CAPÍTULO 07

Tristan consideró todas las opciones antes de responder:

– A veces.

Leonora mantuvo los ojos fijos en él, luego volvió a mirar el jardín.

– Por eso sabías quién era cuando me topé contigo aquel día.

A ese comentario él no contestó, luego se quedó preguntándose qué estaría pensando ella.

Tras un largo momento, con la mirada fija más allá del cristal, Leonora murmuró:

– No soy muy buena en esto. -Hizo un breve gesto y movió la mano entre los dos-. No he tenido ninguna experiencia real.

A Tristan lo sorprendió su sinceridad.

– Lo suponía.

Ella volvió la cabeza y lo miró a los ojos.

– Tendrás que enseñarme.

Él se irguió. Cuando Leonora se le acercó, frunció el cejo y le rodeó la cintura con las manos instintivamente.

– No estoy seguro de…

– Yo estoy totalmente dispuesta a aprender. -Bajó la mirada hasta sus labios y sonrió inocentemente sensual-. Incluso ansiosa.

Alzó la vista hacia sus ojos, se puso de puntillas con las palmas apoyadas en su torso y acercó los labios a los de él. Sólo entonces murmuró:

– Pero eso tú ya lo sabes.

Y lo besó.

La invitación fue tan descarada que lo atrapó por completo. Lo dejó temporalmente sin razón, a merced de sus sentidos.

Y sus sentidos no tuvieron piedad. Deseaban más. Más de ella, del suave y exquisito refugio de su boca, de sus labios maleables e inocentemente seductores. De su cuerpo, que se pegó vacilante pero decidido al suyo, mucho más duro.

Eso último lo conmocionó lo suficiente como para recuperar el control. No sabía qué tenía ella en mente, pero con los labios sobre los suyos, su boca entregada, su lengua batiéndose en un duelo cada vez más ardiente con la de él, no pudo prestarle suficiente atención a sus contorsiones. Ya lo haría más tarde, porque en ese momento… lo único que podía hacer, lo único que pudo obligar a hacer a su cuerpo y a sus sentidos fue seguirla. Y enseñarle más.

Dejó que se le pegara más y la abrazó con fuerza. Dejó que sintiera cómo su cuerpo se endurecía contra el suyo, que sintiera lo que le provocaba, la respuesta que su cuerpo le causaba; aquel cuerpo delicado, lleno de curvas y descaradamente tentador, todo él suavidad y calor femenino.

Durante su recorrido por la casa, se había abierto la pelliza. Tristan deslizó entonces la mano por debajo de la gruesa lana y apoyó la palma sobre el pecho. Esa vez no se lo recorrió con suavidad, como había hecho antes, sino que lo reclamó posesivamente. Dándole lo que su anterior intercambio había prometido, lo que había anticipado burlonamente.

Leonora jadeó y se aferró a él, pero no vaciló ni una sola vez. Sus labios fueron fieles a los suyos, exigiendo. No sentía miedo, ni dudas. Estaba decidida, cautivada. Se sentía enganchada, totalmente fascinada. Tristan profundizó el beso, tocó, acarició. Sintió cómo las llamas empezaban a arder, cómo aumentaba el deseo, cómo se extendía lánguidamente y, ávido, intentó ir más allá.

Aunque no supo identificarla, Leonora también sintió esa oleada de vacío caliente en lo más profundo de su ser. La impregnó entera. La intrigó y la llamó. Atrapada, sintió que tenía que acercarse más, que tenía que profundizar de algún modo el intercambio; deslizó las manos hacia arriba y las entrelazó tras la nuca de él. Suspiró cuando el movimiento hizo que su pecho se pegara con firmeza contra la dura palma masculina.

Trentham cerró la mano y sus sentidos se tambalearon. Movió los dedos, buscó, encontró, y toda su mente se paralizó. Luego se quebró, rompiéndole en mil pedazos cuando aquellos dedos expertos se tensaron más y más, hasta hacerla jadear a través del beso. Sólo entonces se relajaron y el calor la inundó: una increíble oleada de sensaciones que no había sentido nunca antes. Se le inflamaron los pechos y sintió el corpiño del vestido demasiado prieto. El fino tejido de la camisola la molestaba y él parecía saberlo, porque le desabrochó los diminutos botones del corpiño con experimentada facilidad y entonces Leonora pudo respirar de nuevo. Aunque sólo para contener el aliento en una oleada de placer, en una punzada de anticipación cuando, descaradamente, él le deslizó la mano por debajo del vestido para acariciarla, tocarla. Ese contacto a través de la fina seda volvió a aumentar su anhelo, porque la hizo ansiar otro contacto más definitivo. Ardió por tener su piel pegada a la de él, desesperada por sentirlo aún más.

