– ¡Lo siento mucho! -Leonora ayudó a salir a su tío del armario-. ¡Las cosas… han ido así!
Jeremy salió después de Humphrey, apartando de una patada unos trapos y la fulminó con la mirada.
– La tuya ha sido la peor interpretación que he visto nunca, y esa daga estaba afilada, ¡por Dios!
Leonora lo miró a los ojos y luego lo abrazó rápidamente.
– Da igual, ha funcionado. Eso es lo que importa.
Su hermano soltó un bufido y miró hacia la puerta cerrada de la biblioteca.
– Menos mal. No queríamos hacer ruido y atraer la atención hacia nosotros, no sabíamos si distraeríamos a alguien en el peor momento. -Miró a Tristan-. Supongo que lo habéis atrapado, ¿no?
– Por supuesto. -Señaló hacia la puerta de la biblioteca-. Entremos, estoy seguro de que St. Austell y Deverell ya le habrán explicado cuál es su situación.
La escena que se encontraron sugería que ése era el caso. Mountford… Duke estaba sentado en una silla de respaldo recto, con la cabeza y los hombros gachos, en medio de la biblioteca. Tenía las manos atadas con una cuerda y le colgaban flácidas entre las piernas. También le habían sujetado un tobillo a una pata de la silla.
Charles y Deverell estaban apoyados en el borde delantero del escritorio, uno al lado del otro con los brazos cruzados, mirando al prisionero como si estuvieran pensando qué podrían hacerle a continuación.
Leonora contempló a Duke, pero sólo pudo verle un rasguño en uno de los pómulos. No obstante, a pesar de la ausencia de daños físicos, no tenía muy buen aspecto. Ayudó a su tío a sentarse en su sillón.
Deverell alzó la vista y miró a Tristan a los ojos.
– Podría ser una buena idea que trajéramos a Martinbury para que oiga esto. -Miró a su alrededor, evaluando el limitado espacio disponible para sentarse-. Podríamos traerlo en el diván.
Tristan asintió.
– ¿Jeremy?
Los tres salieron, dejando a Charles de guardia.
Un minuto después, se oyó un grave ladrido que venía de la parte delantera de la casa, seguido del repiqueteo de las patas de Henrietta sobre el suelo.
Sorprendida, Leonora miró a Charles, que no apartó la mirada de Mountford.
– Pensamos que nos ayudaría a convencer a Duke de lo equivocado que ha sido su comportamiento.
Henrietta ya estaba gruñendo cuando apareció en la puerta. Estaba enfadada y clavó sus resplandecientes ojos ámbar en Duke. Rígido, paralizado, atado a la silla, él la miró horrorizado. El gruñido de la perra bajó una octava. Agachó la cabeza y avanzó dos pasos amenazadora. Duke parecía a punto de desmayarse, pero Leonora chasqueó los dedos.
– Aquí, Henrietta. Ven aquí.
– Vamos, vieja amiga. -Humphrey se dio unas palmaditas en el muslo.
La perra volvió a mirar a Mountford, luego soltó un bufido y se dirigió hacia Leonora y Humphrey. Después de saludarlos, se dejó caer en el suelo entre los dos, apoyó la enorme cabeza sobre las patas y clavó una mirada implacablemente hostil en Duke.
Leonora miró a Charles. Parecía complacido.
Jeremy regresó y abrió la puerta de la biblioteca de par en par; Tristan y Deverell entraron el diván del salón con Jonathon Martinbury reclinado en él.
Cuando los vio, Duke soltó un grito ahogado. Se quedó mirando a su primo y el último resto de color abandonó su rostro.
– ¡Dios santo! ¿Qué te ha pasado?
Ningún actor podría haber hecho semejante interpretación; estaba sinceramente afectado por el estado en que se encontraba Jonathon.
Tristan y Deverell dejaron el diván en el suelo; el joven miró a Duke a los ojos.
– Creo que he conocido a algunos de tus amigos.
Duke parecía enfermo. Pálido, siguió mirándolo y luego negó con la cabeza.
– Pero ¿cómo lo supieron? Yo no sabía que estabas en la ciudad.
– Tus amigos son gente decidida y tienen muchos recursos. -Tristan se sentó en el diván junto a Leonora.
Deverell volvió a colocarse al lado de Charles mientras Jeremy, después de cerrar la puerta, atravesó la estancia y se sentó en su silla, detrás de la mesa.
– Bien. -Tristan intercambió miradas con Charles y Deverell y luego miró a Duke-. Estás en una situación muy grave y desesperada. Si tienes un mínimo de sentido común, responderás a las preguntas que te hagamos rápido, con claridad y sinceridad. Y, lo que es más importante, con exactitud. -Hizo una pausa y luego continuó-: No estamos interesados en escuchar tus excusas ni tus justificaciones, así que no malgastes saliva. Pero para que podamos comprenderlo, queremos saber qué te hizo empezar con todo esto.
Los oscuros ojos de Duke estaban fijos en el rostro de Tristan. Desde su lugar, al lado de este último, Leonora le podía ver la cara. Toda su violenta bravuconería lo había abandonado; la única emoción que había ahora en sus ojos era miedo.
Tragó saliva.
– Newmarket. Era la feria de otoño del año pasado. Yo nunca había tratado con los usureros de Londres, pero vi ese caballo… Estaba seguro… -Hizo una mueca-. Da igual, la cuestión es que me lié, me metí hasta el cuello. Y esos prestamistas tenían matones que actuaban como recaudadores. Me fui al norte, pero me siguieron. Y entonces recibí la carta sobre el descubrimiento de A. J.
– Así que fuiste a verme -intervino Jonathon.
Duke lo miró y asintió.
– Cuando los recaudadores me encontraron, unos días después, les hablé de ello, me hicieron escribirlo todo y se lo llevaron a su jefe. Pensé que mi promesa lo mantendría calmado durante un tiempo… -Miró a Tristan-. Ahí fue cuando las cosas pasaron de estar mal a convertirse en un infierno.
Tomó aire mientras miraba a Henrietta fijamente.
– El usurero revendió mis deudas con la promesa del descubrimiento.
– ¿A un caballero extranjero? -preguntó Tristan.
Duke asintió.
