Capítulo 9

– Te digo que entrará.

– En la Casa Blanca, puede que sí, pero ¿tienes tú techos de más de tres metros?

– Anda ya! No es tan alto.

– Vamos, Andy, ponte al lado! Mira que siempre parecen más pequeños en el bosque. ¡Te digo que este abeto es un monstruo!

– La altura es sólo un detalle. Lo que importa es la forma, y éste es perfectamente simétrico.

Maggie alzó las manos y dirigió sus comentarios al cielo, ya que dirigírselos a Andy parecía malgastar energía.

– Si se puede conseguir que un caballo cruce un río, ¿cómo es que no puedes sacar nada en claro con un hombre? Cuando tienen el gen de los machos en funcionamiento, no hay manera. Si sólo uno de ellos pudiera razonar las cosas como una mujer… -un puñado de nieve aterrizó en su hombro y se dio rápidamente la vuelta-. ¿Me has dado tú, Gautier?

– Yo diría que eso de dar es un poco exagerado

– Andy estaba a unos pasos de ella y estaba apretando un montón de nieve entre las manos-. Si quieres ver lo que de verdad significa dar…

Pero Maggie se le adelantó y le acertó con una bola de nieve en el estómago. Incluso pudo agacharse a tiempo de esquivar la que él le lanzó, pero al ver cómo la miraba, decidió que lo de la valentía estaba pasado de moda y echó a correr.

– ¡Te advierto que como se te ocurra acercarte a mí con otra bola de nieve, presentaré cargos contra ti!

– ¿Qué cargos?

– Pues no lo sé. Tú eres la ley. ¿Es que no se te ocurre nada?

Y lo que se le ocurrió fue aplastarla sobre un montón de nieve. Maggie cayó rodando, y cuando consiguió recuperar el gorro y quitarse la nieve de la cara, se volvió hacia él muerta de risa.

– No sé si te habrás creído que estás jugando con una indefensa damisela, pero te advierto que vas a pagar esto muy caro.

Andy se quedó tan impresionado con la amenaza que bostezó.

Eso sí que no podía tolerarlo, y tenía la intención de hacérselo pagar con creces, pero durante unos diez segundos, no pudo moverse. Andy estaba recortado contra el cielo azul, con los árboles cubiertos de nieve como telón de fondo. Tenía la cazadora y los guantes llenos de nieve como ella, el pelo negro le brillaba húmedo y los ojos le brillaban de malicia.

De pronto el amor por él la inundó como la ola de un mar cálido, templando todos los rincones que llevaban fríos desde tiempo casi inmemorial, transformando su corazón en un arco iris iluminado por el sol.

Maggie tuvo la sensación, repentina y amedrentadora, de que la recuperación de aquella enfermedad era imposible. Había llegado demasiado lejos. El formaba ya parte de su vida, parte de su corazón, parte de la definición de amor.

Pero una mujer tenía que hacer lo que tenía que hacer, así que echó a andar con dos bolas de nieve y empezó la persecución.

Salir a buscar el árbol de Navidad debía tomarles, más o menos un par de horas, pero para cuando llevaban aquel monstruo de árbol a su casa, era ya por la tarde, y los dos estaban congelados, muertos de hambre y empapados. Andy metió el árbol por la puerta y al echar un vistazo a su salón, dijo:

– Demonios… no va a caber.

Maggie se echó a reír.

– Si no fuera una dama, te diría que eso ya te lo había dicho yo -hizo una pausa-. Si lo pienso bien, yo nunca he aspirado a ser una señorita, así que…

– Quieta. Puede que hasta te dé de comer si te portas bien y te olvidas del árbol.

Maggie dejó de tomarle el pelo, pero sólo porque Andy iba a tener un verdadero problema con el árbol, y porque ambos necesitaban un descanso y calentarse un poco. Andy sacó unos enormes sándwiches del frigorífico y unas tazas de caldo, y con la taza calentándole las manos, le enseñó la casa.

