Con toda su relativa ingenuidad, Jeremy estaba en lo cierto en una cosa: era evidente que Tristan consideraba su unión ya aceptada, establecida y reconocida.
Los Warsingham fueron los primeros en retirarse, y Gertie con ellos. Cuando Humphrey y Jeremy se prepararon para seguirlos, Tristan le atrapó la mano sobre la manga y afirmó que Leonora y él tenían asuntos referentes a su futuro que debían tratar en privado. La llevaría a casa en su carruaje al cabo de media hora aproximadamente.
Lo dijo de un modo tan embaucador, con una seguridad tan completa, que todo el mundo asintió dócilmente y nadie puso ningún reparo. En cuanto Humphrey y Jeremy se marcharon, sus tías les desearon buenas noches y se retiraron, permitiéndole que la guiara hasta la biblioteca, al fin solos.
Tristan se detuvo para darle instrucciones a Havers respecto al carruaje y Leonora se acercó al hogar, donde ardía un fuego considerable que calentaba toda la estancia. Fuera soplaba un viento helado y unas densas nubes ocultaban la luna; no era una noche agradable.
Tendió las manos hacia las llamas, oyó que la puerta se cerraba con suavidad y sintió que Tristan se acercaba. Cuando se dio la vuelta, él la abrazó por la cintura y ella le apoyó las palmas en el pecho, mirándolo a los ojos.
– Me alegro de que nos hayas dado esta oportunidad de estar a solas, porque hay unos cuantos asuntos de los que deberíamos hablar.
Tristan parpadeó. No la soltó, sino que la atrajo aún más hacia su cuerpo, de forma que sus caderas y muslos se tocaban levemente, provocadoramente, y ella le rozaba el torso con los pechos. Sus manos le rodeaban la cintura, no estaba en sus brazos pero tampoco fuera de ellos. Sin embargo, sí totalmente bajo su control.
– ¿Qué asuntos son ésos?
– Asuntos como dónde viviremos, cómo imaginas que debería funcionar nuestra vida.
Él vaciló y luego le preguntó:
– ¿Quieres vivir aquí, en Londres, entre la buena sociedad?
– No tengo especial interés. Nunca he sentido ninguna atracción en particular por la vida social. Estoy bastante cómoda en ella, pero no anhelo sus dudosas emociones.
Tristan sonrió y bajó la cabeza.
– Doy gracias a Dios por eso.
Leonora le apoyó un dedo en los labios antes de que pudiera atrapar los suyos, mientras sentía que retiraba las manos de la cintura y le deslizaba las palmas por la espalda. Lo miró a los ojos y tomó una rápida inspiración.
– Entonces, ¿viviremos en Mallingham Manor?
Tristan curvó los labios distraídamente bajo su dedo.
– Si puedes soportar vivir aislada en el campo.
– No puede decirse que Surrey se encuentre en medio de la nada. -Leonora bajó la mano.
Los labios de él se acercaron más, hasta quedar a un centímetro de los suyos.
– Me refiero a las ancianas. ¿Podrás lidiar con ellas?
Tristan aguardó y Leonora se esforzó por pensar.
– Sí. -Ella comprendía a las ancianas, reconocía sus costumbres y no preveía ninguna dificultad en su trato con ellas-. Todas están bien dispuestas. Yo las entiendo y ellas nos entienden a nosotros.
Tristan soltó un bufido que le rozó los labios.
– Puede que tú las entiendas, pero a mí a menudo me dejan totalmente desconcertado. Hubo algo hace unos meses respecto a las cortinas de la vicaría que me superó.
A Leonora le estaba resultando difícil no reírse, pero tenía los labios de él tan cerca que le parecía extremadamente peligroso. Sería como si bajara la guardia ante un lobo a punto de atacar.
– Entonces, ¿serás verdaderamente mía?
Ella estuvo a punto de ofrecerle alegremente la boca y a sí misma como prueba de ello cuando algo en su tono le llamó la atención; lo miró a los ojos y se dio cuenta de que hablaba muy en serio.
– Ya soy tuya, y lo sabes.
Sus labios, aún increíblemente cerca, se curvaron. Tristan se movió y la atrajo más hacia su cuerpo, su inquietud la alcanzó, la bañó en una oleada de incertidumbre tangible y cambiante. Con el contacto total de sus cuerpos surgió el calor; él agachó la cabeza y le apoyó los labios en la comisura de los suyos.
– No soy el típico caballero.
Le susurró las palabras sobre la mejilla.
– Lo sé. -Leonora giró la cabeza y sus bocas se encontraron.
Tras un breve momento, él interrumpió el beso, le recorrió el rostro con los labios ascendiendo por el pómulo hasta la sien y luego descendió, hasta que su aliento le calentó el hueco bajo la oreja.
– He vivido peligrosamente, más allá de todas las leyes, durante una década. No soy tan civilizado como debería serlo. Lo sabes, ¿verdad?
Realmente lo sabía y ese conocimiento le ponía los nervios de punta mientras que la anticipación se deslizaba caliente por sus venas. Más allá de lo que dijera, y aunque pareciera asombroso, Leonora se dio cuenta de que Tristan aún no estaba seguro de ella y que fuera cual fuese el asunto que había deseado discutir, todavía lo tenía en mente, y aún no le había dicho lo que tenía que decir al respecto.
