CAPÍTULO 04

No era la primera vez en su carrera que cometía un error táctico garrafal. Tenía que olvidarlo, fingir que no había sucedido, seguir con la estrategia de rescatar a aquella condenada mujer y luego continuar con la complicada misión de encontrar una esposa.

A la mañana siguiente, mientras recorría decidido el camino delantero hacia la puerta del número 14, Tristan no dejó de repetirse esa letanía, y que una dama madura discutidora, terca y claramente independiente no era en absoluto el tipo de esposa que él deseaba.

Aunque supiera a ambrosía y se sintiera en el paraíso con ella en sus brazos.

De todos modos, ¿cuántos años tenía?

Cuando se acercó al porche delantero, borró la pregunta de su mente. Si esa mañana iba como tenía previsto, podría ceñirse mucho más fácilmente a su estrategia. Se detuvo al pie de la escalera, alzó la vista hacia la puerta principal. No había parado de dar vueltas en la cama en toda la noche, no sólo por los inevitables efectos de su insensato beso, sino más bien porque, debido a los acontecimientos vividos, no lograba aplacar su conciencia. Fuera cual fuese la verdad sobre el «ladrón», el asunto era serio. Su experiencia insistía en que lo era; su instinto estaba seguro de ello. Aunque no tuviera ninguna intención de dejar que Leonora se encargara de aquello sola, no se sentía cómodo sin advertir a sir Humphrey y a Jeremy Carling del peligro, por lo que había decidido hacer un verdadero esfuerzo y dejarles claro cuál era realmente la situación. Estaban en su derecho de proteger a Leonora; moralmente, no podía dejarlos en la ignorancia y usurpar su papel.

Irguió los hombros y subió la escalera. El anciano mayordomo le abrió la puerta.

– Buenos días. -Tristan desplegó todo su encanto y sonrió-. Me gustaría hablar con sir Humphrey, y también con Jeremy Carling, si están disponibles.

Se quedó en medio de la sala de estar y rogó que Leonora no lo hubiera oído llegar, porque lo que quería hablar ya no sería fácil de tratar sólo entre caballeros; no necesitaba además contar con la presencia del objeto central de discusión.

El mayordomo regresó y lo acompañó a la biblioteca. Tristan entró y, cuando vio a sir Humphrey y Jeremy solos, soltó un pequeño suspiro de alivio.

– ¡Trentham! ¡Bienvenido! -Sentado, igual que en su anterior visita, en el sillón junto al fuego y con el que Tristan estaba casi seguro de que era el mismo libro abierto sobre el regazo, sir Humphrey le señaló el diván-. Siéntese, siéntese y díganos qué podemos hacer por usted.

Jeremy también levantó la vista y lo saludó con un gesto de la cabeza. Él correspondió al saludo mientras se sentaba. También le dio la impresión de que en la mesa de Jeremy no había cambiado nada, excepto, quizá, la página en particular que estaba estudiando.

El joven le sonrió.

– La verdad es que me irá bien un respiro. -Señaló el libro que tenía delante-. Descifrar este escrito sumerio es condenadamente duro para los ojos.

Humphrey bufó.

– Mejor eso que esto. -Señaló el tomo que descansaba sobre sus rodillas-. Data de más de un siglo después, pero no eran en absoluto más pulcros. ¿Por qué no podían usar plumas decentes…? -Se interrumpió, luego dedicó una agradable sonrisa a Tristan-. Pero usted no ha venido a oír hablar de esto. No debería dejarnos empezar, porque podemos estar hablando de ello durante horas.

Él se quedó pasmado.

– ¡Bueno! -Sir Humphrey cerró el tomo sobre el regazo-. ¿Qué podemos hacer por usted? -repitió.

– No es que necesite ayuda. -Iba a tientas, sin saber cuál sería el mejor modo de abordarlo-. Sólo he pensado que debería informarles de que anoche hubo un intento de robo en el número doce.

– ¡Dios santo! -Sir Humphrey se mostró tan desconcertado como Tristan había previsto-. ¡Malditos sinvergüenzas! ¡Últimamente se les están subiendo los humos!

– Sí. -Tristan volvió a tomar el control de la conversación antes de que el hombre empezara a divagar-. Pero, en este caso, los trabajadores se dieron cuenta de que habían forzado una cerradura la noche anterior, así que montamos guardia. El tipo regresó y entró en la casa. Lo habríamos atrapado de no ser por algunas complicaciones inesperadas. Al final, logró escapar, pero parece ser que él… digamos que no es el maleante de clase baja que se esperaría que fuera. De hecho, mostraba todos los signos de ser un caballero.

– ¿Un caballero? -Sir Humphrey estaba perplejo-. ¿Un caballero entrando sin permiso en casas de otros?

– Eso parece.

– Pero ¿qué querría un caballero? -Con el cejo fruncido, Jeremy miró a Tristan a los ojos-. Para mí no tiene mucho sentido.

Su tono era desdeñoso y Tristan dominó su exasperación.

– Sí. E incluso más asombroso es que un ladrón se molestara en entrar en una casa completamente vacía. -Miró a sir Humphrey y luego a Jeremy-. En el número doce no hay nada, y hablo literalmente: nada. Y dada toda la parafernalia y la presencia de los trabajadores a lo largo del día, ese hecho debe de ser tremendamente obvio.

Tanto sir Humphrey como Jeremy parecieron aún más confusos, como si todo aquel asunto se les fuera de las manos. Tristan lo sabía todo sobre el engaño y estaba empezando a sospechar que estaba presenciando una actuación ensayada. Su voz se endureció-. Se me ha ocurrido que quizá el intento de acceder al número doce pudiese estar relacionado con los dos robos frustrados aquí.

Los dos rostros se volvieron hacia él, inexpresivos y neutros. Demasiado inexpresivos y neutros. Lo comprendían todo, pero se negaban a reaccionar.

Dejó que el silencio se volviera incómodo. Al final, Jeremy carraspeó.

– ¿Por qué lo dice?

Estuvo a punto de rendirse, pero sólo una mordaz determinación, alimentada por algo muy similar a la furia, hizo que se inclinara hacia adelante y atrapara sus miradas con la suya. No podía permitirles abdicar tan fácilmente de sus responsabilidades y refugiarse en su mundo desaparecido hacía ya mucho tiempo, mientras dejaban que Leonora se las arreglara sola en aquel asunto.