Maggie se había preguntado en varias ocasiones dónde y cómo vivía. La casa quedaba a unos cuatro kilómetros del centro de la ciudad, entre colinas, de modo que tenía bastante intimidad. El lugar decía mucho de Andy, pero el interior fue lo que le reveló unos cuantos detalles interesantes.

Habían empezado en la cocina, que en su opinión necesitaba una mano de pintura, a ser posible de cualquier otro color que no fuera verde manzana. Tenía un frigorífico de dos puertas y un microondas de última generación que compartía espacio con una cocina muy antigua. La mesa de pino había sido dispuesta de tal modo que el sol de la mañana diera en ella mientras que los comensales contemplaban una magnífica vista de los abetos azules y dorados del jardín.

El estilo de Andy era bastante espartano, pero todo era cómodo y práctico. El baño de abajo era todo blanco, pero las toallas eran rojas, gruesas y esponjosas. El dormitorio de la planta baja era pequeño, con muebles de líneas sencillas y un edredón indio en negro y dorado.

Andy la miraba para analizar sus reacciones.

– Ya te dije que mi casa no era gran cosa -dijo, incómodo.

– Deberías haberme advertido que no vería ni una mota de polvo. Ahora me da vergüenza haberte enseñado mi casa. ¿Es aquí donde vivías mientras estuviste casado?

– No. Mi ex… bueno, a ella le gustaban más ese tipo de casas pensadas para enseñar. Yo tenía mis ahorros antes de que nos casáramos, pero la casa lo devoró todo en un santiamén. Yo nunca había necesitado tanto espacio, y la verdad es que nunca tuve la sensación de que aquella casa fuese verdaderamente mía. Sin embargo, ésta…

Como él pareció dudar, ella intervino:

– Esta casa tiene un buen karma.

– Bueno, yo no sé mucho de karmas.

– Pero yo sí. Tiene el sello de un hombre soltero, pero es un hogar, y no sólo una casa. Esa es la diferencia. Cuando entras, la sientes acogedora. Me gusta de verdad. Vamos, Gautier, enséñame la planta de arriba.

Subieron por una escalera bastante estrecha. En la planta alta había otro baño, un cuarto de estar con las paredes de madera y un enorme dormitorio. Andy apenas la dejaba parar en las habitaciones, algo muy típico de los hombres, pero aun así, se quedó clavada en la puerta del dormitorio.

El estilo severo era aún más pronunciado en aquella estancia. No había nada fuera de su sitio: ni zapatos, ni ropa, nada. Las paredes habían sido pintadas de un gris pálido, que no combinaba mal con el edredón color chocolate que cubría la enorme cama.

Maggie estuvo mirando a la cama unos segundos más de lo necesario, en parte porque se lo imaginaba perfectamente durmiendo solo en aquella gran cama, y en parte porque también se imaginaba perfectamente a sí misma despertándose bajo aquel edredón junto a él. Afortunadamente vio algo que la distrajo. Reconoció el objeto como un cazador de sueños, el único adorno en toda la casa.

– ¿Funciona? -le preguntó-. ¿Atrapa de verdad tus sueños para que no se pierdan?

– Tendrías que dormir aquí para averiguarlo. De hecho, si quieres probar la cama para ver qué tal funciona, estás invitada…

– Si sigues invitando a criminales carentes de moralidad a tu cama, corres el peligro de tener que pagar las consecuencias -le advirtió, siguiendo la broma.

– Esa es la parte que más me interesa.

El pulso de Maggie se disparó y sintió que las mejillas le ardían. Había tenido el presentimiento cuando él la había invitado a su casa, de que podía tener algo pensado para el final de la velada. En muchas otras ocasiones la había excitado, verbal y físicamente, hasta que de pronto se había vuelto un caballero. El problema era que no tenía la seguridad de poder estar a la altura de las circunstancias, y pretendía contestarle con otra tontería, pero sin saber cómo, su tono se volvió serio:

– Andy… podrías desilusionarte, ¿sabes?

– Mags…

– ¿Qué?

