CAPÍTULO 15

Conseguir ese objetivo, hacer las paces con Tristan, organizarlo todo para hacerlo, requería un grado de ingenuidad y descarada temeridad que nunca antes había tenido que usar. Pero no tenía elección. En primer lugar, llamó a Gasthorpe y le pidió que le consiguiera un carruaje de alquiler para que la llevara a las caballerizas detrás de Green Street, donde el cochero esperaría a que regresara. Lo hizo todo, por supuesto, con la firme insistencia de que, bajo ninguna circunstancia, se informara a su señoría el conde. Había descubierto una rápida inteligencia en Gasthorpe; aunque no le gustaba jugar con su lealtad hacia su señor, aunque todo era por el bien del propio Tristan.

Cuando en la oscuridad de la noche se encontró en el jardín de Tristan, entre los arbustos, y vio luz en las ventanas de su estudio, se sintió totalmente justificada.

No había ido a ninguna cena o baile. Dada su propia ausencia de los eventos de la buena sociedad, el hecho de que él tampoco estuviera asistiendo estaría generando intensas especulaciones. Siguió el camino entre los arbustos y el tramo que bordeaba la casa. Se preguntó cuándo desearía que se celebrara la boda. A ella, una vez tomada la decisión, no le importaba realmente… o, si le daban a elegir, preferiría que fuera más pronto que tarde. Menos tiempo para anticipar cómo irían las cosas… Mejor casarse y ponerse manos a la obra en seguida. Sonrió. Sospechaba que él compartiría su opinión, aunque no por los mismos motivos.

Se detuvo junto al estudio, se puso de puntillas e intentó ver el interior; el suelo de aquella estancia estaba mucho más alto que el del jardín. Tristan estaba sentado a su mesa, dándole la espalda y con la cabeza gacha. Había una pila de papeles a su derecha; a su izquierda, tenía abierto un libro de contabilidad.

Pudo ver lo suficiente para estar segura de que estaba solo.

De hecho, cuando se volvió para comprobar una entrada en el libro, pudo contemplar su rostro, parecía estar muy solo. Un lobo solitario que había tenido que cambiar sus costumbres y vivir entre la buena sociedad, con título, casas y parientes a su cargo, y todas las exigencias que eso conllevaba.

Había renunciado a su libertad, a su excitante, peligrosa y solitaria vida, y había tomado el control de todo lo que habían dejado a su cargo sin una queja.

A cambio, había pedido poco. Lo único que quería en esa nueva vida era tenerla a ella como esposa. Le había ofrecido todo lo que cabía esperar, le había dado todo lo que ella podía aceptar y aceptaría. A cambio, Leonora le había entregado su cuerpo, pero no lo que él más deseaba: su confianza, o su corazón. O más bien lo había hecho, pero sin reconocerlo en ningún momento. No se lo había dicho. Y ahora estaba allí para rectificar esa omisión.

Se alejó y procuró caminar sin hacer ruido. Continuó hasta la salita de estar. Había supuesto que estaría en casa y que estaría trabajando en asuntos relacionados con sus propiedades, en todo eso que habría dejado abandonado mientras se concentraba en atrapar a Mountford. En el estudio era donde ella había esperado que estuviera. Había visto la biblioteca y el estudio, y esta última estancia era la que le había dado una mayor impresión de sí mismo, la que más probablemente fuera su lugar de retiro. Su refugio.

Se alegraba de haber acertado, porque la biblioteca estaba en la otra ala, al otro lado del vestíbulo principal.

Se acercó a las puertas de cristal por las que habían entrado en su visita anterior, se irguió ante ellas, apoyó las palmas en el marco, como Tristan había hecho, y, usando ambas manos en lugar de sólo una, empujó con fuerza.

Las puertas crujieron, pero no se abrieron.

– ¡Maldición! -Frunció el cejo, se acercó más y apoyó el hombro. Contó hasta tres y luego dejó caer todo su peso contra las puertas. Cuando éstas se abrieron, estuvo a punto de caerse de bruces. Una vez recuperó el equilibrio, se dio la vuelta y las cerró. Esperó para comprobar si alguien la había oído, no creía que hubiera hecho mucho ruido. No oyó pasos; nadie se acercaba. Los latidos de su corazón se ralentizaron poco a poco.

Con cuidado, siguió avanzando. Lo último que deseaba era ser descubierta entrando sin permiso en la casa, para reunirse ilícitamente con su señor, porque, si alguien la descubría, una vez que se casaran, tendría que despedir o sobornar a todo el personal. Y no deseaba verse en semejante situación.