Sus labios se mostraban hambrientos, sus demandas eran claras. Tristan no podía resistirse. No lo intentó. Dos rápidos tirones y la camisola quedó suelta; metió un dedo entre los firmes pechos y bajó la fina tela. Luego, tomó posesión del regalo que ella le ofrecía. Sintió en su propia alma el profundo estremecimiento que la atravesó. Cerró la mano, ávidamente posesiva, y cuando a Leonora el corazón le dio un vuelco, el de Tristan lo siguió, sumergiéndose en una caldera de codiciosa y anhelante entrega, de sensual disfrute, de apreciación y de un naciente reconocimiento de mutuo deseo. Las manos y los labios alimentaban ese deseo, ávidos, incitantes. Embelesados.

De repente, se produjo un cambio. Tristan lo percibió y se sorprendió de encontrarse con que ya no estaba dirigiendo el juego. La creciente seguridad de Leonora, su interés y comprensión, daban poder a sus labios, guiaban el modo en que le respondía, las lentas y sensuales caricias de su lengua contra la de él, el seductor roce de sus dedos en el pelo, la abierta confianza, el modo decidido y fascinado en que se pegaba a su cuerpo, toda ella suaves extremidades y suave calor, bañándose en las llamas de una conflagración mutua que Tristan no había imaginado que compartiría nunca con una mujer inocente.

«Lujuria y una mujer virtuosa.»

El pensamiento resonó en su cerebro al mismo tiempo que ella llenaba sus sentidos. Era más de lo que había esperado, aunque también Tristan era distinto de lo que Leonora había pensado. Algo que iba más allá de su experiencia, igual que ella iba más allá de la de él. Las llamas entre los dos eran definitivas, reales, abrasadoras, despertaban pensamientos de pasión, de mayor intimidad, de satisfacción de ese deseo mutuo.

A Tristan no se le había ocurrido pensar que fueran a ir tan lejos tan pronto. No se arrepentía en absoluto, pero… Un instinto profundamente arraigado lo hizo retroceder, soltarla. Ralentizar las caricias, hacerlas más ligeras. Dejar que las llamas se redujeran poco a poco a un fuego lento.

La miró a los ojos. Vio cómo se alzaban las pestañas y luego se encontró con aquella mirada clara y asombrosamente azul. No vio en ella conmoción, ni el más mínimo rastro de retirada o aturullamiento, sino un interés recién despertado. Una pregunta.

Y ahora ¿qué?

Él lo sabía, pero ése todavía no era el momento de explorar semejante posibilidad. Recordó dónde estaban, cuál era su misión. Sintió cómo su rostro se endurecía.

– Está oscureciendo. Te acompañaré a casa.

Leonora frunció el cejo para sí misma y su mirada se deslizó más allá del hombro de Trentham, hacia la ventana; había anochecido. Parpadeó y retrocedió cuando él la soltó.

– No me había dado cuenta de que era tan tarde.

Naturalmente que no; su mente se había convertido en un torbellino. Un torbellino agradable, uno que le había abierto los ojos de un modo considerable. Ignoró su camisola abierta mientras se negaba obstinadamente a dejar que su mente pensara en lo que acababa de suceder. Se lo permitiría más tarde, cuando él no estuviera allí para ver cómo se ruborizaba. Se colocó bien el corpiño y se lo abrochó, haciendo luego lo mismo con la pelliza.

La mirada de Trentham, tan aguda como siempre, no la había abandonado. Leonora alzó la cabeza y lo miró directamente. Él contempló sus ojos y después arqueó una ceja.

– Por lo que veo -su mirada se apartó de ella para recorrer la estancia-, ¿apruebas la decoración?

Leonora arqueó una altiva ceja.

– Me atrevería a decir que es muy adecuada para vuestro propósito. -Fuera ése cual fuese.

Con la cabeza alta, se volvió hacia la puerta. Sintió la mirada de Trentham en la espalda mientras atravesaba la estancia; finalmente, él se movió y la siguió.


Leonora tenía muy poca experiencia con los hombres. Sobre todo con hombres como aquél. Sentía que ésa era su mayor debilidad, una que la dejaba en injusta desventaja siempre que estaba con él.

Conteniendo un gruñido, cogió la manta de seda y se acurrucó en el viejo sofá, frente al fuego que resplandecía en su habitación. Fuera, hacía mucho frío, demasiado incluso para sentarse en el invernadero a pensar. Por otro lado, una manta y un sillón delante del fuego parecían algo mucho más adecuado, dados los temas sobre los que estaba decidida a reflexionar.

Trentham la había acompañado a casa y había solicitado una entrevista con su tío y con Jeremy. Leonora lo había llevado hasta la biblioteca y se había quedado allí mientras él les preguntaba si habían pensado en algo que pudiera ser el objetivo del ladrón. Ella misma podría haberle dicho que ninguno de los dos hombres había dedicado un solo pensamiento al ladrón, y mucho menos al objetivo que éste podía perseguir, desde que él mencionó por última vez el asunto. Ni su hermano ni su tío tenían ninguna idea o sugerencia; su confusa mirada dejaba claro que los sorprendió que aún estuviera interesado en el tema.