– Al principio, todo parecía ir bien. El extranjero me animó a conseguir el descubrimiento. Me dijo que estaba claro que no había necesidad de incluir a los demás… -Duke se ruborizó- a Jonathon y a los Carling, porque no se habían preocupado por el asunto en todo ese tiempo…
– Así que intentaste entrar en el taller de Cedric Carling de varias formas diferentes porque, a través del servicio, habías descubierto que estaba cerrado desde su muerte.
Duke volvió a asentir.
– ¿No pensaste en comprobar los diarios de tu tía?
El otro parpadeó.
– No. Quiero decir… bueno, ella era una mujer. Sólo podría haber estado ayudando a Carling. La fórmula definitiva tenía que estar en los libros de éste.
Tristan miró a Jeremy, que le dirigió una mirada irónica.
– Muy bien -continuó Tristan-. Así que tu nuevo patrocinador extranjero te animó a que encontraras la fórmula.
– Sí. -Duke se movió en la silla-. Al principio pareció divertido. Un desafío para ver si podría conseguirla. Incluso estaba dispuesto a financiar la compra de la casa. -Se le ensombreció el semblante-. Pero las cosas seguían sin ir bien.
– Podemos obviar todo eso, porque la mayoría de tus intentos los conocemos. Supongo que tu amigo extranjero se volvió cada vez más insistente, ¿verdad?
Duke se estremeció. Sus ojos, cuando se encontraron con los de Tristan, se veían angustiados.
– Me ofrecí a buscar el dinero, saldar mi deuda, pero no lo aceptó. Quería la fórmula, estaba dispuesto a darme todo el dinero que necesitara para conseguirla, pero eso o morir. ¡Hablaba en serio!
La sonrisa de Tristan era fría.
– Los extranjeros como él, normalmente hablan muy en serio. -Hizo una pausa, luego preguntó-: ¿Cómo se llama?
El poco color que el rostro de Duke había recuperado desapareció. Al cabo de un momento, se humedeció los labios.
– Me dijo que si le hablaba a alguien de él, me mataría.
Tristan inclinó la cabeza y le dijo con suavidad:
– ¿Y qué imaginas que te sucederá si no nos hablas de él a nosotros?
El otro se quedó mirándolo; luego desvió la vista hacia Charles, que le devolvió la mirada.
– ¿No conoces el castigo por traición?
Pasó un momento, luego Deverell añadió en voz baja:
– Eso suponiendo, por supuesto, que lograras llegar al cadalso. -Se encogió de hombros-. Lo cual con todos los ex soldados que hay actualmente en las prisiones…
Con los ojos como platos, Duke tomó una entrecortada inspiración y miró a Tristan.
– ¡Yo no sabía que era traición!
– Me temo que lo que has estado haciendo lo es.
Duke tomó aire de nuevo y luego soltó:
– Pero yo no sé cómo se llama.
Tristan asintió, aceptándolo.
– ¿Dónde vive?
– ¡No lo sé! Lo estableció así desde el principio. Tengo que encontrarme con él en St. James Park cada tres días e informarle de lo sucedido.
El siguiente encuentro sería al día siguiente.
Tristan, Charles y Deverell interrogaron a Duke durante otra media hora, pero no averiguaron mucho más. Era evidente que el hombre estaba cooperando. Leonora era consciente de lo nervioso, lo histérico que había estado antes y sospechó que se había dado cuenta de que si los ayudaba, ellos eran su única esperanza de poder escapar de una situación que se había convertido en una pesadilla.
La valoración de Jonathon había sido acertada; Duke era un bala perdida con pocos principios, un matón violento y cobarde, nada digno de confianza, pero no era un asesino y nunca había pretendido ser un traidor.
Su reacción a las preguntas de Tristan sobre la señorita Timmins fue reveladora. Pálido, explicó vacilante que había subido para comprobar las paredes de la planta baja, oyó una tos en la penumbra, alzó la vista y vio cómo la frágil anciana caía por la escalera para acabar muerta a sus pies. No fingía el horror que sentía. De hecho, fue él quien le cerró los ojos.
Mientras lo observaba, Leonora llegó a la conclusión de que se había impartido justicia, porque Duke no olvidaría nunca lo que había visto y lo que había provocado sin querer.
Finalmente, Charles y Deverell se lo llevaron al club para encerrarlo en el sótano bajo la atenta vigilancia de Biggs y Gasthorpe, junto con la comadreja y los cuatro matones que Duke había contratado para ayudarlo con las excavaciones.
Tristan miró a Jeremy.
– ¿Has identificado la fórmula definitiva?
El joven sonrió y cogió una hoja de papel.
– La he copiado aquí. Estaba en los diarios de A. J., todo bien anotado. Cualquiera podría haberla encontrado. -Le entregó la hoja a Tristan-. Sin duda, Cedric es responsable de la mitad del trabajo, pero sin A. J. y sus archivos, hubiera sido un infierno unir todas las piezas.
– Sí, pero ¿funcionará? -preguntó Jonathon. Había guardado silencio durante todo el interrogatorio, mientras asimilaba todo lo sucedido.
Tristan le entregó el papel y él lo estudió.
– Yo no soy botánico -comentó Jeremy-, pero si los resultados plasmados en los diarios de tu tía son correctos, entonces sí, su ungüento ayudará a que, cuando se aplique a heridas, la sangre se coagule.
– Y ha estado guardada en York durante los últimos dos años. -Tristan pensó en el campo de batalla de Waterloo, pero luego borró la imagen y se volvió hacia Leonora.
Ella lo miró a los ojos y le apretó la mano.
– Al menos, ahora la tenemos.
– Hay una cosa que no entiendo -intervino Humphrey-. Si ese extranjero estaba tan decidido a encontrar la fórmula, y fue capaz de ordenar la muerte de Jonathon aquí, ¿por qué no fue tras la fórmula en persona? -Arqueó las cejas-. Eso sí, estoy condenadamente feliz de que no lo hiciera. Lo de Mountford ya ha sido bastante malo, pero al menos hemos sobrevivido a él.
– La respuesta es una de esas sutilezas diplomáticas. -Tristan se levantó y se puso bien la chaqueta-. Si un extranjero de una de las embajadas estuviera implicado en el ataque o muerte de un joven desconocido o incluso de dos, el gobierno no lo vería con buenos ojos, pero ignoraría el incidente en gran medida. Sin embargo, si el mismo extranjero estuviera implicado en un robo y el uso de violencia en una casa de la zona rica de Londres, la casa de unos distinguidos eruditos, el gobierno sin duda se disgustaría y no se mostraría dispuesto a ignorar nada de lo sucedido.
