CAPÍTULO 12

Había muy poco que Tristan no supiera sobre cómo establecer una red de informadores. El cochero de lady Warsingham no veía ningún problema en informar al barrendero local de adónde le habían comunicado que iría cada noche; uno de los sirvientes de Tristan paseaba a mediodía hasta encontrarse con el barrendero y regresaba con la información.

Su propio personal doméstico estaba demostrando ser una fuente de datos ejemplar. Todos se mostraban intrigados e impacientes por desvelarle los detalles de las casas que Leonora decidía honrar con su presencia. Y Gasthorpe, por su propia iniciativa, le había proporcionado un contacto vital.

Toby, el limpiabotas de los Carling, vivía en la cocina del número 14 y, por lo tanto, tenía conocimiento de todos los movimientos de los señores de la casa. El muchacho siempre estaba ansioso por escuchar los relatos del ex sargento; a cambio, proporcionaba a Tristan del modo más inocente información sobre las actividades diarias de Leonora.

Esa noche, ella había decidido asistir a la gala de la marquesa de Huntly. Él llegó unos minutos antes que el grupo de lady Warsingham, según sus cálculos.

Lady Huntly lo saludó con un destello en los ojos.

– Tengo entendido que tiene un interés especial por la señorita Carling -comentó.

Él la miró a los ojos, extrañado…

– De lo más especial.

– En ese caso, debería advertirle que esta noche vendrán algunos de mis sobrinos. -Lady Huntly le palmeó el brazo-. Ya sabe, a buen entendedor, con pocas palabras basta.

Tristan inclinó la cabeza y se adentró entre la multitud mientras se estrujaba el cerebro en busca de la conexión relevante. ¿Sus sobrinos? Estaba a punto de ir en busca de Ethelreda o Millicent, que se encontraban en algún lugar de la sala, para pedirles una aclaración cuando se acordó de que el apellido de soltera de lady Huntly era Cynster.

Mientras mascullaba una maldición, dio media vuelta y se colocó junto a las puertas principales.

Leonora entró unos pocos minutos más tarde y Tristan reclamó su mano en cuanto quedó libre de la línea de recepción. Ella arqueó una ceja y pudo ver cómo en su mente se formaba un comentario sobre aquella actitud suya tan posesiva. Él puso una mano sobre la de ella y le apretó los dedos.

– Acomodemos a tus tías y luego podremos bailar.

Leonora lo miró a los ojos.

– Sólo un baile.

Una advertencia, una que no tenía intención de seguir. Juntos, acompañaron a sus tías hasta un grupo de divanes donde otras viejas damas se habían reunido.

– Buenas noches, Mildred. -Una de las presentes inclinó la cabeza regiamente.

Lady Warsingham le devolvió el saludo.

– Lady Osbaldestone, estoy segura de que recuerda a mi sobrina, la señorita Carling.

La dama, aún atractiva a su modo, aunque con unos ojos negros aterradoramente perspicaces, estudió a la joven, que le hizo una reverencia. La vieja bruja resopló.

– Sí, la recuerdo, señorita… pero ya va siendo hora de que deje de ser señorita. -Su mirada se desvió hacia Tristan-. ¿Quién es?

Lady Warsingham hizo las presentaciones; él se inclinó.

Lady Osbaldestone bufó.

– Bueno, esperemos que logre hacer cambiar de opinión a la señorita Carling. La pista de baile está por allí.

Con el bastón, indicó un arco más allá del cual había parejas dando vueltas. Tristan captó la tácita despedida.

– Si nos disculpan…

Sin esperar más autorización, se llevó a Leonora. Cuando se detuvieron bajo el arco, preguntó:

– ¿Quién es lady Osbaldestone?

– Un auténtico terror de la buena sociedad. No le hagas caso. -Leonora estudió a las parejas que bailaban-. Y, te lo advierto, esta noche sólo vamos a bailar.

Él no le respondió. En vez de eso, le cogió la mano, la guió a la pista de baile y la hizo girar al ritmo de un vals, que usó para provocar el máximo efecto. Aunque, por desgracia, dadas las limitaciones de una pista de baile medio vacía, éste no fue tan potente como le hubiera gustado.

El siguiente baile era un cotillón, una danza que no le sirvió de mucho, porque le proporcionó muy pocas oportunidades de provocar los sentidos de su compañera. Todavía era demasiado pronto para engatusarla para que fueran hasta el pequeño salón que daba a los jardines; cuando Leonora le comentó que estaba sedienta, la dejó a un lado de la sala y fue a buscar dos copas de champán.

La estancia donde se servía la bebida estaba fuera del salón de baile y Tristan sólo se ausentó un momento. Sin embargo, cuando regresó, descubrió a Leonora conversando con un hombre alto, de pelo oscuro, que reconoció como Devil Cynster.