Alzó las manos y le tomó la cara entre las palmas para besarlo descaradamente. Lo atrapó, lo cautivó, lo atrajo hacia su interior. Se movió, sintió su reacción, sintió cómo extendía las manos en su espalda, firmes, acercándola a él.
Cuando finalmente consintió en liberarlo, Tristan levantó la cabeza y la miró; los ojos se le veían oscuros, turbulentos.
– Dime. -La voz de Leonora sonó ronca, pero dominante. Exigente-. ¿Qué es lo que querías decirme?
Pasó un largo momento; ella era consciente de sus respiraciones, de cómo palpitaban sus pulsos. Cuando pensaba que ya no iba a responderle, Tristan tomó una breve bocanada de aire. No había dejado de mirarla ni un solo segundo.
– Nunca… te pongas… en peligro.
No tuvo que decir nada más, estaba allí, en sus ojos, para que ella lo viera. Una vulnerabilidad tan profundamente arraigada en él, en quien era, que nunca podría dejar de sentirla.
Un dilema, uno que Tristan nunca podría resolver y que únicamente podría aceptar, como había decidido hacer al tomarla como esposa.
Leonora se apoyó en él; todavía le sostenía el rostro entre las manos.
– Nunca me pondré en peligro por voluntad propia. He decidido ser tuya y pretendo continuar con ese papel, seguir siendo importante para ti. -Le sostuvo la mirada-. Créeme.
Los rasgos de Tristan se endurecieron. Ignoró sus manos y bajó la cabeza. Tomó sus labios, su boca, con un abrasador beso que rozaba lo salvaje. Retrocedió para susurrar contra sus labios.
– Lo intentaré si tú recuerdas esto: si fracasas, los dos pagaremos el precio.
Leonora le recorrió la mejilla y esperó a que la mirase a los ojos.
– No fracasaré. Y tú tampoco.
Sus corazones palpitaban con fuerza; unas familiares llamas les lamían ávidamente la piel. Ella estudió su mirada.
– Esto estaba escrito. -Se movió sinuosamente contra él y sintió que se quedaba sin respiración-. Nosotros no lo decidimos, ni tú ni yo, estaba ahí, esperando atraparnos. Ahora el reto es hacer el resto del trabajo, no es un esfuerzo al que podamos escapar o que podamos rechazar, no si deseamos esto.
– Por supuesto que lo deseo, esto y más. No te dejaré marchar. Pase lo que pase. Nunca.
– Estamos comprometidos, tú y yo. -Le sostuvo la oscurecida mirada-. Haremos que funcione.
Pasaron dos segundos, luego, Tristan la levantó del suelo con firmeza, pegándola a él.
Leonora le apoyó las manos en los hombros y se echó hacia atrás.
– Pero…
Él se detuvo.
– Pero ¿qué?
– Esta noche se nos ha agotado el tiempo.
Y así era. Tristan tensó los brazos, la besó apasionadamente, reclamándola y, con expresión adusta, la volvió a dejar en el suelo.
Fue un pequeño consuelo comprobar que ella parecía tan disgustada como él.
Más tarde. Una vez que atraparan a Mountford, nada se interpondría en su camino.
Su carruaje los esperaba; acompañó a Leonora, la ayudó a subir y luego se acomodó él. Mientras el coche avanzaba sobre los adoquines ahora mojados, Tristan recordó algo que ella había mencionado antes.
– ¿Por qué Humphrey cree que faltan piezas del enigma de Cedric? ¿Cómo puede saberlo?
Leonora se recostó junto a él.
– Los diarios contienen información sobre los experimentos. Lo que se hizo y los resultados, nada más. Sin embargo, falta la base que les da sentido, las hipótesis, las conclusiones. Las cartas de Carruthers se refieren a algunos de los experimentos de Cedric, y a otros que Humphrey y Jeremy creen que deben de ser del propio Carruthers. Y respecto a las hojas de descripciones de éste que encontramos en la habitación de Cedric, mi tío cree que unas pocas encajan con algunos de los experimentos mencionados en sus cartas.
– ¿Así que al parecer, Cedric y Carruthers se estuvieron pasando información de experimentos?
– Sí. Pero Humphrey aún no puede estar seguro de si estaban trabajando en el mismo proyecto juntos, o si simplemente estaban intercambiando impresiones. Lo más relevante es que aún no ha descubierto nada que defina cuál era su proyecto común, suponiendo que hubiera uno.
Él barajó la información, considerando si eso hacía más o menos importante a Martinbury, el heredero de Carruthers. El carruaje redujo la marcha y se detuvo. Tristan se asomó, luego bajó en la puerta del número 14 de Montrose Place y ayudó a Leonora.
En el cielo, las oscuras nubes se deshacían arrastradas por el viento. Tristan le rodeó los hombros con el brazo y avanzaron por el serpenteante camino de entrada, ambos distraídos por el excéntrico mundo de la creación de Cedric, las hojas de extrañas formas y los arbustos salpicados por las gotas de lluvia, que resplandecía a la intermitente luz de la luna.
