Capítulo 11

Maggie estaba siendo perseguida por una cazadora de cuero. Cómo o por qué la cazadora representaba una amenaza tal, no lo sabía, pero la empujaba a recorrer en aquel sueño callejones y callejas que olían a peligro y miedo. Intentaba tomar otras calles, correr, escapar desesperadamente de aquella cazadora. El rostro de su padre apareció en un enorme ventana, diciendo:

– Maggie, espero que seas fuerte.

¡Ya! tomar otra calle, fue el rostro de su madre el que se apareció en una ventana de un segundo piso.

– Ocúpate de tu hermana.

Pero la cazadora iba acercándose cada vez más; estaba apenas a un paso, y le daría alcance en un abrir y cerrar de ojos. Un bidón lleno de basura cayó rodando al suelo, y tuvo que saltar por encima de la basura. Con un terrible dolor en el costado e incapaz de gritar, tomó otro callejón y siguió corriendo… hasta que se dio cuenta de que era un callejón sin salida. Desesperadamente se dio la vuelta, y allí estaba la cazadora, extendidas las mangas como garras alcanzando su cuello…

Maggie abrió los ojos.

Aún sentía correr un exceso de adrenalina por las venas, pero la cazadora había desaparecido, así como los miembros de su familia y los callejones. Nada más que una claridad grisácea que anunciaba el amanecer despejaba las sombras de su dormitorio. El único factor no habitual era el hombre que dormía junto a ella.

Y el corazón comenzó a latirle de una manera completamente distinta.

Aquella pesadilla le había dado un susto de muerte, pero no era nada comparado con los miedos que había pasado durante aquella larga noche. El localizador de Andy y su cartera aún estaba en la mesilla, la cartera abierta completamente. Maggie no estaba segura de cuántos preservativos tendría inicialmente en ella, pero de lo que no le cabía ninguna duda era de que ya no le quedaba ninguno.

Gautier era un hombre peligroso, y desde el primer momento había presentido los problemas que podía crearle… pero nunca había llegado a pensar que iba a tener que vérselas con una avalancha. Sentía partes de su cuerpo que antes no habían existido para ella y tenía roces de su barba en lugares poco… ortodoxos.

Andy estaba tumbado boca abajo, durmiendo tan profundamente como si estuviera en coma, lo cual no era de extrañar. La ropa de la cama le cubría sólo desde la cintura para abajo, tenía el pelo alborotado, y las sombras que el día anterior oscurecían sus ojos habían disminuido, pero seguían estado ahí. En mitad de la noche, la había tapado con la ropa, la había acurrucado contra su pecho, y rozando su mejilla, había susurrado «te quiero».

– Oh, oh…

No se había dado cuenta de que se estaba despertando hasta que la miró a los ojos.

– ¿Por qué ese oh, oh?

– He visto esa sonrisa, y ni se te ocurra seguir pensándolo. Este inocente jovencito no puede más…, al menos hasta que se despierte.

– ¿Inocente?

– Bueno… me temo que después de lo que ha ocurrido esta noche, ya no. Sabía que ibas a ser una influencia corruptora en mi vida, pero no me había imaginado lo insaciable que puedes ser.

– ¿Te atreves a llamarme a mí insaciable?

Andy arqueé las cejas.

– Demonios…, no fue idea mía que hiciéramos el amor. Fuiste tú. ¿Te acuerdas de tu… insistencia?

– Recuerdo todos y cada uno de los detalles de lo que ha ocurrido esta noche -puntualizó.

– Igual que yo. Por cierto, que tenemos que volver a probar un par de cosas de las que hemos hecho esta noche. Dicen que la práctica hace maestros. Si no estuviera tan cansado…

– Gautier…

– ¿Sí, cariño?

– Has sido tú quien me ha colocado así, sobre tu pecho, y tus manos están acariciándome de una manera, digamos… indecente. Y acabo de descubrir una evidencia aplastante de que no estás tan cansado como dices. ¿Te despiertas siempre con esta misma energía?