Sus masculladas maldiciones fueron virulentas, pero cuando se aproximó, ni Leonora ni Cynster, a quien no le entusiasmó la interrupción, no detectaron nada más que cortesía en su trato.

– Buenas noches. -Le entregó a ella su copa y saludó con la cabeza al hombre, que le devolvió el saludo mientras su mirada se agudizaba.

Un aspecto que saltaba a la vista al instante era lo muy parecidos que eran, no sólo en altura, en la amplitud de hombros o en su elegancia, sino también en su carácter, en su naturaleza… su temperamento.

Pasó un momento mientras ambos asimilaban ese hecho, luego, Cynster le tendió la mano.

– St. Ives. Mi tía mencionó que estuvo en Waterloo.

Tristan asintió y le estrechó la mano.

– Trentham, aunque éste no era mi nombre entonces.

Mentalmente, se esforzó por encontrar el mejor modo de responder a las inevitables preguntas; había oído lo suficiente sobre la participación de los Cynster en las recientes campañas para saber que St. Ives sabría lo bastante como para detectar el modo en que habitualmente eludía la verdad.

St. Ives lo observaba con atención, de un modo escrutador.

– ¿En qué regimiento?

– La Guardia Real.

Tristan lo miró directamente a sus ojos verdes, omitiendo a propósito cualquier detalle más. La mirada del otro se hizo más escrutadora, pero él se la sostuvo y luego murmuró:

– Usted estaba en la caballería pesada, que yo recuerde. Con algunos de sus primos, relevaron a la compañía de Cullen en el flanco derecho.

St. Ives se quedó inmóvil y parpadeó; entonces, una sonrisa irónica y bastante sincera le curvó los labios. Volvió a mirar a Tristan a los ojos e inclinó la cabeza.

– Eso es.

Sólo alguien con muy elevados conocimientos militares sabría de aquella pequeña excursión; Tristan casi pudo ver las conexiones que se establecían tras los claros ojos del hombre. También vio cómo su rápida mirada volvía a estudiarlo antes de retroceder con un movimiento casi imperceptible, que ambos captaron y comprendieron.

Leonora había estado mirando al uno y al otro, irritada al percibir una comunicación que no podía seguir. Cuando abrió la boca, St. Ives se volvió hacia ella y le sonrió con una devastadora fuerza puramente depredadora.

– Tenía intención de hacerle perder la cabeza con mis encantos, pero creo que la dejaré en manos de Trentham. No se suele contrariar a un compañero oficial y parece que no cabe la menor duda de que Trentham merece tener vía libre.

Leonora alzó la barbilla y entornó los ojos.

– Yo no soy un enemigo al que haya que capturar ni conquistar.

– Eso es una cuestión de opinión. -El cortante comentario de Tristan la hizo mirar en su dirección.

St. Ives amplió la sonrisa, sin mostrarse en absoluto arrepentido. Se inclinó y se retiró mientras saludaba a Tristan desde detrás de la espalda de ella.

Él vio ese último gesto, aliviado. Con suerte, St. Ives avisaría a sus primos y a cualquier otro de su clase.

Leonora lanzó una mirada disgustada al hombre que se iba.

– ¿A qué se refería con lo de que mereces tener vía libre?

– Supongo que lo ha dicho porque yo te vi primero.

Ella se volvió de nuevo mientras la expresión de disgusto de su rostro se intensificaba.

– Yo no soy ninguna clase de -gesticuló con la copa aún en la mano- presa.

– Como he dicho, es una cuestión de opinión.

– Tonterías. -Se detuvo con los ojos fijos en los suyos, luego continuó-: De verdad espero que no estés pensando en esos términos, porque te advierto que no tengo ninguna intención de ser capturada, conquistada y mucho menos atada.

Su dicción se había vuelto más definida a medida que hablaba y su última palabra hizo volverse a los caballeros que había cerca.

Tristan la cogió de la mano y le entrelazó el brazo con el suyo.

– Éste no es el lugar idóneo para comentar mis intenciones.

– ¿Tus intenciones? -Leonora bajó la voz-. Por lo que a mí concierne, no tienes ninguna. Ninguna que tenga alguna probabilidad de llegar a buen término.

– Lamento tener que contradecirte, por supuesto. Sin embargo… -Tristan siguió hablando mientras la guiaba hacia una puerta lateral. Pero cuando alargó un brazo para abrirla, Leonora se dio cuenta del movimiento y se detuvo en seco.

– No. -Lo miró con los ojos aún más entornados-. Esta noche sólo bailaremos. No hay motivo para que necesitemos estar en privado.

Él le arqueó una ceja.

– ¿Te retiras en desbandada?

Ella apretó los labios y sus ojos se convirtieron en dos finas ranuras.

– Nada de eso, pero no me atraparás con un señuelo tan evidente.

Tristan soltó un exagerado suspiro. A decir verdad, era demasiado pronto y las salas no estaban lo bastante llenas como para que pudieran arriesgarse a desaparecer.