– ¿Y si el ladrón no es el tipo de delincuente habitual, y todas las pruebas sugieren que no lo es, sino que va tras algo concreto, algún objeto que tiene valor para él? Si ese objeto está aquí, en esta casa, entonces…

La puerta se abrió. Leonora entró y sonrió.

– ¡Milord! ¡Qué alegría verlo de nuevo!

Tristan se levantó. No se alegraba, estaba aterrorizada. Ella se acercó, disgustada por lo mal que había fingido, pero Tristan aprovechó la oportunidad y le tendió la mano.

Leonora parpadeó, pero después de una leve vacilación, le ofreció la suya. Él se inclinó y ella le hizo una reverencia. Sus dedos temblaron en los de él.

Una vez finalizados los saludos, la guió para que se sentara en el diván, a su lado. No tuvo más remedio que hacerlo. Mientras tomaba asiento tensa y con los nervios a flor de piel, sir Humphrey comentó:

– Trentham acaba de decirnos que se produjo un robo en la casa de al lado, anoche. Por desgracia, el muy canalla escapó.

– ¿De verdad? -Con los ojos abiertos como platos, se volvió hacia Tristan al tiempo que se colocaba un poco de lado, para poder verle la cara.

Él le devolvió la mirada.

– Sí. -Leonora debió de captar su tono seco-. Y ahora les estaba comentando que el intento de acceder al número doce podría estar relacionado con los intentos anteriores de entrar aquí.

Sabía que ella había llegado a la misma conclusión.

– Sigo sin ver ningún vínculo real. -Jeremy se inclinó sobre su libro y dirigió a Tristan una mirada firme pero, aun así, desdeñosa-. Me refiero a que los ladrones lo intentan en todas partes, ¿no?

Él asintió.

– Por lo que aún parece más extraño que este «ladrón», y creo que podemos dar por supuesto que todos los intentos han sido obra de la misma persona, continúe tentando la suerte en Montrose Place, a pesar de todos sus fracasos hasta la fecha.

– Mmm, sí, bueno, quizá ahora capte el mensaje y se vaya a otra parte, dado que no ha podido entrar en ninguna de nuestras casas.

Sir Humphrey arqueó las cejas con gesto esperanzado.

Tristan se aferró a su decisión.

– El mero hecho de que lo haya intentado tres veces sugiere que no se irá, que sea lo que sea lo que busca, está dispuesto a conseguirlo.

– Sí, pero se trata precisamente de eso. -Jeremy se recostó y extendió las manos con los dedos separados-. ¿Qué diablos podría buscar aquí?

– Ésa… -replicó Tristan- es la cuestión.

Sin embargo, cualquier sugerencia que hizo de que el «ladrón» pudiera ir detrás de algo relacionado con sus investigaciones, que buscara información, oculta o no, o algún tomo inesperadamente valioso, se topó con negativas e incomprensión. Aparte de especular que el delincuente pudiese ir detrás de las joyas de Leonora, algo que Tristan encontraba difícil de creer y, por la expresión de su rostro, también Leonora, ni sir Humphrey ni Jeremy tuvieron ninguna idea que les ayudara a avanzar.

Quedó totalmente claro que no tenían el menor interés en resolver el misterio del robo y que ambos compartían la opinión de que ignorar el asunto por completo era el modo más seguro de hacer que desapareciera. Al menos para ellos.

Tristan no aprobaba ese comportamiento, y reconocía en él a los de su clase. Eran personas egoístas, absortas en sus propios intereses y centradas única y exclusivamente en sí mismas. A lo largo de los años, habían aprendido a dejarlo todo en manos de Leonora y como ella siempre había respondido, ahora veían los esfuerzos de la joven como un deber para con ellos. Leonora batallaba con el mundo real, mientras sir Humphrey y Jeremy permanecían absortos en su propio mundo académico.

De repente, sintió una admiración por ella que le costó mucho admitir, porque era algo que no deseaba sentir, y esa admiración fue acompañada de una mayor comprensión y una preocupante sensación de que aquella mujer se merecía algo mejor.

No pudo hacer ningún progreso con sir Humphrey ni con Jeremy y, finalmente, tuvo que reconocer la derrota. Aunque sí les arrancó la promesa de que pensarían en el tema y le informarían de inmediato si se les ocurría algo que pudiera ser el objetivo del ladrón.

Clavó los ojos en Leonora y se levantó. Durante todo el rato, había sido consciente de su tensión, de que lo vigilaba como un halcón listo para abalanzarse y desviar o rebatir cualquier comentario que pudiera revelar que ella hubiera participado en los acontecimientos de la noche anterior.

Tristan le sostuvo la mirada; ella captó el mensaje y se levantó también.

– Acompañaré a lord Trentham.

Con agradable sonrisa, Humphrey y Jeremy se despidieron de él. Tristan siguió a Leonora hasta la puerta de la biblioteca, se detuvo allí y se dio la vuelta. Los dos hombres ya tenían la cabeza agachada y habían regresado al pasado. La expresión de la joven le decía que era consciente de lo que había visto y arqueó una ceja con socarronería, como si la divirtiera que hubiera pensado que podía cambiar las cosas.

Él sintió cómo se le endurecían las facciones y le indicó a Leonora que pasara delante de él. Ella cerró la puerta a su espalda y lo guió al vestíbulo delantero, pero Tristan se acercó a la puerta de la salita, le tocó el brazo y la miró a los ojos cuando Leonora se volvió hacia él.

– Demos un paseo por el jardín trasero. -Cuando vio que no accedía de inmediato, añadió-: Quiero hablar con usted.

Ella vaciló pero luego asintió. Atravesaron la salita -Tristan se fijó en que la labor de bordado estaba igual que el día anterior- y salieron al jardín. Leonora caminaba con la cabeza alta. Él se colocó a su lado, pero no dijo nada, esperando que la joven le preguntara de qué quería hablar, mientras aprovechaba el momento para montar una estrategia que le permitiera convencerla de que debía dejar el asunto del misterioso ladrón en sus manos.