En el vestíbulo principal había luz. Cuando subieron la escalera del porche, la puerta se abrió.
Jeremy se asomó con rostro tenso. Cuando los vio, sus rasgos se relajaron.
– ¡Ya era hora! Esos canallas ya han empezado a cavar el túnel.
En absoluto silencio, se dirigieron a la pared junto al lavadero, en el sótano del número 14 y oyeron sonidos de alguien rascando el hormigón.
Tristan les indicó a Leonora y a Jeremy que no se movieran, luego alargó una mano y la apoyó sobre los ladrillos de los que procedía el ruido.
Al cabo de un momento, apartó la mano y les hizo señas de que retrocedieran. En la entrada del lavadero aguardaba un sirviente. Leonora y Jeremy pasaron junto a él en silencio; Tristan se detuvo.
– Buen trabajo -dijo lo bastante alto como para que el sirviente lo oyera-. Dudo que logren atravesarla esta noche, pero montaremos guardia. Cierra la puerta y asegúrate de que nadie haga ningún ruido fuera de lo habitual en esta zona.
El hombre asintió. Tristan se marchó y siguió a Leonora y Jeremy hasta la cocina, al final del pasillo. Por sus caras, tanto ella como su hermano tenían mil preguntas que hacerle, pero Tristan les indicó que guardaran silencio y se dirigió a Castor y a los otros sirvientes, todos reunidos y a la espera con el resto del servicio.
Rápidamente, organizó turnos de vigilancia para la noche, y les aseguró al ama de llaves, la cocinera, las doncellas y criadas que no era probable que aquellos delincuentes entraran sin ser detectados mientras ellas dormían.
– Al ritmo que van, y tendrán que ir despacio, pues no pueden arriesgarse a usar un martillo ni un cincel, les costará como mínimo unas cuantas noches aflojar los ladrillos lo suficiente para que pueda pasar un hombre. -Miró a todas las personas reunidas alrededor de la mesa de la cocina-. ¿Quién ha oído los ruidos?
Una criada muy joven se ruborizó y se inclinó.
– Yo, sir… milord. He entrado para coger la plancha caliente y lo he oído. Al principio, creía que era un ratón, luego me he acordado de lo que el señor Castor había dicho sobre ruidos extraños y demás, y he ido a decírselo en seguida.
Tristan sonrió.
– Buena chica. -Miró las cestas llenas de sábanas y manteles doblados, colocadas entre las doncellas y la estufa-. ¿Hoy era día de colada?
– Sí. -El ama de llaves asintió-. Siempre hacemos la principal colada los miércoles y luego una más pequeña los lunes.
Tristan la miró un instante y luego dijo:
– Tengo una última pregunta. ¿Alguno de vosotros, en algún momento de los últimos meses, desde noviembre aproximadamente, ha visto o ha sido abordado por alguno de estos dos caballeros? -A continuación, les describió brevemente a Mountford y a su cómplice con aspecto de comadreja.
– ¿Cómo lo has sabido? -preguntó Leonora cuando regresaron a la biblioteca.
Las dos criadas más veteranas y dos de los sirvientes habían sido abordados en ocasiones diferentes en noviembre. Las mujeres por Mountford en persona, los sirvientes por su cómplice. Ellas habían pensado que habían encontrado un admirador, los sirvientes a un nuevo e inesperado amigo con dinero siempre dispuesto para pagar la siguiente ronda.
Tristan se sentó en el diván junto a Leonora y estiró las piernas.
– Siempre me he preguntado por qué Mountford primero intentó comprar la casa. ¿Cómo sabía que el taller de Cedric estaba cerrado y prácticamente intacto? Él no podía ver el interior de éste; las ventanas están tan viejas, empañadas y agrietadas que es imposible ver nada a través de ellas.
– Lo sabía porque había engañado a las criadas. -Jeremy se sentó en su lugar habitual tras el escritorio.
Humphrey se encontraba en su sillón, ante el hogar.
– Exacto. Y así es como ha averiguado también otras cosas. -Tristan miró a Leonora-. Como tu afición a caminar sola por el jardín. A qué horas sales. Ha estado concentrado en esta casa durante meses y ha hecho un trabajo decente de reconocimiento.
Ella frunció el cejo.
– Eso no explica cómo supo que había algo que encontrar. -Miró a su tío, que tenía uno de los diarios de Cedric abierto sobre el regazo y una lupa en la mano-. Aún no sabemos si hay algo valioso aquí. Sólo lo damos por supuesto por el interés de Mountford.
Tristan le apretó la mano.
– Confía en mí. Los hombres como él nunca se interesan por nada a menos que haya algo que ganar.
Y aún era incluso más difícil atraer la atención de caballeros extranjeros. Tristan se guardó ese comentario para sí y miró a Humphrey.
– ¿Algún avance?
El anciano habló largo y tendido, pero la respuesta era que no.
Al final de su explicación, Tristan se movió. Estaban todos nerviosos. Sin embargo, dormir sería complicado sabiendo que, en el sótano, Mountford estaba excavando la pared para atravesarla.