– Muy bien. -Dio la espalda a la sala-. Parece que van a tocar un vals.

Le cogió la copa y entregó ambas a un sirviente que pasaba, luego la llevó a la pista de baile.

Leonora se relajó bailando, dejó libres sus sentidos. Al menos, allí, en presencia de los demás, le resultaba seguro hacerlo. En privado no se fiaba ni de él ni de sí misma. La experiencia le había enseñado que, una vez en sus brazos, no podía confiar en que su intelecto la guiara. Los argumentos lógicos y racionales nunca parecían vencer cuando se encontraba inmersa en aquella cálida oleada de necesitado anhelo, de deseo, porque ahora sabía lo suficiente para ponerle nombre a la pasión que los impulsaba, que encendía su atracción. Se lo había reconocido a sí misma como tal, pero sabía perfectamente que no debía permitir que su comprensión fuera evidente.

Sin embargo, mientras giraba en brazos de él, relajada pero con los sentidos excitantemente vivos, era un aspecto diferente de su relación lo que la preocupaba. Un aspecto que las palabras de Devil Cynster y su charla con Tristan habían puesto más claramente de manifiesto.

Contuvo la lengua hasta que el baile acabó, pero entonces se les unieron dos parejas más y conversaron todos juntos. Cuando los músicos tocaron las primeras notas de un cotillón, miró a Trentham en una fugaz advertencia y aceptó la mano de lord Hardcastle.

Trentham… Tristan la dejó ir sin más reacción que un endurecimiento de la mirada. Animada, regresó a su lado cuando el baile acabó, pero cuando el siguiente resultó ser una danza folclórica, volvió a aceptar una invitación de otro joven caballero, lord Belvoir, que seguramente algún día sería como Tristan y St. Ives, pero que en ese momento sólo era un compañero divertido de su misma edad.

De nuevo, Tristan -había empezado a pensar en él con su nombre propio; ya se lo había sonsacado las suficientes veces en circunstancias lo bastante únicas y memorables como para que no se le olvidara- en apariencia soportó su deserción con una estoica calma. Aunque Leonora estaba lo bastante cerca para ver su actitud posesiva y, más que otra cosa, la extrema atención de sus ojos.

Fue eso último lo que le confirmó cómo la veía él y, finalmente, esa circunstancia hizo que se olvidara de la prudencia en un intento de razonar con su lobo. Su lobo salvaje; no lo olvidaba, pero a veces era necesario asumir riesgos.

Aguardó el momento oportuno, hasta que el pequeño grupo se dispersó. Antes de que otros pudieran acercárseles, apoyó una mano en el brazo de Tristan y lo dirigió hacia la puerta que él le había indicado previamente.

Tristan la miró y arqueó las cejas.

– ¿Lo has pensado mejor?

– No. He pensado otra cosa. -Le dirigió una fugaz mirada y continuó avanzando hacia la puerta-. Quiero hablar, sólo hablar, contigo, y supongo que será mejor que sea en privado.

Cuando llegaron a la puerta, se detuvo y lo miró a los ojos.

– Supongo que conoces un lugar en esta mansión donde podremos estar seguros de que no nos molesten.

Los labios de él se curvaron en una sonrisa muy masculina; le abrió la puerta y la hizo pasar.

– No es mi intención decepcionarte.

No lo hizo; la estancia a la que la llevó era pequeña y estaba amueblada para hacer las veces de salita de estar donde la señora de la casa podría sentarse en una cómoda intimidad y contemplar sus cuidados jardines. Para llegar hasta allí había que recorrer un laberinto de pasillos que se entrecruzaban y estaba a cierta distancia de las salas de recepción, un lugar perfecto para una conversación privada, verbal o de otra clase.

¿Cómo lo hacía? Meneando la cabeza para sus adentros, se fue directa a las ventanas y contempló el jardín cubierto de niebla. Fuera no había luna, ninguna distracción. Oyó cómo la puerta se cerraba y luego sintió que Tristan se aproximaba. Tomó aire, se dio la vuelta y le apoyó la palma en el pecho para refrenarlo.

– Quiero hablar sobre cómo me ves.

No parpadeó, pero era evidente que ella había adoptado una táctica que él no esperaba.

– ¿Qué…?

Leonora lo hizo callar levantando una mano.

– Cada vez está más claro que me ves como una especie de desafío. Y los hombres como tú sois incapaces por naturaleza de dejar pasar un desafío. -Lo miró con severidad-. ¿Estoy en lo cierto si pienso que conseguir que acceda a casarme contigo es un reto para ti?

Tristan le devolvió la mirada, cada vez más desconfiado. Era difícil pensar en la situación de otro modo.

– Sí.

– ¡Ajá! Ése es nuestro problema.

– ¿Qué problema?