Comprobó el vestíbulo principal. Como la otra noche, a esas horas no había nadie; Havers, el mayordomo, estaría en la zona de servicio. Tenía el camino despejado. Se deslizó entre las sombras del pasillo que llevaba al estudio, con una plegaria en los labios y la esperanza de que no cambiara su suerte.

Se detuvo ante la puerta. En un ensayo de última hora, intentó imaginar cómo sería su conversación… pero su mente se quedó tercamente en blanco.

Tenía que hacerlo, tenía que disculparse y declararse. Tomó una profunda inspiración y agarró el pomo de la puerta, pero se lo arrancaron de la mano cuando la puerta se abrió de par en par. Parpadeó y se encontró a Tristan delante, cerniéndose sobre ella.

Miró a su espalda, hacia el pasillo, luego la cogió de la mano y la metió dentro del estudio, donde bajó la pistola que sostenía.

Leonora se quedó mirando el arma.

– ¡Cielo santo! -Alzó unos ojos como platos hacia su rostro-. ¿Me habrías disparado?

Él entornó los ojos.

– A ti no. No sabía quién… -Apretó los labios y se dio la vuelta-. Acercarse a mí con sigilo no es una buena idea.

Leonora lo miró atónita.

– Lo recordaré en el futuro.

Tristan se acercó a un aparador y dejó la pistola en la caja que había encima. Su mirada era sombría cuando se volvió, luego se acercó a la mesa y se quedó de pie junto a ella.

Leonora no se movió de donde estaba, más o menos en medio de la estancia, que tampoco era muy grande.

Tristan alzó la mirada hacia su rostro y sus ojos se endurecieron.

– ¿Qué estás haciendo aquí? ¡No, espera! -Levantó una mano-. Antes de nada, dime cómo has llegado hasta aquí.

Ella había estado esperando esa pregunta. Se estrujó las manos y asintió.

– No has venido a verme… aunque no es que lo esperara. -Sí lo había esperado, pero se había dado cuenta de su error-. Así que tenía que venir. Como ya hemos comprobado en ocasiones anteriores, si vengo a verte a las horas de visita habituales, no tendríamos muchas posibilidades de mantener una conversación privada, así que… -Tomó una gran bocanada de aire y continuó atropelladamente-. Llamé a Gasthorpe y alquilé un coche a través de él. Insistí en que lo mantuviera totalmente en privado así que no debes recriminárselo. El coche…

Se lo explicó todo, subrayando que el carruaje con el cochero y el lacayo estaban esperando en las caballerizas para llevarla a casa. Cuando llegó al final del relato, Tristan dejó que pasaran unos segundos, luego arqueó levemente las cejas, el primer cambio en su expresión desde que había entrado en la estancia. Además, se movió y se apoyó en el borde del escritorio con la mirada fija en su rostro.

– ¿Dónde cree que estás Jeremy?

– Él y Humphrey están bastante seguros de que estoy durmiendo. Se han lanzado a la tarea de encontrarles un sentido a los diarios de Cedric y están absortos en su trabajo.

Un sutil cambio sobrevoló sus facciones, que se endurecieron de nuevo, y Leonora en seguida añadió:

– A pesar de eso, mi hermano se ha asegurado de que se cambiaran todas las cerraduras, como tú sugeriste.

Tristan le sostuvo la mirada; pasó un largo momento, luego inclinó la cabeza un poco, haciéndole ver que le había leído bien los pensamientos. Reprimiendo el impulso de sonreír, Leonora continuó:

– De todos modos, ahora me aseguro de que Henrietta pase las noches en mi habitación, así no vagará por ahí… -Ni la molestaría, ni preocuparía. Parpadeó y prosiguió-: Así que he tenido que llevármela conmigo cuando me he ido esta noche… Está con Biggs, en la cocina del número doce.

Tristan reflexionó. Había tenido en cuenta todos los detalles necesarios; podía estar tranquilo en ese sentido. Leonora estaba allí, a salvo e incluso había arreglado su regreso a casa. Se sentó en una esquina de la mesa y cruzó los brazos. Dejó que su mirada, fija en el rostro de Leonora, se hiciera más intensa.

– Entonces, ¿por qué estás aquí?

Ella lo miró directamente a los ojos, muy serena.

– He venido para disculparme.

Él arqueó las cejas y la joven continuó:

– Debería haber recordado esos primeros ataques y haberte hablado de ellos, pero con todo lo que ha sucedido últimamente, casi los había olvidado. -Estudió sus ojos, considerando más que buscando; Tristan se dio cuenta de que iba eligiendo las palabras según hablaba. No era un discurso ensayado.

