CAPÍTULO 06

El invernadero era su territorio. Aparte del jardinero, nadie más iba allí. Era su santuario, su refugio, su lugar seguro. Cuando empezó a avanzar por el pasillo central y oyó el chasquido de la puerta detrás de ella, por primera vez en el interior de aquella estancia de cristal, sintió un escalofrío de peligro.

Sus zapatos repiqueteaban suavemente sobre las baldosas; su falda de seda emitía un leve susurro y, aún más tenuemente, le llegaban los silenciosos pasos de Trentham, que la seguía por el pasillo.

La excitación y algo más agudo la dominó.

– En invierno, la estancia se caldea gracias a la salida del vapor que viene de la cocina. -Cuando llegó al final del camino, se detuvo frente a los grandes ventanales y tomó aire. El corazón le martilleaba tan fuerte que casi podía oírlo, se sentía el pulso en los dedos-. Hay dos capas de cristal para ayudar a mantener el calor.

Fuera, la noche era negra; Leonora se concentró en el cristal y vio la imagen de Trentham acercándose. Dos lámparas ardían bajo, una a cada lado de la estancia, proyectando suficiente luz para que uno pudiera ver por dónde iba, para hacerse una idea de las plantas.

El conde cubrió la distancia que los separaba. Su paso era lento, una gran figura con una actitud infinitamente depredadora. Aunque mantenía el rostro oculto entre las sombras, Leonora no dudó ni por un instante que la estaba observando. Al detenerse cerca de ella, a su espalda, alzó la vista y se encontró con la suya en el cristal. La miró fijamente y le deslizó las manos por la cintura, dejándolas allí, estrechándola.

Leonora sintió la boca seca.

– ¿Está realmente interesado en invernaderos?

Trentham respondió:

– Estoy interesado en lo que este invernadero contiene.

– ¿Las plantas? -Hablaba con un hilo de voz.

– No. En ti.

La hizo volverse, y se encontró en sus brazos. Trentham bajó la cabeza y le cubrió los labios como si tuviera derecho a hacerlo. Como si de algún extraño modo, ella le perteneciera. Leonora le apoyó la mano en el hombro y se aferró allí cuando le abrió los labios y se sumergió en su boca. La sujetó ante él mientras la saboreaba, sin prisa, como si tuviera todo el tiempo del mundo.

Y, aunque no lo tuviera, pretendía tomárselo.

Su aproximación hizo que la cabeza le diera vueltas. De un modo agradable. La calidez se extendió bajo su piel; el sabor de él, duro, masculino, dominante, penetró en su cuerpo.

Durante unos largos momentos, los dos se limitaron a tomar, a dar, a explorar. Mientras algo en el interior de ambos se tensaba.

Trentham interrumpió el beso y levantó la cabeza, pero sólo lo suficiente para atraerla aún más hacia él. Le deslizó la mano por la espalda, que ardió a través de la fina seda del vestido, mirándola a los ojos por debajo de aquellos pesados, casi soñolientos, párpados.

– ¿De qué deseabas hablarme?

Leonora parpadeó y se esforzó denodadamente por recuperar el sentido. Observó cómo la contemplaba intentarlo. Pedir que le desvelara cuál sería su próximo paso, sin duda sería tentar a la suerte, pero él aguardaba la pregunta.

– No importa. -Descaradamente, se puso de puntillas y atrajo de nuevo sus labios hacia los suyos.

Sonreían cuando los sintió sobre su boca, pero la obedeció; juntos se sumergieron en el intercambio, dejaron que los arrastrara más profundamente, pero entonces Trentham volvió a retroceder.

– ¿Qué edad tienes?

La pregunta atravesó sus sentidos y llegó a su mente. Los labios le palpitaban, hambrientos; los rozó con los de él.

– ¿Importa?

Se miraron a los ojos un momento.

– No demasiado.

Leonora se lamió los labios y contempló los suyos.

– Veintiséis.

Aquella perversa boca sonrió. Una vez más, la sensación de peligro le descendió por la espina dorsal.

– Lo bastante mayor.

La atrajo hacia sí, la pegó a él; volvió a bajar la cabeza y, una vez más, Leonora le respondió.

Tristan percibió su avidez, su entusiasmo. Al menos, hasta ahí había ganado. Le había servido la oportunidad en bandeja y había sido demasiado buena para desaprovecharla, otra posibilidad de hacer que tomara conciencia, de ampliar sus horizontes. Lo suficiente, al menos, para que la próxima vez que quisiera distraerla sensualmente tuviera alguna probabilidad de éxito, porque esa tarde se había zafado de él con demasiada facilidad, había escapado de su trampa, se había librado de la fascinación demasiado rápido para su gusto.

Su carácter siempre había sido dictatorial. Tiránico. Depredador. Procedía de un largo linaje de hombres hedonistas que, con unas pocas excepciones, siempre habían tomado lo que deseaban. Sin duda, él la deseaba a ella, pero de un modo diferente. La deseaba tan profundamente que le resultaba un sentimiento desconocido. Algo en su interior había cambiado, o quizá sería más correcto decir que ese algo había emergido, una parte de sí mismo contra la que nunca había tenido motivos para luchar, que ninguna mujer había despertado. Sin embargo, Leonora lo hacía. Sin esfuerzo. Pero sin tener ni idea de lo que provocaba, mucho menos de la tentación que suponía para él.

Mientras tanto, su boca era una delicia, una caverna de dulce miel, cálida, cautivadora, infinitamente atrayente. Ella hundió los dedos en su pelo, su lengua se batió en duelo con la suya, aprendiendo rápido, impaciente por experimentar.