– Y ahora ¿qué? -preguntó Leonora.
Él vaciló, mirándola a los ojos, luego sonrió levemente, una sonrisa dedicada sólo a ella.
– Ahora nosotros, Charles, Deverell y yo, tenemos que transmitir esta información a la persona adecuada y ver qué desea hacer.
Ella se lo quedó mirando.
– ¿A vuestro antiguo jefe?
Tristan asintió.
– Nos volveremos a encontrar aquí para el desayuno, si estáis de acuerdo. Entonces, veremos cuáles son los planes.
– Sí, por supuesto. -Leonora extendió el brazo y le tocó la mano en un gesto de despedida.
Humphrey asintió magnánimamente.
– Hasta mañana.
– Por desgracia, vuestra reunión con el contacto del gobierno no va a poder ser hoy. -Jeremy señaló el reloj de la repisa de la chimenea con la cabeza-. Pasan de las diez.
Tristan se dirigió a la puerta, se dio la vuelta y sonrió.
– La verdad es que sí. El Estado nunca duerme.
El Estado para ellos era Dalziel.
Aunque avisaron de su visita con antelación, tuvieron que esperar en la antesala de su antiguo superior durante veinte minutos antes de que la puerta se abriera y Dalziel les indicara que entraran con un gesto de la mano.
Mientras se sentaban en tres sillas colocadas frente a la mesa, estudiaron la sala y luego se miraron. Nada había cambiado, incluido Dalziel. Tenía el pelo y los ojos oscuros y siempre vestía con austeridad. Su edad era muy difícil de adivinar. Cuando empezó a trabajar para él, Tristan había supuesto que Dalziel era mucho mayor que él. Sin embargo, empezaba a preguntarse si había tantos años de diferencia entre ellos. Tristan había envejecido visiblemente; Dalziel no. Tan tranquilo como siempre, su superior se sentó detrás de la mesa, frente a ellos.
– Bien. Explicaos, os lo ruego. Desde el principio.
Tristan lo hizo, suprimiendo en gran medida la participación de Leonora en el asunto, porque Dalziel era conocido por su negativa a que las damas se implicaran en esos asuntos.
Aun así, lo que se le pasaba a aquella firme mirada oscura era sólo cuestión de conjeturas.
Al final del relato, Dalziel asintió y luego miró a Charles y a Deverell.
– ¿Y cómo es que vosotros dos estáis implicados?
Charles sonrió.
– Compartimos un interés mutuo.
Dalziel le sostuvo la mirada durante un momento.
– Ah, sí. Vuestro club en Montrose Place. Por supuesto.
Bajó la vista y Tristan estuvo convencido de que lo hizo para que no tuvieran que reprimir su expresión de sorpresa. Aquel hombre era una amenaza. Ni siquiera formaban ya parte de su red.
– Entonces… -alzó los ojos de las notas que había garabateado mientras escuchaba, se recostó y unió las manos entrelazando los dedos- tenemos un desconocido intento europeo, un serio intento europeo de robar una fórmula, posiblemente valiosa, que ayudará a la cicatrización de las heridas. No sabemos quién puede ser ese caballero, pero tenemos la fórmula y a su marioneta local. ¿Es eso correcto?
Todos asintieron.
– Muy bien. Quiero saber quién es ese europeo, pero no quiero que él sepa que lo sé. Estoy seguro de que me seguís. Lo que quiero que hagáis es lo siguiente. Primero, alterad la fórmula. Encontrad a alguien que haga que parezca creíble, no tenemos ni idea de qué formación puede tener ese extranjero. Segundo, convenced a su marioneta de que acuda a la siguiente cita y se la entregue. Aseguraos de que comprende su situación y que su futuro depende de cómo se comporte. Tercero, quiero que sigáis al caballero hasta su guarida y que lo identifiquéis.
Todos asintieron. Luego, Charles hizo una mueca.
– ¿Por qué seguimos haciendo esto, aceptar órdenes de ti?
Dalziel lo miró y respondió en voz baja:
– Por la misma razón que estoy dando esas órdenes convencido de que serán obedecidas. Porque somos quienes somos. -Arqueó una ceja-. ¿No es cierto?
No había nada más que decir; se comprendían demasiado bien. Los tres se levantaron.
– Una cosa. -Tristan miró a Dalziel-. Duke Martinbury. Una vez tenga la fórmula, ese extranjero probablemente no quiera dejar cabos sueltos.
Dalziel asintió.
– Eso sería lógico. ¿Qué sugieres?
– Podemos asegurarnos de que salga con vida de la cita, pero ¿después de eso? Además, se lo debe castigar por su participación en todo este asunto. Teniendo en cuenta las circunstancias, una pena de servicio obligatorio en el ejército durante tres años saldaría la cuenta para ambas partes. Dado que es de Yorkshire, he pensado en el regimiento cercano a Harrogate. Deben de andar faltos de efectivos.
– Perfecto. -Dalziel apuntó algo-. El coronel Muffleton está allí. Le diré que espere a Martinbury… Marmaduke, ¿verdad?, en cuanto deje de sernos útil aquí.
Con un asentimiento de cabeza, Tristan se dio la vuelta y se marchó junto a sus compañeros.
– ¿Una fórmula falsa? -Con la mirada clavada en la hoja que contenía la fórmula de Cedric, Jeremy hizo una mueca-. No sabría por dónde empezar.
– ¡Veamos! Déjame ver. -Sentada en el extremo de la mesa del desayuno, Leonora tendió la mano.
Tristan dejó de comer para pasarle la hoja.
Ella bebió un sorbo de té y la estudió mientras el resto se concentraba en su desayuno.
– ¿Cuáles son los ingredientes esenciales? ¿Lo sabéis?
Humphrey la miró.
– Por lo que he averiguado a partir de los experimentos, el zurrón de pastor, la salicaria y la consuelda eran todos cruciales. En cuanto a las otras sustancias, era más una cuestión de mejorar el efecto.
Leonora asintió y dejó la taza sobre la mesa.