»No obstante, cuando sucedieron los ataques, no nos conocíamos y no había nadie más que me considerara tan importante como para que me sintiera obligada a informarlo o advertirle.

Alzó la cabeza con los ojos aún fijos en los de él.

– Acepto y admito que la situación ahora ha cambiado, que soy importante para ti y que, por lo tanto, necesitas saber… -Vaciló, frunció el cejo y luego se corrigió a regañadientes-. Quizá incluso tengas derecho a saber de cualquier cosa que constituya una amenaza para mí.

De nuevo se detuvo, como si repasara sus palabras. Luego se irguió y asintió mientras volvía a mirarlo a los ojos.

– Así que me disculpo por no haberte hablado de esos incidentes, por no reconocer que debería haberlo hecho.

Tristan parpadeó, despacio; no había esperado una disculpa en unos términos tan precisos y claros. Empezó a sentir los nervios; una exaltada avidez que lo atenazaba. Y reconoció en ello la típica reacción de cuando se está a punto de lograr el éxito, de tener la victoria, completa y absoluta, al alcance de uno, de estar a sólo un paso de alcanzarla.

– ¿Estás de acuerdo en que tengo derecho a estar enterado de cualquier amenaza que recaiga sobre ti?

Leonora lo miró a los ojos y asintió decidida.

– Sí.

Tristan pensó durante sólo un segundo, después preguntó:

– ¿Entiendo entonces que estás de acuerdo en casarte conmigo?

Ella no vaciló.

– Sí.

El duro nudo de tensión que había soportado durante tanto tiempo que ya no era consciente de su existencia se deshizo y desapareció. El alivio fue inmenso. Tomó una gran bocanada de aire y le pareció que era su primera inspiración libre de verdad desde hacía semanas. Pero no había acabado con ella, todavía no había acabado de sonsacarle promesas.

Se irguió y la miró a los ojos.

– ¿Estás de acuerdo en ser mi esposa, en actuar como tal en todos los sentidos y obedecerme en todo?

Esa vez, ella vaciló y frunció el cejo.

– Eso son tres preguntas. Sí, sí y en todo lo que sea razonable.

Tristan arqueó una ceja.

– «En todo lo que sea razonable.» Parece que necesitamos algunas especificaciones. -Cubrió la distancia que los separaba y se detuvo justo delante de ella. La miró a los ojos-. ¿Estás de acuerdo en que si cualquier actividad conlleva el más mínimo grado de peligro para ti, me informarás de ello primero, antes de implicarte?

Leonora apretó los labios; tenía los ojos clavados en los de él.

– Si es posible, sí.

Tristan entornó los ojos.

– Estás poniendo objeciones a nimiedades.

– Tú no estás siendo razonable.

– ¿No es razonable que un hombre quiera saber que su esposa está a salvo en todo momento?

– Sí. Pero no es razonable envolverla en una especie de burbuja protectora para lograrlo.

– Eso es una cuestión de opinión.

Gruñó las palabras en un murmullo, pero ella las oyó. Tristan se acercó, colocándose intimidatoriamente cerca; Leonora sintió que su genio empezaba a surgir, pero lo refrenó decidida. No había ido allí para discutir con él. Estaba demasiado acostumbrado a los conflictos y ella estaba decidida a que no hubiera ninguno entre los dos. Le sostuvo la dura mirada, tan decidida como él.

– Estoy totalmente dispuesta a hacer todo lo posible, todo lo que sea razonable, para satisfacer tus tendencias protectoras.

Confirió a sus palabras hasta la última brizna de determinación, de compromiso. Tristan lo percibió y Leonora vio cómo fluía la comprensión y la aceptación tras sus ojos, que se agudizaron hasta que aquella mirada color avellana se centró única y exclusivamente en ella.

– ¿Es ésa la mejor oferta que estás dispuesta a hacer…?

– Sí.

– Entonces, acepto. -Su mirada descendió hasta sus labios-. Ahora… quiero saber hasta dónde estás preparada a llegar para satisfacer mis otras tendencias.

Fue como si hubiera bajado un escudo, como si, de repente, hubiera derribado una barrera entre ellos. Una oleada de calor sexual la bañó; Leonora recordó que era un lobo herido, un lobo salvaje herido, y que aún tenía que aplacarlo. Al menos a ese nivel. Lógicamente, racionalmente, con palabras, ya se había enmendado, y él había aceptado sus disculpas. Pero ése no era el único plano en el que se relacionaban.