Tristan le dio lo que deseaba, pero refrenó sus demonios. Leonora, por el contrario, se pegó aún más a su cuerpo, prácticamente invitándolo a que profundizara el beso. Una invitación que él no encontró motivos para declinar.

Delgada, ágil, con sutiles curvas, su piel tan suave era una poderosa incitación para su necesidad masculina. Su contacto en sus brazos alimentaba su deseo, avivaba las sensuales hogueras que se habían encendido entre los dos.

Dejarse llevar. Seguir su instinto. El modo más sencillo de avanzar.

No se parecía en nada a la esposa que Tristan había imaginado, la esposa que una parte de él insistía tercamente en que era el tipo que debería estar buscando. Pero aún no estaba preparado para renunciar a aquello por completo, al menos no abiertamente.

Se sumergió más profundamente en su boca, la estrechó aún con más fuerza, saboreó su calidez y su promesa inmemorial.

Lo prudente era dejar que las cosas se desarrollaran como fuera mientras él se encargaba del misterioso ladrón. Independientemente de lo que estuviera surgiendo entre los dos, sus prioridades a esas alturas estaban muy claras y definidas. Eliminar la amenaza que se cernía sobre ella era su principal y primordial preocupación. Nada, absolutamente nada, lo desviaría de su objetivo, tenía demasiada experiencia como para permitir alguna interferencia.

Una vez cumplida su misión y cuando ella estuviera a salvo y segura, ya tendría tiempo, para centrarse en el deseo que algún oscuro destino había sembrado entre ellos.

Podía sentir cómo manaba, y aumentaba en fuerza, en intensidad, más voraz con cada minuto que la sostenía entre sus brazos. Era el momento de detenerse y no tuvo ningún reparo en refrenar su deseo, en retirarse poco a poco.

Levantó la cabeza. Leonora parpadeó, aturdida, luego tomó aire y observó a su alrededor. Tristan la soltó y ella retrocedió al tiempo que volvía a mirarlo.

Cuando la vio sacar la punta de la lengua y recorrerse con ella el labio superior, Tristan fue consciente de repente de un claro anhelo. Se irguió y tomó aire.

– ¿Cuáles… -Leonora carraspeó- cuáles son tus planes respecto al ladrón?

Él la estudió. Se preguntó qué le costaría hacerle perder totalmente la razón.

– Consultar el nuevo registro que están recopilando en Somerset House. Quiero averiguar quién es Montgomery Mountford.

Leonora pensó sólo un momento y luego asintió.

– Iré contigo. Dos personas buscando a la vez serán más rápidas que una.

Tristan hizo una pausa mientras lo consideraba, luego inclinó la cabeza.

– Muy bien. Te recogeré a las once.

Ella se quedó mirándolo; él no pudo interpretar la expresión en sus ojos, pero supo que estaba sorprendida, así que le sonrió. De un modo encantador. Cuando la expresión de Leonora se tornó recelosa, su sonrisa se amplió en un gesto auténtico, cínico y divertido. Le cogió la mano y se la llevó a los labios.

– Hasta mañana.

Lo miró a los ojos y arqueó las cejas con gesto altivo.

– ¿No deberías tomar algunas notas sobre el invernadero?

Tristan le sostuvo la mirada, le giró la mano y le dio un largo beso en la palma.

– Mentí. Ya tengo uno. -La soltó y retrocedió-. Recuérdame que te lo enseñe.

Con un asentimiento y una desafiante mirada final, la dejó.


Aún parecía recelosa cuando a la mañana siguiente llegó para recogerla en su coche. Tristan la miró a los ojos, la ayudó a subir al carruaje y Leonora levantó la cabeza y fingió absoluta normalidad. Él subió a continuación, tomó las riendas y se pusieron en marcha.

Tenía buen aspecto, estaba muy atractiva, con una pelliza azul oscuro abotonada sobre un vestido azul cielo. El sombrero le enmarcaba el rostro; sus delicados rasgos tenían un leve rubor, como si un artista hubiera aplicado su pincel a la más fina porcelana. Mientras guiaba sus dos caballos a través de las atestadas calles, a Tristan le resultó difícil comprender por qué no se había casado.

No podían estar tan ciegos todos los hombres de la buena sociedad de Londres. ¿Se había ocultado por alguna razón? ¿O su disposición dominante, la mordaz confianza en sí misma, la propensión a tomar el mando habían supuesto un reto demasiado grande?

Él era consciente de esos rasgos no muy admirables, pero por algún motivo incomprensible, esa parte suya, que ella y sólo ella había hecho que saliera a la luz, insistía en verlos como, más que un reto, una declaración de guerra. Como si Leonora fuera un enemigo que lo desafiara descaradamente. Eran todo tonterías, lo sabía. Sin embargo, la convicción era profunda y lo había llevado a aplicar su última táctica: acceder a su petición de acompañarlo a Somerset House. Él mismo se lo habría sugerido de no hacerlo ella, porque allí no habría ningún peligro.

Mientras estuviera con él, estaría a salvo, pero si la perdía de vista, si dejaba que se las arreglara sola, sin duda intentaría enfrentarse al problema, «su problema», como había declarado rotundamente, desde otro ángulo. Como ordenarle que dejara de investigar por su cuenta, obligarla a que lo hiciera, estaba más allá de sus actuales poderes, mantenerla a su lado lo máximo posible era incuestionablemente la estrategia más segura.

