CAPÍTULO 11

A la mañana siguiente, durante el desayuno, Leonora estudió su agenda social. Estaba mucho más apretada de lo que lo había estado tres días antes.

– Tú decides -le había dicho Mildred cuando ella bajó del carruaje la noche anterior.

Mientras se comía la tostada, sopesó sus posibilidades. Aunque la Temporada propiamente dicha no empezaba hasta al cabo de unas semanas, había dos bailes esa noche a los que estaban invitadas. El evento más importante era en Colchester House, en Mayfair, el menos destacado y sin duda menos formal, en casa de los Massey, en Chelsea.

Trentham esperaría que asistiera al de los Colchester, que apareciera allí como lo había hecho la noche anterior en casa de lady Holland.

Leonora se levantó y se dirigió al salón para escribirles una nota rápida a Mildred y Gertie informándolas de que le apetecía visitar a los Massey esa noche. Sentada a su escritorio, redactó la breve nota y llamó a un sirviente. Albergaba la esperanza de que, en ese caso, la distancia apagara el fuego en lugar de avivarlo; aparte de que su ausencia en casa de los Colchester disgustaría a Trentham, existía también la posibilidad de que, si lo dejaba solo en aquella situación, quizá se viera atraído por alguna otra dama, o tal vez lo distrajera alguna de la calaña de Daphne…

Leonora alzó la vista cuando entró el sirviente y le dio la nota para que la entregara. Hecho eso, se recostó y centró su atención en asuntos más serios. Dada su testaruda negativa a aceptar la petición de mano de Trentham, quizá fuera una ingenua al creer que continuaría ayudándola en el asunto de Montgomery Mountford. Sin embargo, cuando intentó imaginárselo perdiendo interés, retirando a los hombres que tenía vigilando la casa, no lo logró. Independientemente de su relación personal, sabía que él no permitiría que se enfrentara sola a Mountford. De hecho, en vista de lo que había descubierto sobre su carácter, la idea parecía de risa.

Seguirían con su asociación no declarada hasta que el misterio se resolviera; por lo tanto, le convenía acelerar el asunto lo máximo posible. Mantenerse alejada de las trampas de Trentham mientras trataba con él a diario no sería fácil, así que prolongar el peligro era una imprudencia. No podía esperar respuesta a sus cartas durante al menos unos días más. Entonces, ¿qué más podía hacer?

La sugerencia de Trentham de que el trabajo de Cedric era el objetivo más probable de Mountford había sido muy acertada. Además de las cartas de aquél, en el taller había más de veinte libros de contabilidad y diarios. Leonora los había subido al salón y los había dejado en un rincón. Al verlos, se acordó de la elegante, descolorida y apretada escritura de su difunto primo.

Se levantó, subió por la escalera e inspeccionó el dormitorio de Cedric. Estaba cubierto por una capa de polvo de varios centímetros y había telarañas por todas partes. Encargó a las doncellas que limpiaran la habitación; la registraría al día siguiente. A continuación, bajó al salón y se acomodó para revisar los diarios.

Cuando anocheció, no había descubierto nada más excitante que la receta de un mejunje para quitar las manchas de la porcelana; era difícil creer que Mountford y su misterioso extranjero estuvieran interesados en eso. Dejó a un lado los libros y subió al piso de arriba para cambiarse.


La residencia de los Massey era muy antigua. Se trataba de una laberíntica casa de campo construida a la orilla del río. Los techos eran más bajos de lo que en ese momento se consideraba moderno y había una gran cantidad de madera oscura en las vigas y los paneles, pero las sombras se dispersaban junto a las lámparas, candelabros y apliques diseminados generosamente por las habitaciones. Las grandes estancias interconectadas eran perfectas para un entretenimiento menos formal. Una pequeña orquesta desafinaba en el extremo del comedor que daba al río, convertido para la ocasión en una zona de baile.

Tras saludar a la anfitriona en el vestíbulo, Leonora entró en el salón mientras se decía a sí misma que lo pasaría bien, que el aburrimiento causado por la falta de un propósito que habitualmente la aquejaba no la afectaría esa noche, porque realmente tenía un propósito.