– ¿Qué esperas que ocurra ahora? -preguntó Leonora.
Él la miró.
– Esta noche nada. Podéis dormir tranquilos. Como mínimo les costará tres noches abrir un agujero lo bastante grande como para que quepa un hombre sin alertar a nadie de este lado.
– Me preocupa más que alguien de este lado lo alerte a él.
Tristan le dedicó una sonrisa de depredador.
– Tengo hombres por todas partes. Día y noche. Ahora que Mountford está ahí dentro, no escapará.
Leonora lo miró a los ojos y sus labios se abrieron en una muda exclamación.
Jeremy resopló. Cogió un fajo de los papeles que habían encontrado en la habitación de Cedric.
– Será mejor que nos pongamos con esto. Aquí, en algún lugar, tiene que haber una pista. Aunque no entiendo por qué nuestro querido primo no usó algún sistema sencillo y comprensible de referencias cruzadas.
El bufido de Humphrey fue elocuente.
– Porque era un científico, por eso. Nunca muestran ninguna consideración por quienquiera que tenga que dar sentido a sus trabajos una vez se han ido. Jamás me he encontrado con ninguno que la mostrara en toda mi vida.
Tristan se levantó y se estiró. Intercambió una mirada con Leonora.
– Necesito pensar en nuestros planes. Vendré mañana por la mañana y tomaremos algunas decisiones. -Miró a Humphrey e incluyó a Jeremy cuando añadió-: Probablemente traiga a algunos socios conmigo por la mañana. ¿Puedo pediros que les informéis sobre lo que hayáis descubierto hasta entonces?
– Por supuesto. -Humphrey agitó una mano-. Te veremos en el desayuno.
Jeremy apenas levantó la vista.
Leonora lo acompañó a la puerta principal. Se dieron un rápido e insatisfactorio beso antes de que Castor, atraído por algún instinto de mayordomo, apareciera para abrir la puerta.
Tristan miró a Leonora a los ojos, unos ojos llenos de sombras.
– Descansa. Créeme, no corres ningún peligro.
Ella le sonrió.
– Lo sé. Tengo pruebas de ello.
Perplejo, arqueó una ceja.
La sonrisa de Leonora se amplió.
– Me dejas aquí.
Él estudió su rostro y vio comprensión en su mirada. Se despidió de ella y se marchó.
Para cuando llegó a Green Street, el plan estaba claro en su mente. Era tarde y su casa estaba en silencio. Se fue directo al estudio, se sentó al escritorio y cogió la pluma.
A la mañana siguiente, Charles, Deverell y él se encontraron en el club, poco después del amanecer. Era marzo y no amanecía muy pronto, pero necesitaban suficiente luz para ver mientras rodeaban el número 16 de Montrose Place. Comprobaron todas las posibles rutas de escape, pusieron a prueba a los guardias que Tristan ya había colocado y organizaron refuerzos donde fueron necesarios.
A las siete y media, se retiraron a la sala de reuniones del club para volver a valorar la situación e informar a los demás de todo lo que habían hecho o puesto en marcha cada uno por su lado desde la noche anterior. A las ocho, se dirigieron al número 14, donde Humphrey y Jeremy, cansados tras trabajar la mayor parte de la noche, y una impaciente Leonora esperaban junto a un sustancial desayuno. Era evidente que Leonora había dado órdenes de que se les diera bien de comer y ahora, sentada a un extremo de la mesa, se tomaba su té mientras, por encima del borde de la taza, observaba al trío de peligrosos hombres que habían invadido su casa.
Era la primera vez que veía a St. Austell y Deverell, pero con una única mirada tuvo suficiente para ver las similitudes entre ellos y Tristan. Los dos le inspiraban la misma cautela que había sentido al principio con él; no confiaría en ellos, no por completo, no como una mujer confía en un hombre, a menos que llegara a conocerlos mucho mejor.
Miró a Tristan, a su lado.
– Dijiste que nos informarías de tu plan.
Él asintió.
– Un plan sobre cómo reaccionar mejor a la situación tal como la conocemos actualmente. -Miró a Humphrey-. Quizá, si hago un resumen general de la misma, podríais corregirme en caso de que tengáis más información reciente.
El anciano asintió con la cabeza.
Tristan bajó la vista hacia la mesa mientras ordenaba sus pensamientos.
– Sabemos que Mountford está buscando algo que cree que está escondido en esta casa. Ha estado intensa, persistente e inquebrantablemente centrado en su objetivo desde hace meses. Parece estar desesperándose y es evidente que no se detendrá hasta que no encuentre lo que busca. Tenemos una conexión entre Mountford y un extranjero, que puede guardar relación con esto o no. Mountford está ahora aquí, intentando conseguir el acceso al sótano. Tiene un cómplice conocido, un hombre con cara de comadreja. -Se detuvo para tomar un sorbo de café-. Ésa es la oposición tal como la conocemos.
»Bien, en cuanto a lo que está buscando, nuestra mejor opción es que se trata de algo que el difunto Cedric Carling, anterior propietario de esta casa y famoso botánico, descubrió, posiblemente trabajando con otro botánico, A. J. Carruthers, por desgracia también fallecido. Los diarios de Cedric y las cartas y notas de Carruthers, que es todo lo que hemos encontrado hasta el momento, sugieren una colaboración, pero el proyecto en sí no queda claro. -Miró a Humphrey.
