CAPÍTULO 05

– ¿Es aquí?

Tristan asintió a Charles St. Austell y abrió la puerta del local de Stolemore. Cuando se pasó por uno de los clubes más pequeños, el Guards, la noche anterior, ya había decidido hacerle una visita a Stolemore y mostrarse un poco más persuasivo. Encontrarse a Charles había sido un golpe de suerte demasiado bueno para desaprovecharlo. Cualquiera de los dos podía ser lo bastante amenazador como para convencer casi a cualquiera de que hablara; si iban juntos, no cabía duda de que el hombre les diría todo lo que desearan saber.

Cuando Tristan le explicó sus planes, Charles accedió de inmediato a acompañarlo. De hecho, se podría decir que se mostró más que dispuesto a ayudar y a volver a poner en práctica sus peculiares talentos.

La puerta se abrió hacia adentro y Tristan entró primero. Esa vez, Stolemore estaba detrás de su mesa. Alzó la vista al oír sonar la campanilla y entrecerró los ojos al reconocer a Tristan, que avanzó con la mirada fija en el desventurado agente. Los ojos de éste se abrieron como platos y, cuando desvió la mirada hacia Charles, palideció y se puso rígido.

Tristan oyó a su amigo moverse detrás de él, pero no se giró. Sus sentidos le informaron de que había dado la vuelta al cartel de madera que había en la puerta, informando de que el local estaba cerrado luego le llegó el sonido de los aros metálicos sobre la madera y la estancia se oscureció cuando Charles cerró las cortinas de las ventanas delanteras.

La expresión de Stolemore, con los ojos llenos de temor, indicaba que comprendía muy bien su amenaza. Se agarró del borde de la mesa y echó la silla hacia atrás.

Con el rabillo del ojo, Tristan observó cómo Charles atravesaba el despacho sin hacer ruido y se apoyaba con los brazos cruzados en el marco de la entrada que daba al interior de la vivienda, donde también había una cortina. Su sonrisa habría podido ser la de un demonio.

El mensaje estaba claro. Para escapar de la pequeña oficina, Stolemore tendría que enfrentarse a uno o a otro. Y aunque el agente era un hombre pesado, más corpulento que él o que Charles, no les cabía ninguna duda de que no lo conseguiría.

Tristan sonrió, no con humor, aunque de un modo bastante dulce.

– Lo único que queremos es información.

Stolemore se humedeció los labios mientras los miraba alternativamente.

– ¿Sobre qué?

Su voz sonó áspera, crispada por el miedo.

Tristan hizo una pausa, como si saboreara el sonido, luego respondió en voz baja:

– Quiero el nombre y todos los datos que tenga de la persona o personas que deseaban comprar el número catorce de Montrose Place.

Stolemore tragó saliva y volvió a echarse hacia atrás mientras miraba a uno y a otro.

– Yo no hablo de mis clientes. Me juego mi reputación si doy información de ese tipo.

De nuevo, Tristan esperó, sin apartar los ojos del rostro del hombre. Cuando el silencio se prolongó hasta volverse tenso, tensando también los nervios de Stolemore, le preguntó con suavidad:

– ¿Y qué imagina que le va a costar no complacernos?

El agente palideció aún más; los moretones de la paliza propinada por los mismos a quienes intentaba proteger eran claramente visibles en su pálida piel. Se volvió hacia Charles como si calculara sus posibilidades; un instante más tarde, volvió a mirar a Tristan. Tras sus ojos brilló la perplejidad.

– ¿Quiénes son ustedes?

Tristan respondió con tono firme, sin inflexiones.

– Somos unos caballeros a los que no les gusta ver que alguien se aprovecha de inocentes. Basta con decir que las recientes actividades de su cliente no nos han sentado nada bien.

– De hecho -intervino Charles. Su voz sonó como un grave ronroneo-, se podría decir que nos han hecho perder la calma.

Sus últimas palabras eran una clara amenaza.

Stolemore miró a Charles, luego volvió rápidamente la atención a Tristan.

– Muy bien. Se lo diré, pero a condición de que no le digan que fui yo quien les dio su nombre.

– Puedo asegurarle que cuando lo atrapemos no perderemos el tiempo en discutir cómo lo encontramos. -Tristan alzó las cejas-. De hecho, puedo garantizarle que en ese momento tendrá asuntos mucho más urgentes que atender.

Stolemore reprimió un bufido nervioso y abrió un cajón de su escritorio. Cuando Tristan y Charles se movieron, silenciosos y amenazadores, el hombre se paralizó, luego los miró inquieto. Se habían colocado de tal modo que ahora se encontraba entre los dos.

– Es sólo un libro -dijo con voz ronca-. ¡Lo juro!

Pasó un segundo, luego Tristan asintió.

– Sáquelo.