Le costaba respirar.

– ¿Qué otras tendencias? -Logró pronunciar las palabras antes de que su voz se debilitara demasiado, cualquier cosa con tal de ganar unos pocos segundos más…

Su mirada descendió aún más; a Leonora los pechos se le inflamaron, le dolieron. Entonces, alzó los párpados y la miró a la cara.

– Esas tendencias de las que has estado huyendo, intentando evitar, pero de las que, no obstante, has disfrutado durante las últimas semanas.

Se aproximó más; su chaqueta le rozó el corpiño, su pierna rozó la suya.

Ella se notaba el corazón en la garganta y el deseo se extendió como un incendio descontrolado bajo su piel. Lo miró a la cara, a los finos y móviles labios, sintió su propio latido. Luego, alzó la vista hacia aquellos cautivadores ojos color avellana y la verdad estalló en su interior. En todo lo que había pasado entre los dos, todo lo que habían compartido hasta la fecha, no le había mostrado, no se lo había revelado todo. No le había dejado ver el verdadero alcance de su posesividad, de su pasión, de su deseo de poseerla.

Tristan le desató los lazos de la capa de un solo tirón y la prenda cayó al suelo. Se había puesto un sencillo vestido de noche azul oscuro; vio cómo le recorría los hombros con la mirada, francamente posesiva, ávida…; luego, una vez más, le clavó los ojos en los suyos y arqueó una ceja.

– Entonces… ¿qué me darás? ¿Cuánto cederás?

Leonora sabía lo que deseaba. Lo deseaba todo. Sin reservas, sin restricciones. Supo en su corazón, por la agitación de sus sentidos, que en eso estaban de acuerdo, que a pesar de cualquier idea contraria, era y siempre sería incapaz de negarle exactamente lo que él deseaba. Porque ella también lo deseaba.

A pesar de su agresividad, a pesar del oscuro deseo que ardía en sus ojos, Leonora no tenía nada que temer, sólo disfrutar, mientras acababa de pagar su precio.

Se humedeció los labios y lo miró.

– ¿Qué quieres que diga? -Su voz sonó baja, su tono desvergonzadamente sensual. Lo miró a los ojos y arqueó una ceja con gesto altivo-. ¿Tómame, soy tuya?

Eso fue una chispa que encendió llamas en sus ojos, unas llamas que crepitaron entre ellos.

– Eso… -alargó los brazos hacia ella, le rodeó la cintura con las manos y la pegó a él- sería perfecto.

Bajó la cabeza, apoyó los labios en los suyos y la llevó directa hacia aquel fuego. Leonora abrió la boca para él, le dio la bienvenida, disfrutó del calor que vertió en sus venas, de su posesión, lenta, cuidadosa, potente; una advertencia de lo que estaba a punto de llegar. Alzó los brazos decidida, le rodeó el cuello y se abandonó a su suerte.

Tristan pareció saber, percibir su total y completa rendición ante él, a aquello, a aquel ardiente momento. A la pasión y el deseo que los atravesaron.

Alzó las manos y le enmarcó el rostro con ellas para sujetarla mientras profundizaba el beso. Sus bocas se fundieron hasta que respiraron como un solo ser.

Con un grave murmullo, Leonora se pegó a él, incitándolo lascivamente. Las manos de Tristan abandonaron su rostro, descendieron, se curvaron sobre sus hombros y le recorrieron descaradamente los pechos. Cerró los dedos y las chispas saltaron. Leonora se estremeció y lo urgió a continuar. Lo besó con la misma avidez, con la misma exigencia que él mostraba y Tristan la complació, encontró los duros pezones con los dedos y se los apretó despacio hasta que se le pusieron extremadamente duros.

Ella interrumpió el beso, jadeante. Las manos de él no se detuvieron. Estaban por todas partes acariciándola, tocándola, masajeándola, tomando posesión de ella, excitándola, provocando incendios bajo su piel, haciendo que su pulso se acelerara.

– Esta vez te quiero desnuda.

Leonora apenas pudo distinguir las palabras.

– Sin nada tras lo que puedas esconderte.

No podía imaginar qué pensaba que podría ocultar. No le importó. Cuando le hizo darse la vuelta y acercó los dedos a los lazos, esperó hasta que sintió que el corpiño se aflojaba y el vestido se le deslizaba por los hombros. Movió los brazos, para pasarlos por las diminutas mangas…

– No. Espera.