– ¿Y tú te despiertas siempre tan preciosa?

Y antes de que pudiera contestar, tapó sus cabezas con el edredón y la besó. Despacio. A conciencia.

El condenado hombre se empeñaba en despertar los recuerdos del desastre que había causado la noche anterior, porque Maggie volvió a saborear todos los temores una vez más, que no había conocido el amor hasta conocerlo a él, que nada en su vida volvería a ser lo mismo sin Andy, que se había apoderado de una parte de su corazón que sólo podía pertenecerle a él.

Y para colmo, todas aquellas sensaciones estaban empeorando porque ella le estaba besando con la misma pasión que él. Al final tenían que respirar, claro, y cuando Andy aparté el edredón, el sol se asomaba por el confín del cielo, inundándolo todo de un resplandor rosado. Maggie tenía el pulso revolucionado como si fuese un avión a punto de despegar, pero él no parecía tener ese problema, porque se acomodó a su lado para estudiar su rostro como si lo hechizara.

– ¿Sabes? Has suscitado una pregunta interesante -murmuró.

– ¿Ah, sí? ¿Qué pregunta?

Se le había olvidado la conversación. Incluso se le había olvidado su propio nombre.

– La pregunta sobre si siempre me despierto tan lleno de energía… y si tú siempre te despiertas tan guapa. Se me ha ocurrido que podríamos encontrar las respuestas a tantas preguntas… si mis botas estuvieran aparcadas bajo tu cama con más regularidad.

Andy lo dijo sin darle la menor importancia, y Maggie, al oírlo, supo que tenía que despertarse, y rápido.

– No he pensado que alguien que no fueras tú aparcase sus botas bajo mi cama, Gautier, pero tengo la sensación de que estabas hablando de algo un poco más complicado que eso. Si por casualidad lo que estabas sugiriendo era que viviéramos juntos…

– Maggie -lo interrumpió, exagerando una expresión de sorpresa-, ¿de verdad me crees capaz de meterme en aguas tan profundas antes de que nos hayamos tomado un café?

Pues sí, lo pensaba, pero antes de que pudiera continuar, siguió hablando él.

– Aún hace demasiado frío para levantarse, y es demasiado pronto, y mientras estamos aquí acurrucados, me parece un buen momento para soñar despiertos y hacer algunas preguntas de esas… ya sabes, como por ejemplo si alguna vez has pensado tener hijos.

– ¿Quieres decir esos seres que se pasan toda la noche llorando, que llevan pañales y que destruyen cualquier posibilidad de que sus padres puedan tener una vida sexual?

– Sí -contestó, sonriendo.

– Bueno, sí. La verdad es que lo he pensado porque me encantan. Además, tengo experiencia en mimar a mis sobrinos, así que estoy segura de poder echar a perder un par de ellos. Dentro de un tiempo. ¿Y tú? ¿Qué te parece lo de tener hijos?

– ¿Te refieres a esas cositas que no saben andar ni hablar, a los que cuesta un ojo de la cara mantener y que provocan en sus padres úlceras de estómago de tanto preocuparse por ellos?

– Exacto.

– Bueno, pues sí. A mí también me gustaría tener un par de ellos. Dentro de un tiempo. ¿Te has dado cuenta de qué fáciles están siendo las preguntas por ahora?

– ¿Estás intentando prepararme para las que van a venir?

– No, por Dios. De ningún modo -hizo una pausa-. Estaba pensando en… en casas. La tuya es genial, pero un poco pequeña. Y mi casa también está bien, pero no hay una habitación adecuada para la clase de despacho que tú necesitas.

– Andy, ¿de verdad esperas que sea capaz de mantener esta conversación teniendo tú la mano… donde la tienes?

– ¿Quieres que la quite?

– Yo no he dicho eso.