Sin apenas respirar, Stolemore sacó muy despacio un libro de contabilidad del cajón. La tensión disminuyó un poco; el agente colocó el libro sobre la mesa y lo abrió. Buscó, pasando apresuradamente las páginas, luego deslizó el dedo por una y se detuvo.

– Escríbalo -le ordenó Tristan.

Stolemore obedeció, aunque él ya había leído la anotación y la había memorizado. Cuando el hombre acabó y le pasó el trozo de papel con la dirección, sonrió, de un modo agradable esta vez, y lo cogió.

– Así… -sostuvo la mirada de Stolemore mientras se metía el papel en el bolsillo interior del abrigo- si alguien le pregunta, puede jurar sin ningún cargo de conciencia que usted no le ha dicho el nombre o la dirección a nadie. Y bien, ¿qué aspecto tenía? Sólo era uno, por lo que veo.

El agente asintió y señaló con la cabeza hacia el bolsillo en el que había desaparecido el papel.

– Sólo él. Un tipo muy desagradable. Parecía un caballero, pelo negro, piel clara, ojos castaños. Bien vestido, pero no de la calidad de Mayfair. Pensé que era uno de esos encopetados que vienen del campo; se comportaba con la suficiente arrogancia. Joven, pero malvado e irascible. -Alzó una mano hacia los moretones que tenía en un ojo-. Por lo que mí respecta, mejor si no lo vuelvo a ver nunca.

Tristan inclinó la cabeza.

– Veremos qué podemos hacer al respecto.

Se dio la vuelta y se dirigió a la puerta. Charles lo siguió. Fuera, en la calle, se detuvieron y Charles hizo una mueca.

– Por mucho que me apetezca ir a echarle un vistazo a nuestro bastión… -su diabólica sonrisa desapareció- y a nuestra encantadora vecina, tengo que regresar a Cornualles.

– Gracias. -Tristan le tendió la mano.

Charles se la estrechó.

– Estoy a tu entera disposición. -Un leve autorreproche tiñó su sonrisa-. Lo cierto es que, aunque fuera un asunto menor, he disfrutado. Siento que me estoy oxidando en el campo y te aseguro que hablo literalmente.

– Lo cierto es que la adaptación nunca es fácil, y aún es peor para nosotros.

– Al menos, tú tienes algo con lo que mantenerte ocupado. Lo único que tengo yo son ovejas, vacas y hermanas.

Tristan se rió ante el patente disgusto de su amigo. Le dio una palmada en el hombro y se despidieron. Charles se dirigió de nuevo a Mayfair mientras que Tristan se alejaba en dirección contraria. A Montrose Place. Aún no eran las diez de la mañana. Primero iría a ver qué tal le iba a Gasthorpe, el ex sargento mayor que habían contratado como mayordomo del club Bastion, con los últimos preparativos y luego iría a ver a Leonora, tal como le había prometido. Y, como también le había prometido, hablarían sobre qué pasos deberían dar a continuación.


A las once en punto, llamó a la puerta del número 14. El mayordomo lo acompañó al salón; cuando entró, Leonora se levantó del diván.

– Buenos días -lo saludó, mientras él se inclinaba sobre su mano.

El sol había logrado librarse de las nubes y los rayos de luz que jugaban sobre el follaje atrajeron la mirada de Tristan hacia el jardín trasero.

– Demos un paseo. -No le soltó la mano-. Me gustaría ver ese muro posterior suyo.

Leonora vaciló, aunque luego inclinó la cabeza. Habría abierto la marcha si Trentham le hubiera soltado los dedos, pero no lo hizo. En vez de eso, le sujetó la mano con más firmeza.

Ella le lanzó una breve mirada mientras caminaban el uno junto al otro hacia las puertas de cristal. Cuando bajaron los escalones, él le colocó la mano sobre el brazo, consciente de su pulso, del modo en que tembló bajo sus dedos.

– Tenemos que atravesar aquel arco en los setos. -Señaló Leonora-. El muro está al final de los huertos.

Se trataba de unos huertos extensos. Con Henrietta siguiéndolos, avanzaron por el camino central, pasaron hileras de calabazas, seguidas por innumerables hileras en barbecho, largos montículos cubiertos de hojas y otros rastrojos, a la espera de que regresara la primavera.

Trentham se detuvo.

– ¿Dónde estaba él cuando lo vio?

Leonora miró a su alrededor, luego señaló un lugar, un poco más adelante, a medio metro de distancia del muro posterior.

– Debía de estar por ahí.

La soltó y se volvió para retroceder por el camino. Pasó por el arco hacia la pequeña extensión de césped.

– Dijo que dio media vuelta y desapareció de su vista. ¿En qué dirección se marchó? ¿Se acercó al muro?

– No, se fue hacia un lado. Si se hubiera vuelto y hubiera seguido por el camino, lo habría podido ver durante más tiempo.

Él asintió mientras examinaba el terreno en la dirección que ella le había indicado.

– Eso fue hace dos días. -No había llovido desde entonces-. ¿Ha estado trabajando aquí su jardinero?