Éste, a su vez, miró a Jeremy y con la mano le indicó que continuara.
Su sobrino miró a los demás a los ojos.
– Tenemos tres fuentes de información: los diarios de Cedric, las cartas de Carruthers a Cedric y una serie de notas de Carruthers que creemos que son documentos adjuntos enviados con las cartas. Me he estado concentrando en las cartas y las notas. Algunas de estas últimas detallan experimentos individuales comentados y mencionados en las misivas. Por lo que he sido capaz de deducir hasta el momento, parece seguro que Cedric y Carruthers estaban trabajando juntos en algún brebaje. Hablan de las propiedades de algún fluido al que intentaban añadir ese brebaje. -Se detuvo e hizo una mueca-. No tenemos nada donde afirmen cuál es el fluido en cuestión, pero por diversas referencias, creo que es sangre.
El efecto que esa afirmación provocó en Tristan, St. Austell y Deverell fue notable. Leonora los observó intercambiar significativas miradas.
– Entonces -murmuró St. Austell con la mirada clavada en la de Tristan-, tenemos a dos famosos botánicos trabajando en algo que afecta a la sangre y una posible conexión extranjera.
La expresión de Tristan se había endurecido. Le hizo a Jeremy un gesto en la cabeza.
– Eso aclara la única incertidumbre que yo tenía respecto a lo que debíamos hacer a continuación. Es evidente que el heredero de Carruthers, Jonathon Martinbury, un hombre honesto que ha desaparecido misteriosamente tras llegar a Londres, al parecer después de recibir una carta en la que se habla de una colaboración entre Carruthers y Cedric, sea posiblemente un peón fundamental en este juego.
– Exacto. -Deverell miró a Tristan-. Pondré a mi gente a trabajar también en ese asunto.
Leonora miró a uno y a otro.
– ¿Qué asunto?
– Ahora es imprescindible que localicemos a Martinbury. Si está muerto, tardaremos un tiempo, probablemente más del que disponemos, con Mountford trabajando ahí abajo. Pero si está vivo, hay una posibilidad de que podamos dar una batida en los hospitales y hospicios lo suficientemente buena como para localizarlo.
– Conventos. -Cuando Tristan la miró, Leonora se explicó-: No los habéis mencionado, pero hay muchos en la ciudad, y la mayoría acepta a enfermos y heridos.
– Tiene razón. -St. Austell miró a Deverell, que asintió.
– Enviaré allí a mi gente.
– ¿Qué gente? -Jeremy frunció el cejo en dirección a los tres hombres-. Habláis como si tuvierais tropas a vuestra disposición.
St. Austell arqueó las cejas divertido y Tristan tensó los labios y respondió:
– En cierto sentido, las tenemos. En nuestro anterior destino, necesitábamos… contactos en todos los niveles de la sociedad. Y hay muchos ex soldados que están acostumbrados a buscar cosas para nosotros.
Leonora le frunció el cejo a su hermano advirtiéndole que no hiciera más preguntas.
– Así que habéis reunido a vuestras tropas y las habéis enviado en busca de Martinbury. ¿Y nosotros qué podemos hacer? ¿Cuál es vuestro plan?
Tristan la miró a los ojos, luego miró a Humphrey y a Jeremy.
– Aún no sabemos detrás de lo que va Mountford. Podemos limitarnos a ponernos cómodos y esperar a que acceda a esta casa y verlo. Ésa, sin embargo, es la opción más peligrosa. Dejarlo entrar aquí, dejar que ponga las manos sobre lo que está buscando, debería ser nuestra última salida.
– ¿Cuál es la alternativa? -preguntó Jeremy.
– Avanzar siguiendo las líneas de investigación que ya tenemos. Una, buscar a Martinbury, que puede que tenga más información específica de Carruthers. Dos, continuar encajando lo que podamos de las tres fuentes de que disponemos: los diarios, las cartas y las notas. Es probable que eso forme parte de lo que Mountford anda buscando. Si tiene acceso a las piezas que nos faltan, eso tendría sentido.
»Tres. -Tristan miró a Leonora-. Hemos dado por supuesto que ese algo, llamémoslo una fórmula, estaba oculto en el taller de Cedric. Puede que sea así, pero hasta el momento, sólo hemos recogido todo el material escrito. Si hay algo específicamente oculto en el taller, puede que aún esté allí. O quizá, la fórmula esté completa, escrita y oculta en cualquier otro lugar de la casa. -Se detuvo y luego continuó-: El riesgo de permitir que algo así caiga en manos de Mountford es demasiado grande para asumirlo. Tenemos que registrarlo todo.
Leonora asintió mientras recordaba cómo Tristan había buscado en las habitaciones de la señorita Timmins.
– Estoy de acuerdo -dijo, y recorrió con la mirada a los allí reunidos-. Entonces, mi tío y Jeremy deberían continuar con los diarios, cartas y notas en la biblioteca. Vuestra gente está recorriendo Londres en busca de Martinbury, lo que os deja a vosotros tres disponibles para el registro, ¿es eso?
