CAPÍTULO 14

Tristan insistió en acompañarla a casa. Sólo sus manos se tocaron y Leonora se sintió inmensamente agradecida por ello. La estuvo observando; ella percibió su deseo, tan flagrantemente posesivo y apreció el hecho de que lo refrenara, que pareciera comprender que necesitaba tiempo para pensar, para asimilar todo lo que él le había dicho, todo lo que ella había descubierto. No sólo de él, sino de sí misma.

Amor. Si a eso era a lo que se había referido, lo cambiaba todo. Tristan no había dicho ni una palabra. No obstante, allí de pie, tan cerca de él, Leonora había podido sentirlo, fuera lo que fuese; no deseo, ni lujuria, sino algo mucho más fuerte. Algo mucho más delicado.

Si era amor lo que había surgido entre ellos, entonces, alejarse de él, de su proposición, quizá ya no fuera una opción. Alejarse sería la salida del cobarde.

La decisión era suya. No sólo su felicidad, sino también la de él estaba en juego.

Con la casa en silencio a su alrededor y el reloj del rellano señalando ya la madrugada, se tumbó en la cama y se obligó a enfrentarse al motivo que la había mantenido alejada del matrimonio.

No era una aversión, nada tan definido y absoluto, algo que podría haber identificado y valorado. Algo que podría haberse convencido a sí misma de dejar a un lado, o de superar.

Su problema era más profundo, mucho más intangible. Sin embargo, a lo largo de los años, la había hecho rehuir una y otra vez el matrimonio. Y no sólo el matrimonio.

Tumbada en la cama con los ojos clavados en el techo bañado por la luz de la luna, oyó los golpecitos en las tablas de madera del suelo ante la puerta de su dormitorio cuando Henrietta se levantó y bajó la escalera para pasearse. El sonido se apagó y ya no hubo más distracciones.

Tomó aire y se obligó a hacer lo que debía. Echarle una larga mirada a su vida, examinar las amistades íntimas y relaciones que no había permitido que se desarrollaran.

La única razón por la que había considerado casarse con Mark Whorton era porque había reconocido desde el principio que nunca se sentiría cercana a él, emocionalmente próxima. Nunca se habría convertido para él en lo que Heather, su esposa, era. Una mujer dependiente y feliz de serlo. Él necesitaba eso, una mujer dependiente. Leonora nunca había sido una candidata a proporcionarle eso; simplemente, no había sido capaz de ello. Y, gracias a todos los dioses, él lo había percibido, y si no había visto la verdad, al menos había captado una discordancia entre los dos.

Esa misma discordancia no existía entre Tristan y ella. Entre ellos había otra cosa. Posiblemente amor.

Tenía que afrontarlo, afrontar el hecho de que esa vez, con él, se daban las condiciones para ser su esposa. En todos los aspectos. Tristan lo había reconocido instintivamente; era el tipo de hombre acostumbrado a seguir sus instintos y lo había hecho.

Además, él no esperaría que ella fuera dependiente, que cambiara de ningún modo. La quería por lo que era, la persona que era y que podía ser, no para satisfacer ningún ideal, alguna visión errónea, sino porque sabía que era buena para él. Con Tristan no corría ningún peligro de que la colocara en un pedestal; en cambio, a través de todos sus encuentros, se había dado cuenta de que no sólo era capaz, sino que estaba dispuesto a adorarla por completo. A ella, a la auténtica Leonora, no a un producto de su imaginación.

La idea, la realidad era tan increíblemente, tan aterradoramente atractiva… Deseaba eso, no podía dejarlo pasar. Tenía que agarrarlo bien, tendría que aceptar la proximidad emocional que, con Tristan, sería, ya era, previsible, una parte vital de lo que los unía. Tenía que enfrentarse a lo que le había impedido tener semejante cercanía con ninguna otra persona.

No fue fácil retroceder a través de los años, obligarse a quitar todos los velos, todas las murallas que había levantado para esconder y excusar el dolor. No siempre había sido como era en ese momento, fuerte, capaz, autónoma. Tiempo atrás no había sido autosuficiente, independiente, ni capaz de sobrellevarlo todo sola. Había sido como cualquier otra niña que necesitaba un hombro en el que llorar, que necesitaba unos cálidos brazos que la estrecharan, que la confortaran.

Su madre había sido su modelo que seguir, siempre allí, siempre comprensiva. Pero entonces, un día de verano, su padre y ella murieron.

Aún recordaba el frío, la gélida sensación de pérdida que se había instalado a su alrededor para encerrarla en una prisión. No había sido capaz de llorar, no había tenido ni idea de cómo llorar su muerte. Y no había habido nadie que la ayudara, nadie que la comprendiera.

Sus tíos y tías, el resto de su familia, eran mayores que sus padres, y ninguno tenía hijos. Le habían dado unas palmaditas, la habían alabado por ser tan valiente; nadie había atisbado, ni tenido la más mínima idea de la angustia oculta en su interior.