Por desgracia, divertirse con otros caballeros sin Trentham allí para verlo… Le resultaba difícil convencerse de que pudiera sacarle demasiado provecho a aquella velada. No obstante, allí estaba, ataviada con un vestido de seda de un oscuro azul turbulento que ninguna dama joven y soltera debería llevar. Como no tenía especial interés en hablar, podría bailar.

Dejó a Mildred y a Gertie con un grupo de amigas, atravesó la estancia y se detuvo para saludar aquí y allá mientras avanzaba. Un baile acababa de terminar cuando entró en el comedor; examinó rápidamente a los presentes considerando cuál de los caballeros…

Unos largos dedos y una dura palma se cerraron sobre su mano; sus sentidos reaccionaron informándola de quién estaba a su lado incluso antes de que se volviera y se encontrara con su mirada.

– Buenas noches. -Con los ojos fijos en ella, Trentham se llevó su mano a los labios y arqueó una ceja-. ¿Bailas?

Sólo ver su expresión y oír el tono de su voz la hizo cobrar vida. Sus nervios se tensaron, sus sentidos vibraron. Una oleada de placentera anticipación la atravesó. Leonora tomó aire mientras su imaginación le proporcionaba con entusiasmo detalles de cómo sería bailar con él.

– Yo… -Apartó la vista y la dirigió al mar de bailarines que esperaban a que empezara la siguiente pieza.

Trentham no dijo nada, simplemente esperó. Cuando Leonora se volvió hacia él, la miró.

– ¿Sí?

Sus ojos color avellana se veían perspicaces, atentos; tras ellos acechaba una leve diversión.

Ella se sintió apretar los labios y levantó la barbilla.

– En realidad… ¿por qué no?

Trentham sonrió, no con encanto, sino con la depredadora satisfacción que le causaba que aceptara el desafío. La guió hacia adelante cuando las primeras notas de un vals empezaron a sonar.

Tenía que ser un vals. En cuanto la atrajo hacia sus brazos, Leonora supo que se encontraba en apuros. Mientras, valerosa, luchaba por reprimir la respuesta ante semejante cercanía, ante la percepción de su fuerza envolviéndola de nuevo, de aquella mano extendida sobre la seda de su espalda, buscó una distracción y frunció el cejo.

– Creía que asistirías a la fiesta de los Colchester.

Él sonrió.

– Sabía que tú estarías aquí. -La contempló burlón, perverso, peligroso-. Créeme, estoy muy satisfecho con tu elección.

Si Leonora había albergado alguna duda sobre a qué se refería, el giro en el extremo de la sala se lo aclaró todo. Si hubieran estado en casa de los Colchester, bailando el vals en su enorme salón de baile, no habría podido pegarla tanto a él, no habría podido cerrar los dedos tan posesivamente alrededor de su mano, ni estrecharla tan fuerte en los giros que sus caderas se rozaban. Allí, sin embargo, la pista de baile estaba atestada con otras parejas, todas absortas en sí mismas, inmersas en el momento. No había damas sentadas junto a las paredes, observando, a la espera de mostrar su desaprobación.

Cuando le separó las piernas con la suya, todo él poder reprimido, mientras la hacía girar, Leonora no pudo contener un estremecimiento en respuesta, no pudo impedir que sus nervios, que todo su cuerpo reaccionara.

Tristan estudió su rostro, se preguntó si tendría idea de lo receptiva que era, de lo que provocaba en él ver sus ojos ardiendo, luego oscureciéndose, ver cómo sus pestañas descendían y sus labios se abrían. Pero supo que ella no era consciente de todo eso, lo que sólo empeoró e intensificó el efecto y lo dejó con un dolor aún mayor. El insistente sentimiento había ido aumentando a lo largo de los últimos días, convirtiéndose en una acuciante molestia con la que no había tenido que batallar nunca antes. Antes había sido fácil de aplacar. Pero ahora…

Todos sus sentidos se centraron en Leonora, en el balanceo de su maleable cuerpo en sus brazos, en la promesa de su calidez, el evasivo y provocador tormento de la pasión que parecía decidida a negarle.

Eso último era algo que él no permitiría, que no debería permitir.

La música acabó y se vio obligado a parar, a soltarla. Lo hizo de mala gana, y los ojos abiertos como platos de Leonora le indicaron que había notado su actitud reacia.

Carraspeó y se alisó el vestido.