Tristan le sonrió, dedicándole una de sus encantadoras sonrisas.
– Y a ti. Si pudieras avisar a vuestro personal y despejarnos el camino para que podamos buscar. Seguramente necesitaremos recorrer toda la casa, desde el desván hasta el sótano, y ésta es una mansión grande. -Su sonrisa cambió levemente-. Pero nosotros somos muy buenos en esto.
Y lo eran.
Desde la puerta del taller, Leonora observó cómo, silenciosos como ratones, los tres nobles husmeaban y miraban hasta en el último rincón y ranura. Treparon por la pesada estantería, buscaron por detrás de los armarios, hurgaron con varas en grietas ocultas, y se tumbaron en el suelo para inspeccionar la parte inferior de escritorios y cajones. No se les escapó ni un detalle. Y no encontraron nada más que polvo.
A partir de ahí, avanzaron pasando por la cocina y las despensas, incluso por el ahora silencioso lavadero, luego subieron la escalera y, decididos, pusieron en práctica sus inesperadas habilidades en las estancias de la planta baja.
En dos horas, habían llegado a los dormitorios; una hora más tarde empezaron con el desván.
El aviso del almuerzo llegaba cuando Leonora, sentada en la escalera que subía hasta allí, donde se negó rotundamente a aventurarse, sintió las reverberaciones de su descenso.
Se levantó y se dio la vuelta. Sus pasos, pesados y lentos, le indicaron que no habían encontrado nada en absoluto. Aparecieron quitándose telarañas del pelo y de la chaqueta.
Tristan la miró a los ojos y con tono adusto afirmó:
– Si hay alguna valiosa fórmula escondida en esta casa, tiene que estar en la biblioteca.
En los diarios de Cedric o las cartas y notas de Carruthers.
– Al menos, ahora estamos seguros de eso. -Leonora se volvió y los guió hacia la escalera principal y luego hasta el comedor.
Jeremy y Humphrey se reunieron allí con ellos.
El joven negó con la cabeza mientras se sentaba.
– Me temo que no hemos averiguado nada más.
– Excepto -Humphrey frunció el cejo mientras despegaba su servilleta- que cada vez estoy más seguro de que Cedric no conservaba ningún registro de la base y las conclusiones que sacaba de sus experimentos. -Hizo una mueca-. Algunos científicos son así, se lo guardan todo en la cabeza.
– ¿Reservados? -preguntó Deverell mientras atacaba el plato de sopa.
El anciano negó con la cabeza.
– Normalmente no. Es más cuestión de que no quieren perder el tiempo en escribir lo que ya saben.
Todos empezaron a comer, luego Humphrey, aún con el cejo fruncido, continuó:
– Cedric no dejó ningún registro y la mayoría de los libros de la biblioteca son nuestros… Sólo había un puñado de textos antiguos allí cuando nos trasladamos.
Jeremy asintió.
– Y yo los he revisado todos. No hay ningún informe escondido en ellos, ni tampoco escrito en sus páginas.
Humphrey continuó:
– Si eso es así, entonces, tendremos que rezar para que Carruthers dejara algún documento más detallado. Las cartas y notas permiten cierta esperanza, pero con esto no estoy diciendo que vayamos a conseguir la respuesta si eso es lo único que tenemos para trabajar. Sin embargo, un diario adecuadamente mantenido, con una lista de experimentos… Si tuviéramos eso, podríamos averiguar qué fórmulas eran las últimas para ese brebaje. Sobre todo, cuál era la versión final.
– Hay unas cuantas versiones. -Jeremy continuó la explicación-. Pero a partir del diario de Cedric, es imposible saber cuál iba detrás de cuál, y mucho menos por qué. Cedric debía de saberlo y, por comentarios en las cartas, Carruthers también, pero… hasta el momento, nosotros sólo hemos sido capaces de hacer corresponder un puñado de notas sobre experimentos de Carruthers con sus cartas, que es lo único que tiene fecha.
Humphrey masticó y asintió con aire taciturno.
– Suficiente para hacer que uno se tire de los pelos.
A lo lejos, se oyó la campana de la puerta principal. Castor salió para reaparecer un minuto más tarde con una nota doblada sobre una bandeja. Se acercó a Deverell.
– Un sirviente de aquí al lado ha traído esto para usted, milord.
El vizconde miró a Tristan y a Charles mientras dejaba el tenedor y cogía la nota. Era un trozo de papel normal, garabateado. Deverell la leyó rápidamente, luego miró a sus amigos y los dos se irguieron.
– ¿Qué?
Todos lo miraban cuando una lenta sonrisa curvó sus labios.
– Las bondadosas Hermanitas de la Caridad de Whitechapel Road han estado cuidando a un joven que responde al nombre de Jonathon Martinbury. -Deverell miró la nota y su rostro se endureció-. Se lo llevaron hace dos semanas. Le dieron una brutal paliza y después lo dejaron tirado en la calle para que se muriera.