El césped se veía exuberante y bien cuidado, los macizos que lo rodeaban estaban llenos de extrañas plantas que Tristan no había visto nunca. El difunto Cedric Carling debía de haber sido un coleccionista, además de una autoridad en horticultura…

– ¿Cuánto hace que falleció su primo Cedric?

Leonora lo miró.

– Hace unos dos años. -Se detuvo, luego continuó-: No puedo creer que haya algo valioso entre sus papeles. Si fuera así, hace tiempo que lo sabríamos.

– Sin duda. -Después de tratar con sir Humphrey y Jeremy, su manifiesta agudeza era reconfortante.

Habían atravesado la extensión de césped y la joven se detuvo ante un reloj de sol colocado en un pedestal, en el interior de un profundo macizo. Tristan se detuvo a su lado un poquito más atrás y observó cómo extendía la mano y recorría con la yema de los dedos el grabado de la esfera de bronce.

– Gracias por no mencionar mi presencia en el número doce anoche. -Su voz sonó baja, pero clara. Mantuvo la mirada fija en el reloj de sol-. O lo que sucedió en el jardín.

Tomó aire y levantó la cabeza, todavía de espaldas.

Antes de que él pudiera decir nada más, de que pudiera decirle que el beso no había significado nada, que había sido un estúpido error, o una tontería semejante que se sentiría obligado a demostrar que era errónea, Tristan alzó la mano, le apoyó la yema de un dedo en la nuca y descendió despacio por su espina dorsal, hasta más allá de la cintura.

Leonora se quedó sin respiración, luego se dio la vuelta para mirarlo con sus ojos azules abiertos como platos.

Tristan la miró a su vez.

– Lo que pasó anoche, sobre todo esos momentos en el jardín, es algo sólo entre usted y yo.

Cuando ella continuó mirándolo, estudiando su expresión, él continuó:

– Besarla y decírselo a alguien son cosas que no están dentro de mi código de honor y, desde luego, no es mi estilo.

Vio la reacción en sus ojos, cómo consideraba, mordaz, la posibilidad de preguntarle cuál era su estilo, pero la prudencia contuvo su lengua y se limitó a levantar la cabeza e inclinarla con gesto altivo mientras apartaba la vista.

Tristan supo que el momento iba a volverse incómodo y aún no había pensado en ningún argumento con el que poder apartarla de los robos. Mientras reflexionaba, miró más allá, hacia la edificación tras el muro del jardín, la casa que, al igual que el número 12, compartía una pared con el número 14.

– ¿Quién vive ahí?

Leonora alzó la vista y siguió la dirección de su mirada.

– Una anciana, la señorita Timmins.

– ¿Vive sola?

– Con una doncella.

La mirada de Leonora ya estaba llena de especulación.

– Me gustaría visitar a la señorita Timmins. ¿Me la presentará?


Leonora se sintió muy feliz de poder hacerlo, de acabar con aquel desconcertante momento en el jardín. El corazón le latía con fuerza y aún no había recuperado su ritmo normal, así que estuvo encantada de continuar con las investigaciones. Junto a Trentham.

La verdad era que no terminaba de ver por qué encontraba su compañía tan estimulante. Ni siquiera estaba segura de si lo aprobaba, o de si su tía Mildred, por no hablar de la tía Gertie, lo harían si lo supieran. Después de todo, el conde era un militar. Puede que a las jovencitas les llamaran la atención los anchos hombros y los magníficos uniformes, pero se suponía que las damas como ella eran demasiado prudentes como para dejarse engañar por sus artimañas. Siempre eran segundos hijos, o hijos de segundos hijos que buscaban abrirse camino en el mundo a través de un matrimonio ventajoso… sólo que Trentham ya era conde.

Para sus adentros, frunció el cejo. Seguramente eso lo convertiría en la excepción que confirma la regla.

Al margen de todo eso, mientras caminaba por la calle de su brazo, con aquella sensación de que su fuerza la envolvía, y con la emoción de la caza vibrando en sus venas, no le cabía ninguna duda de que se sentía mucho más viva cuando estaba con él.

Al enterarse de que estaba en la casa, el pánico la había dominado, porque estaba convencida de que había ido para quejarse de que ella hubiera entrado sin permiso en el número 12 la noche anterior. Y, posiblemente aún peor, para mencionar, de algún modo, la indiscreción de ambos en el camino de entrada. En cambio, él no había hecho ni la más mínima alusión a su participación en las actividades nocturnas. Aunque estaba segura de que había percibido su agitación, no había dicho nada para provocarla. Y la verdad era que Leonora esperaba un comportamiento mucho peor de un militar.

Trentham abrió la puerta del jardín del número 16, entraron y subieron hasta el pequeño porche delantero. Leonora llamó al timbre, que resonó en la casa, mucho más pequeña que el número 14 y de un estilo similar al número 12.

Se oyeron unos pasos que se acercaban, luego el sonido de la llave al girar. La puerta se abrió un poco y una doncella de rostro dulce se asomó.

Leonora sonrió.

– Buenos días, Daisy. Sé que es un poco temprano, pero si la señorita Timmins tiene unos minutos, he venido con el nuevo vecino, el conde de Trentham, a quien le gustaría conocerla.

Los ojos de Daisy se abrieron como platos al ver al hombre que bloqueaba la luz del sol al lado de Leonora.

– Oh, sí, señorita. Estoy segura de que les atenderá. Siempre le gusta estar al día de las novedades del vecindario. -Abrió la puerta aún más y les indicó que entraran-. Si esperan en la salita, le diré que están aquí.

Leonora se dirigió a la salita y se sentó en un sofá.

Trentham permaneció de pie. Paseó, recorrió la estancia, miró por las ventanas y examinó los cierres.

Ella frunció el cejo.

– ¿Qué…?

Pero guardó silencio cuando Daisy regresó.

– Dice que estará encantada de recibirlos. -Le hizo una reverencia a Trentham-. Si me acompañan, los llevaré arriba.

Subieron la escalera detrás de Daisy, y Leonora fue consciente de las miradas que Trentham dirigía aquí y allá. Cualquier otro, podría pensar que él era el ladrón, en busca del mejor modo de entrar…

Se detuvo en el rellano de la escalera y se volvió hacia él para susurrarle:

– ¿Cree que el ladrón intentará entrar por aquí?