– Primero tendría que helarse el desierto para que algo tuyo pudiera desilusionarme. Y ahora, haz el favor de dejar de pensar en el sexo, aunque sean sólo diez minutos. Tenemos que ocuparnos de decorar un árbol de Navidad.

Para lo cual, tuvo que cortarle un trozo de al menos sesenta centímetros, y el aroma a pino invadió la casa, además de la nieve y las acículas que saltaron en todas direcciones.

El árbol quedó, al fin, colocado en el salón junto al ventanal, para lo cual quedaron sin sitio dos sillas. Como ya había oscurecido, Maggie encendió varias lámparas e intentó reordenar el mobiliario, y por primera vez tuvo una buena ocasión para estudiar aquella habitación.

Las paredes estaban recubiertas con madera de pino. En un rincón, estaba la chimenea de ladrillo con la campana de madera. El sofá y las sillas eran de un suave color tostado y una alfombra india tejida a mano en dorados y verdes abrigaba el suelo. Las estanterías encastradas en la pared estaban abarrotadas de tratados de medicina india, tradiciones y mística. La mesa de centro debía haberla hecho él, y sobre la superficie de cristal había varias colecciones de puntas de flecha, además de cuchillos y dos pipas dispuestas en el centro.

– Esas pipas parecen muy antiguas -.comentó.

– Lo son. Hace tiempo le pedí a un empleado del museo que le echase un vistazo a la colección, y me dijo que la de barro puede tener unos mil años de antigüedad… un verdadero tesoro. Vienen de la parte materna de mi familia.

– Una de esas puntas de flecha parece de ónix.

– Sí, esa es una de las piezas más curiosas. Los nativos americanos no utilizaban monedas para sus intercambios comerciales, sino cosas de valor, y una punta de flecha de ónix se consideraba el precio a pagar por una novia.

– Vaya yo lo pagaría gustosa por el hombre adecuado. Es preciosa. Y digo yo, ¿cómo es que los hombres nunca han estado en venta? ¿Por qué siempre han tenido que ser las mujeres?

– ¿Quizás porque somos más listos, más grandes y más fuertes?

Aquella respuesta no iba a quedar sin castigo, pero en aquel momento tenía otras cosas que hacer. Quería seguir explorando la habitación. Un armario alto y con puertas de cristal albergaba una colección de armas, y cuando Andy la vio mirándolas, fue diciéndole sus nombres.

Los números y los modelos no le decían nada, pero sí su timbre de voz, que le comunicaba lo mucho que significaban para él.

– ¿Son todas antiguas, Andy?

– Sí. De la guerra civil. Todas han pertenecido a mi familia desde hace generaciones. Las armas de hoy en día son sólo símbolos de violencia, pero estas siempre me han parecido distintas…, no me recuerdan las cosas por las que merece la pena morir, sino por las que merece la pena vivir. Una cursilada, ¿no?

– ¿Desde cuándo los valores son cursis? Yo también guardo cosas con gran simbolismo para mí, como por ejemplo las tazas de porcelana de mi bisabuela, pero he de reconocer que no tienen la categoría de tu colección de armas. ¿Sabías que yo también tengo una?

– ¿Ah, sí?

– Sí. No es para los ladrones, ni nada de eso. Es más, la tengo guardada en el ático. La verdad es que no me siento capaz de apuntar a otro ser humano con un arma.

– Tu mente criminal nunca deja de sorprenderme. ¿Para qué quieres entonces esa arma?

– Bueno… cuando me vine a vivir aquí, atropellaron a una cierva en la carretera. La pobre llegó arrastrándose hasta mi jardín para morir, pero la agonía empezó a prolongarse y el animal estaba sufriendo enormemente. Llamé a un veterinario, pero tenía muchísimo trabajo e iba a tardar casi un día en poder venir; yo no podía dejarla sufriendo de esa manera, pero no tenía nada con lo que parar aquella agonía, excepto un cuchillo de cocina, y sé que es una cobardía, pero me sentí incapaz de usarlo. No sé, pero simplemente no podía…

– No tienes por qué sentirte culpable de algo así. Eres una mujer valiente, pero es que eso es algo muy difícil de hacer para cualquiera.