Una orden que no estaba en condiciones de desobedecer porque no podía pensar. Sus sentidos estaban sumidos en un ávido tumulto, la anticipación aumentaba con cada inspiración que tomaba, con cada posesiva caricia. Pero en ese momento no la estaba tocando. Levantó la cabeza y respiró temblorosa.

– Date la vuelta.

Lo hizo justo cuando el nivel de luz en la pequeña habitación aumentó. Había dos pesadas lámparas en los extremos del enorme escritorio. Cuando quedó frente a él, Tristan se sentó en el borde de la mesa, entre ambas lámparas. Dirigió la mirada a sus ojos y luego la bajó hasta sus pechos, aún ocultos tras el brillo de la camisola de seda. Levantó una mano y la llamó:

– Ven.

Leonora obedeció mientras, a través de la tumultuosa cascada de pensamientos, recordó que, a pesar de haber disfrutado de muchos encuentros íntimos, nunca la había visto desnuda. Y una mirada a su rostro le confirmó que pretendía verla esa noche.

Le deslizó una mano por la cadera, la atrajo para que se colocara entre sus piernas, le cogió las manos y se las colocó, con las palmas boca abajo, sobre los muslos.

– No las muevas hasta que yo te lo diga.

Ella tenía la boca seca y no respondió. Se limitó a contemplar su rostro mientras le deslizaba las mangas de la camisola por los brazos, luego acercó las manos, no a los lazos de la misma, como había esperado, sino a la turgencia de sus pechos cubiertos por la seda.

Lo que vino a continuación fue un delicioso tormento. Se los recorrió, los exploró, los sopesó, se los masajeó sin dejar de observarla, de evaluar sus reacciones. Bajo sus expertos dedos, sus senos se inflamaron, se volvieron pesados y prietos. Hasta que le dolieron. La fina capa de seda era suficiente para provocar, para excitarla, para hacerla jadear de deseo, el deseo de tener aquellas manos sobre ella. Piel con piel.

– Por favor… -La súplica escapó de sus labios mientras miraba al techo, intentando aferrarse a la cordura.

Sintió que las manos se alejaban de ella; esperó y luego sintió que le rodeaba las muñecas con los dedos. Le levantó las manos cuando ella bajó la cabeza y lo miró.

Sus ojos parecían oscuros estanques iluminados por unas doradas llamas.

– Desnúdate.

Le llevó las manos hasta los lazos.

Con la mirada clavada en la de él, Leonora cogió los extremos de los lazos y tiró, totalmente embelesada por lo que pudo ver en su rostro: la cruda pasión, el potente deseo. Bajó lentamente la fina tela para exponer sus pechos ante la luz, ante él. Su mirada le pareció de fuego, un fuego que la lamía, la calentaba. Sin alzar la vista, Tristan le cogió las manos y se las volvió a colocar sobre los muslos.

– No las muevas de ahí.

Alargó las suyas hasta sus pechos y empezó la verdadera tortura. Parecía saber cuánto podía soportar. Luego bajó la cabeza, le alivió un dolorido pezón con la lengua y se lo llevó a la boca. Lo devoró hasta que Leonora gritó, hasta que clavó las yemas de los dedos en los músculos de hierro de sus muslos. Cuando succionó y ella sintió que se le doblaban las rodillas, le rodeó las caderas con un brazo para sostenerla, para sujetarla mientras hizo lo que se le antojó. Dejó una huella de sí mismo en su piel, en sus nervios, en sus sentidos.

Leonora abrió un poco los ojos y, jadeante, bajó la vista. Vio y sintió su oscura cabeza moviéndose contra ella mientras satisfacía sus deseos… y los suyos.

Con cada caricia de sus labios, cada giro de su lengua, cada succión, alimentaba implacable, despiadadamente el fuego en su interior. Hasta que ardió. Hasta que, incandescente, se sintió vacía y en llamas, un vacío que anhelaba, que ansiaba, que necesitaba desesperadamente ser llenado por él, ser completado.

Leonora levantó las manos y, con un rápido movimiento, se liberó del todo de las mangas. Luego, alargó los brazos hacia él, le recorrió la mandíbula con las palmas, sintió cómo se movía al succionar. Cuando volvió a deslizar los dedos por su pelo, Tristan retrocedió de mala gana y liberó su suave carne. La miró a la cara, a los ojos y la soltó. Sus largas palmas ascendieron, recorriendo las ardientes e inflamadas curvas, luego descendieron, por su cintura, siguiendo su contorno con gesto posesivo mientras le bajaba el vestido y la camisola por las caderas, hasta que con un suave susurro la ropa cayó a los pies de Leonora.