Trentham frunció el cejo y le indicó con la mano que siguiera adelante. Leonora tuvo que apresurarse para alcanzar a Daisy, que avanzaba a buen paso. Sin embargo, Trentham apenas necesitó esforzarse. Entraron en el salón de la señorita Timmins.

– Leonora, querida. -La voz de la mujer tembló-. Qué amable por tu parte venir a verme.

La señorita Timmins era una anciana y estaba delicada. Como rara vez se aventuraba a salir, Leonora la visitaba a menudo y, a lo largo del último año, había notado cómo el brillo de los suaves ojos azules se iba apagando como si fuera una llama a punto de extinguirse.

Le devolvió la sonrisa, le estrechó la mano, tan huesuda que parecía una garra, y retrocedió.

– He traído al conde de Trentham. Él y algunos amigos han comprado la casa del otro lado de la nuestra, el número doce.

Con sus rizos grises bien cepillados y recogidos, y un collar de perlas alrededor del cuello, la señorita Timmins ofreció la mano a Trentham con timidez y murmuró nerviosa un saludo.

Él se inclinó.

– ¿Cómo está, señorita Timmins? Espero que haya pasado bien estos fríos meses.

La mujer se puso aún más nerviosa, pero no le soltó la mano.

– Sí, realmente bien. -Parecía cautivada por sus ojos. Tras un momento, la anciana comentó-: Ha sido un invierno espantoso.

– Ha habido más aguanieve de lo habitual, sin duda. -Trentham sonrió con todo su encanto-. ¿Permite que nos sentemos?

– ¡Oh! Sí, por supuesto. Siéntense. -La señorita Timmins se inclinó hacia adelante-. He oído que es usted militar, milord. Dígame, ¿estuvo en Waterloo?

Leonora se sentó y observó, asombrada, cómo Trentham, pese a ser militar, cautivaba a la anciana, una mujer que generalmente no se sentía cómoda con los hombres. Sin embargo, él parecía saber qué debía decir, de qué consideraba adecuado hablarle a una vieja dama, qué cotilleos le gustaría oír.

Daisy trajo el té y, mientras lo tomaba, Leonora se preguntó cínicamente cuál sería el propósito que tenía Trentham.

La respuesta a su pregunta llegó cuando él dejó la taza y adoptó una expresión más grave.

– En realidad, tenía un motivo para visitarla más allá del placer de conocerla, señorita. -Miró a la anciana a los ojos-. Últimamente se han producido una serie de incidentes en esta calle, ladrones que han intentado acceder a las casas.

– ¡Oh, válgame Dios! -La taza de la señorita Timmins vibró sobre el platillo-. Debo pedirle a Daisy que se asegure bien de cerrar con llave todas las puertas.

– Me pregunto si me permitiría examinar la planta baja y el sótano para comprobar que no hay ningún acceso fácil. Dormiría mucho más tranquilo si supiera que su casa, con sólo usted y Daisy viviendo aquí, es un lugar seguro.

La señorita Timmins parpadeó y luego le dedicó una amplia sonrisa.

– Vaya, por supuesto, querido. Qué considerado por su parte.

Tras otros comentarios de carácter más general, Trentham se levantó. Leonora también se puso de pie y se marcharon después de que la señorita Timmins informara a Daisy de que su señoría el conde examinaría la casa para asegurarse de que todo estaba bien.

La doncella sonrió también.

Al despedirse, Trentham le aseguró a la señorita Timmins que si descubría alguna cerradura que no fuera adecuada, él mismo se encargaría de su sustitución, para que ella no tuviera que preocuparse por nada.

Por la expresión en los ojos de la anciana cuando le estrechó la mano, su señoría había hecho una conquista, y Leonora, preocupada, cuando llegaron a la escalera y Daisy se adelantó, se detuvo y lo miró a los ojos.

– Espero que tenga previsto cumplir esa promesa.

La mirada de él era firme y finalmente respondió:

– La cumpliré. -Estudió el semblante de ella y luego asintió-. Lo que he dicho es cierto. -A continuación, siguió bajando la escalera-. Dormiré más tranquilo sabiendo que este lugar es seguro.

Leonora frunció el cejo. Aquel hombre era un completo enigma. Lo siguió por la escalera y lo acompañó mientras él comprobaba sistemáticamente todas las puertas y ventanas de la planta baja y del sótano. Fue meticuloso y, al parecer de Leonora, fríamente profesional. Como si asegurar un lugar contra intrusos hubiera sido una tarea habitual en su antigua ocupación. Cada vez le resultaba más difícil descartarlo como «otro militar más».

Finalmente, Trentham le hizo un gesto de asentimiento con la cabeza a Daisy.

– Está mejor de lo que esperaba. ¿Siempre la han preocupado los intrusos?

– Oh, sí, señor, milord. Desde que vine a trabajar para ella, y de eso hace ya seis años.

– Bien, si cierra todo con llave y pasa todos los pestillos, estarán lo más seguras posible.

Tras dejar a la doncella agradecida y más que tranquila, recorrieron el camino de entrada. Cuando llegaron a la verja, Leonora, que había estado sumida en sus propios pensamientos, miró a Trentham.

– ¿La casa es verdaderamente segura?

Él la miró y luego abrió la verja.

– Lo más segura que puede serlo, pero es imposible detener a un intruso decidido. -Caminó a su lado por la acera-. Si usa la fuerza para romper una ventana o forzar una cerradura, entrará, pero no creo que nuestro hombre sea tan directo. Si estamos en lo cierto y es al número catorce adonde quiere acceder, necesitará disponer de varias noches para abrirse paso a través de las paredes del sótano. Debería pasar desapercibido y no lo logrará si su entrada en la casa es demasiado obvia.

– Entonces, mientras Daisy esté alerta, todo debería ir bien.

Cuando él no le respondió, lo observó. Tristan notó su mirada y se volvió hacia ella. Hizo una mueca.

– He estado pensando cómo podría introducir a un hombre en esa casa, al menos hasta que apresemos al ladrón, pero a la señorita Timmins la asustan los hombres, ¿no es cierto?

– Sí. -A ella le asombró que hubiera sido tan perspicaz-. Es usted uno de los pocos que he conocido que han hablado con ella más allá de las más estrictas banalidades.

Tristan asintió y bajó la mirada.