Organizarse para recoger a Martinbury, y todos estuvieron de acuerdo en que había que recogerlo, fue un ejercicio de logística. Al final, se acordó que irían Leonora y Tristan; ni St. Austell ni Deverell querían arriesgarse a ser vistos saliendo del número 14. Incluso Leonora y Tristan debían tener cuidado. Dejaron la casa por la puerta principal, con Henrietta encabezando la comitiva.
Una vez en la calle, cuando la línea de árboles a lo largo del linde del número 12 los ocultó de la vista de cualquiera que pudiera estar observando desde el número 16, entraron en el club y, para disgusto de Henrietta, la dejaron en la cocina.
Tristan le indicó a Leonora que se apresurara por el camino de detrás del club hasta la callejuela posterior. Desde allí, fue fácil llegar a la siguiente calle, donde alquilaron un coche y se dirigieron a toda velocidad a Whitechapel Road.
En la enfermería del convento, encontraron a Jonathon Martinbury. Era un joven fornido y de rostro cuadrado, con pelo castaño visible entre los huecos del vendaje de la cabeza. La mayor parte de su cuerpo parecía estar vendada; llevaba un brazo en cabestrillo y tenía la cara muy magullada y llena de cortes, con una enorme contusión en un ojo.
Estaba lúcido aunque débil. Cuando Leonora explicó su presencia diciéndole que lo habían estado buscando en relación con el trabajo que Cedric Carling había hecho en colaboración con A. J. Carruthers, su semblante se iluminó.
– ¡Gracias a Dios! -Cerró brevemente los ojos y luego los abrió. Su voz era áspera, aún ronca.
»Recibí su carta. Vine antes a la ciudad con intención de visitarla… -Se interrumpió y el rostro se le nubló-. Desde entonces, todo ha sido una pesadilla.
Tristan habló con las monjas. Aunque se mostraron preocupadas, estuvieron de acuerdo en que Martinbury estaba lo bastante bien como para ser trasladado, en vista de que ahora estaba con amigos.
Entre ellas, Tristan y el jardinero del convento llevaron a Jonathon hasta el coche que los aguardaba. Subir al carruaje puso realmente a prueba la compostura del joven. Cuando acabaron de acomodarlo en el asiento, envuelto en una manta y rodeado de viejas almohadas, tenía los labios apretados y se lo veía pálido. Tristan le había dejado su abrigo, porque el suyo había quedado hecho jirones.
Junto con Leonora, Tristan volvió a darles las gracias a las monjas en nombre de Jonathon y cuando prometió hacerles una donación en cuanto le fuera posible arreglarlo, Leonora le dirigió una mirada de aprobación. Él la ayudó a subir al carruaje y estaba a punto de seguirla cuando una monja llegó corriendo.
– ¡Espere! ¡Espere! -Atravesó la verja del convento cargada con una gran bolsa de piel.
Tristan se adelantó y se la cogió. Ella sonrió a Jonathon.
– ¡Sería una lástima que después de todo lo que ha pasado, perdiera este pequeño objeto de buena suerte!
Cuando Tristan dejó la bolsa en el suelo del coche, el joven se inclinó y la tocó, como para tranquilizarse.
– Desde luego -jadeó mientras asentía lo mejor que pudo-. Muchas gracias, hermana.
Las monjas le dijeron adiós con la mano y le lanzaron bendiciones; Leonora les respondió mientras Tristan subía, cerraba la puerta y se acomodaba a su lado.
Miró la gran bolsa de viaje de piel en el suelo, entre los asientos, luego a Jonathon.
– ¿Qué hay dentro?
El herido apoyó la cabeza en el asiento.
– Creo que es lo que buscaba la gente que me hizo esto.
Tanto Leonora como Tristan miraron la bolsa.
Jonathon tomó una dolorosa inspiración.
– Verán…
– No. -Tristan levantó una mano-. Espere. Este viaje ya va a ser lo bastante duro. Descanse. Una vez lo tengamos instalado y cómodo de nuevo, entonces podrá contarnos a todos su historia.
– ¿A todos? -El joven lo miró con los ojos entornados-. ¿Cuántos son?
– Unos cuantos, así que será mejor que sólo tenga que explicar su historia una vez.
Una ferviente impaciencia atenazaba a Leonora, que mantenía la mirada clavada en la bolsa de piel negra de Jonathon. Era una bolsa de viaje normal y corriente, pero no podía imaginar qué podía contener. Cuando el carruaje finalmente se detuvo en la callejuela que había detrás del número 14 de Montrose Place, estaba llena de frustrada curiosidad.
Tristan hizo detener el carruaje en una calle cercana al parque; los dejó allí, diciéndoles que tenía que poner ciertas cosas en orden.
Regresó más de media hora después. Jonathon se había quedado dormido. De hecho, aún estaba adormilado cuando se detuvieron por última vez y Deverell abrió la puerta del coche.
– Vamos. -Tristan le dio un empujoncito a Leonora, que le ofreció la mano a Deverell para ayudarla a bajar. Tras él, la verja del jardín posterior estaba abierta, con Charles St. Austell haciéndole señas de que avanzara.
Su sirviente más corpulento, Clyde, estaba de pie detrás de Charles, con lo que Leonora identificó como una camilla casera en las manos.