La mirada de Tristan había seguido a las prendas hasta el suelo. Luego despacio, deliberadamente, alzó la vista, ascendió por sus muslos y se demoró en los oscuros rizos que cubrían el punto donde se unían sus piernas antes de continuar lentamente, hacia arriba, por la suave curva del estómago, el ombligo, la cintura, los pechos, para llegar finalmente a su rostro, a sus labios, a sus ojos. Un largo y exhaustivo examen, uno que no le dejaba ninguna duda de que consideraba todo lo que vio, todo lo que ella era, suyo.

Leonora se estremeció, no de frío, sino por su creciente deseo. Alargó las manos hacia su pañuelo, pero Tristan se las cogió.

– No. Esta noche no.

A pesar del férreo deseo, logró fruncir levemente el cejo.

– Yo también quiero verte.

– Ya me verás bastante a lo largo de los años. -Se levantó todavía sujetándole las manos y se hizo a un lado-. Esta noche… te deseo a ti. Desnuda. Mía. -Atrapó su mirada-. Sobre esta mesa.

¿La mesa? Leonora la miró.

Le soltó las manos, la cogió por la cintura, la levantó y la sentó sobre la mesa donde él había estado apoyado.

La sensación de la caoba bajo su trasero desnudo la distrajo durante un momento.

Tristan le cogió las rodillas, se las separó y se colocó entre ellas. Le sujetó el rostro entre las manos y, cuando alzó la mirada sorprendida, la besó. Tristan se dejó llevar, dejó que el deseo surgiera y los atravesara a los dos. Sus bocas se fundieron, las lenguas se entrelazaron. Leonora le apoyó las manos en la mandíbula mientras las suyas descendían porque necesitaban volver a sentir su suave carne. Necesitaba sentir su urgencia, la creciente respuesta a su contacto, todo aquello que demostraba que era verdaderamente suya.

Su cuerpo era como seda líquida en sus manos, pasión caliente y urgente. La agarró de las caderas, se inclinó hacia ella e hizo que se echara hacia atrás poco a poco, hasta que finalmente quedó tumbada sobre la mesa de su tío abuelo. Sólo entonces interrumpió el beso, se incorporó un poco y aprovechó el momento para mirarla, allí desnuda, caliente y jadeante, sobre la reluciente caoba, pero la madera no se veía más rica que su pelo, aún sujeto en un moño sobre la cabeza.

Pensó en ello mientras le apoyaba una mano en una rodilla desnuda y ascendía despacio, recorriendo el firme muslo y se inclinaba hacia ella para tomar posesión de su boca, para llenarla, reclamarla como un conquistador. A continuación, estableció un ritmo de embestidas y retiradas que Leonora y su cuerpo conocían bien. Estaba con él física y mentalmente, llena de deseo y urgencia. Se movió y Tristan la sujetó por la cadera con una mano mientras con los dedos de la otra le recorría el punto entre los pechos y la cintura, el estómago, hasta acariciar de un modo tentador los húmedos rizos de su pubis. Cuando soltó un grito ahogado, él interrumpió el beso y se echó hacia atrás lo suficiente para poder mirarla a los ojos, que brillaban en un intenso azul violáceo entre sus pestañas.

– Suéltate el pelo.

Ella parpadeó, extremadamente consciente de las yemas de los dedos que la acariciaban a través de sus rizos, sin llegar a tocar aquella anhelante piel que palpitaba. Toda ella latía con anhelo, con una sensual necesidad imposible de negar.

Alzó los brazos y, con los ojos fijos en los suyos, buscó las horquillas que sujetaban su largo cabello. Cuando cogió la primera, Tristan la tocó con la firme punta de un dedo. Su cuerpo se tensó y arqueó levemente. Cuando cerró los ojos, agarró la horquilla y la soltó, sintió su satisfacción en el contacto, en la lenta y provocadora caricia. Abrió los ojos y lo observó contemplarla mientras buscaba y encontraba otra horquilla. Tuvo que volver a cerrar los dedos cuando se la quitó, porque Tristan se sirvió a discreción de su cuerpo. Tocó, acarició, la exploró delicadamente, sólo una suave presión en la entrada del mismo. Lo suficiente para tentar, pero no para saciar.