– Gracias. -Miró a su alrededor-. Ahora…

– Antes de que pierdas el tiempo planeando algo más, como atraer a otros caballeros para que bailen contigo o algo así, te diré que mientras estés conmigo no bailarás con nadie más.

Ella se volvió hacia él.

– ¿Disculpa?

No podía creer lo que acababa de oír.

Los ojos de Trentham se mantuvieron fijos en ella y arqueó una ceja.

– ¿Quieres que te lo repita?

– ¡No! Quiero olvidar que he oído una impertinencia tan ofensiva.

Él parecía totalmente insensible a su creciente ira.

– Eso sería desaconsejable.

Leonora sintió que su genio se disparaba; habían mantenido el tono de voz bajo, pero no le cabía duda hacia qué derroteros se dirigía la discusión, así que se irguió, adoptó la pose más altiva que pudo e inclinó la cabeza.

– Si me disculpas…

– No. -Unos dedos de acero le rodearon el codo; Trentham señaló con la cabeza el otro extremo de la sala-. ¿Ves esa puerta de allí? Vamos a salir por ella.

Ella tragó una gran bocanada de aire, contuvo la respiración y contestó con cuidado:

– Soy consciente de que tu experiencia en la buena sociedad…

– La buena sociedad me mata de aburrimiento. -La miró y empezó a guiarla de un modo eficaz y discreto hacia la puerta cerrada-. Por lo tanto, no es probable que preste mucha atención a sus críticas.

El corazón le martilleaba en el pecho. Cuando lo miró a los ojos, se dio cuenta de que no estaba jugando sólo con un lobo, sino con un lobo salvaje. Uno que no reconocía ninguna norma más allá de las suyas propias.

– No puedes limitarte a…

«Secuestrarme. Violarme.»

La intensidad de su mirada la dejó sin respiración. Trentham mantenía los ojos fijos en su rostro, evaluando, juzgando, mientras la hacía atravesar con habilidad la atestada sala.

– Sugiero que nos retiremos a un lugar donde podamos hablar sobre nuestra relación en privado.

Había estado en privado con él muchas veces, así que no había necesidad de que sus sentidos saltaran al oír la palabra. No había necesidad de que su imaginación se descontrolara. Irritada por su reacción, se esforzó por tomar las riendas de nuevo. Levantó la cabeza y asintió:

– Muy bien, estoy de acuerdo. Es evidente que necesitamos hablar sobre nuestras diferentes opiniones y dejarlo todo claro.

Ella no iba a casarse con él, ése era el punto que Trentham debía aceptar. Si subrayaba ese hecho, si se aferraba a eso, estaría a salvo.

Llegaron a la puerta y él se la abrió; Leonora entró en un pasillo al que daban las salas de recepción. Era lo bastante amplio como para que pudieran caminar el uno junto al otro; un lado estaba revestido de paneles tallados en los que se encontraban las puertas, el otro era una pared con ventanas que daban a los jardines privados.

A finales de primavera y en verano, esas ventanas estarían abiertas y el pasillo se convertiría en un maravilloso lugar donde los invitados podrían pasear. Pero esa noche, con un crudo viento soplando y la promesa de la helada en el aire, todas las puertas y ventanas estaban cerradas y el pasillo desierto. Así y todo, entraba suficiente luz de la luna para que pudiera verse. Los muros eran de piedra, las puertas de sólido roble. En cuanto Trentham cerró la puerta del pasillo tras ellos, se encontraron sumidos en un mundo privado y plateado. La soltó y le ofreció el brazo, pero Leonora fingió que no se había dado cuenta del gesto. Con la cabeza alta, caminó despacio.

– El punto que debemos tratar…

Se interrumpió cuando la mano de Trentham se cerró alrededor de la suya, posesiva. Se detuvo y bajó la mirada hacia sus dedos engullidos por aquella palma.

– Esto -afirmó con la mirada fija en aquella imagen- es un perfecto ejemplo del tema que debemos discutir. No puedes ir por ahí cogiéndome la mano, agarrándome como si, de algún modo, te perteneciera…

– Me perteneces.

Leonora alzó la vista y parpadeó.

– ¿Disculpa?

Tristan la miró a los ojos; le gustó explicarse.

– Tú me perteneces. -Se sintió bien al afirmarlo, reforzando así la realidad.