Charles la vio mirar.
– Vamos a llevarlo dentro con eso. De lo contrario, sería demasiado lento y doloroso.
Ella preguntó:
– ¿Lento?
Con la cabeza, el conde le señaló la casa de al lado.
– Intentamos reducir al máximo la posibilidad de que Mountford vea algo.
Habían supuesto que éste, o más probablemente su cómplice, estaría observando las idas y venidas en el número 14.
– Creía que lo llevaríamos al número doce. -Leonora miró hacia el club.
– Llamaría demasiado la atención que entráramos todos allí para oír su historia. -Con delicadeza, la hizo apartarse cuando Tristan y Deverell ayudaron a Jonathon a atravesar la verja-. Aquí están.
Entre los cuatro, acomodaron al joven en la camilla, construida con sábanas dobladas y dos largos palos de escoba. Deverell iba delante, encabezando el grupo. Clyde y Charles lo seguían, cargando con la camilla. Tristan cerraba la marcha con la bolsa de Jonathon en una mano, y Leonora avanzaba delante de él.
– ¿Y el coche de alquiler? -susurró ella.
– Ya me he encargado de eso. Le he pagado para que espere otros diez minutos antes de marcharse, por si el sonido cuando pase por detrás de la casa de al lado los alertara.
Había pensado en todo, incluso en cortar un nuevo arco en el seto que separaba el huerto bien protegido del césped más abierto. De ese modo, en vez de ir por el sendero principal y a través del arco central, teniendo que cruzar luego la amplia extensión de hierba, fueron por un estrecho camino lateral paralelo al muro que lindaba con el número 12, pasaron por el arco recién cortado y salieron muy cerca del muro del jardín, que los ocultaba bajo su sombra.
Sólo tenían que cubrir una distancia muy corta hasta que el saliente del ala de la cocina los ocultara de la vista de cualquiera que se encontrara en el número 16. Una vez allí, pudieron subir la escalera que daba al porche y entrar por las puertas del salón sin más problemas.
Cuando Tristan cerró las cristaleras, Leonora lo miró a los ojos con intensidad.
– Muy hábil.
– Todo forma parte del servicio. -Su mirada se centró más allá de donde ella se encontraba. Leonora se volvió para ver cómo ayudaban a Jonathon a levantarse de la camilla y acomodarse en un canapé, ya preparado para que pudiera dormir en él.
Pringle estaba allí. Tristan le dijo:
– Le dejaremos con su paciente. Estaremos en la biblioteca, reúnase allí con nosotros cuando acabe.
El médico asintió y se volvió hacia Jonathon.
Todos salieron. Clyde cogió la camilla y se fue a la cocina y el resto se retiró a la biblioteca.
La impaciencia de Leonora por ver qué había en la bolsa de Jonathon no era nada en comparación con la de Humphrey y Jeremy. Si Tristan y los otros no hubieran estado allí, dudaba que hubiera sido capaz de impedirles que la abrieran y «comprobaran únicamente» lo qué contenía.
La vieja y acogedora biblioteca nunca había estado tan concurrida y mucho menos tan llena de vida. No eran sólo Tristan, Charles y Deverell paseándose nerviosos, esperando con expresión dura e intensa, sino que su energía reprimida parecía contagiarse a Jeremy e incluso a Humphrey. Observándolos mientras se sentaba en el diván y fingía calma, con Henrietta tumbada a sus pies, Leonora pensó que ésa debía de ser la atmósfera que habría en una tienda de campaña llena de caballeros justo antes de la llamada a la batalla.
Finalmente, la puerta se abrió y Pringle entró. Tristan sirvió una copa de brandy y se la ofreció; el médico la aceptó con un asentimiento de cabeza, bebió y luego suspiró agradecido.
– Está lo bastante bien, sin duda lo bastante bien para hablar. De hecho, está ansioso por hacerlo y sugeriría que lo escucharan lo antes posible.
– ¿Y las heridas? -preguntó Tristan.
– Diría que quienes lo atacaron tenían la fría intención de matarlo.
– ¿Profesionales? -preguntó Deverell.
Pringle vaciló.
– Si tuviera que hacer suposiciones, diría que eran profesionales, pero más acostumbrados a cuchillos y pistolas. Sin embargo, en este caso, intentaban hacer que el ataque pareciera trabajo de matones locales. Aunque no tuvieron en cuenta los pesados huesos del señor Martinbury; está muy magullado y maltrecho, pero las hermanas lo han cuidado bien y con el tiempo quedará como nuevo. Eso sí, si alguna alma caritativa no lo hubiera llevado al convento, yo no le habría dado muchas posibilidades.
Tristan asintió.
– Gracias de nuevo.
– No hay de qué. -Pringle le entregó la copa vacía-. Cada vez que tengo noticias de Gasthorpe, sé que al menos me espera algo más interesante que furúnculos y cosas por el estilo.
Saludó a todos con la cabeza y se marchó.
Los presentes intercambiaron miradas y la excitación aumentó aún más.
Leonora se levantó. Todos apuraron rápidamente su copa. Ella se sacudió la falda y se dirigió a la puerta, conduciendo a los demás de vuelta al salón.