Trentham lo vio tan claro como ella y apretó la mandíbula, pero les dio las gracias y se marchó de un modo bastante cortés.

Sólo Leonora percibió su disgusto; Humphrey y Jeremy permanecieron, como siempre, totalmente ajenos.

Con Henrietta caminando a su lado y mostrando un claro aprecio canino por Trentham, lo acompañó al vestíbulo. Despidió a Castor y se quedaron solos bajo la luz de la lámpara, en un lugar donde siempre se había sentido segura, pero entonces Trentham la miró y ya no se sintió en absoluto así. Una sensación de calidez se extendió bajo su piel; un leve rubor le ascendió por las mejillas. Todo ello en respuesta a la mirada en sus ojos, a los pensamientos que podía ver tras ellos.

Estaban el uno cerca del otro y Trentham le recorrió la mejilla con la mano, luego le deslizó un dedo por debajo de la barbilla haciéndole alzar el rostro. Apoyó entonces los labios en los suyos en un rápido y frustrante beso. Luego se apartó y le sostuvo la mirada durante un instante, antes de murmurar:

– Ten cuidado.

La soltó justo cuando Castor surgía apresuradamente de las tinieblas. Trentham se marchó sin mirar atrás y la dejó allí para que le diera vueltas a todo, para que especulara. Para que hiciera planes. Si se atrevía. Ésa, decidió mientras se acurrucaba en la calidez de la manta, era la pregunta crucial. ¿Se atrevería a satisfacer su curiosidad? En realidad, era más que curiosidad; tenía un ardiente deseo de saber, de experimentar todo lo que pudiera haber entre un hombre y una mujer física y emocionalmente.

Siempre había esperado descubrir esos hechos en algún momento de su vida. En cambio, el destino y la sociedad habían conspirado para mantenerla en la ignorancia, porque la norma comúnmente aceptada afirmaba que sólo las damas casadas podían participar, experimentar y, por lo tanto, saber.

Todo muy correcto si una era una chica joven, pero a los veintiséis años ya no encajaba en esa descripción. En su opinión, la prohibición ya no se le aplicaba. Por otra parte, nadie había dado una explicación de la moral que había tras la aceptación de la sociedad de que las damas casadas, una vez proporcionaban a sus esposos un heredero, podían permitirse tener romances, siempre que fueran discretas. Leonora pretendía ser la personificación de la discreción y, además, no tenía ningún voto que romper.

Si deseaba aprovechar la oferta de Trentham de introducirla en los placeres que hasta entonces se le habían negado, desde su punto de vista no había ninguna convención social que tuviera que considerar. En cuanto al pequeño detalle de que se quedara encinta, debía de haber un modo de evitar esas cosas, o Londres estaría inundado de hijos concebidos fuera del matrimonio y la mitad de las grandes damas de la buena sociedad estarían perpetuamente embarazadas. Estaba segura de que Trentham sabría cómo actuar.

De hecho, en parte era su experiencia, ese aire de competencia y pericia, lo que la atraía, lo que hacía posible que esa tarde hubiera aceptado su invitación.

Sin duda, Leonora había interpretado correctamente su propósito; el sutil avance paso a paso de su relación, desde el contacto al beso y a la caricia sensual lo confirmaban. Aunque era ella la que había dado el primer paso en sus brazos, él le había mostrado lo suficiente como para que tuviera alguna idea de lo que se había perdido, de lo que había por delante. La había introducido en un grado de intimidad que era claramente el preludio de todo lo que deseaba saber. Estaba dispuesto a ser su compañero en la aventura, su mentor en ese campo. Para guiarla, enseñarle, mostrarle. Con contrapartida, por supuesto… pero Leonora lo comprendía y, después de todo, ¿para quién se estaba reservando ella?

El matrimonio y la dependencia que conllevaba ese compromiso eran un yugo que no encajaba con su carácter. Lo había aceptado así hacía años y su único lamento real, un lamento silencioso y de algún modo reprimido, había sido que nunca experimentaría la intimidad física o ese tipo de placer sensual en particular.

Y ahora había aparecido Trentham, tentándola. Con los ojos fijos en las llamas que resplandecían ardientes en el hogar, consideró dejarse llevar por esa tentación. Si no actuaba ya y aprovechaba la oportunidad que el destino había consentido en darle finalmente, ¿quién sabía durante cuánto tiempo duraría el interés de él y, por lo tanto, su oferta? Los militares no eran conocidos por su constancia; eso lo había experimentado en su propia piel.

Su mente se alejó, valorando las posibilidades, distraída por ellas. El fuego se redujo lentamente a brasas incandescentes. Y cuando finalmente fue consciente del frío a pesar de su ensimismamiento, se dio cuenta de que había tomado una decisión. Su mente había estado totalmente concentrada, lo había estado durante algún tiempo, en dos cuestiones:

¿Cómo iba a transmitirle su decisión a Trentham?

¿Y cómo manejaría la relación entre ellos para mantener el control?