Leonora siguió ocultándola porque parecía que eso era lo que se esperaba de ella. Pero de vez en cuando la carga se volvía demasiado pesada y entonces había intentado, lo había intentado de verdad, encontrar a alguien que la comprendiera, que la ayudara a superarlo. Sin embargo, Humphrey nunca la había comprendido; el personal en la casa no tenía ni idea de qué le sucedía. Nadie la había ayudado.

Leonora aprendió a ocultar su necesidad. Poco a poco, incidente tras incidente a lo largo de los años de su niñez, había aprendido a no pedirle ayuda a nadie, a no abrirse emocionalmente a nadie, a no confiar en nadie lo suficiente como para hacerlo, se acostumbró a no depender de nadie; si no lo hacía, no podrían rechazarla. No podrían abandonarla.

Su mente empezó a establecer las conexiones lentamente.

Ella sabía que Tristan no la abandonaría. No la rechazaría. Con él estaría a salvo.

Lo único que tenía que hacer era encontrar el coraje para aceptar el riesgo emocional que se había pasado los últimos quince años enseñándose a sí misma a no asumir.


Tristan fue a verla al día siguiente a mediodía. Leonora estaba arreglando unas flores en el jardín; la encontró allí.

Ella lo saludó con la cabeza, consciente de su aguda mirada, de la atención con que la estudiaba antes de apoyar el hombro en el marco de la puerta, a tan sólo un metro de distancia.

– ¿Estás bien?

– Sí. -Lo miró y luego volvió a dirigir su atención a las flores-. ¿Y tú?

Tras un momento, Tristan dijo:

– Vengo de aquí al lado. A partir de ahora, verás a más de nosotros entrando y saliendo.

Ella frunció el cejo.

– ¿Cuántos sois?

– Siete.

– ¿Y todos sois ex… oficiales de la Guardia Real?

Él vaciló, pero luego respondió:

– Sí.

La idea la intrigó. Antes de que pudiera pensar la siguiente pregunta, Tristan se movió y se acercó más. Al instante, fue consciente de su cercanía, de la llameante respuesta que la atravesó. Volvió la cabeza y lo miró. Lo miró a los ojos, se perdió en ellos. No pudo apartar la vista, sólo quedarse allí, con el corazón martilleándole, el pulso palpitándole en los labios mientras él se inclinaba despacio y le daba un leve beso, dolorosamente incompleto en la boca.

– ¿Has tomado ya una decisión?

Susurró las palabras sobre sus ávidos labios.

– No, aún estoy pensándolo.

Retrocedió lo justo para poder mirarla a los ojos.

– ¿Cuánto tiempo necesitas?

La pregunta rompió el hechizo; Leonora entornó los ojos y luego volvió a dirigir su atención a las flores.

– Más de lo que crees.

Él volvió a acomodarse en el marco de la puerta, con la mirada fija en su rostro. Tras un momento, dijo:

– De acuerdo, cuéntamelo.

Leonora apretó los labios e hizo ademán de negar con la cabeza, pero entonces se acordó de todo lo que había pensado en las largas horas de la noche. Inspiró profundamente, dejó escapar el aire despacio y mantuvo la mirada fija en las flores.

– No es algo sencillo.

Tristan no dijo nada, se limitó a esperar.

Ella tuvo que volver a tomar aire.

– Ha pasado mucho tiempo sin que yo confíe en que alguien… haga cosas por mí, en que me ayude. -Ésa había sido una consecuencia, posiblemente la más evidente de su aislamiento.

– Pero acudiste a mí, me pediste ayuda cuando viste al ladrón al fondo de tu jardín.

Con los labios apretados, ella negó con la cabeza.

– No fue así. Acudí a ti porque eras el único modo que tenía de avanzar.

– ¿Me veías como una fuente de información?

Leonora asintió.

– Y me ayudaste, pero yo nunca te lo pedí, tú nunca me ofreciste tu ayuda, simplemente me la diste. Eso… -Se detuvo cuando lo tuvo claro en su propia mente, entonces continuó-: Eso es lo que ha estado sucediendo entre nosotros. Nunca te he pedido ayuda, tú simplemente me la has dado, y eres lo bastante fuerte como para que rechazarla no fuera nunca una alternativa y no parecía que hubiera ningún motivo para resistirse a ti, dado que teníamos el mismo objetivo…

La voz le tembló y se detuvo. Tristan se acercó y le cogió la mano. Su contacto amenazó con hacer añicos su control, pero entonces la acarició con el pulgar y una indefinible calidez la inundó, la calmó, la confortó.

Leonora alzó la cabeza y tomó aire temblorosa. Tristan se acercó aún más, la rodeó con los brazos y le pegó la espalda a él.