– Entonces, volvamos a las casas. Es que se me ha ocurrido que la solución perfecta sería construir una nueva. Tú podrías diseñarla, y los dos podríamos mojarnos las manos en la construcción. Eso sí yo me ocuparía del tejado, porque si vuelvo a verte en un tejado me da un infarto. Me imagino montañas, árboles, intimidad. Puede que incluso un granero. Habitaciones de más, por si acaso. Y montones de armarios, porque tú eres un desastre.

Ahora sí que había conseguido distraerla, y en más de un sentido.

– ¿Crees que discutiríamos porque yo soy desordenada y tú no?

– No lo creo, pero supongo que discutiríamos por el dinero, porque les pasa a todas las parejas. Pero ya pasamos por una prueba cuando compraste el coche, y también por la de la pasta de dientes. En mi opinión, ya hemos pasado algunas de las peores.

Había dejado de bromear. Tenía la mejilla apoyada sobre la almohada, lo suficientemente cerca para que pudiera ver la honestidad de sus ojos y la sinceridad de su expresión.

– Vivimos en una ciudad pequeña, Andy, y no creo que fuera bueno para un hombre de la ley vivir sin más con una mujer.

– Precisamente porque se trata de una ciudad pequeña, la gente acepta con más facilidad las cosas, y no es que haya malgastado una sola noche en preocuparme por lo que los demás puedan pensar. Pero sólo para tu información, yo tenía pensado algo más vinculante que sólo vivir juntos. Pero no hoy.

– ¿No?

– No -su voz volvió a ser perezosa y baja-. Imposible. No puedo hablar de cosas tan honorables sin que me hayas dado mi dosis de corrupción. ¿Tienes mucho que hacer el martes por la mañana? Es que hay un pedazo de tierra en Wolf Creek. No es que haya hablado nada, pero hay algunos lugares preciosos y la tierra no es cara. No tendré libre más que un par de horas, pero…

Ella seguía aún mareada por su mención de algo más serio, y tardó un instante en caer en la cuenta de la invitación.

– Ay, Andy, no voy a poder.

– No pasa nada.

Vio que por sus ojos pasaba una leve sombra y se apresuró a acariciarle la mejilla.

– Normalmente, mi horario de trabajo es tan flexible que puedo tomarme sin dificultad un par de horas libres, pero es que tengo que ir a Boulder el lunes por la tarde y no volveré hasta el martes por la noche. Y no puedo cambiar la cita porque sólo voy a Mytron una vez cada dos o tres semanas, y hay otras personas que organizan su tiempo contando con que voy a ir. De otro modo, no lo dudaría, Andy. Si pudieras tener ese par de horas cualquier otro día de la semana, sería perfecto.

– ¿Estás segura?

– Completamente.

– No estarás asustándote, ¿verdad? ¿Voy demasiado deprisa?

– Vas demasiado deprisa desde el día mismo que nos conocimos, Gautier. Pero que a veces seas tan testarudo no me ha impedido enamorarme de ti.

– ¿No?

– No.

La sonrisa que le dedicó podría haber derretido un iceberg. Estaba pensando pedirle que le hiciera un café, pero aquella condenada sonrisa la obligó a besarlo, Y aquel beso los condujo a otro, y a otro.

Andy se mostraba vulnerable sólo en contadas ocasiones, y cuando ella le había dicho que no a ir juntos a ver esos terrenos, se lo había tomado como un rechazo, y su deseo de tranquilizarlo se había disparado como una flecha, y a través de las caricias y de la pasión, intentó demostrarle lo que había llegado a significar para ella.

A veces un hombre, por grande, duro y fuerte que fuese, necesitaba que alguien lo rescatase, y a veces una mujer también. Andy la había rescatado de la pesadilla emocional de la noche anterior, y ahora le tocaba el turno a ella. Y en el fondo de su corazón pensó que, si seguían construyendo el pilar de su confianza de aquel modo, podrían superar cualquier problema que les surgiera en el camino.