– Dadme unos minutos para que lo consulte con la cocinera y la señora Wantage. Estoy segura de que podremos inventarnos algo verosímil.
Volvió quince minutos después; los hombres se encontraban recostados en sus asientos, saciados, disfrutando del café. Leonora dejó una fórmula escrita con pulcritud delante de Tristan y volvió a sentarse en su sitio.
Él la cogió, la leyó y asintió.
– A mí me parece verosímil. -Se la pasó a Jeremy y miró a Humphrey-. ¿Puedes volver a escribirla para nosotros?
Leonora se lo quedó mirando.
– ¿Qué problema hay con mi copia?
Tristan dijo:
– Que no la ha escrito un hombre.
– Oh. -Aplacada, se sirvió otra taza de té-. Entonces, ¿cuál es vuestro plan? ¿Qué tenemos que hacer?
Tristan vio la inquisitiva mirada que le dirigió por encima del borde de la taza, suspiró imperceptiblemente y se lo explicó.
Como ya había anticipado, ninguna discusión habría evitado que Leonora se uniera a él en la caza.
A Charles y a Deverell les había parecido muy divertido, hasta que Humphrey y Jeremy insistieron también en participar.
A menos que los ataran y los dejaran en el club, bajo la vigilancia de Gasthorpe, algo que Tristan llegó a considerar, era imposible impedir que aparecieran en St. James's Park, así que, finalmente, los tres decidieron sacarle el máximo provecho a la situación.
Leonora resultó ser sorprendentemente fácil de disfrazar. Era de la misma altura que su doncella Harriet, así que pudo ponerse sus ropas. Con la acertada aplicación de algo de hollín y polvo, se convirtió en una florista bastante creíble.
A Humphrey le pusieron algunas ropas viejas de Cedric e, ignorando todos los edictos de la elegancia, fue transformado en un espécimen de dudosa reputación, con el ralo pelo blanco hábilmente alborotado. Deverell, que había regresado a su casa de Mayfair para ponerse su propio disfraz, le dio su aprobación cuando llegó y lo tomó a su cargo. Los dos se marcharon en un coche de alquiler para colocarse en su sitio.
Jeremy fue el más difícil de caracterizar. Su constitución esbelta y sus rasgos bien definidos informaban a gritos de que era de buena cuna. Finalmente, Tristan se lo llevó con él a Green Street. Regresaron media hora después transformados en dos peones de aspecto hosco; Leonora tuvo que mirarlo dos veces para reconocer a su hermano.
Éste sonrió.
– Esto hace que casi merezca la pena el rato que pasamos encerrados en el armario.
Tristan frunció el cejo.
– Esto no es una broma.
– No, por supuesto que no. -El joven intentó parecer avergonzado, pero fracasó miserablemente.
Se despidieron de Jonathon, que se quedó triste y resignado a perderse la diversión y le prometieron que se lo explicarían todo al detalle cuando regresaran. Luego pasaron por el club para ver qué tal les iba a Charles y a Duke.
Duke estaba extremadamente nervioso, pero Charles lo tenía bajo control. Cada uno había definido el papel que debía interpretar. Duke conocía el suyo, se lo habían explicado bien, pero lo que era más importante, le habían dejado muy claro cuál era el papel de Charles. Todos estaban seguros de que pasara lo que pasase, el hecho de saber lo que Charles haría si no se comportaba tal como le habían ordenado, bastaría para garantizar su cooperación.
Charles y Duke serían los dos últimos en salir hacia St. James's Park. La cita estaba programada para las tres en punto, junto a Queen Anne's Gate. Eran poco más de las dos cuando Tristan ayudó a Leonora a subir a un coche de alquiler, le indicó a Jeremy que subiera también y luego los siguió él.
Bajaron del coche en el extremo más cercano del parque. Al entrar, se separaron. Tristan siguió adelante, parándose aquí y allá como si buscara a un amigo. Leonora caminaba pocos metros detrás de él, con una cesta de madera vacía colgada del brazo, una florista que regresaba a casa al final del día. Más allá, Jeremy andaba encorvado, al parecer enfurruñado consigo mismo y sin prestarle atención a nadie.
Cuando Tristan llegó a la entrada conocida como Queen Anne's Gate, se apoyó en el tronco de un árbol cercano y se acomodó para esperar con un poco de mal humor. Siguiendo sus instrucciones, Leonora se adentró más en el parque. Había un banco de hierro forjado junto al camino que salía de Queen Anne's Gate, se sentó allí y estiró las piernas delante de ella mientras balanceaba la cesta con la mirada fija en el paisaje ante sus ojos: grandes extensiones de hierba salpicadas de árboles que daban al lago.
En el siguiente banco de hierro forjado junto al camino estaba sentado un hombre mayor de pelo blanco bajo una verdadera montaña de chaquetas y bufandas desiguales. Humphrey. Más cerca del lago, alineado con la puerta, Leonora pudo ver la vieja gorra a cuadros que ocultaba parcialmente el rostro de Deverell; estaba recostado en un tronco, aparentemente dormido.
Jeremy pasó sin fijarse en nadie, o al menos así lo fingió. Salió del parque, cruzó la calle y entonces se detuvo para mirar el escaparate de la tienda de un sastre.
Leonora balanceó levemente las piernas y la cesta, y se preguntó cuánto tiempo tendrían que esperar.
Hacía un día bonito, no soleado, pero lo bastante agradable para que hubiera muchas otras personas paseando por allí, disfrutando del parque y del lago. Las suficientes para que todos ellos pasaran totalmente desapercibidos.
Duke había descrito a su extranjero en unos términos tan someros que, como Tristan había señalado con tono ácido, la mayoría de los caballeros extranjeros de procedencia germánica en ese momento en Londres encajarían con su descripción. Aun así, Leonora mantenía los ojos bien abiertos y examinaba a los viandantes que pasaban ante ella, como haría una florista ociosa sin más trabajo ese día.
Se fijó en un caballero que se acercaba por el camino desde el lago. Iba impecable, con un traje gris y un sombrero también gris y un bastón que sujetaba con fuerza en una mano. Había algo en él que atrajo su atención, algo raro en cómo se movía… Luego recordó la descripción que la dueña de la pensión de Duke hizo de su visitante extranjero: «Parecía que se hubiera tragado un palo».