Tristan recibió la carta con el primer correo de la mañana siguiente. Tras los saludos de rigor, Leonora había escrito:


Respecto al objeto que el ladrón busca, he decidido que sería prudente registrar el taller de mi difunto primo Cedric. La estancia es bastante amplia, pero ha permanecido cerrada durante algunos años. De hecho, desde antes de que tomáramos posesión de la casa. Quizá un exhaustivo registro descubra algún objeto con un valor verdadero, pero esotérico. Empezaré con la búsqueda después del almuerzo; si descubro algo digno de mención, te informaré.

Tuya,

Leonora Carling


Leyó la carta tres veces. Su instinto, bien afinado, le aseguró que había algo más que el significado superficial de las palabras. Sin embargo, no conseguía descifrar su plan oculto. Tras decidir que había sido un agente encubierto demasiado tiempo y que ahora veía conspiraciones donde era evidente que no las había, dejó la carta a un lado y se concentró en otros asuntos, sus asuntos. Suyos y de ella.

Primero, empezó con el de Leonora. Hizo una lista de las diversas posibilidades para identificar al hombre que se escondía tras Montgomery Mountford. Después de considerar la lista, escribió una carta concertando una cita y envió a un sirviente para que la entregara, a continuación, se dispuso a escribir una serie de cartas cuyos destinatarios preferirían no recibirlas. No obstante, las deudas eran las deudas y se las reclamaba por una buena causa.

Una hora después, Havers acompañó a un individuo anodino y más bien desharrapado a su estudio. Tristan se recostó y le señaló la silla con una mano.

– Buenos días, Colby. Gracias por venir.

El hombre se mostró cauto, pero no servil. Agachó la cabeza y se sentó en la silla. Estudió rápidamente lo que le rodeaba mientras Havers cerraba la puerta, luego volvió a mirar a Tristan.

– Buenos días, señor… Perdón, es milord, ¿no?

Él sonrió levemente.

El nerviosismo de Colby aumentó.

– ¿En qué puedo ayudarle?

Tristan se lo explicó. A pesar de su aspecto, Colby era el reconocido cabecilla de los bajos fondos del territorio de Londres, incluido Montrose Place. Tristan lo había conocido, o más bien se había asegurado de que Colby supiera de él, cuando instaló el club en el número 12.

Al escuchar los extraños acontecimientos en Montrose Place, Colby apretó los dientes y adoptó un aspecto severo. Tristan nunca había creído que los robos frustrados fueran trabajo de los delincuentes locales y la reacción de Colby y su subsiguiente afirmación se lo confirmaron.

El hombre entornó los ojos. Ahora se parecía más al tipo potencialmente peligroso que era.

– Me gustaría encontrarme con ese elegante caballero.

– Es mío. -Tristan lo afirmó con suavidad.

Colby lo miró, valorándolo, y luego asintió.

– Haré correr la voz de que quiere tener unas palabras con él. Si alguno de los chicos oye hablar del tipo, me aseguraré de informarle.

Tristan inclinó la cabeza.

– Una vez le ponga las manos encima, no lo volverá a ver.

Colby asintió una vez y aceptó el trato. Información a cambio de la eliminación de un competidor. Tristan llamó a Havers, que acompañó a su invitado hasta la puerta.

Entretanto, acabó la última de sus solicitudes de información, luego se las entregó al mayordomo con instrucciones estrictas para su entrega.

– Nada de librea. Y usa a los sirvientes más fornidos.

– Por supuesto, milord. Deduzco que desea hacer una demostración de fuerza. Collisons será el mejor a ese respecto.

Tristan asintió y reprimió una sonrisa cuando Havers se retiró. Aquel hombre era una bendición. Se encargaba de la miríada de demandas de las ancianas y, sin embargo, con igual aplomo, se adaptaba al lado más duro de los asuntos de Tristan.

Tras hacer todo lo que estuvo en su mano en relación con Montgomery Mountford, Tristan centró su atención en el deber diario de mantenerse a flote con los detalles y exigencias del título nobiliario. Mientras, el reloj avanzaba y el tiempo pasaba sin que hubiera hecho ningún progreso en ese terreno.

Para una persona de su temperamento, eso último era muy irritante.

Le pidió a Havers que le llevase el almuerzo en una bandeja y continuó haciendo disminuir el montón de cartas de negocios. Tras garabatear una nota para su administrador, suspiró, apartó a un lado la pila ya completada y centró su mente en el tema del matrimonio. En su futura esposa. Era revelador que no pensara en ella como en una novia, sino como en su esposa. Su asociación no estaba basada en superficialidades sociales, sino en interacciones del día a día, prácticas y sin adornos. Podía imaginársela fácilmente a su lado como su condesa, encargándose de las demandas de su futura vida.

Suponía que, a esas alturas, debería haber considerado ya a una serie de candidatas. De hecho, si se lo pedía, sus chismosas parientes estarían encantadas de proporcionarle una lista. Había coqueteado con la idea, o al menos se había dicho a sí mismo que lo había hecho. Sin embargo, recurrir a otros para una decisión tan personal y crucial en su vida no era su estilo. Además era superfluo, una pérdida de tiempo.