– Estaría demasiado incómoda con un hombre bajo su techo, así que es una suerte que esas cerraduras sean tan sólidas. Tendremos que confiar en ellas.

– Y hacer todo lo que esté en nuestra mano para atrapar pronto a ese ladrón.

Su voz reflejaba determinación. Habían llegado a la verja del número 14. Tristan se detuvo y la miró a los ojos.

– Supongo que no servirá de nada que insista en que deje el asunto en mis manos, ¿verdad?

Sus ojos azul índigo se endurecieron.

– De nada.

Tristan soltó el aire y dirigió la mirada hacia la calle. Él era muy capaz de mentir por una buena causa. Muy capaz también de usar distracciones a pesar del peligro que suponían.

Antes de que Leonora pudiera alejarse, le cogió la mano y la obligó a mirarlo a los ojos. Le sostuvo la mirada mientras buscaba y abría la abertura en su guante, luego le levantó la muñeca y se acercó a los labios la parte interna de ésta.

Sintió el estremecimiento que la atravesó, observó cómo alzaba la cabeza y los ojos se le oscurecían.

Tristan sonrió, despacio, con intensidad. Luego afirmó:

– Lo que hay entre usted y yo queda entre usted y yo, pero no ha desaparecido.

Ella apretó los dientes y tiró de su mano, pero él no la soltó. En lugar de eso, le acarició con el pulgar el punto donde la había besado, lánguidamente.

Leonora se quedó sin respiración, luego siseó:

– No estoy interesada en ningún devaneo.

Con los ojos clavados en los suyos, Tristan arqueó una ceja.

– Yo tampoco. -Estaba interesado en distraerla. A los dos les iría mejor si ella se concentraba en él en lugar de en el ladrón-. En interés de nuestra relación -y en interés de su cordura-, estoy dispuesto a hacer un trato.

El recelo brilló en sus ojos.

– ¿Qué trato?

Tristan eligió las palabras con cuidado.

– Si promete que no hará nada más que mantener los ojos y los oídos bien abiertos, que sólo observará, escuchará y que me informará de todo la próxima vez que la visite, aceptaré contarle todo lo que descubra.

La expresión de ella se volvió altanera y desdeñosa.

– ¿Y si no descubre nada?

Los labios de Tristan siguieron curvados, sonriendo, pero dejó que la máscara cayera y que su verdadero yo surgiera brevemente.

– Oh, lo haré. -Su voz sonó suave, levemente amenazadora, y su tono la cautivó.

De nuevo, despacio, deliberadamente, se llevó su muñeca a los labios y, mirándola a los ojos, se la besó.

– ¿Tenemos un trato?

Leonora parpadeó, volvió a centrarse en su mirada, luego su pecho se hinchó al tomar una profunda inspiración y asintió.

– Muy bien.

Le soltó la muñeca; Leonora prácticamente se la arrebató de la mano.

– Pero con una condición.

Tristan arqueó las cejas, ahora tan altanero como ella.

– ¿Qué?

– Observaré y escucharé y no haré nada más si usted promete venir a verme y contarme lo que haya descubierto en cuanto lo descubra.

Él la miró a los ojos, reflexionó, luego relajó los labios e inclinó la cabeza.

– En cuanto sea posible, le contaré cualquier descubrimiento que haga.

Leonora se sintió más tranquila y se sorprendió por ello. Tristan ocultó una sonrisa y se inclinó.

– Que tenga buen día, señorita Carling.

Ella le sostuvo la mirada un momento más y luego inclinó la cabeza.

– Que tenga un buen día usted también, milord.


Pasaron los días.

Leonora observó y escuchó, pero no sucedió nada. Estaba satisfecha con su acuerdo; en realidad, había poco más que pudiera hacer, aparte de observar y escuchar, y el hecho de saber que si sucedía algo, Trentham esperaba que lo hiciera partícipe del mismo le pareció inesperadamente alentador. Había crecido acostumbrada a actuar sola. De hecho, evitaba que los demás la ayudaran, porque lo más probable era que la estorbaran. Sin embargo, al conde lo consideraba, sin lugar a dudas, muy capaz, y con él implicado, estaba convencida de que solucionarían el tema de los robos.

En el número 12 empezó a aparecer personal y, de vez en cuando Trentham se acercaba a la casa, según la informaba Toby, pero no se aventuró a llamar a la puerta de los Carling.

Lo único que la preocupaba eran los recuerdos del beso de aquella noche. Había intentado olvidarlo, borrarlo de su mente, había sido una aberración por parte de ambos. Sin embargo, olvidar cómo se aceleraba su pulso cada vez que él se acercaba fue mucho más difícil. Y no tenía ni idea de cómo interpretar su comentario sobre que lo que había entre ellos no había desaparecido.

¿Se refería a que pretendía seguir adelante con eso?

No obstante, había afirmado que no estaba interesado en devaneos y, a pesar de su antigua ocupación, Leonora estaba aprendiendo a tomarse sus palabras en serio.

La verdad era que el tacto con que había tratado al viejo soldado Biggs, su discreción al no hablar sobre sus aventuras nocturnas y el encanto sin igual que había mostrado con la señorita Timmins, esforzándose por tranquilizar a la anciana y velar por la seguridad de las dos mujeres, había mejorado en gran medida la opinión que tenía de él.

Quizá Trentham fuese verdaderamente una de esas excepciones que confirman la regla, un militar digno de confianza, uno del que se podía fiar, al menos en ciertos asuntos.

A pesar de eso, no estaba del todo segura de si él realmente le contaría todo lo que descubriera. Aun así, de no ser por aquel hombre, le habría concedido unos cuantos días más de gracia.

Al principio, fue simplemente una sensación, un cosquilleo en la piel, una extraña impresión de ser observada. No sólo en la calle, sino también en el jardín trasero, y esto último la puso nerviosa, porque el primero de los ataques había sucedido en la puerta del jardín delantero; desde entonces, ya no paseaba por allí, había empezado a llevar a Henrietta adondequiera que fuera o, si eso no era posible, a un lacayo.

Con el tiempo, se había calmado. Pero entonces, mientras paseaba por el jardín trasero a última hora de una fría tarde del mes de febrero, atisbó a un hombre casi al fondo del jardín, más allá del seto que dividía el largo terreno. Enmarcada por el arco central del mismo, una figura oscura y esbelta cubierta con una capa oscura la observaba entre las parcelas del huerto.