– El problema es que no eres capaz de aceptar un «no» por respuesta.

Tristan apoyó el hombro en el marco de la ventana y observó su rostro. Le brillaban los ojos con entusiasmo ante su supuesto descubrimiento.

– No te sigo.

Leonora soltó un bufido.

– Por supuesto que sí. Pero no quieres pensar en ello porque no encaja con tus intenciones.

– Ten paciencia con mi confusa mente masculina y explícamelo.

Ella le lanzó una sufrida mirada.

– No puedes negar que muchas damas se han esforzado por atraer tu interés, y que lo harán aún más en cuanto empiece la Temporada propiamente dicha.

– No. -Era uno de los motivos por los que se quedaba pegado a su lado, uno de los motivos por los que deseaba conseguir que accediera a casarse con él lo antes posible-. ¿Qué tienen que ver ellas con nosotros?

– No tanto con nosotros como contigo. Tú, como la mayoría de los hombres, aprecias poco lo que puedes obtener sin esfuerzo. Equiparáis lo que cuesta conseguir algo con su valor. Cuanto más dura y difícil es la batalla, más valioso es lo conseguido. Aplicáis a las mujeres la misma lógica que a las guerras. Cuanto más se resiste una dama, más deseable se vuelve.

Clavó la mirada en él.

– ¿Estoy en lo cierto?

Tristan pensó antes de asentir.

– Es una hipótesis razonable.

– Desde luego, pero ¿ves dónde nos deja eso a nosotros?

– No.

Ella soltó un exasperado murmullo.

– Quieres casarte conmigo porque yo no quiero casarme contigo, por ninguna otra razón. Ese… -agitó ambas manos- primitivo instinto tuyo es lo que te impulsa y está evitando que nuestra atracción desaparezca. Desaparecería, pero…

Él alargó el brazo, cogió una de sus gesticulantes manos y la atrajo hacia sí. Leonora chocó contra su pecho y soltó un grito ahogado cuando la rodeó con los brazos. Tristan sintió cómo su cuerpo reaccionaba al suyo del mismo modo que siempre lo había hecho, del mismo modo que siempre lo hacía.

– Nuestra atracción mutua no ha desaparecido.

Ella tomó aire.

– Eso es porque la estás confundiendo con… -Sus palabras se apagaron cuando él bajó la cabeza-. ¡He dicho que sólo hablaríamos!

– Eso es ilógico. -Le rozó los labios con los suyos, complacido cuando ella no retrocedió. Se movió para acoplarla mejor en sus brazos, apoyándole las caderas en las suyas, la suave curva del estómago en su erección. Bajó la mirada para estudiar sus ojos, muy abiertos, oscurecidos. Curvó los labios pero no en una sonrisa-. Tienes razón. Es un instinto primitivo lo que me impulsa. Pero te equivocas de instinto.

– ¿Qué…?

Leonora tenía la boca abierta y Tristan se la llenó. Tomó posesión de ella con un largo, lento y concienzudo beso. Ella intentó resistirse, contenerse, pero finalmente cedió.

Cuando levantó la cabeza, Leonora suspiró y murmuró:

– ¿Qué hay de ilógico en hablar?

– No concuerda con tu conclusión.

– ¿Mi conclusión? -Lo miró parpadeando-. Ni siquiera he llegado a una conclusión.

Tristan le volvió a acariciar los labios para que no viera su sonrisa lobuna.

– Deja que la plantee por ti. Si, como dice tu hipótesis, la única razón por la que quiero casarme contigo, la única razón verdadera que motiva nuestra atracción mutua, es que te estás resistiendo, ¿por qué no intentas no resistirte y ves lo que sucede?

Leonora se quedó mirándolo aturdida.

– ¿No resistirme?

Él se encogió levemente de hombros mientras su mirada vagaba hasta sus labios.

– Si tienes razón, demostrarás que la tienes. -Volvió a tomar posesión de su boca antes de que pudiera pensar en lo que sucedería si se equivocaba.

Le acarició la lengua con la suya; Leonora se estremeció delicadamente, luego le devolvió el beso. Dejó de resistirse, como normalmente hacía llegados a ese punto. Aunque Tristan no era tan estúpido, y sabía que eso sólo significaba que se había encogido de hombros para sus adentros y había decidido tomar lo que pudiera, aún firmemente convencida de que el deseo entre ellos desaparecería.

Sin embargo, él sabía que no sería así, al menos por su parte. Lo que sentía por ella era muy diferente a cualquier cosa que hubiera sentido antes por ninguna otra mujer, por nadie en absoluto. Se sentía protector, posesivo hasta la médula e incuestionablemente bien. Era esa convicción de que aquello era lo correcto lo que lo impulsaba a tomarla una y otra vez, incluso a pesar de sus decididas negativas, a demostrar la amplitud y profundidad, la creciente fuerza de todo lo que estaba surgiendo entre los dos.