Cuando ella abrió los ojos como platos, él continuó:

– No sé lo que imaginaste que estabas haciendo, pero te entregaste a mí. Te ofreciste a mí. Yo te acepté y ahora eres mía.

Leonora apretó los dientes y los ojos le centellearon.

– Eso no es lo que pasó. Dios sabe por qué, pero estás malinterpretando a propósito el incidente.

No dijo nada más, pero lo miró desafiante.

– Vas a tener que esforzarte mucho más para convencerme de que tenerte desnuda debajo de mí en la cama en Montrose Place fue producto de mi imaginación.

Ella apretó la mandíbula.

– Malinterpretar, no imaginar.

– Ah, así que reconoces que lo hiciste, de hecho…

– Lo que sucedió -lo interrumpió-, como tú bien sabes, fue que disfrutamos de un agradable encuentro.

– Que yo recuerde, me rogaste que… «te iniciara». Ése fue, creo, el término que acordamos.

Incluso bajo aquella tenue luz, pudo ver cómo se ruborizaba. Pero Leonora asintió.

– Ése es.

Cuando ella se volvió y avanzó por el pasillo, Trentham la siguió, aún cogiéndola de la mano.

No habló en seguida, en lugar de eso, tomó una profunda inspiración y Tristan fue consciente de que iba a conseguir al menos parte de una explicación.

– Tienes que comprender, y aceptar, que no deseo casarme, ni contigo ni con nadie. No tengo ningún interés en ello. Lo que sucedió entre nosotros… -Leonora alzó la cabeza y contempló el largo pasillo- fue sólo porque yo deseaba saber, experimentar… -Bajó la vista y continuó caminando-. Y pensé que eras una elección prudente como maestro.

Tristan esperó, luego, con tono controlado, nada agresivo, dijo:

– ¿Por qué pensaste eso?

Ella se soltó y movió la mano entre los dos.

– La atracción era evidente. Simplemente estaba ahí, tú sabes que lo estaba.

– Sí. -Tristan empezaba a entender… Se detuvo.

Leonora también se paró y se volvió hacia él, lo miró a los ojos, estudió su rostro.

– Entonces, lo entiendes, ¿verdad? Fue sólo para saber… eso es todo. Sólo una vez.

Con mucho cuidado, él preguntó:

– Eso es todo. Ya está. ¿Es el fin?

Ella levantó la cabeza y asintió.

– Sí.

Tristan le sostuvo la mirada durante un largo momento, luego murmuró:

– Ya te advertí en la cama en Montrose Place que no habías calculado bien tu estrategia.

Leonora levantó la cabeza un poco más, pero afirmó sin inmutarse:

– Eso lo dijiste cuando sentiste que tenías que casarte conmigo.

– Sé que tengo que casarme contigo, Leonora, pero no me refiero a eso.

La exasperación destelló en los ojos de ella.

– ¿A qué te refieres pues?

Tristan sintió que una sonrisa adusta y cínica luchaba por aparecer en sus labios, pero la alejó y mantuvo el semblante impasible.

– Esa atracción que has mencionado, ¿ha desaparecido?

Leonora frunció el cejo.

– No. Pero desaparecerá, sabes que desaparecerá… -Se detuvo porque él estaba negando con la cabeza.

– Yo no sé semejante cosa.

Una cauta irritación inundó sus facciones.

– Admito que aún no ha desaparecido, pero sabes perfectamente bien que los caballeros no se sienten atraídos por la misma mujer durante mucho tiempo. En unas pocas semanas, en cuanto hayamos identificado a Mountford y ya no me veas a diario, te olvidarás de mí.

Tristan dejó que el momento se prolongara mientras valoraba sus alternativas. Al final, preguntó:

– ¿Y si no me olvido?

Ella entornó los ojos y abrió los labios para reiterar que sí lo haría, pero Trentham la interrumpió al acercarse más, más cerca, y pegarla a las ventanas. De inmediato, el calor surgió entre ellos, evocador, atrayente. Los ojos le ardieron, dejó de respirar, luego continuó más rápido. Leonora alzó las manos, las apoyó levemente en su torso y bajó las pestañas cuando él se inclinó más cerca.