– No en estos últimos días. No hay mucho que hacer aquí en invierno.

Trentham le apoyó una mano en el brazo y se lo apretó brevemente.

– Espere aquí. -Continuó por el camino. Avanzaba con cuidado por el borde del mismo-. Avíseme cuando llegue al lugar donde se encontraba el hombre.

Leonora lo observó, entonces dijo:

– Ahí.

Trentham rodeó el área con los ojos fijos en el suelo, luego se movió entre los macizos, lejos del camino, en la dirección por la que el hombre se había ido.

Encontró lo que estaba buscando a escasos centímetros de la base del muro, donde el intruso había pisado con fuerza antes de saltar sobre la gruesa hiedra. Se agachó; Leonora se acercó de prisa. La huella se veía claramente.

– Mmm… sí.

Alzó la vista y se la encontró inclinada a su lado, estudiando la pisada.

– Me encaja.

Trentham se levantó y ella se irguió también.

– Es del mismo tamaño y forma que la que encontré en el polvo, junto a la puerta lateral del número doce.

– ¿La puerta por la que entró el ladrón?

Él asintió y se volvió hacia el muro cubierto de hiedra. Lo estudió con cuidado, pero fue Leonora la que encontró el primer indicio.

– Aquí. -Levantó una rama rota, luego la soltó.

– Y aquí -señaló Trentham más arriba, donde la enredadera se había soltado del muro. Miró la pesada verja-. Supongo que no tendrá la llave, ¿verdad?

La mirada que ella le lanzó fue fría y altiva. Cuando sacó una vieja llave del bolsillo, él se la arrebató de los dedos y fingió no ver el destello de irritación en sus ojos. Pasó a su lado y metió la llave en la vieja cerradura. La giró. La verja gruñó en señal de protesta al abrirse.

Había dos huellas claras en la callejuela, tras las casas, en el polvo acumulado que cubría el áspero suelo. Una breve mirada fue suficiente para confirmar que eran de la misma bota y que las había dejado cuando saltó del muro. A partir de ahí, sin embargo, no había ningún rastro claro.

– Esto es bastante concluyente. -Cogió a Leonora del brazo, la urgió a entrar de nuevo en la propiedad y volvió a cerrar la verja con llave.

Tristan había estado observando el tiempo suficiente como para estar seguro de que Leonora era la única que paseaba por el jardín. Que el ladrón la hubiera escogido lo preocupaba y también le hizo recordar la conclusión a la que había llegado ya en su momento, de que ella no se lo había contado todo.

Se volvió y le tendió la llave. Mientras Leonora se la metía en el bolsillo, Tristan miró a su alrededor. La verja de entrada estaba a un lado del camino, no en línea con el arco en el seto; nadie podía verlos desde el jardín ni desde la casa. Gracias a los árboles frutales que seguían la línea de los muros laterales, tampoco podía verlos ningún vecino.

Cuando Leonora alzó la cabeza, él bajó la vista y sonrió, infundiendo al gesto todo el encanto del que era capaz.

La joven parpadeó, pero, para su disgusto, pareció menos turbada de lo que había esperado.

– En esos anteriores intentos de robo aquí… el ladrón no la vio, ¿verdad?

Ella negó con la cabeza.

– La primera vez, sólo estaban los sirvientes. La segunda, cuando Henrietta dio la voz de alarma, todos bajamos corriendo, pero hacía rato que se había ido.

No le dijo nada más. Sus ojos azules seguían claros, despejados. No había retrocedido. Estaban cerca y tenía el rostro alzado para poder mirarlo a los ojos.

La atracción le recorrió la piel. Tristan lo permitió, dejó que fluyera y aumentara, no intentó reprimirla. También permitió que se reflejara en su rostro, en sus ojos.

Los de ella, clavados en los suyos, se abrieron aún más. Leonora carraspeó.

– Íbamos a hablar sobre cuál sería la mejor manera de actuar a partir de ahora.

Las palabras surgieron jadeantes, débiles.

Él no hizo nada durante un segundo, luego se inclinó más cerca.

– He decidido que deberíamos dejarnos llevar.

– ¿Dejarnos llevar? -Sus pestañas se agitaron cuando se inclinó aún más.

– Hum. Seguir nuestros instintos.

E hizo exactamente eso, bajó la cabeza y pegó los labios a los suyos.

Leonora se quedó paralizada. Había estado observando, alerta, pero no había anticipado un ataque tan directo.

Tristan tenía demasiada experiencia para desvelar sus intenciones. En ningún campo de batalla. Así que no la estrechó inmediatamente entre sus brazos. En vez de eso, se limitó a besarla con los labios sobre los de ella, tentándola sutilmente hasta que los abrió y le permitió el avance. Sólo entonces le tomó el rostro entre las manos, se sumergió profundamente y bebió, saboreó, disfrutó. Cuando alargó los brazos y la atrajo hacia su cuerpo, al tiempo que enredaba la lengua con la de ella, no lo sorprendió que se le acercara sin pensarlo, sin vacilar.