Ése tenía que ser su hombre.
Pasó junto a ella, luego se acercó al borde del camino, cerca de donde se encontraba Tristan, con la mirada fija en la puerta y dándose palmaditas en el muslo con gesto de impaciencia. Sacó su reloj y lo consultó.
Leonora se quedó mirando a Tristan; estaba segura de que no había visto al hombre. Ladeó la cabeza como si acabara de fijarse en él, hizo una pausa, como si lo pensara, y luego se levantó y se le acercó moviendo las caderas.
Él la miró y se irguió cuando ella se detuvo a su lado. Lanzó una fugaz mirada hacia el hombre, luego volvió a mirarla a la cara. Leonora le sonrió, le dio un empujoncito con el hombro, se acercó más y se esforzó al máximo por imitar los encuentros que había visto alguna vez en el parque.
– Finge que te estoy sugiriendo un pequeño devaneo para animarte el día.
Tristan le sonrió, despacio, mostrándole los dientes, pero sus ojos se mantenían fríos.
– ¿Qué crees que estás haciendo?
– Ese de ahí es nuestro hombre y en cualquier momento Duke y Charles llegarán. Nos estoy dando un motivo perfectamente razonable para seguirlo juntos cuando se vaya.
Los labios de él siguieron sonriendo. Le rodeó la cintura con el brazo, la atrajo más cerca y bajó la cabeza para susurrarle al oído:
– No vas a venir conmigo.
Ella le sonrió a su vez y le dio unas palmaditas en el pecho.
– A menos que se meta en los burdeles, y eso es bastante improbable, te acompañaré.
Cuando Tristan la miró con los ojos entornados, Leonora amplió la sonrisa, pero le sostuvo la mirada.
– Yo he formado parte de este drama desde el principio. Creo que debería formar parte también del final.
Sus palabras dieron que pensar a Tristan. Y luego el destino intervino y tomó la decisión por él.
Los campanarios de Londres dieron la hora, tres campanadas resonaron y se repitieron en múltiples tonos, y Duke llegó caminando rápido.
Charles, bajo la apariencia de un borracho pendenciero, apareció un poco más atrás.
Duke se detuvo, vio al hombre y se acercó a él. No miró ni a derecha ni a izquierda; Tristan sospechaba que Charles lo había trabajado bien hasta tenerlo tan centrado en lo que tenía que hacer, tan desesperado por hacerlo bien, que, en ese momento, prestar atención a cualquier otra cosa estaba más allá de sus posibilidades.
El viento estaba de su parte y arrastró las palabras de Duke hasta ellos.
– ¿Trae mis deudas?
La pregunta sorprendió al extranjero, pero se recompuso rápidamente.
– Puede que sí. ¿Tienes la fórmula?
– Sé dónde está y puedo conseguirla para usted en menos de un minuto si trae mis deudas para hacer el intercambio.
El caballero extranjero estudió el pálido rostro de Duke con los ojos entornados. A continuación, se encogió de hombros y se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta.
Tristan se puso tenso y vio que Charles alargaba el paso, pero ambos se relajaron un poco cuando el hombre sacó un pequeño fajo de papeles y lo levantó para que Duke lo viera.
– Ahora -dijo con voz fría y cortante-, la fórmula, por favor.
Charles, que hasta el momento parecía que iba a pasar de largo, cambió de dirección y con un solo paso se acercó a ellos.
– La tengo aquí.
El extranjero se sobresaltó. Charles sonrió.
– No se preocupe por mí. Sólo he venido para asegurarme de que mi amigo, el señor Martinbury, no sufre ningún daño. Entonces, está todo aquí. -Señaló los papeles con la cabeza y miró a Duke.
Éste alargó el brazo hacia los papeles, pero el extranjero echó la mano hacia atrás, fuera de su alcance.
– La fórmula.
Con un suspiro, Charles sacó la copia de la fórmula alterada que Humphrey y Jeremy habían copiado y preparado para que pareciera lo bastante vieja. Desdobló el papel y lo sostuvo en alto para que el otro pudiera verla, aunque no leerla del todo bien.
– La sostendré aquí y en cuanto Martinbury haya comprobado sus deudas, será suya. ¿Qué le parece?
Era evidente que el extranjero no estaba muy contento, pero no tenía demasiadas opciones; Charles era bastante intimidatorio ya de por sí, y con aquel atuendo parecía un hombre muy violento.
Duke cogió los papeles, los comprobó rápidamente, miró a Charles y asintió.
– Sí. -Su voz sonó débil-. Está todo aquí.
– Muy bien, entonces. -Con una desagradable sonrisa, Charles le entregó la fórmula al extranjero.
El hombre la miró, estudiándola detenidamente.
– ¿Es la fórmula correcta?
– Es lo que usted quería, eso es lo que tiene. Ahora -continuó Charles-, si ya ha acabado, mi amigo y yo tenemos otros asuntos que atender.
Lo saludó con gesto burlón, cogió a Duke del brazo y se dio la vuelta. Se fueron directos a la calle. Charles llamó a un coche de alquiler, metió dentro a empujones a un tembloroso Duke y subió tras él.
Tristan observó cómo el coche se alejaba. El extranjero alzó la vista, mirando lo mismo. Luego, con cuidado, casi reverentemente, dobló el papel y se lo metió en el bolsillo interior de la chaqueta. Hecho esto, sujetó el bastón con más fuerza, se irguió aún más, dio media vuelta y se dirigió de nuevo al lago.
– Vamos. -Tristan rodeó a Leonora con el brazo, se incorporó alejándose del árbol y echó a andar tras el hombre.
Pasaron junto a Humphrey, que no levantó la vista, pero Tristan vio que había sacado un bloc de dibujo y un lápiz, y que estaba esbozando rápidamente una imagen un tanto extraña.
El extranjero no miró atrás. Parecía haberse tragado su pequeña farsa. Habían albergado la esperanza de que se dirigiera directo a su oficina en lugar de a cualquiera de las zonas poco recomendables que había cerca del parque. La dirección que estaba tomando parecía prometedora. La mayoría de las embajadas extranjeras estaban ubicadas en la parte norte de St. James's Park, cerca del St. James's Palace.
Tristan cogió a Leonora de la mano y la miró.