Que Andy estuviera siempre presto a defenderla le produjo una enorme satisfacción.

– Bueno, la cuestión es que compré la escopeta y la utilicé. Menos mal que no he vuelto a cruzarme con un animal en aquellas condiciones. Todos los animales heridos con los que me he encontrado sólo necesitaban un poco de ayuda.

– Rescatas animales, rescatas a tu hermana… ¿podrías rescatarme a mí también?

– ¿Eh?

Andy suspiró profundamente.

– Me parece que esta vez sí que la he fastidiado. Tenía tantas ganas de decorar el árbol contigo… y he tenido que ir a escoger uno tan grande que he tardado dos horas en dejarlo a la altura adecuada. Además, he comprado seis o siete juegos de luces, pero acabo de darme cuenta de que no he comprado ningún adorno. Mi mujer se llevó todas esas cosas tras el divorcio; y yo lo sabía, pero como tonto que soy, no me he dado cuenta de que iba a necesitar algunos para decorar el árbol.

Maggie se agachó junto a él y junto al árbol. Estaba exasperado consigo mismo, y aunque no quería sonreír, porque él estaba verdaderamente enfadado, era un alivio descubrir que él también podía meter la pata como el resto de los mortales.

– ¿Sabes una cosa, Gautier?

– ¿Qué?

– Personalmente siempre he pensado que un abeto no necesita bolas, cintas y cosas de esas. Es decir, que las luces ayudan a mostrarlo, pero ¿por qué cubrir lo que es verdaderamente bonito, el árbol en sí? En mi opinión, es una maravilla que te hayas olvidado de comprar adornos.

Andy suspiró.

– Sólo estás intentando seducirme siendo amable, ¿verdad?

Maggie suspiró después.

– Normalmente, no tengo que explicar los motivos de mis actos criminales, pero por Dios Gautier, no tengo que ser amable para obtener ese resultado.

– ¿Es que crees que soy un chico fácil?

– Claro que no. ¡Y si no dejas de tomarme el pelo, no vamos a terminar jamás con este árbol!

Andy colocó el primer hilo de luces, y ella el siguiente. Cuando los siete estuvieron colocados, ella insistió en que apagasen las luces de la habitación para poder admirar la obra, pero cuando apagó las luces, los dos quedaron en silencio.

Maggie miró al árbol y tragó saliva. Todas las Navidades compraba montones de regalos para sus sobrinos, iba a la iglesia, preparaba la cena de Nochebuena en casa de Joanna… hacía todo lo que se suponía que se debía hacer, pero había bloqueado cualquier sentimiento por la Navidad desde que murieron sus padres. Ellos ponían tanto amor en todos los preparativos que refrescar esos recuerdos sólo le servía para revivir el dolor, su padre colocando regalos bajo el árbol sin que nadie lo viera, su madre cantando villancicos a todo pulmón por la casa… Era demasiado doloroso recordar, así que ella se había limitado a aceptar la soledad de esas fechas y a aceptar con una sonrisa que ya siempre iba a ser así.

Pero había algo en el árbol de Andy… algo peligroso, algo mágico. Los recuerdos de la niñez revivían en su interior, pero con alegría y no con tristeza. El aroma a pino, sus ramas flexibles y de agujas suaves cuajadas de luces en la habitación a oscuras…

Cuando Andy rozó su mano, se volvió a él y lo abrazó. Andy iba a besarla, y ella quería ese beso. Lo necesitaba.

Pero él se limitó a abrazarla y a retenerla así entre sus brazos. Maggie estaba tan acostumbrada a la química sexual que lo abrasaba todo entre ellos que aquel abrazo despertó algo en su interior. Quizás supiera que se estaba enamorando de él, pero aquellas sensaciones eran nuevas. Estaba percibiendo a Andy como…, familia. No sólo como amante, sino como pareja. Aquel absurdo árbol de Navidad era suyo, un lazo de unión entre ellos.