Una revelación impactante en cualquier circunstancia, pero se centró en pintar la sensual realidad entre ellos en colores vivos y fuertes lo mejor posible para impresionarla con su poder, su potencia, su verdad no disimulada.

Leonora lo sintió, interrumpió el beso, lo miró. Suspiró.

– Realmente tenía intención de que esta noche sólo bailáramos.

No hubo resistencia, ni renuencia, sólo aceptación.

Tristan le cerró las manos sobre el trasero y se movió sugerentemente contra ella mientras bajaba la cabeza para rozarle los labios.

– Vamos a bailar… pero no será al ritmo de un vals.

Ella sonrió y su mano se tensó en su nuca, atrayéndolo.

– Al ritmo de nuestra propia música entonces.

Tristan la besó y asumió el control.

El canapé colocado en ángulo junto a las ventanas era ideal para tumbarla, para tenderse a su lado y devorar sus pechos hasta que sus suaves jadeos se volvieran urgentes y necesitados, hasta que se arqueara y le hundiera los dedos en el pelo.

Reprimiendo una sonrisa de triunfo, se recostó aún más en el canapé, le levantó la falda y se la dobló sobre la cintura para dejar expuestas sus caderas y sus largas y esbeltas piernas. Recorrió sus curvas con los dedos primero, le abrió las piernas y luego bajó la cabeza para acercar los labios a su punto más suave.

Leonora gritó e intentó cogerlo de los hombros, pero no lograba alcanzarlo. Sus dedos se enredaron en su pelo y se cerraron allí mientras él lamía, chupaba y luego succionaba levemente.

– ¡Tristan! No…

– Sí. -La sujetó y se sumergió aún más, saboreando su sabor ácido, haciéndola elevarse más y más…

Leonora se estremecía al borde del clímax cuando él se movió, liberó su erección de los confines de los pantalones y se cernió sobre ella, que lo agarró de los brazos, clavándole las uñas con fuerza y levantando las rodillas para sujetarlo por los costados. En todas las líneas de su rostro había grabada una sensual súplica; la urgencia impulsaba a su inquieto cuerpo, que se movía deseoso, intentando atraerlo hacia ella.

Leonora arqueó la espalda cuando él se hundió en su interior. Llegó al orgasmo, un glorioso y ondulante alivio, cuando él la penetró por completo. La hizo volar de nuevo, continuar. Ella se aferró, sollozó y volvió a alcanzarlo, junto con él cuando ascendieron de nuevo con cada poderosa embestida. Luego se quebraron, se hicieron pedazos y se vieron arrastrados al vacío, al sublime calor de su unión, a aquel momento en que todas las barreras caían y sólo estaban ellos dos unidos en una desnuda honestidad, envueltos en aquella poderosa realidad.

Con el pecho agitado, el corazón atronando y el calor recorriéndolos bajo la piel, se detuvieron, aguardaron íntimamente unidos a la espera de que aquella gloria desapareciera. Se miraron, pero ninguno se movió.

Leonora levantó una mano y le recorrió la mejilla. Estudió sus ojos, asombrada.

Tristan giró la cabeza y le dio un beso en la palma. Cuando ella inspiró profundamente, él supo que, aunque su cuerpo y sus sentidos aún estaban sumidos en el éxtasis, su mente se había liberado, había empezado a pensar de nuevo. Resignado, la miró a los ojos y arqueó una ceja.

– Has dicho que había mencionado el instinto primitivo equivocado, que no es la respuesta ante un desafío lo que te impulsa. -Le sostuvo la mirada-. Si no es eso, ¿qué es? ¿Por qué estamos aquí?

Tristan conocía la respuesta, pero no logró esbozar una sonrisa.

– Estamos aquí porque te deseo.

Leonora soltó un bufido.

– Entonces, es sólo lujuria…

– No. -Se pegó más a ella y logró atraer toda su atención-. Lujuria no, nada de eso. No estás escuchando lo que digo. Yo… te quiero… a ti. A ninguna otra mujer; ninguna otra será suficiente. Sólo tú.

Ella frunció el cejo.

Los labios de Tristan se curvaron, pero sin sonreír.

– Por eso estamos aquí. Por eso te perseguiré pase lo que pase hasta que accedas a ser mía.


«Sólo tú.»

Mientras se tomaba el té del desayuno, a la mañana siguiente, Leonora analizó esas palabras.

No estaba del todo segura si comprendía las implicaciones, si comprendía lo que Tristan había querido decirle. Los hombres, al menos los de su clase, eran una especie desconocida para ella; se sentía incómoda al atribuir demasiado significado a la frase, o el significado que habría querido.

Además, había otras complicaciones. La facilidad con que había minado sus decididas intenciones en casa de los Huntly, al igual que lo había hecho las noches previas, la hacía pensar que era ridículo que albergara una verdadera esperanza de resistirse a él y a su experta seducción.