A la derecha del secante estaba la carta de Leonora. Con la mirada fija en ella, con su delicada escritura que le recordaba a su autora, se quedó allí sentado y meditó mientras le daba vueltas a la pluma entre los dedos.

El reloj dio las tres. Alzó la vista, echó la silla hacia atrás, se levantó y se dirigió al vestíbulo.

Havers se reunió allí con él, donde lo ayudó a ponerse el abrigo, le dio el bastón y le abrió la puerta.

Tristan salió, bajó rápidamente la escalera y se dirigió a Montrose Place.


Encontró a Leonora en el taller de su primo Cedric, una gran habitación en el sótano del número 14. Las paredes eran de sólida piedra, gruesas y frías. Una hilera de ventanas altas, a la altura del suelo, daba a la parte delantera de la casa. En su momento, habrían dejado entrar una luz razonable, pero ahora estaban empañadas y agrietadas. Tristan se fijó en seguida en que eran demasiado pequeñas para que ni siquiera un niño pudiera pasar por ellas.

Leonora no lo había oído entrar; tenía la nariz metida en un tomo mohoso. Cuando rozó el suelo con una suela a propósito, ella alzó la vista y le sonrió encantada.

Tristan le devolvió la sonrisa y dejó que ese sencillo gesto lo animara mientras entraba, estudiando la estancia.

– Creí que me habías dicho que este lugar había estado cerrado durante años.

No había telarañas y todas las superficies -mesas, suelos y estantes- estaban limpias.

– He mandado a las doncellas esta mañana para que la limpiaran. -Lo miró a los ojos cuando él se volvió hacia ella-. No me gustan mucho las arañas.

Tristan se fijó en una pila de polvorientas cartas amontonadas en el banco, al lado de ella, y olvidó la frivolidad.

– ¿Has encontrado algo?

– Nada en especial. -Cerró el libro y una nube de polvo subió de las páginas. Le señaló el organizador de madera, un cruce entre librería y casillero, que cubría la pared de detrás del banco-. Era pulcro, pero no metódico. Parece ser que lo guardaba todo. He estado separando las facturas y cuentas de las cartas, las listas de la compra de los borradores de documentos eruditos.

Tristan cogió el viejo pergamino que había en lo alto de la pila. Era una carta escrita con tinta borrosa. En un principio, pensó que la había escrito una mujer, pero el contenido era claramente científico. Miró la firma.

– ¿Quién es A. J.?

Leonora se inclinó para comprobar la carta; su pecho le rozó el brazo.

– A. J. Carruthers.

Cuando se alejó para colocar el viejo tomo en el estante, Tristan reprimió el fuerte impulso de atraerla hacia él para restablecer el sensual contacto.

– Carruthers y Cedric se escribían con frecuencia. Parece ser que estaban trabajando en algo antes de que mi primo muriera.

Una vez guardó el tomo, Leonora se volvió. Mientras él continuaba hojeando las cartas, ella se acercó con la mirada fija en la pila de pergaminos. No calculó bien y se acercó demasiado. Lo rozó desde el hombro hasta el muslo y el deseo se encendió, ardió entre ellos.

Tristan intentó tomar aire, pero no pudo. Las cartas se le escaparon de los dedos. Se dijo a sí mismo que debía retroceder, pero sus pies no se movieron. Su cuerpo ansiaba demasiado el contacto para negárselo.

Leonora le lanzó una fugaz mirada a través de las pestañas, luego, como si se avergonzara, retrocedió un poco y dejó un hueco de menos de un centímetro entre los dos.

Demasiado, aunque no suficiente. Tristan levantó los brazos automáticamente para atraerla hacia él de nuevo, pero cuando se dio cuenta de lo que hacía, los bajó. Ella, por su parte, cogió las cartas y las extendió.

– Yo iba… -su voz sonó ronca. Hizo una pausa para carraspear- iba a revisar estas cartas. Puede que haya algo en ellas que nos ayude a descubrir algo.

A Tristan le costó más de lo que le gustaría volverse a centrar en las cartas. Estaba claro que llevaba demasiado tiempo sin una mujer. Tomó aire y exhaló. Su mente se despejó. Dijo:

– Tal vez nos dejen ver si Mountford va detrás de algo que Cedric descubrió. No deberíamos olvidar que quiso comprar la casa, y todo esto es algo que él esperaba que se hubiera quedado en ella.

– O algo a lo que, al ser comprador, pudiera tener acceso, antes de que nosotros tres nos marcháramos.

– Cierto. -Acabó de repartir las cartas sobre la superficie del banco, luego alzó la vista hacia los grandes casilleros. Acto seguido, se alejó de la tentación que ella representaba, dio la vuelta a la habitación siguiendo el banco, mientras examinaba los estantes encima de éste en busca de más cartas. Sacó todo lo que vio y lo dejó sobre el banco-. Quiero que revises todas las cartas que puedas encontrar y separes las escritas en el año anterior a la muerte de Cedric.