Quedó atrapada en aquel beso. Igual que él. Era una cosa sencilla, al fin y al cabo, sólo un beso. Sin embargo, cuando Leonora sintió que su pecho se pegaba a su torso, cuando sintió que sus brazos la rodeaban, pareció que fuera mucho más, porque experimentó tantas cosas que no había sentido antes, que ni siquiera sabía que existían… Como la calidez que fluía entre ellos, no sólo a través de su cuerpo, sino también a través del de él, o la repentina tensión, no fruto del rechazo ni de la contención, sino del deseo.

Cuando apoyó las manos en sus amplios hombros, sintió su reacción, tanto su habilidad en esa área, su destreza, como un anhelo más profundo.

La mano en su espalda, unos dedos fuertes abiertos sobre su espina dorsal, la urgieron a acercarse aún más. Ella obedeció y, entonces, los labios de Trentham se volvieron más exigentes. Dominantes. Se pegó a ellos, le entregó su boca y sintió la primera oleada de gloria en el hambre de aquel hombre. Junto al suyo, su cuerpo parecía un roble, fuerte e inflexible, mientras que los labios que cubrían los suyos, que jugaban, provocaban y la hacían desear, estaban tan vivos, tan seguros… Eran tan adictivos.

Cuando estaba a punto de dejarse caer sobre él, de deslizarse más profundamente en su hechizo, sintió que retrocedía, que sus manos descendían hasta su cintura y la agarraban levemente. Trentham interrumpió el beso y levantó la cabeza, mirándola a los ojos.

Durante un momento, sólo pudo mirarlo mientras parpadeaba y se preguntaba por qué se había detenido. El pesar centelleó en los ojos de él, pero fue sustituido rápidamente por la resolución, un duro destello en aquel color avellana. Como si no hubiera deseado parar, pero hubiera sentido que debía hacerlo.

Una fugaz locura la dominó, el fuerte impulso de alargar la mano hasta su nuca y atraerlo hacia ella, atraer aquellos fascinantes labios. Volvió a parpadear.

Trentham habló en voz baja:

– Debería irme.

De repente, Leonora recuperó el sentido común y regresó al mundo real.

– ¿Cómo ha decidido proceder?

La observó; podría jurar que tras sus ojos oscuros sobrevoló una expresión de disgusto. Sus labios se estrecharon. Ella aguardó con la mirada fija en él.

Finalmente, le respondió:

– He ido a ver a Stolemore esta mañana. -Le ofreció el brazo y se dirigió de nuevo al camino.

– ¿Y?

– Consintió en decirme el nombre del comprador que está tan empeñado en conseguir esta casa. Un tal Montgomery Mountford. ¿Lo conoce?

Leonora miró al frente mientras repasaba la lista de conocidos propia y de su familia.

– No, no es uno de los colegas de Humphrey ni de Jeremy tampoco. Los ayudo con su correspondencia y no he visto nunca ese nombre.

Cuando Trentham no dijo nada más, ella preguntó:

– ¿Ha conseguido una dirección?

Él asintió.

– Iré allí y veré qué puedo averiguar.

Habían llegado al arco. Leonora se detuvo.

– ¿Dónde es?

Trentham la miró a los ojos; de nuevo le dio la impresión de que estaba enfadado.

– Bloomsbury.

– ¿Bloomsbury? -Se quedó mirándolo-. Ahí es donde vivíamos.

Él frunció el cejo.

– ¿Antes que vivir aquí?

– Sí. Ya le expliqué que nos trasladamos hace dos años, cuando mi tía heredó la casa. Durante los cuatro años anteriores, vivimos en Bloomsbury. En Keppell Street. -Lo cogió de la manga-. Quizá sea alguien de allí, alguien que por algún motivo… -Hizo un gesto-. A saber por qué, pero debe de haber una conexión.

– Quizá.

– ¡Vamos! -Leonora avanzó hacia la casa-. Le acompañaré. Tenemos mucho tiempo para la visita antes del almuerzo.

Tristan reprimió una maldición y salió tras ella.

– No hay necesidad…

– ¡Por supuesto que sí! -Le lanzó una mirada impaciente-. ¿Cómo sabrá, entonces, si ese tal Mountford está relacionado de algún modo con nuestro pasado?

No había una buena respuesta para eso. La había besado con el objetivo de despertar más su curiosidad sensual y, de esa forma, distraerla lo suficiente como para permitirle continuar con la investigación él solo, pero, al parecer, había fracasado en ambos casos. Tragándose su irritación, la siguió por la escalera y a través de las puertas de cristal hasta que, exasperado, se detuvo. No estaba acostumbrado a ir detrás de nadie y mucho menos a correr tras una dama.

– ¡Señorita Carling!