– Deja de resistirte. -Esas palabras le sonaron siniestras, como la orden de un hechicero-. Deja de resistirte a mí.

Ella suspiró larga y profundamente; su cuerpo se relajó contra la cálida y sólida roca del suyo.

– Lo intento. Lo haré. -Echó la cabeza hacia atrás y miró por encima del hombro. Se encontró con sus ojos color avellana-. Pero no será hoy.


Tristan le dio tiempo, aunque a regañadientes.

Leonora se pasaba los días intentando descifrar los diarios de Cedric, buscando cualquier mención a una fórmula secreta o a algún trabajo realizado con Carruthers. Había descubierto que las entradas no estaban en orden cronológico. Aparecían casi al azar, primero en un libro, luego en otro, unidas, al parecer, por algún código no escrito.

Las noches las dedicaba a bailes y fiestas, siempre con Tristan a su lado, de cuya atención, fija e inquebrantable, todo el mundo se dio cuenta; a las pocas damas valientes que intentaron reclamarlo, las despidió con rapidez y aspereza. Con extremada rapidez y aspereza. A partir de entonces, en la buena sociedad se empezó a especular sobre la fecha de la boda.

Esa noche, mientras paseaban por el salón de baile de lady Court, Leonora le habló de los diarios de Cedric.

Tristan frunció el cejo.

– Mountford debe de ir detrás de algo que tiene que ver con el trabajo de tu primo. En el número catorce parece que no hay nada más que pueda despertar tanto interés.

– ¿Tanto interés? -Leonora lo miró-. ¿Qué has descubierto?

– Mountford, aún no tengo un nombre mejor, aún está en Londres. Lo han visto, pero no deja de moverse. Todavía no he podido atraparlo.

A Leonora no le gustaría estar en la piel del hombre cuando Tristan lograra ponerle las manos encima.

– ¿Has recibido alguna noticia de Yorkshire?

– Sí y no. A partir de la documentación del abogado, llegamos hasta el principal heredero de Carruthers, un tal Jonathon Martinbury. Es secretario de un abogado en York. Hace poco que ha acabado su formación y se sabe que estuvo planeando viajar a Londres, seguramente para celebrarlo. -La miró a los ojos-. Parece ser que cuando recibió tu carta, la que le envió el abogado en Harrogate, adelantó sus planes. Salió en el coche postal hace dos días, pero aún no lo he localizado en la ciudad.

Leonora frunció el cejo.

– Qué extraño. Lo lógico sería que si cambió sus planes a consecuencia de mi carta, hubiera venido a verme.

– Exacto, pero no hay que intentar predecir las prioridades de un joven. Para empezar, no sabemos por qué quería venir a Londres.

Ella hizo una mueca.

– Cierto.

No hablaron más al respecto esa noche. Desde su conversación en el estudio de Tristan y su posterior encuentro en el jardín, él no organizó nada para satisfacer sus sentidos más allá de lo que podría lograrse en los salones de baile. Aun así, ambos eran extremadamente conscientes el uno del otro, no sólo en el aspecto físico; cada contacto, cada caricia, cada mirada compartida, no hacía más que aumentar el deseo. Leonora podía sentir cómo se le crispaban los nervios lentamente y no necesitaba ver su mirada, a menudo oscurecida, para saber que resultaba mucho más duro para él.

Pero ella le había pedido tiempo, y Tristan se lo estaba dando. Sus deseos eran órdenes para él. Esa noche, mientras subía la escalera hacia su dormitorio fue consciente de ello y lo aceptó. Una vez se acostó en la cama, cómoda y caliente, volvió a pensar en el asunto. No podía seguir con sus dudas para siempre. De hecho, ni un día más. No era justo, ni para él ni para ella. Estaba jugando con ambos, torturándolos sin motivo, sin ninguno que tuviera ya relevancia o poder.

Al otro lado de la puerta, Henrietta gruñó, arañó algo y luego se alejó por la escalera. Leonora fue consciente de ello pero a distancia, porque seguía concentrada, sin distraerse.

Aceptar a Tristan o vivir sin él. No había elección. No para ella. Ya no. Iba a aprovechar la oportunidad, aceptar el riesgo y seguir adelante. La decisión se concretó en su mente; aguardó a la espera de un retroceso, una instintiva retirada, pero si estaba ahí, quedó anegado por una gran oleada de certitud. De seguridad. Casi de júbilo.

De repente, se le ocurrió que el hecho de aceptar esa inherente vulnerabilidad era como mínimo la mitad de la batalla. Para ella sin duda lo era.

Se sintió animada y empezó a planear cómo comunicarle a Tristan su decisión, el modo más apropiado de darle la noticia…

No tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado, cuando se dio cuenta de que Henrietta no había vuelto a su lugar junto a la puerta de su dormitorio. Eso la distrajo.

A menudo, la perra se paseaba por la casa de noche, pero nunca durante tanto rato. Siempre regresaba a su lugar favorito en la moqueta del pasillo, ante la puerta de Leonora.