Leonora lo siguió y frunció el cejo a su espalda, luego intentó verle el rostro.

– Habrá centenares.

– Por muchas que haya, tendrás que leerlas todas. Después, haz una lista de corresponsales y escribe y pregunta a cada uno de ellos si sabe si Cedric estaba trabajando en algo que pudiera tener una importancia comercial o militar.

Ella parpadeó.

– ¿Importancia comercial o militar?

– Ellos lo sabrán. Los científicos pueden estar tan absortos en su trabajo como tu tío y tu hermano, pero a menudo reconocen las posibilidades de aquello en lo que están trabajando.

– Hum. -Con la mirada clavada entre sus omóplatos, Leonora continuó siguiéndolo-. Entonces, tengo que escribir a todos los contactos de su último año de vida.

– A todos. Si había algo relevante, alguien lo sabrá.

Tristan llegó al final de la estancia y se volvió. Ella miró hacia abajo y chocó contra él, que la sujetó; Leonora alzó la cabeza y fingió sorpresa. Aunque no tuvo que fingir su agitado pulso ni el repentino martilleo del corazón. Trentham se concentró en sus labios; la mirada de ella se posó en los de él. Luego, miró hacia la puerta.

– Todo el personal está ocupado. -Se había asegurado de ello.

Trentham volvió a mirarla a la cara. Ella le devolvió la mirada brevemente y, cuando no se movió en seguida, Leonora liberó las manos y las alzó para apoyar una en su nuca y agarrarle de la solapa con la otra.

– Deja de ser tan remilgado y bésame.

Él parpadeó. Entonces, ella se movió en sus brazos, provocando sin querer a aquella parte de su anatomía más sensible a su cercanía. Sin pensarlo más, Tristan la besó.


Se fue de allí casi una hora más tarde. Se sentía claramente perplejo. Hacía años, décadas, que no se había permitido un comportamiento tan ilícito. Sin embargo, lejos de preocuparle, sus sentidos se mostraban satisfechos, regocijándose en los placeres robados.

Mientras avanzaba por el camino de entrada, se pasó la mano por el pelo, con la esperanza de que eso bastara. Leonora se había aficionado a alborotar su corte normalmente elegante. Aunque no era que se quejara porque, mientras ella lo despeinaba, él había estado saboreando su boca, sus curvas.

Bajó el brazo y se fijó en que tenía la manga manchada de polvo. Se lo sacudió. Las doncellas habían limpiado el polvo de las superficies, pero no habían limpiado las cartas. Cuando finalmente se habían separado, tuvo que sacudirse el polvo con un cepillo, tanto de sí mismo como de Leonora, que no sólo lo tenía pegado a la ropa.

La imagen de ella flotaba en su mente. Tenía los ojos brillantes, pero oscurecidos de deseo, los párpados pesados, los labios inflamados por sus besos, lo cual atraía aún más su atención a su boca, una boca que cada vez le evocaba más imágenes mentales no asociadas en general a damas virtuosas.

Cerró la verja tras él y reprimió un bufido totalmente masculino mientras ignoraba el efecto que tenían en él dichos pensamientos. Los descubrimientos de la tarde habían mejorado su humor significativamente. Al repasar el día, sintió que había avanzado en numerosos frentes.

Había ido al taller de Cedric decidido a hacer progresos en la investigación de los robos. La impaciencia lo azuzaba. Era su deber casarse para proteger a su tribu de ancianas de cualquier privación, pero antes de poder hacerlo con Leonora, tenía que acabar con la amenaza que se cernía sobre ella. Eliminar esa amenaza era su primera prioridad; era demasiado inmediata, demasiado evidente como para dejarla en segundo plano. Hasta que no completara esa misión con éxito, se mantendría centrado en eso en todo momento.

Así que, tras haber adelantado en sus propias investigaciones en los diversos estamentos de los bajos fondos, había ido para valorar qué posibilidades de avance ofrecería el taller de Cedric.

Sin duda las cartas de éste les serían útiles. Primero, para eliminar sus trabajos como un posible objetivo del ladrón, después, para mantener a Leonora entretenida.

Bueno, quizá no entretenida, pero desde luego sí ocupada. Demasiado ocupada como para que no tuviera tiempo de embarcarse en ningún otro asunto.

Había conseguido muchas cosas en un solo día. Satisfecho, siguió caminando y se puso a pensar en el siguiente.


Idear su propia seducción, o al menos animarla activamente, estaba resultando más difícil de lo que Leonora había pensado. Había esperado llegar más lejos en el taller de Cedric, pero Trentham no había cerrado la puerta cuando entró y atravesar la estancia para cerrarla ella misma habría sido demasiado descarado.

No era que las cosas no hubieran progresado, el problema era que no lo habían hecho tanto como a ella le habría gustado. Y ahora él la había cargado con la tarea de revisar la correspondencia de Cedric. Al menos, había limitado la búsqueda a su último año de vida.