Mientras recorrían el Strand, hizo una mueca para sí mismo. Sus argumentos racionales sonaban tan lógicos… La compulsión que había tras ellos, la compulsión que usaba dichos argumentos para excusarse, era una novedad para él y algo claramente inquietante. Desconcertante. El repentino reconocimiento de que el bienestar de una dama ya madura y con una mente independiente era esencial para su tranquilidad lo impresionaba un poco.

Llegaron a Somerset House, dejaron el carruaje y los caballos al cuidado del lacayo que los acompañaba y entraron en el edificio. Sus pasos resonaron en la fría piedra. Un empleado los miró desde detrás de un mostrador. Tristan hizo su petición y los llevaron por un pasillo a un cavernoso vestíbulo. Hileras de armarios de madera llenaban el espacio, cada uno con múltiples cajones.

Otro empleado, informado de su búsqueda, les señaló una serie de armarios en concreto. Las letras MOU estaban grabadas en dorado en la parte delantera de la pulida madera.

– Les sugeriría que empezaran por ahí.

Leonora se acercó apresuradamente a los armarios; Tristan la siguió más despacio, en qué debían de contener los cajones, calculando cuántos certificados podría haber en cada cajón…

Su conjetura quedó confirmada cuando ella abrió el primero.

– ¡Dios santo! -Se quedó mirando la masa de papel amontonada en aquel espacio-. ¡Esto podría llevarnos días!

Tristan abrió el cajón de al lado.

– Menos mal que te ofreciste a venir.

Ella emitió un sonido sospechosamente similar a un resoplido contenido y empezó a comprobar los nombres. No fue tan malo como habían temido; en seguida localizaron al primer Mountford, pero el número de personas nacidas en Inglaterra con ese apellido era deprimentemente grande. Perseveraron y al final descubrieron que sí que había un Montgomery Mountford.

Leonora se quedó mirando el certificado de nacimiento.

– Pero ¡esto significa que tiene setenta y tres años!

Frunció el cejo, luego dejó el certificado en su sitio, miró el siguiente y el siguiente. Y el siguiente.

– Seis -masculló. Su tono exasperado confirmaba lo que Tristan había esperado-. Y ninguno puede ser él. Los cinco primeros son demasiado mayores y éste tiene trece años.

Él le apoyó una mano en el hombro brevemente.

– Comprueba con cuidado si no se ha archivado bien algún certificado. Yo hablaré con el empleado.

La dejó allí, hojeando los papeles y se acercó a la mesa del supervisor. Bastó una breve indicación para que éste le enviara en seguida a uno de sus empleados. Tres minutos más tarde, un pulcro individuo con una sobria vestimenta de funcionario del gobierno llegó.

Tristan le explicó lo que estaba buscando.

El señor Crosby se inclinó.

– Por supuesto, milord. Sin embargo, no creo que ese nombre sea uno de los nombres protegidos. Si me permite que lo verifique…

Tristan le hizo un gesto con la mano y Crosby avanzó por la estancia.

Desanimada, Leonora cerró los cajones, regresó a su lado y esperó hasta que el funcionario reapareció.

Se inclinó ante ella y luego miró a Tristan.

– Es como usted sospechaba, milord. A menos que falte un certificado, cosa que dudo mucho, no hay ningún Montgomery Mountford de la edad que ustedes buscan.

Tristan le dio las gracias y se llevó a Leonora fuera. Se detuvieron en la escalera y ella se volvió hacia él. Lo miró a los ojos.

– ¿Por qué usaría alguien un nombre falso?

– Porque -Tristan se puso los guantes para conducir y se notó la mandíbula tensa- no trama nada bueno. -Volvió a tomarla del codo y la urgió a bajar la escalera-. Vamos, demos un paseo.


La llevó a Surrey, a Mallingham Manor, ahora su hogar. Lo hizo tan impulsivamente que supuso que distraerla era algo que sentía cada vez más necesario. Un tipo que usaba un nombre falso no era un buen augurio en absoluto.

Desde el Strand, atravesó el río, alertándola inmediatamente del cambio de dirección. Pero cuando le explicó que tenía que atender unos asuntos en su propiedad para poder regresar a la ciudad libre y poder continuar con el asunto de Montgomery Mountford, el ladrón fantasma, ella aceptó en seguida.

El camino era directo y estaba en unas condiciones excelentes. Además, los caballos estaban frescos y ansiosos por hacer ejercicio. Atravesaron las elegantes verjas de hierro forjado a tiempo para el almuerzo. Cuando avanzaron por el camino de entrada, Tristan se dio cuenta de que la atención de Leonora estaba centrada en la enorme casa que se erigía ante ella. Se encontraba en medio de unos cuidados prados y unos parterres. El camino de grava llevaba a un patio delantero circular ante las imponentes puertas de entrada.

Siguió su mirada; sospechaba que él veía la casa como ella la veía, porque aún no se había acostumbrado a la idea de que aquello fuera ahora suyo, su hogar. Durante siglos, allí se había levantado una casa señorial, pero su tío abuelo la había renovado y reformado con celo. Lo que ahora tenían delante era una mansión construida con piedra de color crema, frontispicios sobre todas las ventanas y falsas almenas por encima de la larga línea de la fachada.

Los caballos llegaron al patio delantero. Leonora exhaló.

– Es hermosa. Tan elegante…

Tristan asintió, permitiéndose reconocerlo, permitiéndose admitir que su tío abuelo había hecho algo bien.

Un mozo del establo llegó corriendo cuando él bajó. Dejó el coche y los caballos al cuidado del sirviente y ayudó a bajar a Leonora. Luego, la acompañó por la escalera.