Y no estaba allí en ese momento.

Lo supo antes de ponerse la bata, abrir la puerta y ver el espacio vacío. Una leve luz llegaba al pasillo desde lo alto de la escalera; Leonora vaciló, luego se sujetó con más fuerza la bata y se dirigió hacia allí. Recordó el grave gruñido de la perra antes de marcharse. Podía haber sido una reacción a algún gato que hubiera atravesado el jardín trasero, pero…

¿Y si Mountford estaba intentando entrar de nuevo?

¿Y si le había hecho daño a Henrietta?

El corazón le dio un vuelco. La tenía desde que era un diminuto ovillo de pelos; la perra era en realidad su más íntima confidente, la silenciosa receptora de centenares de secretos.

Bajó la escalera sigilosamente mientras se decía a sí misma que no fuera tonta. Sería un gato. Había muchos en Montrose Place. Quizá habían sido dos gatos y por eso Henrietta aún no había subido. Llegó al pie de la escalera y dudó si encender o no una vela. Allá abajo estaría oscuro y podría tropezar con la perra, que esperaría que la viera.

Se detuvo junto a una mesita auxiliar, al fondo del vestíbulo principal y encendió una vela con una cerilla. La cogió y atravesó la puerta verde que daba a la zona de servicio. Sostuvo la vela en alto y recorrió el pasillo. Las paredes parecían cernirse sobre su cabeza cuando la luz de la vela se proyectaba sobre ellas, pero todo parecía normal. Pasó junto a la despensa y la habitación del ama de llaves, luego llegó al corto tramo de escalones que llevaba a la cocina.

Se detuvo y miró hacia abajo. Estaba todo muy oscuro, excepto por algunos parches de tenue luz de luna que entraba por las ventanas y por el pequeño tragaluz de la puerta trasera. A esa difusa claridad, pudo distinguir a la perra; estaba acurrucada contra la pared, con la cabeza sobre las patas.

¿Henrietta? -Leonora se esforzó por ver.

La perra no se movió ni se inmutó. Algo iba mal. Henrietta no era tan joven. Leonora temió que hubiera sufrido un ataque, por lo que se agarró a la barandilla y bajó corriendo la escalera.

Henriett… ¡oh!

Se detuvo en el último escalón, con la boca abierta frente al hombre que había surgido de las sombras frente a ella.

La luz de la vela tembló sobre su rostro y vio cómo esbozaba una sonrisa ladeada. Sintió que una ráfaga de dolor le atravesaba la cabeza desde la parte de atrás. La vela se le cayó y se desplomó de bruces al tiempo que la luz se apagaba y todo se sumía en la oscuridad.

Por un segundo, pensó que la vela simplemente se había apagado. Pero entonces, desde una gran distancia, oyó a Henrietta aullar, el sonido más horrible y espeluznante del mundo.

Intentó abrir los ojos y no pudo. Un dolor punzante le atravesó la cabeza. La oscuridad se intensificó y la arrastró con ella.


Recuperar la conciencia no fue agradable. Durante largo rato se quedó allí, flotando en aquella tierra de nadie, mientras unas voces llegaban hasta ella, algunas furiosas, otras llenas de miedo.

Henrietta estaba allí, a su lado. La perra aulló y le lamió los dedos. La áspera caricia la trajo inexorablemente de vuelta, a través de la bruma, hasta el mundo real.

Intentó abrir los ojos, pero los párpados le pesaban mucho y sus pestañas se agitaron. Débilmente, levantó una mano y se dio cuenta de que una gran venda le rodeaba la cabeza.

Todas las charlas cesaron.

– ¡Se ha despertado!

Era la voz de Harriet. Su doncella corrió a su lado, le cogió la mano y le dio unas palmaditas.

– No se preocupe. La ha visto el médico y ha dicho que muy pronto estará como nueva.

Leonora dejó la mano flácida entre las de Harriet mientras asimilaba sus palabras.

– ¿Te encuentras bien, hermanita?

Jeremy sonaba extrañamente conmovido; sonaba cerca. Estaba tumbada con los pies en alto sobre un diván… Debía de estar en el salón.

Una pesada mano le dio unas torpes palmaditas en la rodilla.

– Descansa, querida -le aconsejó Humphrey-. Dios sabe adónde vamos a ir a parar, pero… -Su voz tembló y se apagó.

Un instante después, oyó una voz baja.

– Estará mejor si no la agobian.

Tristan.

Leonora abrió los ojos y lo vio, de pie en el extremo del diván.

Tenía el rostro más tenso que nunca; la rigidez de sus rasgos era una clara advertencia para cualquiera que lo conociera y sus ojos centelleantes lo eran para todos, lo conocieran o no.

Leonora parpadeó, pero no desvió la vista.

– ¿Qué ha pasado?