Leonora se quedó paralizada. No era el mismo hombre que la había abordado en enero, la primera vez junto a la puerta del jardín delantero y la segunda en la calle. Ése era más pequeño, más delgado, por eso pudo resistirse y soltarse.

El que la observaba en ese momento parecía infinitamente más amenazador. Permanecía en silencio y, aunque estaba inmóvil, se trataba de la inmovilidad propia de un depredador que aguardaba su momento. Sólo los separaba una pequeña extensión de césped y Leonora tuvo que resistir al impulso de llevarse una mano a la garganta, luchar contra el instinto de salir corriendo, contra la convicción de que, si lo hacía, él se abalanzaría sobre ella.

Henrietta se acercó sin prisa, vio al hombre y gruñó. La vibrante advertencia continuó aumentando de manera sutil. Finalmente, el animal se enfureció y se colocó entre ella y el intruso, que continuó inmóvil un instante más, luego se dio la vuelta y desapareció de la vista.

Leonora miró a Henrietta. El corazón le martilleaba incómodamente. El animal continuó alerta hasta que un lejano ruido sordo llegó a sus oídos. Un instante después, la perra ladró, se relajó y se volvió con calma en dirección a las puertas de la salita.

Un escalofrío recorrió la espina dorsal de Leonora y, con los ojos muy abiertos, escrutando cada sombra, entró a toda prisa en la casa.


A la mañana siguiente, a las once, la hora más temprana a la que era aceptable ir de visita, llamó al timbre de la elegante casa de Green Street que, según le había dicho el muchacho que barría en la esquina, pertenecía al conde de Trentham.

Un mayordomo imponente aunque de aspecto amable abrió la puerta.

– ¿Sí, señora?

Leonora se irguió.

– Buenos días. Soy la señorita Carling, de Montrose Place. Deseo hablar con lord Trentham, por favor.

El mayordomo pareció verdaderamente apesadumbrado.

– Por desgracia, ahora mismo su señoría no está.

– Oh. -Había supuesto que estaría en casa, que, como muchos hombres modernos, era improbable que pusiera un pie en la calle antes del mediodía. Tras un momento de duda durante el cual no se le ocurrió nada, ninguna otra vía de acción, miró al mayordomo-. ¿Sabe si tiene previsto regresar pronto?

– Me aventuraría a decir que su señoría estará de vuelta en menos de una hora, señorita. -Debió de ver su determinación, porque abrió más la puerta-. ¿Desea esperarle?

– Gracias. -Leonora permitió que un deje de aprobación tiñera sus palabras. El mayordomo tenía un rostro de lo más amable. Cruzó el umbral y, al instante, la impresionó lo espacioso y luminoso que era el vestíbulo, todo ello subrayado por el elegante mobiliario.

El hombre cerró la puerta y le dedicó una alentadora sonrisa.

– Si me acompaña, señorita.

Ella inclinó la cabeza y lo siguió por el pasillo. De repente, se dio cuenta de que se sentía más calmada.


Tristan regresó a Green Street poco después del mediodía, no había adelantado mucho y cada vez estaba más preocupado. Subió la escalera, sacó su llave y entró. Aún no se había acostumbrado a esperar a que Havers le abriera la puerta y lo liberara del bastón y el abrigo, todo cosas que él era perfectamente capaz de hacer por sí mismo.

Colocó el bastón en el perchero, dejó el abrigo sobre una silla y se dirigió sin hacer ruido a su estudio, con la esperanza de pasar delante de la salita de estar sin que lo viera ninguna de sus queridas ancianas. Una esperanza demasiado tenue, porque, independientemente de lo que estuvieran haciendo, siempre parecían percibir su presencia y alzaban la vista justo a tiempo para sonreírle y abordarlo.

Por desgracia, no había otro camino para llegar a su estudio y Tristan había llegado a la conclusión de que su tío abuelo, que había hecho reformas en la casa, era un masoquista.

La salita de estar era una estancia llena de luz, construida como una ampliación de la casa principal. Estaba unos cuantos escalones por debajo del nivel del pasillo, separada de éste por tres grandes arcos. Dos albergaban enormes arreglos florales en urnas, que le proporcionaban algo de cobertura, pero el del medio era una despejada entrada.

Tan silencioso como un ladrón, se acercó al primer arco y, oculto a la vista, se detuvo para escuchar. Hasta él llegó un parloteo de voces femeninas, el grupo estaba al fondo de la estancia, donde, a través de un gran ventanal, la luz de la mañana bañaba dos divanes y varios sillones. Le costó un momento adaptar el oído para distinguir las voces. Ethelreda estaba allí, Millie, Flora, Constance, Helen, y sí, Edith también. Charlaban sobre nudos, ¿nudos franceses? ¿Qué era eso? Y el punto de hoja y no entendía qué más…

Hablaban de bordados.

Frunció el cejo. Todas bordaban como mártires, pero era el único campo en el que surgía una verdadera competencia entre las ancianas; nunca las había oído hablar de su interés común antes, y mucho menos con tanto entusiasmo.

Entonces, oyó otra voz y su sorpresa fue absoluta.

– Me temo que nunca he sido capaz de conseguir que los hilos queden así.

Leonora.

– Ah, bueno, querida, lo que tienes que hacer…

No escuchó el resto del consejo de Ethelreda, estaba demasiado ocupado especulando sobre qué podría haber llevado a la joven allí.

La conversación en la salita de estar continuó: Leonora pedía consejo y sus queridas ancianas se lo daban encantadas.

Vívida en su mente estaba la pieza de bordado abandonada en la salita en Montrose Place. Puede que ella no tuviera talento para el bordado, pero él habría jurado que tampoco tenía ningún interés real.

Le picó la curiosidad. El arreglo floral más cercano era lo bastante alto como para ocultarlo. Dos pasos rápidos y se encontró detrás del mismo. Miró entre las lilas y los crisantemos y vio a Leonora sentada en medio de uno de los divanes, rodeada por todas partes por sus queridas tías.