Clitheroe, el mayordomo de su tío abuelo, y ahora el suyo, abrió la puerta antes de que llegaran arriba, mientras les dedicaba su habitual sonrisa cordial.

– Bienvenido a casa, milord. -El hombre incluyó a Leonora en su sonrisa.

– Clitheroe, ésta es la señorita Carling. Almorzaremos aquí, luego atenderé algunos asuntos antes de regresar a la ciudad.

– Perfecto, milord. ¿Debo informar a las damas?

Mientras se quitaba el abrigo, Tristan reprimió una mueca.

– No. Yo mismo acompañaré a la señorita Carling para que las conozca. Supongo que están en la salita de estar, ¿no?

– Sí, milord.

Acto seguido, ayudó a Leonora a quitarse la pelliza y se la entregó a Clitheroe. Colocó sus manos en su brazo y le señaló con la otra el vestíbulo.

– Creo que te mencioné que tenía a varias damas, tanto familiares como conocidas, viviendo aquí.

Leonora lo miró.

– Sí. ¿Son tías tuyas, como las otras?

– Algunas, pero las dos más notables son mis tías abuelas Hermione y Hortense. A esta hora del día, todas ellas deben de estar en la salita. -La miró a los ojos-. Chismorreando.

Se detuvo y abrió una puerta. Como para demostrar su afirmación, el agitado parloteo femenino cesó inmediatamente.

La condujo al interior de una estancia llena de luz gracias a una serie de ventanas que daban a una bucólica escena de suaves prados que acababan en un lejano lago. Leonora se encontró ante un grupo de damas, contó ocho, que la observaban sin pestañear. Parecían muertas de curiosidad.

Sin embargo, no parecían desaprobarla.

Eso fue evidente al instante, cuando Trentham, con su habitual gentileza, le presentó a su tía abuela, lady Hermione Wemyss. La mujer sonrió y le dio una sincera bienvenida. Ella le hizo una reverencia y respondió.

Y lo mismo sucedió con todo el círculo de rostros, que le mostraron varios grados de alegría. Al igual que las seis viejas damas de su casa de Londres, aquellas mujeres se sentían sinceramente contentas de conocerla. Leonora en seguida descartó su primer pensamiento de que, quizá, por algún motivo, no hacían vida social y estaban desesperadas por tener visitas, y por lo tanto habrían estado encantadas con cualquiera que hubiera ido a verlas, porque, en cuanto se sentó en una silla que Trentham le trajo, lady Hortense empezó a explicar sus últimas visitas y lo ilusionadas que estaban con la fiesta de la iglesia local.

– Por aquí, siempre pasa algo, ¿sabe? -le confió Hortense-. Es imposible aburrirse.

Las otras asintieron e intervinieron ansiosas, hablándole de los paisajes locales y las comodidades que la propiedad y el pueblo ofrecían, antes de animarla a que les contara algo de sí misma.

Confiada y segura en semejante compañía, les respondió sin problemas. Les habló de Humphrey y de Jeremy, y de su trabajo, también de los jardines de Cedric, de todo el tipo de cosas que a las damas mayores les gustaba saber.

Trentham, que se había quedado de pie junto a su silla, con una mano apoyada en el respaldo, retrocedió.

– Si me disculpan, señoras, me reuniré con ustedes para el almuerzo.

Todas sonrieron y asintieron; Leonora alzó la vista y se encontró con los ojos de él. Pero entonces, su tía abuela, lady Hermione, reclamó su atención y Trentham se inclinó para escucharla. Leonora no pudo oír lo que le dijo la dama. Con un asentimiento de cabeza, él se irguió y salió de la sala. Leonora observó cómo su elegante espalda desaparecía por la puerta.

– Mi querida señorita Carling, díganos…

Ella se volvió de nuevo hacia Hortense.

Podría haberse sentido abandonada, pero eso resultaba imposible con la compañía. Las viejas damas se esforzaron por entretenerla y no pudo evitar corresponderles. La verdad era que se sintió intrigada por la miríada de datos que dejaron caer sobre Trentham y su predecesor, su tío abuelo Mortimer. Leonora escuchó suficiente información para comprender cómo era que Trentham había heredado todo aquello; también oyó hablar a Hermione del carácter agrio de su hermano y del poco afecto que sentía por la rama de la familia a la que el joven conde pertenecía.

– Siempre decía que eran unos gandules. -Hermione resopló-. Tonterías, por supuesto. En realidad, se sentía celoso porque podían ir de acá para allá mientras él tenía que quedarse en casa y cuidar de las tierras familiares.

Hortense asintió.

– Y el comportamiento de Tristan estos últimos meses ha demostrado lo equivocado que estaba Mortimer. -Miró a Leonora a los ojos-. Es un hombre muy sensato. No de esos que eluden sus deberes, sean los que sean.

El comentario fue recibido con gesto de asentimiento por parte de todas las damas. Leonora sospechaba que tenía algún significado más allá de lo obvio, pero antes de que pudiera pensar en algún modo de interrogarlas con cierto tacto, una colorida descripción del vicario y de la rectoría la distrajo.

A una parte de ella le gustó, incluso disfrutó con los sencillos cotilleos de la vida rural. Cuando el mayordomo llegó para anunciar que el almuerzo estaba listo, se levantó sobresaltada al darse cuenta de lo bien que lo había pasado en aquel inesperado interludio.

Aunque las damas habían sido unas compañeras agradables y educadas, era el tema lo que la había enganchado; la charla sobre Trentham y toda la serie de acontecimientos en el campo.