Leonora se detuvo ante la puerta. Con la cabeza alta y la espalda rígida, se volvió hacia él.

– ¿Sí?

Tristan se esforzó por ocultar su furia. La intransigencia brillaba en los delicados ojos de ella, se reflejaba en su postura. Vaciló un momento, luego, como todos los comandantes experimentados cuando se enfrentan a lo inesperado, adoptó otra táctica.

– Muy bien. -Disgustado, le indicó con la mano que siguiera. Ceder en un punto relativamente menor podría reforzar su posición más adelante.

Leonora esbozó una amplia sonrisa, abrió la puerta y salió al vestíbulo. Con los labios apretados, Tristan la siguió. Después de todo, sólo era Bloomsbury.


De hecho, una vez allí, la presencia de Leonora resultó ser una ventaja, porque Tristan había olvidado que en el barrio de clase media donde estaba la dirección de Mountford, una pareja atraía menos la atención que un caballero bien vestido y solo.

La casa en Taviton Street era alta y estrecha. Resultó ser una pensión. La dueña abrió la puerta; pulcra y severa, vestida de negro, entornó los ojos cuando Trentham le preguntó por Mountford.

– Se ha ido. Se marchó hace una semana.

Tras el intento frustrado en el número 12. Tristan fingió sorpresa.

– ¿Le mencionó adónde iba?

– No. Sólo me pagó antes de salir por la puerta. -Soltó un bufido-. No lo hubiera hecho si yo no hubiera estado aquí.

Leonora se colocó delante de él.

– Estamos buscando a un hombre que podría saber algo sobre un incidente en Belgravia. Ni siquiera estamos seguros de que el señor Mountford sea nuestro hombre. ¿Es alto?

La mujer la estudió, luego se relajó.

– Sí. De altura media. -Observó a Tristan-. No tan alto como su esposo, pero alto.

Un leve rubor tiñó la delicada piel de Leonora, que se apresuró a añadir:

– ¿Más delgado que robusto?

La mujer asintió.

– Pelo negro, un poco demasiado pálido para tener un aspecto saludable. Ojos castaños pero antipáticos, si me permite que le diga. De aspecto juvenil pero yo diría que ya tenía veinticinco años o más. Con una gran opinión de sí mismo y también muy reservado.

Leonora miró a Tristan por encima del hombro.

– Parece que es el hombre que buscamos.

Él la miró a los ojos y luego se dirigió a la mujer.

– ¿Tuvo alguna visita?

– No y eso era extraño. Normalmente, con los caballeros jóvenes como él, tengo que ponerme estricta con el tema de las visitas, ya me entiende.

Leonora sonrió débilmente. Tristan la hizo retroceder.

– Gracias por su ayuda, señora.

– Sí, bueno, espero que lo encuentren y pueda ayudarlos.

Retrocedieron en el diminuto porche; la mujer empezó a cerrar la puerta, pero entonces se detuvo.

– Esperen un minuto. Acabo de acordarme. -Asintió con la cabeza hacia Tristan-. Tuvo una visita, una vez, pero no llegó a entrar. Se quedó fuera, justo como ustedes, y esperó hasta que el señor Mountford salió para reunirse con él.

– ¿Qué aspecto tenía? ¿Le dio algún nombre?

– No, pero cuando subí a buscar al señor Mountford, recuerdo haber pensado que no necesitaba ninguno. Me limité a decirle que el caballero era extranjero y sin duda supo quién era.

– ¿Extranjero?

– Sí. Tenía un acento que era imposible que pasara desapercibido. Uno de esos que suena como si te estuviera gruñendo.

Tristan se quedó muy quieto.

– ¿Qué aspecto tenía?

La mujer frunció el cejo y se encogió de hombros.

– Como el de un pulcro caballero. Iba muy arreglado. Eso lo recuerdo.

– ¿Cómo se comportó?

Su rostro se relajó.

– Eso sí se lo puedo decir: parecía que se hubiera tragado un palo. Estaba tan tieso que pensé que se rompería si se inclinaba.

Tristan le dirigió una sonrisa encantadora.

– Gracias. Nos ha sido de gran ayuda.

La mujer se ruborizó y le hizo una reverencia.

– Gracias, señor. -Tras un instante, se dirigió a Leonora-. Le deseo buena suerte, señora.

Ella inclinó la cabeza con elegancia y dejó que Trentham la guiara hacia la acera. Una parte de sí misma deseó haberle preguntado a la mujer para qué le deseaba buena suerte, ¿para encontrar a Mountford o para hacer que Trentham cumpliera sus supuestos votos matrimoniales?

Aquel hombre era una amenaza, con aquella letal sonrisa. Alzó la mirada hacia él y luego descartó el pensamiento, junto con los demás acontecimientos del día. Mejor que no pensara en ello mientras estuviera en su compañía.

El conde caminaba a su lado con expresión impasible.

– ¿Qué opina del visitante de Mountford?