– Hemos salido para disfrutar de una noche de fiesta, hemos decidido ir a uno de los teatros de variedades que hay por Picadilly.
Ella abrió mucho los ojos.
– Yo nunca he estado en uno… Supongo que debería tomármelo con entusiasmo, ¿no?
– Exacto. -Tristan no pudo evitar sonreír ante su alegría, que no tenía nada que ver con un teatro de variedades, sino que más bien era fruto de la pura emoción.
Pasaron junto a Deverell, que se había puesto en pie y se estaba sacudiendo la ropa, preparándose para unirse a ellos en la persecución.
Tristan era un experto en seguir gente por la ciudad y entre multitudes; al igual que Deverell. Los dos habían trabajado sobre todo en las ciudades francesas más grandes y sabían que los mejores métodos de persecución eran instintivos.
Jeremy recogería a Humphrey y regresarían a Montrose Place, donde esperarían novedades. Charles ya estaría allí con Duke y debía quedarse al cargo de todo hasta que volvieran con la última información vital.
El caballero extranjero cruzó el puente sobre el lago y continuó hacia las proximidades de St. James's Palace.
– Sígueme el juego en todo -murmuró Tristan con los ojos fijos en la espalda del hombre.
Como había esperado, éste se detuvo justo antes de salir del parque y se agachó como si fuera a sacarse una piedra del zapato.
Tristan rodeó a Leonora con un brazo y le hizo cosquillas, ella soltó una risita y se retorció. Riéndose, él la pegó a su cuerpo y pasó por delante del hombre sin dirigirle una mirada.
Sin aliento, Leonora se apoyó en él mientras continuaban caminando.
– ¿Estaba comprobando si le seguían?
– Sí. Nos detendremos un poco más adelante y discutiremos a qué teatro podemos ir para que pueda adelantarnos de nuevo.
Así lo hicieron; Leonora pensó que habían hecho una buena actuación de dos amantes de clase baja hablando sobre los méritos de los teatros de variedades.
Cuando el hombre volvió a pasar por delante de ellos, Tristan la cogió de la mano y echaron a andar ya a un ritmo más rápido, como si hubieran tomado una decisión.
La zona que rodeaba St. James's Palace estaba repleta de callejuelas que conectaban callejones y patios. El hombre se metió en aquel laberinto caminando con seguridad.
– Esto no funcionará. Vamos a dejar que Deverell continúe. Nosotros nos dirigiremos a Pall Mall. Allí lo alcanzaremos.
Ella sintió cierta inquietud cuando dejaron de seguirlo y continuaron recto cuando él giró a la izquierda. Unas cuantas casas más allá, Leonora miró atrás y vio que Deverell llevaba la misma dirección que el caballero extranjero.
Llegaron a Pall Mall y giraron a la izquierda. Avanzaron muy despacio, atentos a las esquinas de la callejuelas que tenían por delante. No tuvieron que esperar mucho antes de que su presa apareciera. Caminaba incluso más rápido.
– Tiene prisa.
– Está nervioso -comentó Leonora.
– Quizá.
Tristan la hizo avanzar, Deverell volvió a relevarlos en las calles del sur de Piccadilly, y ellos se unieron al gentío que disfrutaba de un paseo por aquella importante vía.
– Aquí es donde podríamos perderlo. Mantente muy atenta.
Leonora le obedeció, examinando la multitud.
– Ahí está Deverell. -Tristan se detuvo y le dio un empujoncito para que mirara en la dirección correcta. Deverell acababa de llegar a Pall Mall y miraba a su alrededor-. ¡Maldita sea! -Tristan se irguió-. Lo hemos perdido. -Empezó a buscar entre la gente sin molestarse en disimular-. ¿Adónde diablos ha ido?
Leonora se acercó a los edificios y miró por el estrecho hueco que la gente dejaba. Captó un destello gris que luego desapareció.
– ¡Allí! -Cogió a Tristan del brazo y señaló hacia adelante-. Dos calles más allá.
Se abrieron paso a empujones, corrieron, llegaron a la esquina, giraron y luego redujeron el paso.
Leonora no se había equivocado, su presa estaba casi al final de la corta calle.
Aceleraron, luego el hombre torció a la derecha y desapareció de la vista. Tristan le hizo una señal a Deverell, que echó a correr.
– Por aquí. -Tristan empujó a Leonora hacia una estrecha callejuela que salía directa a la siguiente calle. Corrieron. Él la llevaba de la mano y la sujetó cuando resbaló.
Cuando llegaron a la otra calle, volvieron a caminar sin prisa mientras recuperaban el aliento. La callejuela por la que el hombre había girado daba a aquella misma calle pero un poco más adelante y esperaron a que el extranjero volviera a aparecer.
Pero no lo hizo.
Fueron hasta la esquina y se volvieron hacia la callejuela. Deverell estaba apoyado en una baranda en el otro extremo. Del hombre que habían estado siguiendo no había ni rastro. Deverell se incorporó y se acercó a ellos; sólo le costó unos pocos minutos alcanzarlos. Su rostro se veía adusto.
– Cuando he llegado aquí, había desaparecido.
Leonora se desanimó.
– Entonces, lo hemos perdido.
– No -replicó Tristan-. No del todo. Esperad aquí.
Cruzó la calle para acercarse a un barrendero apoyado en su escoba en mitad de la corta calle. Tristan metió la mano en el bolsillo interior de su desaliñada chaqueta y cogió un soberano; sostuvo la moneda entre los dedos, donde el barrendero pudiera verla mientras se apoyaba en la baranda, a su lado.
– ¿Conoces el nombre del caballero de gris que ha entrado en la casa del otro lado de la calle?
El hombre lo miró con recelo, pero el brillo del oro despejó todas sus dudas.
– Exactamente no sé cómo se llama. Es un tipo estirado. Pero he oído al portero llamarlo conde no-sé-qué, algo impronunciable que empieza por «F».
Tristan asintió.
– Eso ya me vale. -Le dejó caer la moneda en la palma de la mano y regresó junto a Leonora y Deverell sin esforzarse por reprimir una sonrisa petulante.
– ¿Y bien? -Como era de esperar, fue la luz de su vida quien lo presionó.
Tristan sonrió.
– El portero de la casa, la de en medio de la calle, conoce al hombre de gris como «conde no-sé-qué», algo impronunciable que empieza por «F».