– Nuestra atracción mutua no ha desaparecido lo más mínimo. Más bien se ha intensificado. -Le susurró esas palabras junto a la mejilla. No la estaba tocando, no la sujetaba con nada más que con su cercanía-. Tú dices que desaparecerá, yo digo que no. Yo estoy seguro de que tengo razón, aunque tú estás segura de que la tienes tú. Quieres solucionar el asunto y yo estoy dispuesto a llegar a un acuerdo.

Leonora se sentía mareada. Sus palabras eran ominosas, contundentes, magia negra en su mente. Le rozó la sien con los labios, el más leve contacto; sintió su aliento en la mejilla. Tomó aire.

– ¿Qué acuerdo?

– Si la atracción desaparece, aceptaré liberarte. Hasta que no sea así, eres mía.

Un estremecimiento le recorrió la espina dorsal.

– Tuya. ¿A qué te refieres con eso?

Sintió que sus labios se curvaban contra su mejilla.

– Exactamente lo que estás pensando. Hemos sido amantes, somos amantes. -Su boca descendió para acariciarle la mandíbula-. Continuemos así mientras dure la atracción. Si continúa, como estoy seguro de que continuará, pasado un mes, nos casamos.

– ¿Un mes? -Su proximidad estaba minando su razón, la dejaba aturdida.

– Estoy dispuesto a satisfacerte durante un mes, no más.

Leonora se esforzó para concentrarse.

– Y si la atracción desaparece, aunque no muera por completo, sino que en un mes se apague, ¿estarás de acuerdo en que un matrimonio entre nosotros no estará justificado?

Tristan asintió.

– Eso es.

Le rozó los labios con los suyos y los rebeldes sentidos de ella saltaron.

– ¿Estás de acuerdo?

Leonora vaciló. Había salido para aclarar lo que había entre ellos; lo que él sugería parecía un modo razonable de avanzar… Asintió.

– Sí.

Y cuando bajó los labios hasta los suyos, suspiró mentalmente de placer, sintió que sus sentidos se desplegaban como pétalos bajo el sol, deleitándose, disfrutando, absorbiendo el placer, saboreando el impulso, su atracción mutua.

Se apagaría, lo sabía, no le cabía la menor duda. Puede que se hiciera más fuerte en ese momento simplemente porque, al menos para ella, era algo nuevo. Sin embargo, al final, inevitablemente, su poder disminuiría. Hasta entonces… podría aprender más, comprender más, explorar más. Al menos un poco más. Deslizó las manos hacia arriba, le rodeó el cuello con los brazos y le devolvió el beso. Abrió los labios para él, le entregó su boca y sintió cómo surgía la adictiva calidez entre los dos cuando Trentham aceptó la invitación.

Él se acercó más, la pegó por completo a la ventana rodeándole la cintura con una dura mano para sostenerla mientras sus bocas se fundían, mientras sus lenguas se batían en duelo y se entrelazaban, se acariciaban, se exploraban, se reclamaban de nuevo. El deseo estalló. Leonora lo sintió en él, un evidente endurecimiento de sus músculos, un anhelo reprimido, y notó su propia respuesta, una creciente oleada de ardiente afán que manó y la inundó. Eso hizo que se pegara más a él, que le recorriera la mandíbula con la mano mientras lo tentaba a profundizar el beso. Trentham lo hizo y, por un momento, el mundo desapareció. Las llamas destellaron, rugieron.

De repente, él se echó hacia atrás. Interrumpió el beso lo suficiente para murmurar contra sus labios:

– Necesitamos encontrar un dormitorio.

Leonora se sentía mareada, aturdida. Lo intentó, pero no pudo concentrarse.

– ¿Por qué?

Los labios de él se pegaron de nuevo a los suyos, tomando, necesitando, dando, pero volvió a retirarse, su respiración sonaba alterada.

– Porque deseo llenarte y tú deseas que lo haga. Y aquí es demasiado peligroso.

Sus crudas palabras la impactaron, la excitaron. Hicieron que recuperara un poco la compostura. Lo suficiente para que pudiera pensar más allá del calor que le recorría las venas, del martilleo en la sangre. Lo suficiente para darse cuenta de que… ¡era demasiado peligroso en cualquier parte! No porque él se equivocara, sino porque tenía toda la razón. El simple hecho de oírselo decir había aumentado su deseo, había intensificado su ardiente anhelo, el vacío que sabía que él podría llenar y que lo haría. Deseaba desesperadamente volver a vivir ese placer de tenerlo unido a ella.