Se había pasado el resto del día leyendo y seleccionando, esforzándose por distinguir la escritura borrosa, descifrando fechas ilegibles. Esa mañana, se había llevado todas las cartas relevantes al salón y las había colocado sobre las mesas auxiliares. Se sentó a su escritorio e hizo una lista de todos los nombres y direcciones.

Una larga lista.

Luego, escribió una carta informando al destinatario de la muerte de Cedric y solicitándole que contactara con ella si disponía de alguna información referente a cualquier cosa de valor, descubrimientos, inventos o posesiones, que pudiera encontrarse entre los efectos de su difunto primo. En lugar de mencionar el interés del ladrón, comentó que, debido a limitaciones de espacio, tenían previsto quemar todos los documentos, sustancias y equipos que no fueran valiosos.

Si algo sabía sobre expertos era que si tenían conocimiento de algún dato del más mínimo valor, la idea de que lo quemaran haría que cogieran la pluma y la escribieran.

Tras el almuerzo, empezó la ardua tarea de copiar la carta y enviar cada una de las copias a cada uno de los nombres de la lista.

Cuando el reloj sonó y vio que eran las tres y media, dejó la pluma y estiró la dolorida espalda.

Suficiente por ese día. Ni siquiera Trentham esperaría que acabara el proceso en una sola jornada.

Pidió el té. Cuando Castor trajo la bandeja, Leonora se lo sirvió y bebió. Y pensó en seducción. La suya. Un tema claramente estimulante, sobre todo, para una virgen de veintiséis años, reacia pero resignada. Ésa era una descripción razonable de lo que había sido, pero ya no estaba resignada. La oportunidad había llamado a su puerta y estaba decidida a aprovecharla.

Miró el reloj. Demasiado tarde para ir a tomar el té a casa de Trentham. Además, no quería encontrarse rodeada por sus viejas damas, porque eso no ayudaría a su causa.

Pero perder todo un día sin haber hecho nada tampoco era su estilo. Tenía que haber algún modo, alguna excusa que pudiera usar para visitarlo y tenerlo para ella sola en el lugar apropiado.


– ¿Quiere que se lo enseñe, señorita?

– No, no. -Leonora cruzó el umbral del invernadero de la casa de Trentham y le dedicó una tranquilizadora sonrisa al mayordomo-. Pasearé un poco y esperaré al señor. Si está seguro de que regresará pronto.

– Estoy convencido de que llegará a casa antes de que anochezca.

– En ese caso… -Sonrió e hizo un gesto a su alrededor al tiempo que se adentraba en la estancia.

– Si necesita cualquier cosa, la campana está a la derecha. -Sereno e imperturbable, el mayordomo le hizo una reverencia y se marchó.

Leonora miró a su alrededor. El invernadero de Trentham era mucho más grande que el suyo; de hecho, era monstruoso. Al recordar su supuesta necesidad de información sobre invernaderos, soltó un bufido. No es que fuera más grande simplemente, también era mejor. La temperatura se mantenía mucho más constante, el suelo estaba cubierto por hermosas baldosas que formaban mosaicos azules y verdes. El agua de una pequeña fuente se oía en algún lugar, aunque no podía verla a través de la vegetación verde, exuberante y hábilmente cuidada.

Encontró un camino y lo siguió.

Eran las cuatro, y fuera, tras los muros de cristal, la luz se apagaba rápidamente. Trentham no tardaría, pero no podía entender por qué iba a sentirse impulsado a regresar a casa antes de que anocheciera. Sin embargo, el mayordomo se había mostrado bastante seguro en ese punto.

Llegó al final del camino y se encontró en una zona despejada y rodeada de altos macizos de arbustos y flores. Había un estanque circular en el suelo; la pequeña fuente del centro era la responsable del sonido. Más allá del estanque, un amplio banco lleno de almohadones seguía la curva que trazaba el muro acristalado. Se acercó y se sentó sobre ellos. Eran mullidos, cómodos, perfectos para sus propósitos. Reflexionó, luego se levantó y recorrió otro de los caminos que seguía el curvado muro exterior. Mejor que se encontrara a Trentham de pie, así podría guiarlo hacia aquel asiento junto a la pared acristalada…

Un destello de movimiento en el jardín atrajo su mirada. Se detuvo y miró, pero no pudo ver nada inusual. Las sombras se habían intensificado mientras paseaba; ahora, la oscuridad se arremolinaba bajos los árboles.

Entonces, de uno de aquellos rincones oscuros, surgió un hombre. Alto, moreno, delgado, llevaba un abrigo destrozado y unos pantalones de pana, y una maltrecha gorra le cubría la cabeza. Miró furtivamente a su alrededor mientras se acercaba de prisa a la casa.