– Te han golpeado en la cabeza.

– De eso ya soy consciente. -Miró a la perra, que se acercó más-. Fui a buscar a Henrietta. Había bajado al piso inferior, pero no había regresado. A menudo lo hace.

– Así que fuiste a buscarla.

Volvió a mirar a Tristan.

– Pensé que a lo mejor le había pasado algo, como así fue. -Miró a Henrietta y frunció el cejo-. Estaba junto a la puerta trasera, pero no se movía…

– Estaba drogada. Láudano con oporto por debajo de la puerta trasera.

Leonora alargó la mano hacia el animal y le acarició la peluda cara mientras estudiaba sus brillantes ojos castaños.

Tristan se movió.

– Se recuperará por completo. Has tenido suerte, quienquiera que lo hiciera, usó sólo lo suficiente para hacer que se quedara adormilada.

Ella tomó aire e hizo una mueca cuando una punzada de dolor le atravesó la cabeza. Volvió a mirar a Tristan.

– Fue Mountford. Me encontré cara a cara con él al pie de la escalera.

Por un instante le pareció que gruñiría; la violencia que se apoderó de sus rasgos fue aterradora. Aún más porque parte de aquella agresividad iba dirigida, sin duda, a ella.

Sin embargo, su revelación había dejado impactados a los demás, que miraban a Leonora, no a Tristan.

– ¿Quién es Mountford? -preguntó Jeremy, primero a su hermana y luego a Tristan-. ¿De qué va todo esto?

Leonora suspiró.

– Hablo del ladrón, del hombre que vi al fondo de nuestro jardín.

Esa información hizo que Jeremy y Humphrey se quedaran boquiabiertos. Estaban horrorizados, aún más porque ni siquiera ellos podían ya cerrar los ojos y fingir que ese hombre era el producto de su imaginación. Su imaginación no había drogado a Henrietta ni casi le había partido el cráneo a ella. Obligados a reconocer la realidad, empezaron a soltar exclamaciones.

El ruido fue demasiado para Leonora, que cerró los ojos y se desmayó, agradecida de poder hacerlo.

Tristan se sentía como la cuerda de un violín tensada hasta casi partirse, pero cuando vio los ojos cerrados de Leonora, cuando vio cómo sus rasgos se suavizaban sumidos en la inconsciencia, tomó aire, se tragó sus demonios y sacó a los demás de la habitación sin soltarles ningún bramido.

Se fueron, aunque a regañadientes. Sin embargo, después de todo lo que Tristan había oído, de todo lo que había descubierto, en su opinión habían perdido cualquier derecho que pudieran tener a velar por ella. Incluso su doncella, por muy leal que pareciera.

A ésta la envió a preparar una tisana y luego regresó para observar a Leonora. Aún estaba pálida, pero su piel ya no se veía mortalmente blanca, como cuando la había encontrado.

Jeremy, sin duda empujado por la incipiente culpa, había tenido la sensatez de mandar a un sirviente a la casa vecina; Gasthorpe se había hecho cargo de todo, envió a un lacayo a Green Street y a otro a por el médico al que tenían órdenes de llamar siempre. Jonas Pringle era un veterano de las campañas de la Península; podía curar heridas de bala o de cuchillo sin titubear. Un golpe en la cabeza para él no era nada, pero su seguridad, respaldada por su experiencia, era lo que Tristan necesitaba. Sólo eso lo había mantenido ligeramente civilizado.

Al darse cuenta de que Leonora tardaría en despertarse, alzó la cabeza y miró por las ventanas. El amanecer empezaba a vetear el cielo. La urgencia que lo había impulsado a lo largo de las últimas horas comenzaba a ceder.

Dio la vuelta a una butaca para encararla hacia el diván, se sentó, estiró las piernas, clavó la mirada en el rostro de ella y se dispuso a esperar.

Leonora se despertó una hora más tarde; sus párpados se agitaron hasta que se abrieron mientras tomaba una brusca inspiración, con gesto de dolor. Su mirada se encontró con la de él y sus ojos se abrieron como platos. Parpadeó, miró a su alrededor lo mejor que pudo sin mover la cabeza.

Tristan alzó la barbilla del puño.

– Estamos solos.

Ella volvió a mirarlo; estudió su rostro y frunció el cejo.

– ¿Qué ocurre?

Había pasado la última hora pensando cómo decírselo, pero había llegado el momento de hacerlo, y estaba demasiado cansado para andarse con rodeos. No con ella.

– Tu doncella. Estaba histérica cuando llegué aquí.

Leonora parpadeó; cuando sus ojos se abrieron de nuevo, Tristan vio en ellos que ya sabía lo que debía de haber pasado, pero cuando lo miró, no pudo interpretar su expresión. Seguro que no podía haber olvidado los ataques anteriores. De igual modo, tampoco podía imaginar por qué lo sorprendía su reacción.