Se dio cuenta de que había echado de menos aquello.

El conde las esperaba en el comedor y le ofreció una silla a su lado.

La comida fue excelente; la conversación no decayó en ningún momento, aunque tampoco fue forzada. A pesar de la inusual composición de la mesa, los comensales parecían relajados y felices.

Al final de la comida, Tristan miró a Leonora, echó la silla hacia atrás y recorrió a sus tías con la mirada.

– Si nos disculpan, hay unos últimos asuntos que tenemos que atender y luego debemos regresar a la ciudad.

– Oh, claro.

– Por supuesto. Nos ha gustado mucho conocerla, señorita Carling.

– Haga que Trentham la vuelva a traer, querida.

Él se levantó, tomó la mano de Leonora y la ayudó a levantarse. Impaciente, aguardó mientras ella se despedía del grupo de ancianas, luego la llevó fuera de la estancia y la guió a su ala privada.

De mutuo acuerdo, sus tías no invadían su dominio privado, y el hecho de guiar a Leonora por el largo pasillo lo tranquilizó de un modo irracional.

La había dejado con el grupo de damas sabiendo que la entretendrían. Así él podría concentrarse en sus asuntos y encargarse de ellos más rápida y eficazmente si no contaba con su presencia. Sin embargo, no había tenido en cuenta la irracional compulsión que lo embargaba y le hacía necesario saber no sólo dónde estaba, sino cómo estaba.

Abrió la puerta y la hizo pasar a su estudio.

– Si me esperas unos pocos minutos, acabaré con unos cuantos asuntos más y luego podremos marcharnos.

Leonora inclinó la cabeza y se acercó al sofá que había ante el hogar. Tristan observó cómo se acomodaba, con los ojos fijos en el fuego. Su mirada descansó en ella un momento, luego se dio la vuelta y se dirigió a su escritorio.

Con Leonora en la estancia, a salvo, feliz y callada, le resultó más fácil concentrarse; aprobó rápidamente varios gastos, luego empezó a estudiar diversos informes. Incluso cuando ella se levantó y se acercó a la ventana para contemplar la vista de los prados y los árboles, apenas levantó la cabeza, lo justo para comprobar qué estaba haciendo; luego volvió al trabajo.

Quince minutos más tarde, había despejado la mesa lo suficiente como para poder pasar en Londres las próximas semanas y centrar toda su atención en el ladrón fantasma. Y, por consiguiente, si las cosas seguían desarrollándose en esa dirección, también en Leonora.

Apartó la silla, alzó la mirada y la vio apoyada en el marco de la ventana, observándolo.

Sus ojos azul índigo se mantuvieron firmes.

– No te pareces en absoluto a uno de esos leones de la sociedad.

Tristan le sostuvo la mirada, de un modo igual de directo.

– No lo soy.

– Pensaba que todos los condes, especialmente los solteros, lo eran por definición.

Tristan arqueó una ceja al tiempo que se levantaba.

– Este conde nunca esperó el título. -Se acercó a ella-. Nunca imaginé que lo heredaría.

Cuando llegó a su lado, Leonora lo miró inquisitiva.

– ¿Y lo de soltero?

Tristan vaciló, tras un momento, dijo:

– Como acabas de decir, ese adjetivo sólo gana estatus cuando va unido al título.

Ella estudió su rostro, luego apartó la vista.

Él siguió la dirección de sus ojos más allá de la ventana, hacia la tranquila escena de fuera.

– Tenemos tiempo para un paseo antes de regresar.

Leonora lo miró antes de volver a contemplar el bonito paisaje.

– Estaba pensando en lo mucho que echo de menos los placeres del campo. Sí, me gustaría dar un paseo.

La llevó a una sala anexa, atravesaron unas puertas de cristal y salieron a una terraza apartada. Los escalones daban al prado, aún verde a pesar de la crudeza del invierno. Echaron a andar. Tristan le preguntó:

– ¿Quieres tu pelliza?

Leonora sonrió y negó con la cabeza.

– Al sol no hace tanto frío, aunque no brille con demasiada fuerza.

La gran casa los protegía de la brisa. Tristan se volvió hacia ella. Cuando lo hizo, se la encontró observándolo.

– Debió de ser una conmoción descubrir que habías heredado todo esto -abarcó con la mano más allá del tejado y los muros-, dado que no lo esperabas.

– Lo fue.

– Parece que te las has arreglado bastante bien. Tus tías parecen muy satisfechas.

Una sonrisa sobrevoló sus labios.

– Oh, lo están. -El hecho de que la hubiera llevado allí había garantizado que así fuera.

Miró hacia el lago. Leonora siguió su mirada. Caminaron hasta la orilla, luego pasearon por allí. Ella distinguió una familia de patos. Se detuvo y se protegió los ojos con la mano para verlos mejor.

Tristan se detuvo a unos cuantos pasos de distancia y la contempló. Dejó que sus ojos se demoraran en la imagen de ella de pie junto al lago, a la débil luz del sol, y sintió que una satisfacción que nunca antes había sentido lo inundaba. No tenía ningún sentido fingir que el impulso de llevarla allí no había sido provocado por un primitivo instinto de tenerla a salvo tras aquellos muros que eran suyos.

Verla a su lado, estar con ella allí, era como descubrir otra pieza de un rompecabezas aún por montar.

Ella encajaba perfectamente. Y eso lo inquietaba.