Se zafó de sus brazos.

– No, no podemos.

Trentham la miró y parpadeó aturdido.

– Sí, sí podemos. -Pronunció estas palabras con convicción, como si le estuviera asegurando que podían pasear por el parque.

Leonora se quedó mirándolo. Se dio cuenta de que no tenía ninguna esperanza de darle una razón convincente contra aquella afirmación. Nunca se le había dado bien mentir.

Antes de que pudiera cogerla de la muñeca, como solía hacer, y llevarla hasta una cama, se dio la vuelta y salió corriendo por el pasillo. Le dio la impresión de que la seguía mientras ella abría una de las muchas puertas. Cuando la atravesó a toda prisa, se quedó con la boca abierta en una silenciosa exclamación. Se detuvo, tambaleándose de puntillas en la entrada de un gran armario para la ropa blanca. Se encontraba junto al comedor; había manteles y servilletas pulcramente apilados en los estantes de ambos lados. Al fondo de la diminuta cámara, llenando el hueco entre dichos estantes, había un banco para doblar. Antes de que pudiera darse la vuelta, sintió a Trentham detrás, en la puerta, bloqueando cualquier vía de escape.

– Excelente elección. -Su voz fue un ronroneo profundo y siniestro. Curvó la mano alrededor de su trasero, la empujó hacia adelante y, entrando tras ella, cerró la puerta.

Leonora se dio la vuelta.

Tristan la atrajo hacia él, acercó los labios a los suyos y dio rienda suelta a su pasión. La besó desesperadamente, dejó que el deseo lo dominara, permitió que las pasiones contenidas de la última semana surgieran.

Leonora se dejó caer sobre él, envuelta en la vorágine. Tristan saboreó su respuesta. Sintió cómo se le tensaban los dedos, cómo le clavaba las uñas en los hombros cuando lo alcanzó, lo aplacó, lo atormentó… Luego lo urgió a continuar.

No tenía ni idea de por qué se había opuesto a buscar una cama; quizá deseaba expandir sus horizontes. Tristan estaba demasiado dispuesto a complacerla, a demostrarle todo lo que podría lograrse incluso en aquel lugar.

Una estrecha claraboya sobre la puerta dejaba entrar un haz de luz de luna, lo suficiente para permitirle ver. Su vestido le recordaba a un mar sacudido por una tormenta, del que sus pechos surgían, ardientes e inflamados, anhelantes de su contacto. Cerró las manos sobre ellos y la oyó gemir. Oyó la súplica, la urgencia en aquel sonido.

Estaba tan excitada, tan ansiosa como él. Trazó círculos con los pulgares alrededor de sus pezones, unos duros bultitos bajo la seda, prietos, calientes y deseosos.

Se sumergió más profundamente en su boca, hundiéndose en ella, presagiando deliberadamente lo que vendría a continuación. Le soltó los pechos, desató hábilmente los lazos y dejó que el oscuro vestido le cayera hasta la cintura mientras encontraba y desabrochaba los diminutos botones de la parte delantera de la camisola. Le bajó los tirantes por los hombros, desnudándola de cintura para arriba. Sin interrumpir el beso, la cogió, la levantó y la sentó sobre el banco. Sólo entonces volvió a tomar posesión de sus pechos, uno en cada mano, e interrumpió el beso para inclinar la cabeza y rendirles homenaje con la boca.

Leonora respiró con dificultad, tensó los dedos sobre su cráneo y arqueó la espalda mientras la devoraba. Su respiración era entrecortada, desesperada, pero él no tuvo piedad; lamió, succionó hasta que la oyó sollozar. Hasta que su nombre salió de sus labios con un suplicante jadeo:

– Tristan.

El conde lamió un torturado pezón, luego alzó la cabeza y le cubrió de nuevo los labios en un abrasador beso.

Le levantó la falda, subiéndole las suaves enaguas hasta la cintura al tiempo que le abría las piernas y se colocaba entre ellas. Cerró una mano alrededor de la desnuda cadera mientras con los dedos de la otra ascendía por la sedosa cara interna de un muslo y cubría su sexo con la palma. El estremecimiento que la sacudió casi lo hizo caer de rodillas. Lo obligó a interrumpir el beso, tomar una gran bocanada de aire e intentar buscar desesperadamente una pequeña porción de control. Lo suficiente como para evitar violarla.