Su voz sonó más áspera de lo que pretendía cuando dijo:

– Me habló de dos ataques que sufriste anteriormente. Uno en la calle y otro en el jardín delantero.

Leonora lo miraba a los ojos. Asintió e hizo una mueca de dolor.

– Pero no fue Mountford.

Eso era nuevo y la noticia hizo que su genio estallara. Se levantó, incapaz de seguir fingiendo una calma que lo sobrepasaba.

Maldijo mientras paseaba nervioso. Luego se volvió hacia ella.

– ¿Por qué no me lo contaste?

Leonora lo miró, pero no se acobardó en absoluto y le respondió tranquilamente:

– Pensé que no era importante.

– No era… importante. -Con los puños apretados, logró mantener un tono razonablemente bajo-. Te amenazaron y pensaste que no era importante. -La miró a los ojos-. ¿No creíste que yo lo consideraría importante?

– No fue…

– ¡No! -La interrumpió con un movimiento brusco. Se sintió impulsado a pasear de nuevo y la miró fugazmente, mientras se esforzaba por poner en orden sus ideas, en suficiente orden como para lograr comunicarse con ella. Las palabras le ardían en la lengua, demasiado acaloradas, demasiado violentas para soltarlas. Unas palabras de las que sabía que se arrepentiría en cuanto las pronunciara.

Tenía que centrarse; echó mano de toda su considerable preparación, se obligó a ir directo al grano, a afrontar implacable la dura y fría verdad, la sólida realidad que era lo único que importaba verdaderamente.

De repente, se detuvo y tomó aire. Se volvió hacia ella y la miró fijamente.

– Has llegado a importarme. -Tuvo que esforzarse para que las palabras le salieran; en voz baja y con gravedad-. No sólo un poco, sino mucho. Más profundamente de lo que me ha importado nada o nadie en mi vida.

Volvió a tomar aire mientras seguía mirándola a los ojos.

– Aunque a regañadientes, que alguien te importe significa poner una parte de ti en sus manos. Y esas personas que te importan se convierten en las depositarias de esa parte de ti, de eso que les has dado que es tan profundamente precioso, que es tan profundamente importante. De ese modo, esas personas se vuelven importantes, profundamente importantes. -Hizo una pausa y luego añadió aún más bajo-: Como lo eres tú.

El reloj siguió con su tictac. Ninguno se movió.

Entonces, Tristan prosiguió:

– He hecho todo lo posible para explicártelo, para hacértelo entender.

Su expresión se volvió hermética y se volvió hacia la puerta.

Leonora intentó levantarse, pero no pudo.

– ¿Adónde vas?

Con la mano sobre el pomo, Tristan se volvió hacia ella.

– Me voy. Le diré a tu doncella que venga. -Sus palabras sonaban tensas, pero la emoción, reprimida, bullía por debajo de ellas-. Cuando puedas enfrentarte al hecho de ser importante para alguien, ya sabes dónde encontrarme.

– Tristan… -Con un esfuerzo, se volvió y levantó la mano…

Pero la puerta se cerró con un chasquido que resonó en toda la estancia.

Leonora se quedó allí, mirando la puerta un largo momento, luego suspiró y volvió a recostarse en el diván. Cerró los ojos. Comprendía perfectamente lo que había hecho y supo que tendría que arreglarlo. Pero no en ese momento. No ese día.

Se sentía demasiado débil para pensar siquiera y necesitaría hacerlo, idear un plan, meditar bien lo que diría para aplacar a su lobo herido.


Los tres días siguientes se convirtieron en un desfile de disculpas.

Perdonar a Harriet fue sencillo. La pobre se había visto tan desbordada al ver a Leonora inconsciente en el suelo de la cocina que había empezado a balbucear histérica sobre hombres que la atacaban; un pequeño comentario había sido más que suficiente para llamar la atención de Tristan, que le había sacado implacablemente todos los detalles y la había dejado en un estado emocional aún peor.

Cuando Leonora se fue a la cama, tras tomarse un plato de sopa, que era lo único que suponía que podría comer, Harriet la ayudó a subir la escalera y a llegar hasta su dormitorio sin decir nada, sin alzar la cabeza ni una sola vez ni mirarla a los ojos.

Leonora se resignó, se sentó en la cama y la animó a desahogarse. Luego, hizo las paces con ella.

Ésa resultó la reconciliación más fácil.

Agotada y físicamente afectada, permaneció en su habitación el resto del día. Sus tías fueron a visitarla, pero sólo con una rápida mirada a su rostro, decidieron que su estancia sería breve. Ante su insistencia, accedieron a evitar mencionar el ataque; a todos aquellos que preguntaran por ella, simplemente debían decir que se encontraba indispuesta.

A la mañana siguiente, después de que Harriet se hubiera llevado la bandeja del desayuno y la dejase sentada en un sillón ante el fuego, llamaron a la puerta. Leonora respondió:

– Adelante.