Él la observó.

– ¿Qué opino?

Leonora entornó los ojos y apretó los labios; la mirada que le lanzó le advertía que no la tratara como si fuera una niña.

– ¿De qué nacionalidad cree que es? Está claro que tiene alguna idea.

Aquella mujer era irritantemente aguda. Aun así, tampoco pasaría nada si se lo decía.

– Alemán, austríaco o prusiano. Esa pose especialmente rígida, además de la dicción, sugiere una de esas tres.

Ella frunció el cejo, pero no dijo nada más. Tristan llamó a un coche de alquiler y la ayudó a subir. Regresaban ya a Belgravia cuando Leonora preguntó:

– ¿Cree que el caballero extranjero podría estar detrás de los robos? -Cuando él no le respondió, continuó-: ¿Qué podría atraer a un alemán, austríaco o prusiano al número catorce de Montrose Place?

– Eso es algo que me encantaría saber -reconoció en voz baja.

Lo observó con atención, pero cuando no dijo nada más, Leonora lo sorprendió mirando al frente en silencio.

Le tendió la mano para ayudarla a bajar ante la puerta del número 14; ella aguardó mientras le pagaba al cochero, luego lo cogió del brazo y se dirigieron a la verja de entrada. Mantuvo la mirada baja mientras él la abría y entraban.

– Vamos a dar una pequeña cena esta noche, sólo unos pocos amigos de Humphrey y Jeremy. -Lo estudió brevemente con un leve rubor en las mejillas-. Me preguntaba si querría acompañarnos. Eso le permitiría hacerse una idea del tipo de secretos con los que Humphrey o Jeremy podrían haberse topado.

Tristan ocultó una cínica sonrisa y alzó las cejas en un inocente gesto de reflexión.

– No es mala idea.

– Si está libre…

Habían alcanzado la escalera del porche. Él le cogió la mano y se inclinó.

– Estaría encantado. ¿A las ocho?

Leonora inclinó la cabeza.

– A las ocho. -Cuando se dio la vuelta, sus ojos se encontraron-. Estaré impaciente por verle entonces.

Tristan la observó subir, esperó hasta que, sin mirar atrás, desapareció por la puerta, luego se volvió y se permitió sonreír.

Aquella mujer era tan transparente como el cristal. Deseaba interrogarlo sobre sus sospechas respecto al caballero extranjero…

Su sonrisa se desvaneció y su rostro volvió a adoptar la acostumbrada expresión impasible.

Alemán, austríaco o prusiano. Sabía lo suficiente como para que esas posibilidades hicieran dispararse sus alarmas, pero aún no tenía demasiada información como para hacer algo decisivo, aparte de indagar más.

¿Quién sabía? Quizá la relación de Mountford con el extranjero fuera pura coincidencia.

Cuando abrió la verja del jardín, notó una sensación familiar en la espalda. Tenía demasiada experiencia para creer en las coincidencias.


Leonora pasó el resto del día nerviosa e impaciente. Una vez dio las instrucciones para la cena e informó, sin darle mayor importancia, a Humphrey y a Jeremy del nuevo invitado, se refugió en el invernadero para serenar su mente y decidir cuál sería la mejor táctica, y también para repasar todo lo que había averiguado esa mañana, como que a Trentham le gustaba besarla y a ella responderle. Eso, sin duda, era un cambio, porque nunca antes le había encontrado a ese acto nada particularmente irresistible. Sin embargo, con él…

Se recostó en los cojines de la butaca de hierro forjado y tuvo que admitir que lo habría seguido feliz adondequiera que la hubiera llevado, al menos dentro de lo razonable. Besarlo había resultado ser bastante agradable. No obstante, él se había detenido y no había intentado ir más allá.

Con los ojos entornados y fijos en una blanca orquídea que se mecía delicadamente con el aire, repasó todo lo que había sucedido, todo lo que había sentido. Todo lo que había percibido.

Trentham se había detenido no porque deseara hacerlo, sino porque había planeado hacerlo. Su apetito deseaba más, pero su voluntad le había ordenado que pusiera fin al beso. Había visto ese breve conflicto en sus ojos y había captado el duro brillo color avellana cuando su voluntad había triunfado.

Pero ¿por qué? Leonora era muy consciente del modo en que el breve intervalo se había convertido en una persistente obsesión en su mente. Quizá la respuesta estaba ahí, la interrupción del beso la había dejado… insatisfecha. Hasta ese momento, no había sido consciente de ello, pero sí, se sentía frustrada. Deseaba más.

Frunció el cejo, mientras, distraída, tamborileaba en la mesa con los dedos. Con sus besos, Trentham le había abierto los ojos y atraído sus sentidos. Los había provocado con la promesa de lo que podría ser y luego lo había dejado ahí. A propósito. Después de decirle a ella que deberían dejarse llevar.

Leonora era una dama; él un caballero. En teoría, no sería correcto por su parte presionarla más allá, no a menos que ella buscara esas atenciones.