La luz del sol invernal le daba en la espalda, un centelleante haz que se derramaba sobre ella y arrancaba reflejos granates de su pelo oscuro, mientras dejaba el rostro y los delicados rasgos sumidos en tenues y misteriosas sombras. Con aquel vestido rojo oscuro, parecía una madonna medieval, la encarnación de la pasión y la virtud femenina, de la fuerza y la fragilidad de la mujer. Tenía la cabeza gacha y examinaba un tapete bordado que descansaba sobre sus rodillas.

Tristan observó cómo animaba a su anciana audiencia a que le explicara más cosas, a participar. También la vio intervenir, acabando con cualquier repentino brote de rivalidad y calmando a ambas partes con observaciones diplomáticas. Las tenía cautivadas.

«Y no sólo a ellas.»

Tristan se sobresaltó cuando esas palabras resonaron en su mente. Pero así y todo no se dio media vuelta y se marchó, sino que se limitó a quedarse allí, en silencio, observándola a través de las flores.

– ¡Ah, milord!

Con unos reflejos incomparables, Tristan dio un paso hacia adelante y se volvió dando la espalda al salón. Podrían verlo, pero el movimiento haría que pareciera que pasaba por allí en ese momento.

Miró a su mayordomo con cara de resignación.

– ¿Sí, Havers?

– Ha venido una dama, milord. La señorita Carling.

– ¡Ah! ¡Trentham!

Se volvió cuando Ethelreda lo llamó. Millie se levantó y le hizo señas.

– Tenemos aquí a la señorita Carling.

Las seis le dedicaron una amplia sonrisa. Tristan despidió a Havers con un gesto de la cabeza, bajó los escalones y se acercó al grupo no muy seguro de la impresión que se estaba llevando. Parecía como si creyeran que habían mantenido cautiva a Leonora sólo para él, atrapada, acorralada, como si le hubieran estado guardando una sorpresa especial.

La joven se levantó con un ligero rubor en las mejillas.

– Sus tías han sido muy amables al hacerme compañía. -Lo miró a los ojos-. He venido porque se han producido ciertos acontecimientos en Montrose Place que creo que debería conocer.

– Sí, por supuesto. Gracias por venir. Retirémonos a la biblioteca y allí podrá explicármelos. -Le ofreció la mano y ella alargó la suya al tiempo que inclinaba la cabeza.

La alejó de sus ancianas paladinas y se despidió de éstas con un gesto de la cabeza.

– Gracias por entretener a la señorita Carling en mi ausencia.

No tenía ninguna duda de cuáles eran los pensamientos que se escondían tras aquellas alegres sonrisas.

– Oh, ha sido un placer.

– Sí, es tan encantadora…

– Venga a visitarnos de nuevo, querida.

Sonrieron e inclinaron la cabeza; Leonora les devolvió la sonrisa, agradecida, y luego dejó que Trentham le colocara la mano sobre el brazo y la guiara. Juntos subieron los escalones hasta el pasillo y Tristan no necesitó mirar atrás para saber que seis pares de ojos los observaban aún ávidamente. Cuando llegaron al vestíbulo principal, Leonora lo miró.

– No sabía que tuviera una familia tan amplia.

– No la tengo. -Abrió la puerta de la biblioteca y la hizo pasar-. Ése es el problema. Sólo estamos ellas y yo. Y también las otras.

Leonora apartó la mano de su brazo y se volvió para mirarlo.

– ¿Las otras?

Él le señaló con una mano los sillones que se encontraban frente al llameante hogar.

– Hay ocho más en Mallingham Manor, mi casa en Surrey.

Leonora se dio la vuelta y se sentó. La sonrisa de Trentham desapareció cuando se acomodó en el sillón opuesto.

– Ahora, vayamos al grano. ¿Por qué ha venido?

Ella vio en su cara todo lo que había ido a buscar: consuelo, fuerza, aptitud. Tomó aire, se recostó en su asiento y se lo explicó.

Trentham no la interrumpió; cuando acabó, le hizo una serie de preguntas para aclarar dónde y cuándo se había sentido observada. En ningún momento intentó poner en duda sus palabras. Trató todo lo que le dijo como un hecho, no como una fantasía.

– ¿Y está segura de que era el ladrón?

– Sin duda. Sólo lo vi brevemente cuando se movió, pero lo hizo con la misma agilidad. -Lo miró a los ojos-. Estoy segura de que era él.

Trentham asintió.

– ¿Supongo que no le ha contado a su tío o a su hermano nada de esto?

Leonora arqueó las cejas con gesto de fingida altanería.

– Pues resulta que sí.

Cuando no dijo nada más, Trentham insistió:

– ¿Y?

Su sonrisa no fue tan alegre como le habría gustado.

– Cuando les mencioné que me sentía observada, sonrieron y me dijeron que estaba reaccionando de un modo exagerado a los recientes acontecimientos. Humphrey me dio unas palmaditas en el hombro y me dijo que no debería preocuparme por cosas así, que no había necesidad, que todo volvería pronto a la normalidad.

»En cuanto al hombre al fondo del jardín, estaban seguros de que me habría confundido. Un efecto de la luz, el movimiento de las sombras. Una imaginación demasiado activa. Me dijeron que no debería leer tantas novelas de la señora Radcliffe. Además, Jeremy señaló, como si se tratase de una prueba definitiva, que la puerta del jardín trasero siempre está cerrada con llave.

– ¿Es así?

– Sí. -Clavó la mirada en los ojos color avellana de él-. Pero el muro está cubierto de hiedra a ambos lados. Cualquier hombre razonablemente ágil no tendría ninguna dificultad en trepar por ahí.

– Lo que encajaría con el ruido sordo que oyó.

– Exacto.

Trentham se echó hacia atrás, apoyó el codo en un brazo del sillón, se sujetó la barbilla y empezó a darse golpecitos en los labios con un largo dedo. Tenía la vista perdida. Sus ojos brillaban, duros, casi cristalinos bajo los pesados párpados. Sabía que ella estaba allí, no la ignoraba, pero en ese momento estaba absorto.

Nunca antes había tenido una oportunidad así de estudiarlo, de asimilar la realidad de la fuerza que contenía aquel gran cuerpo, de apreciar la amplitud de sus hombros, disimulada por la chaqueta, confeccionada de un modo soberbio, o las largas y fibrosas piernas, con aquellos músculos resaltados por unos ajustados pantalones de gamuza que desaparecían en unas resplandecientes botas altas. Tenía los pies muy grandes.