Con los ojos cerrados, Leonora se quitó otra horquilla y un gran dedo se hundió un poco más. Estaba inflamada, palpitante, húmeda. Tomó aire y, con ambas manos, buscó, sacó y dejó caer las horquillas sobre el escritorio. Para cuando el pelo le quedó suelto, ya había sumergido dos dedos en su cuerpo, penetrando, acariciando, avivando su deseo. Leonora respiraba entre jadeos, tenía los nervios a flor de piel no dejaba de retorcerse contra él. La larga cabellera le caía sobre los hombros, sobre el escritorio. Alzó la mirada y vio cómo la recorría con los ojos, disfrutando de su abandono. Había una cruda posesión grabada en sus rasgos.

La miró a los ojos, la estudió y, acto seguido, se inclinó y la besó. Tomó su boca, atrapó sus sentidos en un embriagador beso. Luego, sus labios se alejaron de los suyos, le hizo alzar la barbilla y bajó la cabeza para dejar un rastro de calientes besos en la tensa línea de su garganta, en la turgencia de sus pechos. Se demoró allí, lamiendo, chupando, succionando, pero levemente. De inmediato, sintió que su pelo le rozaba la parte inferior de los muslos cuando él descendió aún más por su cuerpo. Ella se esforzaba por respirar, mucho más allá del lascivo abandono; los sentimientos, las sensaciones la atravesaban de un modo irresistible, llenándola, arrastrándola más allá.

Cuando le apoyó las manos en los hombros, se dio cuenta de que aún llevaba puesta la chaqueta y ese detalle hizo que se sintiera aún más vulnerable; la tenía completamente desnuda, retorciéndose ante él, expuesta sobre su escritorio… Se le escapó un grito ahogado cuando le recorrió el estómago con los labios.

No se detuvo.

– Tristan… ¡Tristan!

No le hizo ningún caso; tuvo que tragarse los gritos cuando la hizo abrir aún más las piernas y se sumergió entre ellas, resuelto a devorarla como ya lo había hecho una vez; pero entonces no había estado desnuda, expuesta. Tan vulnerable.

Leonora cerró los ojos. Con fuerza. Intentó contener la creciente oleada… Pero ésta se elevó inexorablemente, lametón a lametón, con cada sutil caricia, hasta que la alcanzó, la arrastró. Sintió que se quebraba. Su cuerpo se arqueó, sus sentidos se hicieron añicos. El mundo desapareció en fragmentos de brillante luz, en un palpitante resplandor que la envolvió, que se sumergió en ella, a través de ella. Hizo que se le derritieran los huesos, que los músculos se le aflojaran y dejó un profundo pozo de calor en su interior aún vacío, incompleto.

Se sentía aturdida, casi incapaz, pero se obligó a abrir los ojos. Lo vio erguirse. Su gran cuerpo vibraba con una contenida agresividad, con una poderosa tensión. Mientras le sujetaba las piernas desnudas con las manos, se alzó para contemplarla y recorrerla con aquellos ojos ardientes.

Lo que vio en su rostro la dejó sin respiración, el corazón se le detuvo y luego le latió con más fuerza.

Un crudo deseo le perfilaba los rasgos, definía con dureza cada línea de su rostro. Sin embargo, también había allí soledad, vulnerabilidad, esperanza.

Leonora lo vio, lo comprendió. Entonces, sus ojos se encontraron con los suyos. Durante un instante, el tiempo se detuvo. Ella alzó los brazos, débiles como los sentía, y le hizo señas para que se acercara.

Tristan se movió. Con los ojos clavados en los de ella, se quitó la chaqueta y el pañuelo y se abrió la camisa dejando a la vista los musculosos contornos de su torso, levemente salpicado por un oscuro vello. El recuerdo del roce de ese vello en su sensible piel mientras él se movía en su interior, hizo que los pechos se le inflamaran hasta sentirlos dolorosamente prietos, los pezones se le endurecieron. Tristan lo vio. Se llevó las manos a la cinturilla del pantalón, se lo desabrochó y liberó su erección. Bajó la mirada únicamente un momento para acoplarse a ella, luego avanzó sólo un poco y levantó la vista. Volvió a mirarla, se inclinó, apoyó las manos en la mesa y hundió los dedos en su pelo. Se inclinó más y le acarició los labios. Con los ojos fijos de nuevo en los suyos, empujó. Leonora se arqueó debajo de él. Sus pechos se unieron cuando lo hizo, se acomodó y lo alojó en su interior. Finalmente, cuando Tristan la embistió y la llenó, ella soltó una espiración y cerró los ojos, disfrutando de la sensación de tenerlo en su interior. Luego, alzó una mano, hundió los dedos en su pelo, le atrajo la cabeza hacia sí y pegó los labios a los suyos. Abrió la boca para él, lo invitó a entrar en ella. Lo invitó descaradamente a saquearla. Y Tristan así lo hizo. Cada potente caricia la elevaba, la sacudía.