Sus labios se curvaron con gesto cínico; reprimió un suave bufido. Puede que no tuviera experiencia, pero no era una estúpida. Trentham no había interrumpido sus besos para obedecer a alguna convención social. Lo había hecho a propósito para seducir, para aumentar su conciencia de él, para provocar su curiosidad, para hacerla sentir deseo. De ese modo, la próxima vez que él deseara, y deseara más, la próxima vez que quisiera dar el siguiente paso, ella estaría ansiosa de acceder.

«Seducción.» La palabra se deslizó en su mente, tras la promesa de fascinación y excitación ilícita.

¿Acaso Trentham la estaba seduciendo?

Leonora sabía que era bastante guapa; nunca le había resultado difícil hacer que los hombres la miraran. Sin embargo, nunca había estado lo bastante interesada como para prestarle atención a nadie, como para jugar a cualquiera de los juegos aceptados. Nunca había visto a nadie que la entusiasmara.

Así que ahora que tenía veintiséis años, era la desesperación de su tía Mildred y sin duda se le había pasado la edad de casarse, Trentham había llegado y había despertado sus sentidos. Los había dejado alerta y hambrientos de más. Una anticipación de un tipo que nunca antes había conocido la dominó, pero no estaba segura de lo que deseaba, de cómo deseaba que fuera su relación.

Tomó aire y exhaló lentamente. Calma, aún no tenía que tomar ninguna decisión. Podía permitirse esperar, observar y aprender, dejarse llevar y luego decidir si le gustaba adónde la llevaba aquello. De hecho, no lo había desanimado, ni le había hecho creer que no estuviera interesada. Porque lo estaba. Y mucho.

Pensaba que ese aspecto de la vida ya se le había escapado de las manos, que las circunstancias habían dejado esas emociones fuera de su alcance.

Para ella, el matrimonio ya no era una opción, quizá el destino le había enviado a Trentham como premio de consolación.


Cuando Leonora se volvió y lo vio atravesar el salón en dirección a ella, sus propias palabras resonaron en su mente.

Si aquél era el premio de consolación, ¿cuál sería el premio de verdad?

Sus amplios hombros estaban envueltos por un frac; la chaqueta era una obra maestra de sobria elegancia, el chaleco, de seda gris brillaba suavemente a la luz de las velas, un alfiler de diamantes titilaba desde el pañuelo de cuello. Como estaba aprendiendo a esperar, había evitado cualquier exceso; incluso el pañuelo estaba atado de un modo sencillo. Su pelo oscuro, pulcramente cepillado y brillante, enmarcaba sus duras facciones. Cada elemento de su aspecto, tanto su atuendo, como la seguridad y los modales de que hacía gala, lo proclamaban como un caballero de clase alta, acostumbrado a mandar, acostumbrado a la obediencia, acostumbrado a hacer las cosas a su manera.

Leonora le hizo una reverencia y le tendió la mano. Él se la tomó y se inclinó para besársela, arqueando una ceja hacia ella cuando se irguió y la hizo levantarse.

Sus ojos brillaban desafiantes.

Leonora sonrió, encantada de hacerle frente al desafío y consciente de que le sentaba muy bien su vestido de seda color albaricoque.

– Permítame que le presente, milord.

Tristan inclinó la cabeza y le llevó la mano al brazo para cubrírsela con la suya con gesto posesivo.

Serena, como si nada, lo guió hasta donde Humphrey y sus amigos, el señor Morecote y el señor Cunningham, estaban ya enfrascados en una discusión. Hicieron una pausa para saludar a Trentham e intercambiar algunas palabras. Luego lo acompañó hasta donde se encontraba Jeremy con el señor Filmore y a Horace Wright.

Leonora había tenido la intención de quedarse allí para dejar que Horace, el más alegre de sus amigos en el campo académico, los entretuviera mientras ella representaba el papel de recatada dama, pero Trentham tenía otros planes. Como ya era habitual en él, asumió el mando, la alejó de la conversación y la llevó a su lugar inicial, junto al hogar.

Ninguno de los demás, absortos en sus discusiones, se dio cuenta del movimiento.

Por precaución, Leonora apartó la mano de su manga y se volvió para colocarse frente a él. Trentham la miró a los ojos. Sus labios se curvaron en una sonrisa, una confirmación de que su gesto no le había pasado desapercibido, como tampoco sus hombros descubiertos por el amplio escote del vestido y su pelo, peinado con unos rizos que le caían sobre las orejas y la nuca.

Al sentir cómo la observaba, los pulmones se le tensaron y se esforzó por reprimir un estremecimiento, que no era de frío. De hecho, cuando el calor surgió en sus mejillas, albergó la esperanza de que Trentham imaginara que se debía al fuego.

Sin prisa, él alzó la vista y regresó hasta sus ojos. La expresión de los mismos la sacudió, dejándola sin respiración.

