algún documento que nos indique la dirección correcta.
– Cierto.
Tristan volvió a beber y añadió:
– Voy a poner a mi gente a buscar en los hospitales a algún joven caballero que encaje con la descripción de Martinbury y que aún esté con vida. No nos necesitan a nosotros para hacer eso.
Charles asintió.
– Yo haré lo mismo. Y estoy seguro de que Deverell también…
El sonido de una voz masculina en el vestíbulo los interrumpió. Los dos miraron hacia la puerta.
– Hablando del rey de Roma… -comentó Charles.
La puerta se abrió y Deverell entró.
Tristan se levantó y le sirvió un brandy. El otro cogió la copa y se repantigó elegantemente en el diván. En contraste con su expresión seria, sus ojos verdes se veían brillantes. Los saludó con la copa.
– Traigo noticias.
– ¿Buenas noticias? -preguntó Charles.
– El único tipo de noticias que un hombre inteligente trae. -Deverell hizo una pausa para beber y luego sonrió-. Mountford ha mordido el anzuelo.
– ¿Ha alquilado la casa?
– La comadreja ha traído el contrato esta mañana con el alquiler del primer mes. Un tal Caterham ha firmado y pretende trasladarse inmediatamente. -Deverell se detuvo y frunció el cejo levemente-. Le he entregado las llaves y me he ofrecido a enseñarles la casa, pero la comadreja, conocido por el nombre de Cummings, ha rechazado mi ofrecimiento. Ha dicho que su señor es un solitario y que insiste en que desea total intimidad.
El fruncimiento de cejo de Deverell se hizo más profundo.
– Se me ha ocurrido seguir a la comadreja hasta su madriguera, pero he decidido que el riesgo de asustarlos era demasiado alto. -Miró a Tristan-. En vista de que Mountford, o quienquiera que sea, parece decidido a entrar en la casa inmediatamente, dejar que persiga su objetivo y que caiga en la trampa es lo más prudente.
Tanto Tristan como Charles asentían.
– ¡Excelente! -Tristan se quedó mirando el fuego con aire ausente-. Así que lo tenemos, sabemos dónde está. Continuaremos intentando resolver el enigma de qué busca, pero aunque no tengamos éxito, estaremos esperando su próximo movimiento. Esperando a que él se descubra solo.
– ¡Por el éxito! -exclamó Charles.
Los otros repitieron sus palabras y vaciaron sus copas.
Tras acompañar a Charles y Deverell a la puerta, Tristan se dirigió a su estudio. Al pasar junto a los arcos de la sala de estar, oyó el habitual parloteo de voces femeninas y se asomó.
Se detuvo en seco. Apenas podía creer lo que veían sus ojos.
Sus tías abuelas estaban allí, junto con, contó las cabezas, las otras seis mujeres residentes en Mallingham Manor. Las catorce parientes a su cargo estaban reunidas bajo su techo en Green Street, repartidas por la sala de estar, con las cabezas juntas… conspirando.
Lo embargó la inquietud.
Hortense alzó la vista y lo vio.
– ¡Aquí estás, querido! Qué noticia tan maravillosa la de tu compromiso con la señorita Carling. -Le dio un golpe al brazo de su sillón-. Lo que todas habíamos esperado.
Tristan bajó la escalera. Hermione agitó la mano hacia él.
– Desde luego, querido. ¡Estamos todas enormemente contentas!
Inclinándose sobre sus cabezas, Tristan aceptó esas y otras expresiones de alegría murmurando un suave «Gracias».
– ¡Bueno! -Hermione se volvió para mirarlo-. Espero que no pienses que nos hemos excedido, pero hemos organizado una cena familiar para esta noche. Ethelreda ha hablado con la familia de la señorita Carling. Lady Warsingham y su esposo, la señorita Gertrude Carling, sir Humphrey y Jeremy Carling, todos están de acuerdo, lo mismo que tu señorita Carling, por supuesto. Dado que somos tantas, y algunas de nosotras ya tenemos una edad, y lo correcto sería que conociéramos a la señorita Carling y a su familia formalmente en dicha cena, esperábamos que tú también estuvieras de acuerdo en celebrarla esta noche.
Hortense resopló.