Cuando se acercó más, haciendo más presión en sus rodillas para abrirla a su contacto, sus párpados se agitaron, los ojos le centellearon a través de las pestañas. Tenía los labios inflamados, abiertos; respiraba con dificultad; sus pechos, aquellos montículos de alabastro, subían y bajaban; su piel se veía nacarada a la plateada luz.

Tristan la miró a los ojos y le sostuvo la mirada mientras deslizaba un dedo en su prieta vaina. Leonora dejó de respirar, luego soltó una brusca exhalación cuando lo hundió más y sintió que le clavaba los dedos en los antebrazos. Estaba resbaladiza, húmeda, tan caliente que lo abrasó y sólo deseó sumergir su dolorida erección en aquel atrayente calor.

Sus miradas se encontraron. Tristan la preparó, hundiéndose profundamente, moviendo la mano, excitándola para que estuviera totalmente lista. Se desabrochó los pantalones, luego buscó su entrada.

Volvió a cogerla de la cadera para sujetarla y empujó. Observó su rostro mientras se hundía más. Le soltó la cadera para llevar la mano a su trasero y empujarla hacia él. Con la otra mano, le levantó una pierna.

– Rodéame las caderas con las piernas.

Leonora tomó aire y obedeció. Entonces le cogió el trasero con ambas manos, la acercó hasta el borde del banco y empujó, hundiéndose centímetro a centímetro mientras sentía cómo el cuerpo de ella cedía, lo aceptaba, lo tomaba.

Mantuvo los ojos fijos en los de él mientras sus cuerpos se unían. Cuando finalmente avanzó el último centímetro y se hundió por completo en su interior, contuvo la respiración. Cerró los ojos, sumida en la pasión mientras saboreaba el momento. Él estaba con ella, observando, consciente, sintiéndolo. Sólo cuando sus párpados se alzaron y volvió a mirarlo a los ojos, él se movió. Despacio.

A Tristan, el corazón le martilleaba, sus demonios rugían, el deseo le latía en las venas, pero mantuvo el control, porque el momento era demasiado precioso para perdérselo. La asombrosa intimidad cuando retrocedía lentamente y luego volvía a llenarla de nuevo; observó cómo sus ojos se oscurecían aún más. Repitió el movimiento, en sintonía con los latidos de su corazón, con su deseo, con la urgencia que había en Leonora, no un deseo duro y potente como el suyo, sino una hambre más suave, más femenina. Una hambre que Tristan necesitaba saciar más que la suya propia, por lo que mantuvo un ritmo lento y vio cómo se elevaba, cómo se deshacía en sus brazos, y cómo sus ojos se volvían cristalinos, oyó cómo su respiración se agitaba. Tuvo que besarla para silenciar los reveladores gritos, la más dulce sinfonía que él hubiera oído nunca.

La abrazó, se sumergió en su cuerpo y en su boca cuando Leonora se estremeció, se quebró y llegó al clímax. Se vio sólo fugazmente sorprendido cuando lo arrastró con ella al éxtasis. El lento, ardiente y profundamente satisfactorio baile se ralentizó hasta detenerse. Se quedaron allí unidos mientras intentaban recuperar el resuello frente contra frente. El corazón les atronaban en los oídos. Abrieron los ojos, se miraron. Sus labios se rozaron, sus respiraciones se fundieron. La calidez entre ellos los sostuvo. Tristan estaba totalmente sumergido en su prieto calor y no sentía ningún deseo de moverse, de romper el hechizo. Leonora le rodeaba el cuello con los brazos y las caderas con las piernas, pero tampoco hizo ningún esfuerzo por cambiar de postura, por alejarse, por abandonarlo. Parecía incluso más aturdida, más vulnerable que él.

– ¿Estás bien?

Tristan susurró las palabras mientras observaba cómo sus ojos volvían a enfocar.

– Sí. -La respuesta llegó en una suave exhalación. Se lamió los labios y lo miró brevemente. Carraspeó-. Eso ha sido…

No tenía palabras para describirlo.