– ¿Hace mucho que se encarga de llevar la casa de sir Humphrey?

Su tono era lánguido y aparentemente aburrido. Ella logró tomar aire, inclinó la cabeza y respondió.

Aprovechó la oportunidad para desviar la conversación hacia una descripción de la zona de Kent en la que había vivido; las alabanzas de los placeres del campo parecían mucho más seguras que exponerse a sumergirse profundamente en aquella mirada.

Él respondió mencionando su propiedad en Surrey; sin embargo, sus ojos le decían que estaba jugando con ella. Como un gran felino con un ratón especialmente suculento.

Leonora mantuvo la cabeza alta y se negó a darse por aludida con el más leve de los gestos. Exhaló un suspiro de alivio cuando Castor apareció y anunció que la cena estaba lista, sólo para darse cuenta de que, como única dama presente, Trentham la acompañaría a la mesa. Así que lo miró directamente a los ojos, apoyó la mano en el brazo que le ofrecía y le permitió guiarla a través de las puertas que daban al comedor.

La acomodó en el extremo de la mesa, luego tomó asiento a su derecha. Al abrigo de los jocosos comentarios; mientras los demás caballeros se sentaban, la miró a los ojos y arqueó una ceja.

– Estoy impresionado.

– ¿De verdad? -Leonora miró a su alrededor como si comprobara que todo estuviera en orden, como si fuera la mesa lo que hubiera motivado su comentario.

Los labios de Trentham se curvaron peligrosamente. Se inclinó más cerca y murmuró:

– Esperaba que se desmoronara antes.

Ella lo miró.

– ¿Desmoronarme?

Él abrió los ojos como platos.

– Estaba seguro de que se mostraría decidida a arrancarme cuál será nuestro siguiente paso.

Su expresión seguía siendo inocente, pero su mirada no lo era en absoluto. Cada afirmación tenía un doble sentido y Leonora no estaba segura de a cuál se refería exactamente.

Tras un momento, murmuró:

– Había pensado contenerme hasta más tarde.

Con la mirada baja, sacudió la servilleta mientras Castor le colocaba un plato de sopa delante. Cogió la cuchara y, con frialdad, con mucha más frialdad de la que sentía, observó a Trentham, que le sostuvo la mirada mientras le servían, luego sonrió.

– Sin duda, eso sería lo prudente.

– Mi querida señorita Carling, quisiera preguntarle…

Horace, al otro lado de Leonora, reclamó su atención, y Trentham se volvió hacia Jeremy con alguna pregunta. Como habitualmente sucedía en esas reuniones, la conversación se centró en seguida en escritos antiguos. Leonora comió, bebió y observó. La sorprendió que el conde se uniera a la discusión, hasta que se dio cuenta de que, sutilmente, estaba investigando cualquier comentario que sugiriera la existencia de un descubrimiento secreto entre aquel grupo de eruditos.

Leonora aguzó el oído y, cuando se presentó la oportunidad, lanzó una pregunta y abrió otra vía de investigación entre las ruinas de la antigua Persia. Pero no importaba hacia qué dirección los guiaran Trentham o ella, los seis académicos no eran conscientes de ningún descubrimiento potencialmente valioso.

Finalmente, acabaron de cenar y Leonora se levantó. Los caballeros hicieron lo mismo. Como era su costumbre, su tío y Jeremy pretendían llevarse a sus amigos a la biblioteca, para beber oporto y brandy mientras comentaban detenidamente sus últimos hallazgos. Normalmente, era entonces cuando ella se retiraba.

Por supuesto, Humphrey invitó a Trentham a unirse a la reunión de caballeros.

Los ojos de él se clavaron en los de ella; Leonora le sostuvo la mirada, deseando que declinara la invitación y permitiera que lo acompañara hasta la puerta…

Trentham sonrió, volviéndose hacia Humphrey.

– La verdad es que me he fijado en que tienen un gran invernadero. He estado pensando en añadir uno a mi casa de la ciudad y me preguntaba si podría convencerlo para que me permitiera inspeccionar el suyo.

– ¿El invernadero? -Humphrey esbozó una amplia sonrisa y miró a su sobrina-. Leonora es la experta en eso. Estoy seguro de que estará encantada de mostrárselo.

– Sí, por supuesto. Será un placer…

La sonrisa de Trentham era pura seducción cuando se acercó a ella.

– Gracias, querida. -Se volvió hacia el anciano-. Sin embargo, tendré que retirarme pronto, así que si no volvemos a vernos, les doy las gracias por su hospitalidad.

– Ha sido todo un placer, milord. -Humphrey le estrechó la mano.

Jeremy y los demás también se despidieron.

Luego, Trentham se volvió hacia ella, arqueó una ceja y señaló la puerta con la mano.

– ¿Vamos?

El corazón le latía muy de prisa, pero Leonora inclinó la cabeza con calma y salió con él.

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