Entonces lo miró, y sus ojos la estaban esperando. Saber que lo quería le afinó de algún modo el oído, le añadió un color nuevo a sus ojos, intensidad eléctrica a cada textura y a cada sabor.

Un beso fue conduciéndolos a otro, y a otro, y las sensaciones viajaban por su espalda sin tregua. Sabía maravillosamente bien. Sabía a la soledad que llevaba dentro, a la honestidad de las emociones que siempre le había mostrado, y sintió algo grande y sobrecogedor crecer en su corazón.

– Debes tener mucho calor con ese jersey -murmuró él.

– Muchísimo -contestó ella-. Andy…

Tardó un instante en contestar, mientras le quitaba el jersey, y cuando su rostro volvió a aparecer, sintió un enorme deseo de volver a besarla antes de contestar.

– ¿Qué?

– Sé que te parecerá un poco raro el momento que he elegido para decírtelo, pero quiero que lo sepas, mis padres se habrían vuelto locos de contento contigo.

– Lo sospechaba. Me basta con ver a la hija que educaron. Pero creo que hay algo en lo que te equivocas: tu padre habría sacado la escopeta si supiera lo que tengo en mente para su niña.

– Mm… es posible. Y los padres son siempre muy picajosos en ese sentido. Aunque mi padre sabía reconocer a un buen hombre cuando lo veía -le bajó de los hombros la camisa de franela y lo besó en la base del cuello-. Andy…

– ¿Alguna otra cosa que quieras decir en un momento como éste?

– Es una pregunta muy breve. Es que querría saber si… si esta noche también vas a terminar portándote como un caballero.

– No. Lo que tengo pensado es que los dos nos desnudemos y hacerte el amor hasta que llegue el día. En el salón, en el dormitorio, en el suelo, en la cama, en la mesa de la cocina. Donde te apetezca. Pero tu voto cuenta en un cincuenta por ciento, así que puedes sustraer o añadir cualquier cosa que se te ocurra…

No hubiera querido interrumpirlo, pero su tono de voz le estaba poniendo la sangre a cien, y tiró de él para contestarle físicamente en lugar de verbalmente.

Y la respuesta de él fue tan contundente que las rodillas se le volvieron de gelatina. Casi sin poder decir cómo, los dos estaban tumbados en la alfombra, su sujetador había desaparecido, y estaba desabrochándole los pantalones a Andy. El bajó la cabeza y acarició sus pechos con la lengua: los pezones, el valle, todas sus formas… hasta que ella se colocó sobre él. Con las manos iba reconociendo sus hombros, su pecho, aprendiéndolo, descubriendo un escenario nuevo para ella.

– Despacio -susurró él.

Pero ella no podía. Andy era un hombre fuerte y grande; eso no la asustaba, pero… pero sabía que aquel momento iba a llegar. Los dos eran adultos, y ella lo deseaba, quería poseerlo y sabía que ambos estaban preparados para llevar su relación a aguas más profundas. Andy no jugaba con las mujeres ni con sus sentimientos.

Deslizó la mano bajo sus pantalones al tiempo que clavaba los dientes en su hombro, y acarició, poseyó con sus manos como lo haría una mujer muy segura de su hombre, una mujer que quería que su hombre supiera sin ningún género de dudas qué le estaba haciendo, una mujer que no temía ser sincera y descarada con su amante. Con Andy. Deseaba hacerle el amor más que nada en el mundo, pero tenía que ser rápido, porque el pulso le latía como una hoja al viento. Porque estaba harta de esos nervios, y convencida de que desaparecerían si…

– Maggie…

No quería hablar y lo besó en la boca. Intentó concentrarse en él. En su, piel cálida y suave. En la sensación del vello de su pecho. En la espera del momento en que la tomase.

– Mags, para -le pidió, sujetando su cara entre las manos, hasta que ella lo miró a los ojos-. Algo está pasando. Dime qué es.

– Nada. No pasa nada. Te lo prometo, Andy. Te deseo.