Dejaría de fingir a ese respecto porque, si realmente deseaba rechazarlo, tendría que ponerse un cinturón de castidad. E incluso entonces… lo más probable era que Tristan pudiera forzar la cerradura.

Aunque era evidente que, al demostrar su hipótesis no resistiéndose, le daría ventaja. Si tenía razón en su suposición del motivo que había tras la pasión de él, entonces, no resistirse a la idea de casarse haría que su interés disminuyera. Pero ¿y si no era así?

Se había pasado la mitad de la noche preguntándoselo, imaginándoselo…

La suave tos de Castor la hizo regresar a la realidad; no tenía ni idea de cuánto tiempo había estado reflexionando, absorta en aquella inesperada visión, encantada con una perspectiva a la que hacía tiempo que había creído dar la espalda. Frunciendo el cejo, apartó a un lado la tostada sin tocar y se levantó.

– Cuando saquen a pasear a Henrietta, por favor, di que me avisen. Hoy los acompañaré.

– Por supuesto, señorita. -El mayordomo se inclinó cuando ella se retiró.


Esa noche, en compañía de Mildred y Gertie, Leonora entró en el salón de baile de lady Catterthwaite. No habían llegado ni muy tarde ni muy temprano. Tras saludar a la anfitriona, se unieron a los demás invitados. Cada día que pasaba, más gente chic regresaba a la ciudad y los bailes se volvían cada vez más concurridos. El salón de baile de lady Catterthwaite era pequeño y estaba atestado. Cuando acompañó a sus tías hacia un grupo de sillas y divanes que proporcionaban a las mujeres de más edad un lugar donde sentarse, vigilar a las jóvenes a su cargo e intercambiar las últimas noticias, Leonora se sorprendió al no descubrir a Trentham esperándola entre la multitud para abordarla y reclamarla.

Ayudó a Gertie a acomodarse en un sillón mientras fruncía el cejo para sus adentros por lo acostumbrada que estaba a sus atenciones. Se irguió y le hizo un gesto con la cabeza a sus tías.

– Voy a saludar.

Mildred ya estaba hablando con una conocida, Gertie asintió y luego se volvió hacia el grupo.

Leonora se adentró en la ya considerable multitud. Le resultaría fácil atraer a algún caballero o unirse a un grupo de conocidos. Sin embargo, no le apetecía hacer ninguna de las dos cosas. Estaba… no precisamente preocupada, pero sí extrañada por la ausencia de Tristan. La noche anterior, tras pronunciar las palabras «sólo tú», había percibido un cambio en él, una repentina cautela, una actitud vigilante que no había sido capaz de interpretar. No se había aislado de ella, no se había retirado, pero había percibido una cierta autoprotección por su parte, como si hubiera ido demasiado lejos, como si hubiera dicho más de lo que era seguro… o, quizá, de lo que era verdad.

La posibilidad la acosaba; ya estaba teniendo bastantes problemas para intentar descifrar sus motivos y hacer frente al hecho de que sus razones, totalmente en contra de sus deseos o de su voluntad, se hubieran vuelto importantes para ella, así que la idea de que no fuera sincero u honesto… Ese camino era una ciénaga de incertidumbre en la que no tenía intenciones de adentrarse. Y ésa precisamente era el tipo de situación que reforzaba su inflexible postura contra el matrimonio. Continuó paseando sin rumbo, parándose aquí y allá para intercambiar saludos, cuando, totalmente de improviso, justo delante de ella, vio unos hombros que reconoció al instante.

Iba vestido de escarlata, igual que años atrás. Como si sintiera su mirada, el caballero miró a su alrededor, la vio y sonrió. Encantado, se dio la vuelta y le tendió las manos.

– ¡Leonora! Qué alegría verte.

Ella le devolvió la sonrisa y le ofreció las manos.

– Mark. Veo que no te has retirado.

– No, no. Un militar hasta la médula, ése soy yo. -Se volvió para incluir a la dama que estaba a su lado-. Permíteme que te presente a mi esposa, Heather.

La sonrisa de Leonora vaciló un segundo, pero Heather Whorton sonrió con dulzura y le estrechó la mano. Si recordaba que Leonora era la mujer con la que su marido había estado prometido antes de casarse con ella, no lo demostró. Relajada, algo que en cierto modo la sorprendió, Leonora se descubrió escuchando un relato de la vida de los Whorton en los últimos siete años, desde el nacimiento de su primer hijo hasta la llegada del cuarto, los rigores de seguir el redoble del tambor o bien las largas separaciones impuestas a las familias de militares.

Tanto Mark como Heather hablaron; era imposible no darse cuenta de cuánto dependía ella de su esposo. Estaba cogida de su brazo, pero además, parecía totalmente entregada a él y sus hijos. No parecía tener otra identidad más allá de la de esposa y madre. Algo que no era lo normal en el círculo en que Leonora se movía.