Normalmente la inactividad lo impacientaba. Sin embargo, se sentía feliz caminando a su lado, sin hacer nada. Como si estar con Leonora hiciera permisible para él limitarse a estar, como si ella fuera suficiente motivo para su existencia, al menos en ese momento. Ninguna otra mujer le había causado ese efecto y darse cuenta sólo aumentaba su necesidad de anular la amenaza que se cernía sobre ella.

Como si percibiera el repentino endurecimiento de su estado de ánimo, Leonora lo miró. Con los ojos muy abiertos, estudió su rostro. Tristan se puso su habitual máscara y le sonrió sin problemas, pero ella frunció el cejo y, antes de que pudiera preguntar nada, él la cogió del brazo.

– Vayamos por ahí.

La rosaleda, incluso en plena hibernación, la distrajo. La llevó hacia los amplios macizos de arbustos, rodeando la casa despacio. Un pequeño templete de mármol, austeramente clásico, se levantaba en el centro de los arbustos.

Leonora había olvidado lo agradable que podía ser caminar por un gran jardín bien diseñado y cuidado. En Londres, a la fantástica creación de Cedric le faltaban las relajantes vistas, los magníficos paisajes que sólo podían encontrarse en el campo, y los parques estaban demasiado limitados en su horizonte y demasiado abarrotados. Desde luego, no eran tan relajantes. Allí, caminando con Trentham, la paz se deslizó por sus venas como si un pozo que hubiera estado casi vacío se estuviera volviendo a llenar.

Colocado en la unión de los senderos de arbustos, el templete era simplemente perfecto. Se cogió la falda y subió los escalones. Dentro, el suelo era un delicado mosaico en negro, gris y blanco. Las columnas jónicas que soportaban el techo abovedado eran blancas con vetas grises.

Leonora se dio la vuelta y contempló la casa enmarcada por altos setos. La perspectiva era magnífica.

– Es espléndido. -Sonrió a Trentham cuando éste se detuvo a su lado-. No importa las dificultades con que te encuentres, no puedes lamentar que esto sea tuyo.

Extendió los brazos, las manos, y abarcó con ellas el jardín, el lago y la extensión de tierra que componían toda la propiedad.

Tristan la miró a los ojos un largo rato, luego le confirmó en voz baja:

– No. No lo lamento.

Leonora percibió en su tono un significado más profundo en sus palabras y frunció el cejo.

Los labios de Trentham, hasta el momento rectos, tan serios como su expresión, se curvaron, de un modo un tanto irónico en opinión de ella. Vio cómo le rodeaba la muñeca y luego deslizaba la mano hasta cerrarla sobre la suya. Se la llevó a los labios y la besó mientras la miraba fijamente a los ojos. Dejó que sus labios se demoraran cuando sintió que se le aceleraba el pulso y luego palpitaba con fuerza.

Como si ésa fuera la señal que hubiera estado esperando, alargó los brazos hacia Leonora y la atrajo hacia sí. Ella se lo permitió, cedió a su abrazo más que curiosa, abiertamente ávida.

Tristan bajó la cabeza, Leonora parpadeó, alzó los labios y él los tomó. Suavemente se deslizó entre ellos, tomó posesión de su boca y de sus sentidos.

Se los ofreció de inmediato, sin ningún temor; confiaba totalmente en la opinión que se había hecho de él: Trentham nunca le haría daño. Pero aún no sabía adónde quería llegar con aquellos adictivos besos, qué venía después y cuándo; no tenía ninguna experiencia en la que basarse. Nunca antes la habían seducido. Y aceptaba que ése era su objetivo final, porque no podía ver ningún otro motivo para sus actos. Le había preguntado su edad, había afirmado que era lo bastante mayor. A los veinticinco, se consideraba que se había quedado para vestir santos; ahora, a los veintiséis, era claramente, en opinión de Trentham y también de sí misma, una mujer independiente. Una solterona cuya vida no era asunto de nadie más que de ella; sus actos no afectarían a nadie más, era la única que podía tomar sus decisiones.

No es que fuera a acceder necesariamente a sus deseos. Lo decidiría cuando llegara el momento, si es que llegaba.

Y no sería ese día, no en un templete abierto y visible desde la casa. Libre de la perspectiva de tener que pensar nada entonces, se relajó en sus brazos y respondió a su beso. Se batió en duelo con él, se dejó llevar por el intercambio, sintió cómo el calor se elevaba entre los dos junto a aquella fascinante tensión que hacía que la excitación recorriera ondulante sus nervios, una anticipación que le penetró bajo la piel. Su cuerpo se tensó; el calor manó y se acumuló. Envalentonada, levantó las manos, las apoyó en los hombros de él y luego se las deslizó hasta la nuca. Una vez allí, extendió los dedos y los pasó despacio por los oscuros rizos que, tupidos y pesados, recorrieron sus dedos, al mismo tiempo que Trentham sumergía la lengua aún más profundamente.

Ladeó entonces la cabeza y la atrajo todavía más, hasta que sus pechos quedaron aplastados contra su duro torso, sus muslos rozaron los suyos y sus faldas se enredaron alrededor de sus botas. Cuando la envolvió con sus brazos y la levantó contra él, su fuerza la cautivó. El beso se profundizó hasta convertirse en la fusión de dos bocas, un intercambio mucho más íntimo. Leonora esperó sentirse conmocionada, sintió que debería estarlo. Sin embargo, en vez de eso, de lo único que era consciente era del creciente calor, de una cierta seguridad tanto en él como en sí misma, de una determinada certeza, así como de un turbador deseo.