La puerta se abrió; Jeremy miró a su alrededor hasta localizarla.

– ¿Te encuentras bastante bien para hablar?

– Sí, por supuesto. -Con la mano, le indicó que entrara.

Su hermano se movió despacio, cerró la puerta y luego entró sin hacer ruido para colocarse junto a la chimenea. Clavó la mirada en el vendaje que aún le rodeaba la cabeza y un espasmo le deformó los rasgos.

– Es culpa mía que te pasara esto. Debería haberte escuchado, haberte prestado más atención. Sabía que lo que dijiste de los ladrones no eran imaginaciones tuyas, pero era mucho más sencillo ignorarlo todo…

Tenía veinticuatro años pero, de repente, una vez más, volvía a ser su hermano menor. Lo dejó hablar, dejó que dijera lo que necesitaba expresar. Permitió también que hiciera las paces, no sólo con ella sino consigo mismo, con el hombre que sabía que debería haber sido.

Veinte agotadores minutos después, estaba sentado en el suelo, junto a su sillón, con la cabeza apoyada en su rodilla. Leonora le acarició el pelo, tan suave como rebelde y desgreñado.

De repente, Jeremy se estremeció.

– Si Trentham no hubiera venido…

– Si no lo hubiera hecho, te las habrías arreglado solo.

Al cabo de un momento, Jeremy suspiró y frotó la mejilla contra su rodilla.

– Supongo.

Leonora permaneció en la cama durante el resto del día. A la mañana siguiente se encontraba mucho mejor. El médico fue a verla, comprobó su visión y su equilibrio, le examinó la herida de la cabeza y se mostró satisfecho.

– Pero le aconsejaría que evitara cualquier actividad que pudiera agotarla. Al menos durante los próximos días.

Estaba pensando en eso, en la disculpa que tenía que presentar y lo agotador, tanto mental como físicamente, que sería hacerlo, cuando bajó despacio y con cuidado la escalera.

Humphrey estaba sentado en un banco del vestíbulo; con la ayuda del bastón, se levantó despacio y le dedicó una sonrisa un poco ladeada.

– Aquí estás, querida. ¿Te sientes mejor?

– Sí. Mucho mejor, gracias. -Se sintió tentada de ponerse a comentar asuntos domésticos, cualquier cosa con tal de evitar lo que preveía que llegaría a continuación. Finalmente, pensó que no merecía la pena; su tío, igual que Harriet y Jeremy, necesitaba hablar. Sonrió y aceptó su brazo cuando se lo ofreció y la guió hacia el salón.

La entrevista fue peor, más emotiva, de lo que había esperado. Se sentaron el uno al lado del otro en el diván del salón, desde donde contemplaban los jardines sin verlos. Para su sorpresa, la culpa de Humphrey se remontaba a muchos más años atrás de lo que ella creía.

Abordó de frente sus recientes errores y se disculpó con brusquedad, pero entonces empezó a rememorar el pasado y Leonora descubrió que había pasado los últimos días pensando mucho más de lo que ella había imaginado.

– Debería haber hecho que Mildred nos visitara en Kent más a menudo. En su momento, lo sabía. -Con la mirada fija en la ventana, le dio unas palmaditas en la mano-. Verás, cuando tu tía Patricia murió, yo me encerré en mí mismo. Juré que nunca me importaría nadie tanto, nunca más me expondría a tanto dolor. Me gustaba teneros a Jeremy y a ti por la casa, erais mi distracción, mis anclas a la vida diaria; con vosotros allí, era fácil olvidar el dolor y llevar una vida bastante normal.

»Pero estaba totalmente decidido a no permitir que nadie se acercara y se convirtiera en alguien importante para mí. Otra vez no. Así que siempre me mantuve alejado de ti, y de Jeremy también, en muchos aspectos. -Sus viejos ojos se veían cansados, medio llenos de lágrimas. Se volvió hacia ella y esbozó una débil sonrisa irónica-. Y de ese modo os fallé, querida, no cuidé de vosotros como debería haberlo hecho y estoy inmensamente avergonzado por ello. Pero también me fallé a mí mismo en más de un aspecto. Me aislé de lo que podría haber habido entre nosotros, entre Jeremy, tú y yo. No fui justo con ninguno de nosotros en ese sentido. Pero tampoco logré lo que deseaba, era demasiado arrogante para ver que el hecho de que los demás te importen no es una decisión totalmente consciente.

Sus dedos se cerraron alrededor de los de Leonora.

– Cuando te encontramos en el suelo esa noche…

Su voz se quebró, apagándose.

– Oh, tío. -Leonora levantó los brazos y lo abrazó-. No importa. Ya no. -Apoyó la cabeza en su hombro-. Eso ya es pasado.