Mientras escuchaba y sonreía con educación, haciendo los comentarios apropiados, fue consciente de lo poco que ella había encajado en Mark. Por las respuestas que daba a Heather, quedó totalmente claro que se alegraba de su necesidad de él, una necesidad que Leonora nunca había sentido, y nunca se habría permitido sentir.

Hacía mucho tiempo que se había dado cuenta de que no amaba a Mark. Cuando se prometieron, ella era una joven ingenua de diecisiete años, que creía desear lo que todas las demás damas deseaban y codiciaban: un marido apuesto. Ahora, al escuchar a Mark y recordar, podía reconocer que no había estado enamorada de él, pero sí decidida a enamorarse, a casarse y a tener su propio hogar, a obtener lo que para las chicas de esa edad había sido el Santo Grial.

Escuchó, observó y elevó mentalmente una sincera plegaria de agradecimiento; realmente, había tenido suerte de escapar.


Tristan bajó la escalera que daba al salón de baile de lady Catterthwaite con toda tranquilidad. Llegaba más tarde de lo habitual. Un mensaje de uno de sus contactos había hecho necesaria otra visita a los muelles y ya había anochecido cuando regresó a casa.

Se detuvo a dos peldaños del final y examinó la sala, pero no vio a Leonora, aunque sí a sus tías. Se le erizó el vello de la nuca de preocupación. Bajó y se acercó a las ancianas empujado por la necesidad de encontrar a Leonora, un impulso cuya fuerza lo puso nervioso. Su conversación de la noche anterior, la explicación que le había dado de que ella y sólo ella podía satisfacer esa necesidad, había servido para confirmar, para exacerbar su creciente sensación de vulnerabilidad. Se sentía como si fuera a entrar en batalla sin una parte de su protección, como si se estuviera exponiendo a sí mismo y sus emociones de un modo insensato, estúpido y sin motivo.

Su instinto deseaba guardarse inmediata y completamente de semejante debilidad, ocultarla, protegerse lo más rápido posible. Sin embargo, no podía evitar ser el tipo de hombre que era, hacía tiempo que había aceptado su modo de ser. Sabía que no le serviría de nada luchar contra su creciente necesidad de asegurarse a Leonora, de hacerla inequívocamente suya, de lograr que accediera a casarse con él lo antes posible.

Cuando llegó junto al grupo de viejas damas, se inclinó ante Mildred y les estrechó la mano tanto a ella como a Gertie. Luego tuvo que soportar una tanda de presentaciones del círculo de ansiosas e interesadas mujeres.

Mildred lo salvó señalando con la mano a la multitud.

– Leonora está por ahí, en algún lugar entre el gentío.

– ¡Ya era hora de que llegara! -Gruñendo entre dientes, Gertie, sentada en un lado del grupo, atrajo su atención-. Está allí. -Señaló con su bastón; Tristan se volvió, miró y vio a Leonora hablando con un oficial de algún regimiento de infantería.

Gertie bufó.

– Ese sinvergüenza de Whorton está dándole la lata. Es imposible que a ella le esté resultando agradable, así que será mejor que vaya y la rescate.

Nunca había sido una persona que se precipitara a actuar sin estudiar antes la situación. Aunque el trío del que formaba parte Leonora estaba a cierta distancia, desde aquel ángulo resultaban perfectamente visibles. Y aunque sólo podía ver el perfil de ella, su postura y sus ocasionales gestos, no le parecía que estuviera nerviosa ni molesta. Tampoco daba muestras de desear escapar.

Volvió a mirar a Gertie.

– Supongo que Whorton es el capitán con el que está hablando. -Gertie asintió-. ¿Por qué lo ha llamado sinvergüenza?

La anciana entornó sus viejos ojos y apretó los labios mientras lo estudiaba con atención. Desde el principio, ella había sido la menos alentadora de las tías de Leonora. Sin embargo, no había intentado estropearle los planes. De hecho, según pasaban los días, Tristan pensaba que había llegado a verlo de un modo favorable.

Al parecer pasó el examen, porque, de repente, la mujer asintió y miró de nuevo a Whorton. Su rostro reflejaba claramente la aversión que sentía por aquel hombre.

– Porque la dejó plantada, por eso. Estuvieron prometidos cuando ella tenía diecisiete años, antes de que él se fuera a España. Regresó al año siguiente y se fue directo a verla. Todos esperábamos saber cuándo sonarían las campanas de boda, pero entonces, Leonora lo acompañó a la puerta y regresó para decirnos que le había pedido que lo liberara de su compromiso. Al parecer, le gustaba la hija de un coronel.

El bufido de Gertie fue elocuente.

– Por eso lo llamo sinvergüenza. Le rompió el corazón, eso hizo.