Finalmente, fue Trentham quien habló:

– Formidable.

Leonora lo miró a los ojos; no hizo falta que asintiera, y lo sabía. Sólo pudo maravillarse de la locura que la había dominado. Y del hambre, el crudo deseo que lo había dominado a él. Los ojos se le veían oscuros, pero más suaves, no tan penetrantes como habitualmente. Parecía percibir su asombro; sus labios se curvaron y los acercó a los de ella.

– Te deseo. -Volvió a rozárselos-. De todas las formas posibles.

Leonora supo que era verdad, lo reconoció en el timbre de su voz. Tuvo que maravillarse.

– ¿Por qué?

Tristan la hizo echar la cabeza hacia atrás con la boca y le recorrió la mandíbula con los labios.

– Por esto. Porque nunca tendré bastante de ti.

Ella pudo sentir la fuerza de su hambre aumentando de nuevo. Sintió cómo se hacía más definido en su interior.

– ¿Otra vez? -Leonora distinguió el perplejo asombro de su voz.

Él le respondió con un grave gruñido que podría haber sido una risita muy masculina.

– Otra vez.


Nunca debería haber accedido, no debería haber consentido aquella segunda y acalorada unión en el armario de la ropa blanca.

Mientras se bebía su té del desayuno, a la mañana siguiente, Leonora tomó la firme resolución de no mostrarse tan débil en el futuro, durante el resto de mes que les quedaba. Trentham… Tristan, como había insistido en que lo llamara, la había acompañado finalmente al salón con un aire pagado y posesivo totalmente propio de un hombre que a Leonora le había parecido irritante en extremo. Sobre todo, porque sospechaba que aquella petulancia era fruto de su afianzada creencia de que a ella le parecerían tan adictivos sus encuentros sexuales que, al final, accedería a casarse con él sin mostrar ninguna resistencia.

El tiempo le mostraría su error. Entretanto, debía actuar con cierta cautela. Después de todo, en ese último encuentro, ella no había pretendido acceder a hacerlo la primera vez, mucho menos la segunda.

No obstante… había aprendido más, había acumulado más experiencia. Y, en vista de las condiciones de su acuerdo, no tenía nada que temer; el impulso, la necesidad física que los unía disminuiría gradualmente, así que una ocasional satisfacción no era tan grave. Excepto por la posibilidad de quedarse encinta. La idea surgió en su mente. Mientras cogía otra tostada, la consideró. Y se dio cuenta, sorprendida, de su impulsiva reacción inicial al respecto. No había sido la que ella había esperado. Frunció el cejo mientras esperaba que el sentido común se impusiera. Finalmente, fue consciente de que su relación con Trentham le estaba enseñando, revelando, cosas de sí misma que no sabía. Ni siquiera las había sospechado.


A lo largo de los siguientes días, se mantuvo ocupada estudiando los diarios de Cedric, encargándose de Humphrey y Jeremy y de los habituales asuntos de la vida diaria en Montrose Place. Por las noches, sin embargo…

Empezó a sentirse como la eterna Cenicienta, que iba de baile en baile y noche tras noche acababa inevitablemente en los brazos de su príncipe. Un príncipe excesivamente apuesto y dominante que, a pesar de su firme resolución, siempre lograba hacerle perder la cabeza… y llevarla a algún lugar privado donde pudieran satisfacer sus sentidos y aquella apasionada necesidad de estar juntos, de compartir sus cuerpos y convertirse en un solo ser.

Su éxito era asombroso; Leonora no tenía ni idea de cómo se las arreglaba. Incluso cuando ella evitaba la evidente elección suponiendo a qué evento esperaría él que asistiera e iba a cualquier otro, Tristan siempre lograba aparecer a su lado en cuanto entraba en la sala.

En cuanto a su conocimiento sobre las casas de los anfitriones, aquello empezaba a rozar lo extraño. Ella había pasado mucho más tiempo que él codeándose con la buena sociedad. Sin embargo, con infalible precisión, Tristan la guiaba a un pequeño salón o a una aislada biblioteca o estudio o invernadero. A finales de la semana, estaba empezando a sentirse seriamente acosada. Comenzaba a darse cuenta de que quizá había subestimado los sentimientos entre ellos. O incluso, aún más aterrador, había juzgado mal la naturaleza de los mismos.

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