Leonora frunció el cejo, miró hacia la casa en cuestión y finalmente se lo quedó mirando con los ojos entornados.
– ¿Y?
La sonrisa de Tristan se amplió; se sentía increíblemente bien.
– Ésa es la casa Hapsburg.
A las siete de la tarde, Tristan hizo pasar a Leonora a la antesala de la oficina de Dalziel, oculta en las profundidades de Whitehall.
– Veamos cuánto nos hace esperar.
Ella se arregló la falda sobre el banco de madera en el que Tristan la hizo acomodarse.
– Habría supuesto que era puntual.
Él se sentó a su lado y esbozó una sonrisa irónica.
– No tiene nada que ver con la puntualidad.
Leonora lo contempló.
– Ah. Es uno de esos extraños juegos a los que los hombres jugáis.
Tristan no dijo nada, se limitó a sonreír y se recostó en el asiento.
Sólo tuvieron que esperar cinco minutos.
La puerta se abrió y apareció un hombre elegante. Los vio, se quedó quieto un momento y luego, con grácil gesto, los invitó a pasar.
Tristan se levantó y ayudó a Leonora a levantarse mientras se colocaba su mano sobre el brazo. La condujo al interior de la oficina y se detuvo ante la mesa y las dos sillas colocadas delante.
Después de cerrar la puerta, Dalziel se acercó a ellos.
– La señorita Carling, supongo.
– Sí. -Leonora le tendió la mano y lo miró a los ojos, unos ojos tan penetrantes como los de Tristan-. Es un placer conocerlo.
El hombre desvió brevemente la vista hacia el rostro de Tristan; sus finos labios estaban levemente curvados cuando inclinó la cabeza y les señaló las sillas.
A continuación, rodeó la mesa y también se sentó.
– Entonces, ¿quién estaba tras los incidentes de Montrose Place?
– Un conde no-sé-qué, algo impronunciable que empieza con «F».
Imperturbable, Dalziel arqueó las cejas.
Tristan esbozó una fría sonrisa.
– Lo conocen en la casa Hapsburg.
– Ah.
– Y… -Sacó del bolsillo el dibujo que, para sorpresa de todos, Humphrey había hecho del conde-. Esto debería ayudar a identificarlo, es un retrato muy bueno.
Dalziel lo cogió, lo estudió y después asintió.
– Excelente. ¿Y aceptó la fórmula falsa?
– Por lo que sabemos, sí. A cambio, le entregó sus deudas a Martinbury.
– Bien. ¿Y Martinbury está de camino al norte?
– Todavía no, pero lo estará. Parece sinceramente consternado por las heridas de su primo y lo acompañará de vuelta a York en cuanto Jonathon esté en condiciones de viajar. Hasta entonces, se quedarán en nuestro club.
– ¿Y St. Austell y Deverell?
– Los dos habían dejado muy abandonados sus asuntos. Había temas urgentes que requerían su presencia en sus respectivos hogares.
– ¿En serio? -Dalziel arqueó una ceja y dirigió su oscura mirada a Leonora-. He hecho indagaciones entre los miembros del gobierno y hay un considerable interés en la fórmula de su difunto primo, señorita Carling. Se me ha pedido que informe a su tío de que a ciertos caballeros les gustaría visitarlo cuanto antes. Por supuesto, iría bien que la visita tuviera lugar antes de que los Martinbury abandonaran Londres.
Ella inclinó la cabeza.
– Le transmitiré su mensaje a mi tío. Quizá sus caballeros podrían enviar a alguien mañana para concertar la cita.
Dalziel inclinó la cabeza a su vez.
– Les sugeriré que lo hagan.
Su mirada, insondable, se demoró en ella un momento y luego se desvió hacia Tristan. Sus palabras sonaron firmes, aunque más suaves:
– ¿Entiendo que esto es una despedida, entonces?
Él lo miró a los ojos, luego sonrió, se levantó y le tendió la mano.
– Sí. Lo más cercano a una despedida que podemos tener los que nos dedicamos a esto.
Dalziel le respondió con una fugaz sonrisa que suavizó sus facciones, al tiempo que se levantaba también y le estrechaba la mano. Luego se inclinó hacia Leonora.
– A sus pies, señorita Carling. No negaré que preferiría que no existiera, pero el destino me ha vencido. -Su perezosa sonrisa borró cualquier ofensa que pudiera haber en sus palabras-. Les deseo a ambos lo mejor.
– Gracias. -Sintiendo mucha más lástima por él de lo que había esperado, Leonora asintió cortésmente.
Luego se volvió. Tristan la cogió de la mano, abrió la puerta y salieron del pequeño despacho en las entrañas de Whitehall.
– ¿Por qué me has llevado a conocerlo?
– ¿A Dalziel?
– Sí, a Dalziel. Era evidente que no me esperaba y que ha interpretado mi presencia como algún tipo de mensaje.
Tristan la contempló mientras el carruaje disminuía la velocidad en una esquina, giraba y continuaba.
– Te he llevado porque verte, conocerte, era el único mensaje que no podría ignorar ni malinterpretar. Él forma parte de mi pasado. Tú… -Le cogió la mano, le dio un beso en la palma y luego se la rodeó con la suya-. Tú -continuó con voz grave y baja- eres mi futuro.
Ella estudió su rostro, o al menos lo poco que pudo ver de él entre las sombras.
– Entonces, ¿todo eso -con la otra mano, señaló hacia atrás, hacia Whitehall- se ha acabado? ¿Lo dejas?
Tristan asintió y se llevó sus dedos a los labios.
– El final de una vida… el comienzo de otra.
Leonora contempló su rostro, sus ojos oscuros y luego esbozó una lenta sonrisa. Finalmente, se inclinó más cerca de él.
– Bien.
Su nueva vida… Tristan estaba impaciente por empezarla.
Era un maestro de la estrategia y de las tácticas, de cómo aprovechar las situaciones para sus propios fines. A la mañana siguiente, puso su último plan en marcha.
A las diez, fue a buscar a Leonora para dar un paseo y la raptó. Se la llevó a Mallingham Manor que, en esos momentos, estaba vacía, porque sus ancianas aún se encontraban en Londres, dedicadas en cuerpo y alma a su causa. La misma causa a la que, tras un almuerzo íntimo, se dedicó él con ejemplar fervor.