– Al margen de todo lo demás, después de viajar toda la tarde, estamos demasiado exhaustas para sobrevivir al esfuerzo de ir a cualquier otro acontecimiento.
– Y, querido -intervino Millicent-, debemos recordar además que la señorita Carling, sir Humphrey y el joven señor Carling han tenido que asistir a un funeral esta mañana. De una vecina, por lo que sé.
– Sí. -Una imagen pasó por la mente de Tristan, la de una cómoda aunque numerosa cena, bastante menos formal de lo que cabría imaginar. Conocía a sus tías abuelas y demás parientes bastante bien… Miró a su alrededor y se encontró con sus miradas brillantes y claramente optimistas-. ¿Entiendo que estáis sugiriendo que esa cena haría imposible cualquier aparición en sociedad esta noche?
Hortense le puso mala cara.
– Bueno, si realmente deseas asistir a algún baile u otro…
– No, no. -El alivio que lo inundó era muy real. Sonrió, esforzándose por contener la alegría-. No veo ningún motivo para que no podáis seguir adelante con vuestra cena tal como la habéis planeado. De hecho -dejó que su habitual máscara desapareciera y que su rostro reflejara la gratitud que verdaderamente sentía-, agradeceré cualquier excusa que me permita evitar cualquier evento social esta noche. -Hizo una reverencia a las mujeres presentes, haciendo gala de todo su encanto-. Gracias.
Sus palabras fueron sinceras.
Todas sonrieron y se inclinaron, encantadas de haberle sido de utilidad.
– Ya sabía yo que no estabas demasiado entusiasmado con esa deambulante multitud -opinó Hortense. Le sonrió-. Y ya que lo dices, nosotras tampoco.
Podría haberlas besado. Pero, consciente de lo nerviosas que hubiera puesto ese gesto a la mayoría de ellas, se contentó con vestirse con especial atención y con estar en el salón para saludarlas cuando entraron, inclinándose sobre sus manos, elogiando sus vestidos y peinados, sus joyas, desplegando para ellas aquel encanto irresistible que sabía muy bien cómo usar, pero que rara vez mostraba sin algún objetivo en mente.
Esa noche, su objetivo era simplemente recompensar a sus parientes por su amabilidad y su consideración. Nunca en su vida se había sentido tan agradecido al ser informado de la celebración de una cena familiar.
Mientras esperaban en el salón a que llegaran sus invitados, pensó en lo incongruente que su grupo parecería, con él de pie ante la chimenea, el único varón rodeado de catorce damas de avanzada edad. Pero eran su familia; en realidad, se sentía más cómodo con ellas y su afable charla de lo que lo estaba en el resplandeciente y excitante, aunque también más malicioso, mundo de la buena sociedad. Con ellas compartía algo, una intangible conexión de lugares y personas repartidas a lo largo del tiempo. Y ahora Leonora se incorporaría a ese círculo y encajaría también allí.
Havers entró para anunciar a lord y lady Warsingham y a la señorita Gertrude Carling. Después de ellos, llegaron sir Humphrey, Leonora y Jeremy.
Cualquier idea preconcebida de que tendría que actuar como un anfitrión formal se evaporó en minutos. Sir Humphrey empezó a hablar con Ethelreda y Constance, Jeremy con un grupo de las otras, mientras que lord y lady Warsingham disfrutaron del encanto de los Wemyss dispensado por Hermione y Hortense. Gertie y Millicent, que se habían conocido la noche anterior, murmuraban con las cabezas muy juntas.
Tras intercambiar unas cuantas palabras con las otras damas, Leonora se reunió con él. Le ofreció la mano y su sonrisa especial, la que le reservaba sólo en exclusiva.
– Tengo que decir que la sugerencia de tus tías abuelas me ha alegrado muchísimo. Después de ir al funeral de la señorita Timmins esta mañana, asistir esta noche al baile de lady Willoughby y enfrentarme al, como tú lo describes, obsceno interés de los presentes, habría puesto realmente a prueba mi temperamento. -Alzó la vista y lo miró a los ojos-. Y el tuyo.
Él inclinó la cabeza.
– Aunque yo no he asistido al funeral. ¿Qué tal ha ido?