Interrumpieron el beso y, sin esperar instrucciones, Leonora levantó las piernas y le rodeó las caderas con ellas. Lo oyó gruñir, vio cómo su rostro se tornaba inexpresivo mientras aprovechaba el movimiento y se hundía más profundamente, la embestía con más fuerza, más allá, la penetraba totalmente.

La cogió de las caderas para sujetarla, a merced de sus repetitivas invasiones. Cuando el ritmo aumentó, volvió a inclinarse hacia Leonora, dejó que los labios rozaran los suyos, luego se sumergió en su boca mientras su cuerpo lo hacía salvajemente en el de ella, al tiempo que caían todas las restricciones y se entregaba, como ella se había entregado a él, en cuerpo y alma, en mente y corazón.

Leonora se dejó llevar, se liberó verdaderamente, le permitió que la arrastrara con él. Incluso atrapado en una pasión increíblemente poderosa, Tristan sintió su decisión, su total entrega al momento, su entrega a él. Estaban juntos, no sólo unidos físicamente, sino en otro lugar, de otro modo, en otro plano.

Nunca había alcanzado ese lugar místico con ninguna otra mujer; nunca había soñado que pudiera vivir una experiencia tan espectacular. Sin embargo, Leonora lo aceptó en su interior, cabalgó al ritmo de cada embestida, lo envolvió en el calor de su cuerpo y, lo hizo con alegría, con verdadero abandono. Le dio todo lo que él podía desear, todo lo que había anhelado.

Una rendición incondicional.

Le había dicho que sería suya y ahora lo era. Para siempre. No necesitaba más confirmaciones, más pruebas más allá del prieto agarre de su cuerpo, del sutil movimiento de sus curvas desnudas debajo de él.

Pero siempre había deseado más y Leonora se lo había dado sin que él se lo pidiera.

No sólo su cuerpo, sino un compromiso sin restricciones con él, con ella, con lo que había entre los dos.

Todas las sensaciones se elevaron en una oleada imposible de controlar. Rodaron sobre ambos, chocaron, giraron, los hicieron jadear, aferrarse, luchar por conseguir aire, luchar por sujetarse a la vida, una sujeción que perdieron cuando el resplandor los inundó, cuando sus cuerpos se tensaron, se aferraron, se estremecieron.

Tristan vertió su simiente en lo más profundo de su interior y se quedó quieto, inmóvil, mientras el éxtasis los empapaba, los llenaba y luego retrocedía despacio y desaparecía. Tristan se dejó ir, sintió que sus músculos se relajaban, le permitió abrazarlo, acunarlo con la frente pegada a la suya. Unidos, con sus labios rozándose, se rindieron juntos a su suerte.


Leonora se quedó allí durante horas. Pocas palabras se dijeron. No había necesidad de explicaciones entre ellos; ni necesitaban ni querían la interferencia de palabras inadecuadas.

Tristan reavivó el fuego y se sentó en un sillón frente a él con Leonora acurrucada en su regazo, aún desnuda. La cubrió con la capa para mantenerla caliente y por debajo de la tela la rodeó con los brazos, con sus manos sobre la piel desnuda… Se habría quedado así toda la eternidad.

Bajó la mirada hacia ella. La luz del fuego doraba su rostro como también había dorado su cuerpo cuando había estado allí de pie, imperturbable ante las llamas, y lo había dejado examinar cada curva, cada línea. Esa vez no le había dejado prácticamente ninguna marca; sólo podían verse las huellas de sus dedos en la cadera, por donde la había sujetado.

Leonora alzó la vista, lo miró a los ojos, sonrió y luego volvió a apoyar la cabeza en su hombro. Bajo su palma, extendida sobre el torso desnudo, el corazón de Tristan latía con regularidad. El ritmo resonaba en su sangre. Por todo su cuerpo.

La intimidad los envolvió, los unió de un modo indefinible, de un modo que ella desde luego no había esperado.

Él tampoco y, sin embargo, ambos lo aceptaron. Y una vez aceptado, no se podía negar.

Tenía que ser amor, pero ¿quién era Leonora para decirlo? Lo único que sabía era que para ella era inmutable, inalterable y para siempre.

Fuera lo que fuese lo que les deparara el futuro, matrimonio, familia, parientes a su cargo y todo lo demás, tendrían eso, esa fuerza a la que recurrir.

Le parecía bien. Mejor de lo que había imaginado que le parecería.

Estaba donde le correspondía. En sus brazos. Y había amor entre ellos.

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