Ese creciente deseo era de ambos, no de ella ni de él, sino algo que aumentaba entre los dos. Llamaba haciendo señas, seducía, alimentaba la necesidad de Tristan. Aunque era a la necesidad de ella a lo que apelaba, lo que observaba y evaluaba, lo que en última instancia hizo que la soltara y la rodeara con un brazo mientras elevaba la mano hasta su rostro. Le recorrió la mejilla, le enmarcó la mandíbula con la palma, la sujetó mientras la saqueaba metódicamente. No obstante, en ningún momento quiso abrumarla, porque sabía que así no la atraparía.

El impulso de seducirla era un instinto al que no intentaba resistirse. Apartó los dedos de la delicada curva de su mandíbula y la bajó, flirteando con sus sentidos hasta que los labios femeninos se volvieron exigentes. Luego la acarició con levedad, lo suficiente para educar su imaginación, lo bastante como para alimentar su deseo, pero no tanto como para saciarla.

Notó que los pechos se le inflamaban ante el contacto; Tristan anhelaba tomar más, reclamar más, pero se contuvo. La estrategia y la táctica eran su principal baza y en eso, como en todas las cosas, jugaba para ganar.

Cuando Leonora le clavó los dedos en la cabeza, consintió en acercarle la palma al pecho, acariciarla, aunque levemente, de un modo incitante más que satisfactorio. Sintió que sus sentidos se ponían alerta, sintió que sus nervios se tensaban, cómo el pezón se endurecía contra su palma…

Tuvo que hacer una profunda inspiración y contener el aire. Luego, poco a poco, paso a paso, se retiró del beso. Despacio, relajó los músculos que la pegaban a él, dejó que ella volviera en sí y se recuperara.

Pero no retiró la mano de su pecho.

Cuando se alejó de sus labios y levantó la cabeza, seguía recorriéndoselo levemente, moviendo la palma sobre aquella turgencia, trazándole provocadores círculos alrededor del pezón. Las pestañas de Leonora se agitaron; entonces, abrió los ojos y estudió los suyos.

Tenía los labios levemente inflamados y los ojos muy abiertos. Tristan bajó la mirada. Leonora se la siguió. Se quedó sin aliento. Él contó los segundos que tardó en recordar que debía respirar, sabía que tenía que sentirse mareada. Pero ella no retrocedió. Fue él quien movió la mano y la apoyó en su antebrazo, cerrándola allí con delicadeza, luego la deslizó hasta la suya, que se la llevó a los labios, mirándola a los ojos cuando, con un leve rubor en las mejillas, alzó la vista hacia él.

Tristan sonrió, pero ocultó el verdadero significado del gesto.

– Vamos. -Se colocó su mano sobre el brazo y le hizo girar hacia la casa-. Tenemos que regresar a la ciudad.


El viaje fue una bendición. Leonora aprovechó al máximo aquella hora, durante la cual Trentham se mantuvo centrado en los caballos, sobre todo en el intenso tráfico de la capital, para calmar su mente, para intentar recuperar su habitual seguridad.

Lo miró con frecuencia, preguntándose en qué estaría pensando, pero aparte de alguna ocasional mirada enigmática, que hacía que se convenciera de que en parte se sentía divertido aunque aún bastante concentrado, él no dijo nada. Por otro lado, su lacayo se encontraba arriba, detrás de ellos, demasiado cerca como para que pudieran mantener ninguna conversación privada.

En realidad, no estaba segura de si deseaba tener ninguna, si deseaba alguna explicación. Tampoco era que Trentham hubiera mostrado intenciones de darle una, pero eso parecía formar parte del juego, parte de la creciente euforia, de la excitación. Del intenso deseo. Esto último no lo había esperado, pero sin duda lo sentía. En ese momento podía comprender lo que nunca había comprendido antes: por qué algunas mujeres, incluso damas de eminente sentido común, satisfacían las demandas físicas de un caballero. No era que Trentham hubiera hecho ninguna demanda real. Todavía. Si pudiera saber cuándo lo haría, y cuáles serían esas demandas, estaría en mejores condiciones de planear su respuesta, pero tal como estaban las cosas… sólo podía especular.

Estaba concentrada en esa cuestión cuando el coche redujo la velocidad. Leonora parpadeó, miró a su alrededor y descubrió que estaban en casa. Trentham detuvo el carruaje frente al número 12, le entregó las riendas al lacayo y luego la bajó hasta la acera. Con las manos en su cintura, la contempló. Ella le devolvió la mirada y no hizo ademán de alejarse. Trentham curvó los labios, los abrió…

Se oyeron pasos cerca, sobre la gravilla. Ambos se volvieron.

Gasthorpe, el mayordomo de Tristan, un hombre rechoncho de pelo encrespado y entrecano se acercó corriendo por el camino que llevaba al número 12. Cuando llegó hasta ellos, se inclinó.

– Señorita Carling.

Leonora se había encargado de presentarse a Gasthorpe el día después de que éste se hubiera instalado. Ella le sonrió e inclinó la cabeza.

El mayordomo se volvió entonces hacia Trentham.

– Milord, disculpe la interrupción, pero quería asegurarme de que se pasara por la casa. Los carreteros han traído los muebles para el primer piso. Le agradecería que echara un vistazo a la mercancía y me diera su aprobación.

– Sí, por supuesto. Iré en un momento…

Leonora lo cogió del brazo para atraer su mirada hacia ella.

– La verdad es que me encantaría ver qué le habéis hecho a la casa del señor Morrissey. ¿Puedo entrar contigo? -Sonrió-. Me gustaría ayudar; la visión de una dama a menudo es diferente en asuntos así.