Cuando el reloj de la repisa de la chimenea del dormitorio dio las tres, Tristan se estiró, disfrutando del contacto de las sábanas de seda sobre su piel e incluso más de la calidez de Leonora tendida a su lado.
Bajó la vista. Su sedoso pelo caoba le ocultaba la cara. Bajo la sábana, le apoyó una mano sobre la cadera y la acarició con un gesto posesivo.
– Hum. -Ese sonido era el de una mujer satisfecha. Al cabo de un momento, masculló-: Todo esto lo tenías planeado, ¿verdad?
Tristan sonrió aún con aquel toque lobuno.
– He estado planeando meterte en esta cama durante bastante tiempo. -Su cama, la cama del conde. El lugar al que pertenecía.
– ¿Tan distinta a todos esos rincones que siempre lograbas encontrar en las casas de nuestras anfitrionas? -Leonora levantó la cabeza, se echó el pelo hacia atrás y se apoyó en él con los brazos apoyados en su torso, para poder verle la cara.
– Exacto. Ésos fueron simplemente males necesarios dictados por los caprichos de la batalla.
Ella lo miró a los ojos.
– Yo no soy una batalla. Ya te lo dije.
– Pero eres algo que tenía que ganar. -Dejó pasar un segundo y luego añadió-: Y he triunfado.
Leonora estudió sus ojos con una sonrisa y no se molestó en negarlo.
– ¿Y te parece dulce la victoria?
Tristan cerró las manos en sus caderas y la pegó a él.
– Más dulce de lo que había esperado.
– ¿En serio? -Ignorando la oleada de calor que le recorrió la piel, arqueó una ceja-. Ahora que ya has conspirado y planeado y me tienes en tu cama, ¿qué viene a continuación?
– Como tengo intenciones de mantenerte aquí, sospecho que lo mejor sería que nos casáramos. -Levantó una mano, le cogió un mechón de pelo y empezó a jugar con él-. Quería preguntarte… ¿deseas una gran boda?
La verdad era que no lo había pensado. La estaba presionando, asumiendo el mando. Sin embargo… ella tampoco quería perder más tiempo de sus vidas.
Allí, tendida y desnuda con él en su cama, las sensaciones físicas intensificaban la verdadera atracción, todo lo que la había tentado hacia sus brazos. No sólo era el placer que los envolvía, sino la comodidad, la seguridad, la promesa de toda su vida juntos.
Volvió a centrarse en sus ojos.
– No. Una pequeña ceremonia con nuestras familias sería perfecta.
– Bien. -Tristan cerró los ojos brevemente y Leonora pudo percibir el alivio que él intentó ocultar.
– ¿Qué ocurre? -Estaba descubriendo que rara vez no tenía un plan en marcha.
Tristan la miró, luego se encogió de hombros levemente.
– Esperaba que estuvieras de acuerdo en que celebráramos una boda íntima. Mucho más fácil y rápida de organizar.
– Bueno, podemos comentar los detalles con tus tías y con las mías cuando regresemos a la ciudad. -Frunció el cejo-. Esta noche es el baile de los De Veres. Tenemos que asistir.
– No. No tenemos que asistir.
Su tono era firme, decidido. Leonora lo miró, confusa.
– ¿No?
– Ya he tenido suficientes bailes y fiestas para todo un año. Y cuando se enteren de la noticia, estoy seguro de que nos disculparán. Después de todo, les encanta ese tipo de cotilleos y deberían mostrarse agradecidos con quienes los provocan.
Ella se lo quedó mirando.
– ¿Qué noticia? ¿Qué cotilleo?
– Pues que estamos tan locamente enamorados que nos hemos negado a esperar más y hemos organizado nuestra boda en la capilla que tenemos aquí mañana, en presencia de nuestras familias y de unos cuantos amigos.
Reinó el silencio; Leonora apenas podía asimilarlo… finalmente lo logró.
– Cuéntame los detalles. -Le clavó un dedo en el pecho-. Todos. ¿Cómo se supone que vas a hacer realidad eso?
Él le cogió el dedo y se lo explicó obediente:
– Jeremy y Humphrey llegarán esta noche, luego…
Leonora escuchó y tuvo que darle su aprobación. Entre su tío y su hermano, Tristan, las tías de él y las de ella se habían encargado de todo, incluso tenían un vestido de novia. Él había conseguido una licencia especial, el reverendo de la iglesia del pueblo que actuaba como capellán en la propiedad estaría encantado de casarlos…
«Locamente enamorados.»
De repente, Leonora se dio cuenta de que Tristan no sólo lo había dicho, sino que estaba viviéndolo. Abiertamente, de un modo que le demostraría sin lugar a dudas ese hecho a toda la buena sociedad.
Volvió a contemplar su rostro, los duros ángulos y líneas que no habían cambiado, que no se habían suavizado lo más mínimo, que en ese momento, allí con ella, estaban totalmente desprovistos de su encantadora máscara social. Seguía hablándole, explicándole toda la preparación del almuerzo nupcial. Se le nubló la vista, logró liberar el dedo de su mano y lo apoyó en sus labios.
Tristan dejó de hablar y la miró a los ojos.
Leonora le sonrió con el corazón henchido.
– Te quiero. Así que sí, me casaré contigo mañana.
Él la miró a los ojos y luego la abrazó.
– Gracias a Dios.
Ella se rió, se dejó caer sobre él y apoyó la cabeza en su hombro. Sintió que sus brazos la rodeaban y que la estrechaba con fuerza.
– En realidad, todo esto es un complot para evitar tener que asistir a más bailes y fi estas, ¿verdad?
– Y a veladas musicales. No olvides las veladas musicales. -Tristan bajó la cabeza y la besó en la frente. La miró a los ojos y le dijo en voz baja:
– Prefiero pasar mis veladas aquí contigo. Cuidando de mi futuro.
Sus ojos, aquellos ojos de aquel intenso azul índigo brillante, se clavaron en los suyos durante un largo momento, luego sonrió, se movió y acercó los labios a los de él.
Tristan tomó lo que le ofrecía y se lo entregó todo a cambio.
«Lujuria y una mujer virtuosa.»
El destino había elegido a su dama por él y había hecho un trabajo condenadamente bueno.