Humphrey le devolvió el abrazo, pero le respondió bruscamente:

– Sí importa, pero no discutiremos porque tienes razón, ya es pasado. A partir de ahora, continuaremos como deberíamos haberlo hecho. -Agachó la cabeza para estudiar su rostro-. ¿Eh?

Ella le sonrió un poco lacrimosa.

– Sí. Por supuesto.

– ¡Bien! -Humphrey la soltó y tomó aire-. Ahora debes contarme todo lo que tú y Trentham habéis descubierto. Entiendo que hay algo relacionado con el trabajo de Cedric.

Leonora se lo explicó. Cuando su tío le pidió ver los diarios de Cedric, ella fue a coger unos cuantos de la pila en el rincón.

– Hum… ¡Vaya! -Leyó una página y luego contempló la pila de diarios-. ¿Hasta dónde has llegado?

– Voy por el cuarto, pero… -Le explicó que no estaban escritos en orden cronológico.

– Habrá seguido algún otro orden, un diario por cada idea, por ejemplo. -Humphrey cerró el libro que tenía apoyado en el regazo-. No hay razón para que Jeremy y yo no dejemos a un lado nuestro otro trabajo y te echemos una mano con esto. No es tu fuerte, pero sí es el nuestro, después de todo.

Leonora logró no quedarse boquiabierta.

– Pero ¿qué pasa con los habitantes de Mesopotamia… y los sumerios?

El trabajo que estaban haciendo era un encargo del British Museum.

Su tío soltó un resoplido y desechó la protesta con un movimiento de la mano, mientras se ponía de pie.

– El museo puede esperar. Esto está claro que no. No si algún vil y peligroso canalla va detrás de algo que hay aquí. Por otra parte -se irguió ya de pie y le sonrió a Leonora-, ¿a quién más podría encargar las traducciones el museo?

Un argumento indiscutible. Ella se levantó y tocó la campanilla. Cuando Castor entró, le indicó que trasladaran la pila de diarios a la biblioteca. Humphrey se dirigió allí con el que había estado hojeando bajo el brazo. Leonora lo ayudó y un sirviente cargado con los demás diarios los adelantó en el vestíbulo.

Jeremy alzó la vista. Como siempre, tenía el escritorio cubierto de libros abiertos.

Humphrey agitó el bastón.

– Haz sitio. Nueva tarea. Un asunto importante.

Para sorpresa de Leonora, su hermano obedeció al instante. Cerró los libros y los apartó para que el sirviente pudiera dejar allí la pila de diarios.

Inmediatamente, cogió uno y lo abrió.

– ¿Qué son?

Humphrey se lo explicó; Leonora añadió que suponían que había alguna fórmula valiosa escondida en algún lugar de los mismos.

Ya absorto en el ejemplar en sus manos, Jeremy emitió un leve sonido mientras Humphrey se acomodaba en su asiento y se concentraba en el diario que había cogido del salón. Ella se marchó para hablar con los sirvientes y revisar todos los asuntos domésticos.

Una hora más tarde, regresó a la biblioteca. Tanto Jeremy como Humphrey tenían la cabeza agachada; su hermano mantenía el cejo fruncido. Alzó la vista cuando Leonora cogió el diario que había encima de la pila.

– Oh. -El joven parpadeó de un modo un poco miope hacia ella.

Leonora percibió su instintivo deseo de cogerle el libro de las manos.

– He pensado que podría ayudar.

Jeremy se ruborizó y miró a Humphrey.

– La verdad es que no va a ser fácil hacerlo, a menos que puedas quedarte aquí la mayor parte del día.

Ella frunció el cejo.

– ¿Por qué?

– Es por las referencias cruzadas. Acabamos de empezar, pero va a ser una pesadilla hasta que descubramos la conexión entre los diarios y su secuencia correcta. Tenemos que hacerlo oralmente, aquí hay demasiado trabajo y necesitamos la respuesta con demasiada urgencia como para intentar anotar las conexiones. -La miró-. Estamos acostumbrados a hacerlo. Si hay otras vías que deban explorarse, será mejor que te encargues tú de ello. Nosotros resolveremos antes este misterio si tú prestas atención a esos otros temas.

Ninguno deseaba excluirla; podía verlo en sus ojos, en su expresión seria. Pero Jeremy decía la verdad; ellos eran los expertos en el asunto y lo cierto era que a ella no le apetecía pasarse el resto del día y de la noche intentando descifrar la complicada escritura de Cedric.

Y tenía otras cosas pendientes.

Sonrió.

– Sí, hay otras vías que merece la pena explorar si podéis encargaros de esto sin mí.

– Oh, sí.

– Nos las arreglaremos.

Su sonrisa se amplió.

– Bien, entonces os dejo.

Cuando se dio la vuelta, con la mano ya en el pomo de la puerta, vio ambas cabezas ya agachadas. Aún sonriendo, se marchó.

Y se concentró decidida en su tarea más urgente: atender a su lobo herido.

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