Trentham la miró, luego miró a Gasthorpe.

– Es bastante tarde. Tu tío y tu hermano…

– No se habrán dado cuenta de que no estoy en casa. -Se moría de curiosidad; mantenía los ojos muy abiertos y fijos en la cara de él, que torció la boca y apretó los labios; volvió a mirar a Gasthorpe.

– Si insistes. -Leonora lo cogió del brazo y Tristan se dirigió hacia el camino-. Pero sólo se ha amueblado el primer piso.

Ella se preguntó por qué estaba siendo tan inusitadamente tímido; luego lo achacó a que era un caballero encargado de acondicionar una casa. Algo para lo que sin duda no se sentía preparado.

Ignorando su reticencia, avanzó con él por el camino. Gasthorpe se había adelantado y les sostenía la puerta abierta. Leonora atravesó el umbral y se detuvo para mirar a su alrededor. La última vez que vio el vestíbulo había sido entre las sombras de la noche, cuando las sábanas protectoras de los pintores lo cubrían todo y la estancia se encontraba vacía y desnuda.

La transformación ya se había completado. El lugar se veía sorprendentemente claro y espacioso, no oscuro y sombrío, una impresión que ella asociaba a los clubes de caballeros. Sin embargo, no había ni un solo objeto de cierta delicadeza para suavizar las líneas austeras y elegantes; ningún papel con ramitas en la pared. El sitio le resultaba más bien frío, casi lóbrego en su carencia de cualquier detalle femenino, pero podía ver a hombres, hombres como Trentham, reuniéndose allí.

Y ellos no percibirían esa falta.

Trentham no se ofreció a mostrarle las habitaciones del piso inferior. Con un gesto, le señaló la escalera. Leonora la subió mientras se percataba del brillo en la barandilla y del grosor de la alfombra que cubría los peldaños. Era evidente que no se había reparado en gastos.

En el primer piso, Trentham la adelantó y la guió hasta la habitación de la parte delantera de la casa. En medio de la estancia había una gran mesa de caoba, con ocho butacas tapizadas en terciopelo ocre rodeándola. En una pared se veía un aparador y un largo escritorio en otra.

Tristan miró a su alrededor, revisando rápidamente la sala de reuniones. Todo estaba como lo habían previsto; miró a Gasthorpe y asintió, luego, con un movimiento de la mano, dirigió a Leonora hacia la estancia que había al otro lado del rellano.

El pequeño despacho con su escritorio, el mueble de cajones y dos sillas, no requirió nada más que una breve mirada. Se dirigieron a la habitación del fondo, la biblioteca.

El comerciante al que le habían comprado los muebles, el señor Meecham, estaba supervisando la colocación de una gran estantería. Les lanzó una fugaz mirada, pero en seguida volvió a dirigir la atención hacia sus ayudantes, a los que les indicó con la mano primero hacia un lado, luego hacia el otro, hasta que la pesada estantería estuvo colocada como él deseaba y la apoyaron en el suelo con audibles gruñidos.

Meecham se volvió hacia Tristan con una amplia sonrisa.

– Bueno, milord. -Hizo una reverencia, luego miró a su alrededor con evidente satisfacción-. Creo que usted y sus amigos estarán muy cómodos aquí.

Tristan no vio motivo para contradecirlo; la estancia parecía acogedora, limpia y despejada, aun contando ya con una multitud de cómodos sillones y numerosas mesitas auxiliares a la espera de sostener una copa de buen brandy. Había dos librerías, en ese momento vacías. Aunque era la biblioteca, no era muy probable que se retiraran allí a leer novelas. Hojas informativas, periódicos e informes, y revistas deportivas seguramente sí, pero la función primordial del lugar sería proporcionarles una tranquila relajación, y si allí se pronunciaba alguna palabra, sería entre murmullos.

Miró a su alrededor y pudo imaginárselos a todos allí, en privado, callados, pero amigables en su silencio. Volvió a mirar a Meecham y asintió.

– Buen trabajo.

– Sí, sí. -Satisfecho, el hombre indicó a sus trabajadores que se retiraran-. Les dejaremos para que disfruten de lo que hasta ahora hemos colocado. Haré que le entreguen el resto del mobiliario a lo largo de esta semana.

Hizo una profunda reverencia y Tristan inclinó la cabeza a modo de despedida.

El mayordomo lo miró.

– Acompañaré al señor Meecham, milord.

– Gracias, Gasthorpe. Ya no te necesitaré más. No hará falta que nos acompañes a la puerta.

Con un asentimiento y una mirada elocuente, el sirviente se retiró.

Tristan hizo una mueca para sus adentros, pero ¿qué podía hacer? Explicarle a Leonora que no se permitía la entrada de mujeres en el club, no más allá de la pequeña salita de la parte delantera, inevitablemente daría lugar a preguntas que él y sus compañeros en el club preferirían que no se les plantearan nunca. Responderlas sería demasiado arriesgado, algo similar a tentar a la suerte.

Mejor ceder terreno cuando no importaba realmente y no podía hacer ningún daño que explicar qué había tras la formación del club Bastion.

Leonora se había apartado de él. Tras pasar los dedos por el respaldo de un sillón, se había acercado a la ventana y ahora contemplaba las vistas.

Su propio jardín trasero.

Tristan esperó, pero ella no regresó a su lado. Tras soltar un discreto suspiro un poco resignado, atravesó la estancia. La rica alfombra turca amortiguó sus pasos. Se detuvo junto a la ventana y se apoyó en el marco.

– Solías mirarme desde aquí, ¿verdad?

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