El lunes a las doce, Maggie se había vestido con un traje de chaqueta y zapatos de tacón, tenía el maletín en la mano y se estaba colgando del hombro la bolsa de viaje cuando sonó el teléfono. Era Joanna, y parecía frenética. Los chicos estaban en el colegio, pero se había quedado sin electricidad en una parte de la casa.

Maggie iba ya tarde, pero evidentemente su hermana era más importante que cualquier trabajo, y seguro que el problema no era más que un fusible fundido. Aparte de llenarse la ropa de polvo en el sótano de Joanna, cambiar el fusible fue pan comido. Calmar a su hermana le costó algo más.

Llegó tarde a Boulder, y su primera reunión en Mytron duró hasta más de las nueve de aquel mismo día, así que cuando llegó al hotel, se metió en la cama y se quedó dormida al instante. Al día siguiente, tendría que levantarse a las cinco, y el ritmo de trabajo iba a ser igualmente frenético. La última reunión terminó a las doce, y normalmente habría vuelto directamente a casa, pero aquel día fue a ver al doctor Llewellyn, que tenía la consulta en el centro de Boulder. Todo estaba abarrotado de gente haciendo las compras de Navidad, así que el sitio libre que encontró para aparcar quedaba a tres manzanas de la consulta. Tenía cita a las dos, y casi llegó tarde, así que para cuando estuvo ya vestida con una de aquellas mortificantes batas de papel esperando en la sala de reconocimientos, tuvo la sensación de que eran los dos primeros segundos que tenía libres desde que había dejado a Andy.

Pero Andy no había abandonado su pensamiento, y él era la única razón de que hubiese concertado aquella cita con el médico. Tenía tantas ganas de que le hicieran un reconocimiento como de que Hacienda auditase sus cuentas, pero había intentado por todos los medios deshacerse de esos ataques de ansiedad y no lo había conseguido. Incluso había estado a punto de echar a perder su relación con Andy porque uno de esos estúpidos ataques la había dominado, y ya estaba bien.

El doctor Llewellyn entró. Era un hombre de cabello blanco y mirada severa, afortunadamente, la clase de médico que a ella le gustaba. No quería que la mimasen y la calmasen, sino que fueran directamente al grano, y aunque odiaba los reconocimientos, no pudo quejarse de que el médico dejase una sola uña por reconocer.

El doctor se sentó en un taburete gris cuando hubo concluido.

– Estás como un reloj. Yo no me preocuparía por posibles efectos secundarios de esa conmoción. Estás bien.

– Eso ya lo sé -dijo con algo de impaciencia-. Lo que me preocupa es que tengo la sensación de que me estoy volviendo loca.

El médico arqueó las cejas.

– Sólo he pasado una hora contigo, así que no puedo darte una garantía por escrito, pero yo diría que pareces bastante cuerda, Maggie.

– Ya le he contado que tuve un accidente la noche de Acción de Gracias -le explicó-. Cuando me desperté en el hospital, no era capaz de recordar lo ocurrido en las veinticuatro horas anteriores, pero el médico de urgencias me dijo que una pequeña pérdida de memoria o sensación de desorientación era normal.

– Cierto.

– Afortunadamente yo no había sido responsable del accidente. El conductor del otro coche había bebido, y hay testigos. De eso no cabe duda.

– Bien.

– Pero… -alzó las manos en gesto de impotencia-, es que desde entonces tengo pesadillas y ataques de ansiedad, como si hubiera hecho algo por lo que debiera sentirme culpable. Pero es que no hay nada que yo recuerde, y ese periodo de veinticuatro horas es el único de mi vida en el que no puedo estar segura de qué he hecho.

El doctor Llewellyn estudió su rostro.

– ¿Has pensado que puede ser precisamente el estar intentando recordar con tanta insistencia lo que te esté causando la ansiedad?

– Sí, pero es que, verá… yo soy una persona que tiene más en común con la espina que con la rosa, digamos. No recuerdo una sola ocasión en la que haya huido frente a un problema. Quizás otro tipo de persona necesitase bloquear un recuerdo traumático, pero yo soy…

– Como una espina, ya.