– Lo sé -contestó y apretó los dientes para controlarse-. Pero has empezado a temblar y a correr como un dragón que se persiguiera la cola. A mí me gusta ir despacio, ir muy despacio, porque además, si la primera vez no sale bien, tendremos unos cien años más para practicar, pero nunca me había imaginado que pudieses tener miedo.

– No tengo miedo.

– Si no estás segura de esto, no va a funcionar.

– Estoy segura, Andy. Es sólo que…

– No, por favor, no te cierres -le dijo al verla dudar-. Dímelo sin más. No lo pienses.

– Es sobre… el accidente. Las pesadillas. Sé que no tengo un pasado criminal…

– Cierto.

– Y me gusta cuando me tomas el pelo sobre eso, pero es que sigo teniendo pesadillas y una tremenda sensación de culpa. El problema es que no sé cómo o por qué he de tener una sensación así, a no ser que se base en algo que haya hecho. Y cuando me he dado cuenta de que íbamos a hacer el amor, me he asustado porque… porque quizás haya hecho algo malo que tú no puedas aceptar. Algo que cambie tus sentimientos hacia mí. Algo que tuvieras derecho a saber antes de que nuestra relación llegue más lejos.

Andy guardó silencio durante un momento y después se separó de ella, se incorporó y se puso la camisa. Aturdida, Maggie se metió rápidamente el jersey. Las luces del árbol ya no parecían mágicas, sino demasiado intensas para los ojos. El seguía sin decir nada, así que Maggie se puso de rodillas junto a él.

– ¿Te has enfadado?

– No. Bueno, sí. Estoy enfadado. Sé lo mucho que te ha molestado no ser capaz de recordar esas veinticuatro horas, pero también sé perfectamente bien que no has cometido un delito ni nada parecido, Maggie. Y tú también lo sabes. Conozco tus valores y tu ética, y no…

– Andy, no me estás escuchando. Ese es precisamente el problema: que tú piensas que soy demasiado buena y…

– Sí, lo pienso. Y una de las personas más honestas que conozco, pero esa no es la cuestión. Si no estabas preparada o si no querías hacer el amor, sólo tenías que decirlo. No hacía falta buscar excusas. Creía que estábamos construyendo algo, que los dos queríamos lo mismo… vamos a vestirnos. Te llevaré a casa.

Los dos se abrocharon los pantalones, se calzaron y se pusieron las cazadoras en silencio. Maggie no quería dejarlo así, pero tampoco sabía qué decir. Había destrozado el momento, pero no tenía ni idea de cómo conseguir que Andy comprendiera. Por absurdo que le pareciera a él, los ataques de ansiedad y esos sueños estaban siendo angustiosos para ella, y cuanto más profundizaba en su relación con él, cuanto mejor comprendía su sentido del honor y la integridad, más la angustiaban.

Un frío intenso los azotó al salir. Su coche estaba gélido, al igual que su expresión. Tardaron sólo diez minutos, con lo cual el coche no tuvo tiempo de caldearse, pero ella sí tuvo tiempo de darse cuenta de que el silencio de Andy no era por un simple enfado. Le había hecho daño. Y mucho. Pensaba que lo que le había explicado era sólo una excusa para no hacer el amor con él.

Detuvo el coche frente a la puerta de su casa y se bajó del coche.

– Te acompaño.

– No es necesario.

– Maggie, no vas a entrar sola en una casa completamente a oscuras en mitad de la noche estando yo aquí. Dame la llave.

– Sé que estás enfadado y…

– Sí, estoy enfadado, pero se me pasará. Te quiero, Maggie, y estoy enamorado de ti, y el hecho de que esté enfadado no quiere decir no que podamos superar el momento. Si intento hablar, de lo único que voy a ser capaz es de ladrar, así que olvídalo, dame la llave y mañana será otro día.

Cualquier mujer de más de diez años sabría qué línea no debía traspasar cuando un hombre estaba así, pero aquel no era un hombre cualquiera. Era su hombre, y la palabra salió de sus labios antes de que pudiera detenerla.

– No.

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