Leonora jadeó. Los pensamientos sobre otro ladrón inundaron su mente; los recuerdos del hombre que la había atacado dos veces la dejaron sin respiración. Aquél era mucho más corpulento; si le ponía las manos encima, no podría zafarse de él. Y sus largas piernas lo estaban llevando directo al invernadero.

El pánico la dejó paralizada entre las sombras de las plantas. La puerta estaría cerrada con llave, se dijo a sí misma. El mayordomo de Trentham era excelente…

El hombre llegó a la puerta, cogió el pomo y lo giró. La puerta se abrió hacia adentro y él entró.

La tenue luz del lejano pasillo lo alcanzó cuando cerró, se dio la vuelta y se irguió.

– ¡Dios santo!

La exclamación estalló desde el tenso pecho de Leonora, que se quedó mirándolo incapaz de creer lo que veían sus ojos.

Trentham volvió la cabeza ante su exclamación.

Se quedó mirándola, luego apretó los labios y frunció el cejo. El reconocimiento fue, entonces, completo.

– ¡Chist! -Le indicó por señas que guardara silencio, escudriñó el pasillo y luego, sin hacer ruido, se acercó a ella-. A riesgo de repetirme, ¿qué diablos haces aquí?

Leonora se limitó a contemplarlo, la suciedad en su rostro, la oscura sombra de la barba en la mandíbula. Una mancha de hollín le subía desde una ceja y desaparecía bajo el pelo, que ahora caía lacio bajo aquella gorra, una desgastada monstruosidad a cuadros que era aún peor de cerca.

Bajó la vista para contemplar el abrigo, destrozado y muy sucio, los pantalones de pana, los calcetines de punto y las hoscas botas de trabajo que Trentham calzaba. Luego lo recorrió de nuevo con los ojos hasta volver a encontrarse con los de él, con su irritada mirada.

– Responde a mi pregunta y yo responderé a las tuyas. ¿De dónde vienes con ese aspecto?

Trentham apretó los labios.

– ¿Qué aspecto tengo?

– Pareces un peón del más peligroso barrio en la ciudad. -Un claro aroma le llegó; Leonora olisqueó-. Quizá de los muelles.

– Muy aguda -gruñó él-. Y ahora, ¿qué te ha traído hasta aquí? ¿Has descubierto algo?

Ella negó con la cabeza.

– Quería ver tu invernadero. Me dijiste que me lo enseñarías.

La tensión, la aprensión que lo había atravesado al verla allí, desapareció. Se miró e hizo una mueca.

– Has venido en mal momento.

Leonora frunció el cejo con la mirada clavada una vez más en su vergonzosa indumentaria.

– Pero ¿qué has estado haciendo, Tristan? ¿Adónde has ido vestido así?

– Como tú tan perspicazmente has supuesto, he estado en los muelles. -Buscando cualquier pista, cualquier rastro, cualquier rumor sobre un tal Montgomery Mountford.

– Eres un poco mayor para permitirte estas aventuritas. -Alzó la vista y lo miró a los ojos-. ¿Haces estas cosas a menudo?

– No. -Ya no. No había esperado tener que ponerse aquella ropa nunca más, pero al hacerlo esa mañana se había sentido peculiarmente justificado en su negativa de tirarla-. He estado visitando el tipo de antros que los supuestos ladrones frecuentan.

– Oh, entiendo. -Volvió a mirarlo, ahora con un abierto y ávido interés-. ¿Has averiguado algo?

– No directamente, pero he hecho correr la voz…

– Oh, entonces, ¿la joven está aquí, Havers? -se oyó.

Ethelreda. Tristan maldijo entre dientes.

– Le haremos compañía hasta que nuestro querido Tristan regrese.

– No hay necesidad de que espere como un alma en pena, sola.

– ¿Señorita Carling? ¿Está ahí?

Él volvió a maldecir. Estaban todas y venían directas hacia ellos.

– ¡Por Dios santo! -masculló. Fue a coger a Leonora, pero entonces recordó que tenía las manos sucias. Las mantuvo lejos de ella-. Tendrás que distraerlas.

Era un claro ruego; la miró a los ojos, infundiendo a su expresión hasta la última brizna de suplicante candor de que era capaz.

Leonora lo miró.

– Ellas no saben que vas por ahí haciéndote pasar por un patán, ¿verdad?

– No. Y les dará un ataque si me ven así.

Un ataque sería lo mínimo; Ethelreda tenía la horrible costumbre de desvanecerse.

Se acercaban por el camino, avanzando inexorablemente.

Tristan extendió las manos, suplicante.

– Por favor.

Ella sonrió. Despacio.

– De acuerdo. Te salvaré. -Se dio la vuelta y se dirigió hacia el lugar de donde provenían el parloteo femenino, luego por encima del hombro, lo miró a los ojos.

– Pero me debes un favor.

– Lo que sea. -Suspiró aliviado-. Pero sácalas de aquí. Llévatelas al salón.

Leonora amplió la sonrisa, se volvió y continuó avanzando. «Lo que sea», había dicho. Un excelente resultado de una iniciativa por lo demás inútil.

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