– No se ría.

– No me estoy riendo, Maggie. Soy consciente de que para ti es difícil hablar de esto, y también sé que estás preocupada. Pero no hay pastilla que yo pueda darte para que recuperes la memoria. Lo que sí puedo es hacerte una sugerencia…

– ¿Qué?

– Pues que hagas un trato contigo misma -explicó-. Estás preocupada porque sea algo de lo ocurrido en esas veinticuatro horas lo que esté causando las pesadillas. Bien. Vuelve, habla con quien estuviste, con todos los posibles testigos, e intenta recomponer lo que ocurrió aquel día. Puede que eso desencadene tus recuerdos y puede que no. Pero si tras intentarlo no consigues nada, tendrás que prometerte a ti misma que lo olvidarás, que dejarás de darle vueltas y que aceptarás que has hecho todo lo posible.

De vuelta a casa, fue pensando en el consejo del doctor Llewellyn y a medio camino de White Ranch, marcó el número de su hermana en el teléfono móvil.

– Sé que debes estar preparando la cena, pero no voy a poder llegar antes de las cinco y necesito hablar contigo. ¿Te importa si me paso unos minutos?

– Claro que no me importa, boba. No recuerdo la última vez que me pediste algo, porque siempre es al revés. ¿Qué ocurre, Maggie?

No quiso hablar de ello por teléfono y llegó a casa de su hermana en cuestión de minutos. Su hermana tenía ya la puerta abierta incluso antes de que parase el coche, y una copa de vino la esperaba sobre la mesa de la cocina. Joanna se ocupó de su abrigo e hizo de mamá gallina con ella; la transformación había sido sorprendente.

– Es la primera vez que me pides ayuda, hermana, y eso es algo que lleva mucho tiempo molestándome. Quiero decir que eres siempre tú la que me ayuda, y yo la indefensa.

– Joanna! ¡Tú no estás indefensa! Lo que ocurre es que has pasado por un momento extremadamente difícil y…

– Sí. Y me he regodeado en mi propia miseria. Pero tú siempre has acudido a rescatarme, Mags, incluso cuando éramos pequeñas, y a pesar de que la mayor era yo. No soy tan fuerte como tú y nunca lo seré, pero… es que es tan fácil dejar que sean los demás quienes se ocupen de una. Igual de fácil que convencerse de que quizás eres tan inútil como los demás te hacen creer. ¿Quieres un poco más de vino?

Maggie apenas había tomado un sorbo de su copa. Había acudido a casa de su hermana para hablar de su problema, pero aquello le importaba mucho más. Andy le había sugerido con mucho tacto que con su actitud podía estar fomentando la indefensión de su hermana, pero era fácil descartar esa posibilidad como algo que sólo les ocurre a los demás, no a ella. Nunca a ella.

– Siempre he querido que supieras que podías contar conmigo. Siempre. Que estaría a tu lado pasara lo que pasase, pero Joanna, nunca he pretendido que te sintieras indefensa y…

– Ya lo sé. Lo que pasa es que tienes un corazón tan grande que no te cabe en el pecho, pero también sé que tenías miedo de que me viniera abajo, ¿a que sí? -Joanna echó un vistazo a la cazuela que tenía en el horno, se lavó las manos y se volvió hacia su hermana secándoselas en un paño-. ¿Sabes una cosa?

– ¿Qué?

– Pues que podría haber ocurrido. Hace meses que no tomo una sola decisión sin consultarte. Tú me has cambiado los fusibles, me has arreglado los grifos, has hablado con los chicos cuando tenían problemas. Incluso has tapado los agujeros de mi cuenta bancaria. Hasta la mañana en que me emborraché, fuiste tan comprensiva…, cuando yo me estaba comportando como una completa imbécil. Si te fijas, te he servido una copa de vino a ti, pero para mí no. La cuestión es, ¿por qué nunca me has mandado a hacer puñetas, Maggie?