– Discreto, pero sincero. Creo que a la señorita Timmins le habría gustado. Henry Timmins ha presidido el servicio junto con el vicario local, y la señora Timmins estaba también, una mujer agradable.
Al cabo de un instante, se volvió hacia él y bajó la voz.
– Hemos encontrado algunos papeles en la habitación de Cedric, ocultos en el fondo de la cesta de la leña. No eran cartas, sino entradas parecidas a las de los diarios. Pero lo que es más importante, no estaban escritas por Cedric, era letra de Carruthers. Humphrey y Jeremy se están centrando en eso ahora. Mi tío dice que hay descripciones de experimentos, similares a los de los diarios de Cedric, pero que aún no han podido encontrarles ningún sentido, ni saber si tienen algún significado. Parece que todo lo que hemos descubierto hasta el momento contiene sólo parte de aquello en lo que estaban trabajando.
– Lo que sugiere incluso con más fuerza que hay algún descubrimiento, uno que Cedric y Carruthers consideraban que merecía la pena tratar con atención.
– Desde luego. -Leonora lo miró-. En caso de que te lo preguntes, te diré que el personal del número catorce está muy alerta y que Castor llamará a Gasthorpe si sucede cualquier cosa.
– Bien.
– ¿Has descubierto algo nuevo?
Tristan sintió que la mandíbula se le tensaba y se volvió a colocar su encantadora máscara.
– Nada sobre Martinbury, pero estamos probando con una nueva táctica que podría hacernos avanzar más rápido. Sin embargo, la gran noticia es que Mountford, o quienquiera que sea, ha picado. A través de la comadreja, ha alquilado el número dieciséis.
Leonora abrió los ojos como platos y se lo quedó mirando fijamente.
– Entonces, van a empezar a pasar cosas.
– Exacto.
Tristan se volvió, sonriente, cuando Constance se acercó. Leonora se quedó a su lado y charló con las damas cuando se aproximaron. Le hablaron de la fiesta de la iglesia, y de los pequeños cambios en su rutina diaria, las alteraciones en la mansión que acompañaban a las estaciones. Le hablaron de diversas cosas y recordaron anécdotas de la infancia de Tristan, de su padre y de su abuelo.
Leonora lo miraba de vez en cuando. Observó cómo desplegaba su rápido encanto, pero también vio más allá de él. Tras conocer a lady Hermione y lady Hortense, podía ver de dónde le venía; se preguntó cómo habría sido su padre.
Aun así, en aquel ambiente, la actitud de Tristan era más auténtica; podía atisbar al verdadero hombre, no sólo con sus puntos fuertes, sino también con sus debilidades. Se lo veía cómodo, relajado. Leonora sospechaba que seguramente se habría pasado tantos años sin bajar la guardia, que incluso en ese momento las cadenas del puente de acceso a su verdadero yo estarían oxidadas.
Leonora se movió por la estancia, charlando aquí y allá, siempre consciente de Tristan, de que la observaba igual que ella lo observaba a él. Entonces, Havers anunció que la cena estaba lista y todos se dirigieron al comedor. Leonora del brazo de Tristan, que la sentó a su lado en un extremo de la mesa. Lady Hermione se acomodó en el otro extremo y pronunció un cuidado discurso expresando el placer que sentía ante la perspectiva de cederle pronto su silla a Leonora, e hizo un brindis por la pareja, luego sirvieron el primer plato. El suave zumbido de las conversaciones se elevó alrededor de la mesa.
La velada fue agradable, verdadera, divertida. Las damas se retiraron al salón y dejaron a los caballeros con el oporto. Sin embargo, no pasó mucho rato antes de que volvieran a reunirse todos.
Su tío Winston, lord Warsingham, el esposo de Mildred, se detuvo al lado de Leonora.
– Una elección excelente, querida. -Le brillaban los ojos. El hombre estaba preocupado por su falta de interés por el matrimonio, pero nunca había intentado inmiscuirse-. Puede que te haya costado un tiempo inconcebible tomar la decisión, pero el resultado es lo que importa, ¿no?
Ella sonrió e inclinó la cabeza. Tristan se unió a ellos. Leonora centró la conversación en la última función de teatro a la que fueron y continuó observando a Tristan. Aunque no mantenía los ojos fijos en él en todo momento, era totalmente consciente de su presencia, de las emociones que lo embargaban.