Un complejo remolino de emociones recorrió a Tristan. Se oyó a sí mismo decir:

– ¿Ella lo liberó?

– ¡Por supuesto que sí! ¿Qué dama no lo haría en semejantes circunstancias? El muy canalla no quería casarse con Leonora porque había encontrado un mejor partido para él.

El tono de su voz reflejó el cariño que sentía por su sobrina, su angustia. Impulsivamente, Tristan le dio unas palmaditas en el hombro.

– No se preocupe, iré a rescatarla.

Pero no iba a convertir a Whorton en un mártir. Aparte de todo lo demás, estaba condenadamente feliz de que el muy canalla no se hubiera casado con Leonora.

Con los ojos clavados en el trío, se abrió paso entre la multitud. Acababan de proporcionarle una pieza vital del rompecabezas que para él era la joven y de su actitud respecto al matrimonio, pero no podía perder tiempo deteniéndose a reflexionar, colocar las piezas y ver exactamente dónde encajaba ni lo que le diría.

Llegó junto a Leonora, que alzó la vista y le sonrió.

– Ah… aquí estás.

Tristan le cogió la mano y se la llevó brevemente a los labios. Cuando se la colocó sobre la manga, como tenía por costumbre, ella arqueó las cejas levemente, resignada, y se volvió hacia los otros.

– Permíteme que te presente.

Así lo hizo; a Tristan le impactó saber que la otra dama era la esposa de Whorton. Con su educada máscara puesta, respondió a los saludos.

La señora Whorton le sonrió con dulzura.

– Como decía, ha supuesto un gran esfuerzo organizar la educación de nuestros hijos…

Para su gran sorpresa, Tristan se descubrió escuchando una conversación sobre dónde matricular a los chicos de los Whorton. Leonora dio su opinión según su experiencia con Jeremy y era evidente que Whorton escuchaba con atención sus consejos.

En contra de la suposición de Gertie, el oficial no hizo ningún intento de coquetear con Leonora, ni evocar ninguna simpatía del pasado.

Tristan la observó a ella con atención, pero no pudo detectar nada más que su acostumbrada seguridad serena y su habitual cortesía.

No era una actriz especialmente buena; tenía un genio demasiado fuerte. Fueran cuales fuesen los sentimientos que había tenido por Whorton, ya no eran lo bastante intensos como para acelerarle el pulso, que latía regular bajo los dedos de Tristan; estaba verdaderamente impasible. Incluso mientras hablaba de niños que podrían haber sido los suyos si las cosas hubieran sido diferentes.

De repente, se preguntó qué sentía respecto a los niños y se dio cuenta de que él había dado por buena su opinión respecto a darle un heredero y se preguntó si ya llevaría a su hijo en su seno.

Se le encogió el estómago y una oleada de posesividad lo inundó. Aunque no agitó ni una pestaña, Leonora lo observó frunciendo levemente el cejo, en un gesto de inquisitiva preocupación. Su mirada lo salvó. Le sonrió y ella parpadeó, estudió sus ojos y se volvió de nuevo hacia la señora Whorton.

Finalmente, los músicos empezaron a tocar y Tristan aprovechó el momento para despedirse de la pareja. Llevó a Leonora directamente a la pista. La atrajo hacia sus brazos y la hizo girar al ritmo del vals. Sólo entonces se centró en su rostro, en la sufrida expresión de sus ojos.

Tristan parpadeó y arqueó una ceja.

– Me he dado cuenta de que los militares estáis acostumbrados a actuar con celeridad, pero en los salones de baile de la buena sociedad, se acostumbra a preguntarle a una dama si desea bailar.

Él la miró a los ojos. Tras un momento, dijo:

– Mis disculpas.

Leonora aguardó, luego añadió:

– ¿No vas a preguntármelo?

– No. Ya estamos bailando, así que preguntártelo es superfluo y, además, cabe la posibilidad de que te niegues.

Ella lo miró parpadeando, luego sonrió, claramente divertida.

– Debería intentarlo alguna vez.

– No.

– ¿Por qué no?

– Porque no te gustaría lo que iba a suceder.

Leonora le sostuvo la mirada y luego suspiró exageradamente.

– Vas a tener que pulir tus modales. Esta actitud no funcionará.

– Lo sé. Créeme, estoy trabajando en una solución, y tu ayuda sería muy apreciada.

Ella entornó los ojos, luego levantó la cabeza y apartó la vista, fingiendo enfadarse porque había sido él quien había dicho la última palabra.

Tristan la hizo girar mientras pensaba en el otro pequeño asunto, un asunto pertinente y posiblemente urgente, del que tendría que encargarse.

«Los militares.» Sus recuerdos de Whorton, sin importar lo antiguos y enterrados que estuvieran, no podían ser felices y casi con seguridad lo había catalogado a él como a un hombre cortado por el mismo patrón que Whorton.

Загрузка...