– Pues porque te quiero.

– Ya sé que me quieres. Pero la razón verdadera es que temías que me viniera abajo-dijo pacientemente-. Y cuanto más me ha tratado todo el mundo como si fuese una frágil figura de porcelana, más me he llegado yo a creer que podía romperme con facilidad. No estoy segura de poder recuperarme, Mags, pero necesito intentarlo.

– Está bien. ¿Qué quieres que haga yo?

– Pues que la próxima vez que te pida ayuda, me digas «búscate tu sola la vida, monada».

– ¿Tengo que llamarte monada?

– Pues no, pero es una de esas palabras sexistas que siempre he detestado, así que supongo que no me vendría mal para espolearme. Y esta es la última palabra que decimos sobre mí, en serio. Tú has venido aquí con un problema, y quiero oírlo.

Pero Maggie fue incapaz de hablar durante unos segundos. Era un jarro de agua fría estar intentando ayudar a una hermana y terminar haciéndole daño. Andy había intentado decírselo, pero ella se había cerrado en banda y no había querido escuchar.

– Maggie, ¿es por Andy? Ya me he dado cuenta de que estás enamorada de él. Nunca has tenido un brillo en la mirada como el que tienes ahora. Y sé que piensas que no soy lo que se dice una chica dura, pero si te ha hecho daño, te juro que me va a oír…

– No, no. No es nada de eso.

Maggie tomó la copa de vino y la yació de un trago. Llevaba semanas preocupándose por esos dichosos recuerdos perdidos, semanas temiendo haber hecho algo terrible, y precisamente el día que acudía a su hermana a preguntarle qué había ocurrido el día de Acción de Gracias, de pronto lo sabía todo.

Ver a Joanna moverse por la cocina limpiando la encimera, secándose las manos en un paño le había traído a la memoria que aquellas eran las mismas cosas que había hecho en las horas posteriores a la cena de Acción de Gracias. Las dos habían estado en la cocina ocupándose de los platos sucios y los restos. Los chicos habían salido huyendo con la excusa de que tenían planes, Roger se iba a casa de los vecinos a jugar al ordenador con un amigo, y Colin iba a salir, pero nadie sabía adónde.

Maggie no podía comprender por qué el recuerdo había vuelto de golpe y completo, pero de pronto todo estaba allí. Una vez terminaron de fregar, Joanna entró en el baño, y ella aprovechó la ocasión para hablar con Colin. Había discutido con su madre porque no le había querido decir adónde pensaba ir, y ella pretendía leerle la cartilla. Si hubiera esperado dos minutos más, se le habría escapado, porque ya estaba fuera… y allí es donde lo encontró, en el porche trasero, poniéndose una cazadora de cuero.

Una preciosa y cara cazadora de cuero. Maggie sabía perfectamente bien que su hermana no tenía dinero para comprar algo así, y Colin aún menos, pero de todas formas la culpabilidad y la expresión desafiante de su sobrino le reveló la verdad, la había robado.

– Maggie -insistió Joanna, impaciente-, no me importa cuál sea el problema. Puedes contármelo con toda tranquilidad. Dame la oportunidad de estar a tu lado, ¿vale? Sea lo que sea. No importa.

Pero Maggie miró a su hermana y pensó que sí que iba a importar, porque lo que había hecho su sobrino estaba mal, pero lo que había hecho ella, salvar a Colin, proteger a su hermana e intentar arreglarlo todo, era mucho peor.

El bien y el mal siempre habían sido tan claros y distintos como el blanco y el negro para ella, O se tenía ética, o se carecía de ella. Si en un momento dado, se está decidido a hacer algo que está mal, algo que va completamente en contra de tu ética, nunca se debe hacer delante de un niño.

Pero ella lo había hecho.

No sólo había recordado lo ocurrido el día de Acción de Gracias con claridad meridiana, sino que también había recordado cuál era su parte de culpa.

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