Una y otra vez, se había dado cuenta de sus momentáneas vacilaciones cuando, al discutir algo con ella, se paraba, meditaba y luego continuaba. Había empezado a identificar los patrones que le indicaban lo que estaba pensando, cuándo y en qué sentido pensaba en ella, las decisiones que estaba tomando.
El hecho de que no hubiera intentado excluirla de las investigaciones la animaba. Podría haber sido un hombre mucho más difícil; de hecho, Leonora así lo había esperado. En cambio, iba a tientas, acomodándola como podía, lo que reforzaba su esperanza de que en el futuro, el futuro al que ambos se habían comprometido, se llevarían bien, de que serían capaces de adaptarse al carácter y necesidades del otro.
En el caso de Tristan, tanto su carácter como sus necesidades eran más complejos que los de la mayoría; Leonora se había dado cuenta de eso hacía ya tiempo, pero el hecho de que fuera diferente a los otros, que necesitara y deseara a una escala diferente, en un plano diferente, formaba parte de la atracción que ejercía sobre ella.
Dado su peligroso pasado, estaba menos dispuesto a excluir a las mujeres, e infinitamente más dispuesto a utilizarlas. Leonora lo había percibido desde el principio. Tenía menos tendencia que la mayoría de los hombres, menos audaces, a mimarlas; ahora lo conocía lo suficiente y podía suponer que en su lucha por cumplir con su deber habría sido fríamente despiadado. Ese lado de su carácter era lo que le había permitido involucrarse tanto en la investigación hallando sólo una resistencia relativamente pequeña por parte de él.
Sin embargo, con ella, ese lado más pragmático había entrado en conflicto directo con algo mucho más profundo. Con impulsos más primitivos, instintos esenciales, el imperativo de mantenerla siempre protegida, alejada de cualquier daño. Una y otra vez, ese conflicto oscurecía sus ojos. Su mandíbula se tensaba, la miraba fugazmente, vacilaba, luego dejaba las cosas como estaban.
Adaptación. Él a ella, ella a él.
Se estaban uniendo, poco a poco estaban descubriendo el modo en que sus vidas se entrelazarían. Sin embargo, el conflicto fundamental seguía allí; Leonora sospechaba que siempre lo estaría.
Debería tener paciencia con eso, adaptarse. Aceptar pero no reaccionar a sus instintos y recelos reprimidos aunque todavía presentes. Leonora no creía que Tristan hubiera expresado eso último en palabras, ni siquiera para sí mismo. Bajo todos sus puntos fuertes, estaban las debilidades que ella había sacado a la luz. Ella, por su parte, le había explicado, había reconocido por qué le costaba aceptar ayuda, por qué le costaba confiarle las cosas que le importaban, a él o a cualquiera.
Lógicamente, conscientemente, Tristan creía en su decisión de confiar en él, de aceptarlo en la esfera más íntima de su vida. No obstante, a un nivel instintivo más profundo, siguió atento a cualquier señal que le indicara que ella se había olvidado de su compromiso. Cualquier señal de que lo estuviera excluyendo.
Lo había herido una vez precisamente de ese modo. No lo volvería a hacer, pero sólo el tiempo se lo demostraría a Tristan.
Desde el principio, su regalo para ella había sido aceptarla tal como era. El regalo de Leonora sería aceptar todo lo que él era y darle tiempo para que desaparecieran sus recelos, para que aprendiera a confiar en ella del mismo modo que ella confiaba en él.
Jeremy se acercó; su tío aprovechó el momento para hablar con Tristan.
– Bueno, hermanita -Jeremy recorrió a los presentes con la mirada-, puedo verte aquí, con todas estas damas, organizándolas, manteniendo la casa en marcha sin esfuerzo. -Ella sonrió y luego él se puso serio-. Ellos salen ganando. Te echaremos de menos.
Leonora le apoyó la mano en el brazo y se lo apretó.
– Aún no os he dejado.
Su hermano alzó la vista hacia Tristan, más allá de donde ella se encontraba. Esbozó una leve sonrisa cuando él se volvió para mirarla.
– Creo que descubrirás que ya lo has hecho.