Siempre vestía con elegancia. Sin embargo, era una elegancia discreta, no necesitaba ni deseaba llamar la atención. De hecho, evitaba hacerlo. Incluso sus manos, que, en opinión de Leonora, quizá eran su mejor rasgo, estaban adornadas sólo por un sencillo sello de oro.

Lo más destacado en aquel hombre, ella lo definiría sin lugar a dudas, como una discreta y elegante fuerza. Era como un aura que emanaba de él, no fruto de su ropa o sus modales, sino algo inherente, innato, que se manifestaba. Esa discreta fuerza le pareció atractiva de repente. Reconfortante también.

Sus labios se curvaron en una dulce sonrisa cuando volvió a dirigir la mirada hacia ella. Arqueó una ceja, pero Leonora negó con la cabeza y permaneció en silencio. Relajados en los sillones, en la quietud de la biblioteca, se estudiaron el uno al otro.

Y algo cambió.

Leonora sintió que la excitación, una insidiosa emoción, la invadía lentamente; un sutil latigazo, la tentación de un placer ilícito. El calor surgió. De repente, sintió que le costaba respirar.

Siguieron mirándose a los ojos. Ninguno se movió.

Finalmente, fue ella quien rompió el hechizo al desviar la vista hacia las llamas de la chimenea. Tomó aire. Se recordó que no debía ponerse en ridículo; estaban en casa de él, en su biblioteca, no la seduciría bajo su propio techo, con sus sirvientes y las ancianas a su cargo allí.

Trentham se movió y se irguió.

– ¿Cómo ha llegado hasta aquí?

– He cruzado el parque andando. -Lo miró-. Me ha parecido el camino más seguro.

Él asintió y se levantó.

– La llevaré a casa. Tengo que ir a echar un vistazo al número doce.

Observó cómo tiraba de la campanilla y daba órdenes a su amable mayordomo. Cuando se volvió de nuevo hacia ella, Leonora aprovechó para preguntarle:

– ¿Ha averiguado algo?

Trentham negó con la cabeza.

– He estado investigando varias posibilidades. He intentado averiguar si existe algún rumor sobre hombres que busquen algo en Montrose Place.

– ¿Y existe alguno?

– No. -La miró a los ojos-. Tampoco lo esperaba. Hubiera sido demasiado fácil.

Ella hizo una mueca y se levantó cuando Havers regresó para anunciar que el coche de dos caballos estaba preparado.

Mientras Leonora se ponía la pelliza y él el abrigo y ordenaba a un sirviente que fuera a buscarle los guantes para conducir, Tristan se exprimió el cerebro en busca de cualquier posibilidad que no hubiera explorado, cualquier puerta abierta que no hubiera visto. Había hablado con unos cuantos sirvientes antiguos y otros que aún trabajaban allí, en busca de información; estaba seguro de que se enfrentaban a algo concreto relacionado con Montrose Place, porque no había ningún rumor de bandas o individuos que se comportaran de un modo similar en ninguna otra parte de la capital. Lo que daba más fuerza a su suposición de que había algo en el número 14 que el misterioso ladrón deseaba.

Mientras rodeaban el parque en su coche de caballos, le explicó a ella sus deducciones.

Leonora frunció el cejo.

– He preguntado a los sirvientes. -Levantó la cabeza y se sujetó un mechón de pelo suelto que se le agitaba con la brisa-. Nadie tiene ni idea de qué puede haber en la casa especialmente valioso. Más allá de la respuesta obvia, que sería algo de la biblioteca.

Tristan la observó, luego desvió la mirada a los caballos. Al cabo de un momento, le preguntó:

– ¿Es posible que su tío y su hermano oculten algo importante? ¿Por ejemplo, que hubieran hecho un descubrimiento y desearan mantenerlo en secreto durante un tiempo?

Ella negó con la cabeza.

– A menudo, hago de anfitriona en sus cenas de eruditos. Hay mucha competencia y rivalidad en su campo, pero en vez de ser reservados respecto a sus descubrimientos, suelen gritar a los cuatro vientos cualquier nuevo hallazgo, aunque sea de poca importancia, y lo hacen en cuanto tienen la primera oportunidad.

Tristan asintió.

– Así que es poco probable.

– Sí, pero… si lo que sugiere es que podría ser que Humphrey o Jeremy se hubieran topado con algo bastante valioso y no sean conscientes de ello, o que quizá sí lo sean, pero no le atribuyan el valor que realmente tiene… -lo miró- tendría que estar de acuerdo con usted.

– Muy bien. -Habían llegado a Montrose Place; se detuvo en la puerta del número 12-. Tendremos que suponer que algo de ese tipo es el quid de la cuestión.

Le lanzó las riendas al lacayo, que había saltado de la parte de atrás del carruaje y llegaba corriendo. A continuación, se apeó y la ayudó a bajar.

Cogidos del brazo, la acompañó a la puerta del número 14. Allí, Leonora retrocedió y se volvió hacia él.

– ¿Qué cree que deberíamos hacer?

La miró directamente a los ojos. No vio rastro de su máscara habitual. Al cabo de un segundo, respondió en voz baja:

– No lo sé.

Su dura mirada estaba clavada en la de ella, le cogió la mano y entrelazó los dedos con los suyos. A Leonora, el pulso se le aceleró ante el contacto. Trentham se llevó su mano a los labios y le rozó los dedos con ellos. Luego, sin prisa, volvió a acariciarle la piel con los labios, saboreándola descaradamente.

Por un momento, ella sintió que se mareaba.

Los ojos de Trentham estudiaron los suyos, luego murmuró con voz profunda y grave:

– Déjeme que piense. Vendré a verla mañana y podremos discutir cuál es el mejor procedimiento que seguir.

La piel le ardía en el lugar donde sus labios la habían rozado. Logró asentir con la cabeza y retrocedió. Él dejó que sus dedos se deslizaran por los de ella. Leonora abrió la verja y entró. Luego, lo observó a través de la misma.

– Hasta mañana, entonces.

El pulso le martilleaba con fuerza y se lo notaba palpitar en la punta de los dedos. Se dio la vuelta y se alejó por el camino hacia la casa.

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