Capítulo 1

Blanco. Cuando abrió los ojos, a su alrededor todo parecía asombrosamente blanco: paredes blancas, ruido blanco, dolor blanco, sábanas blancas.

Lo último que recordaba era una explosión de colores intensos. Unas imágenes vagas flotaban en su cabeza de lo ocurrido antes de ese estallido. Iba conduciendo, sola. Caía tanta nieve como en una ventisca y la noche estaba más negra que el alma de una bruja. Y entonces, de pronto, el sonido del metal contra el metal, el choque, y todos aquellos colores que habían explotado en su cabeza. Después, nada.

Absolutamente nada. Aquel lugar era una habitación de hospital y el cuerpo se le quejaba en tantos lugares que no podía preocuparse por todos a la vez. Además, lo que más la preocupaba era que hubiera podido perder la memoria. Su nombre, por ejemplo, no le venía a la cabeza. Parecía no haber nada dentro de ella, excepto todo aquel blanco deslumbrante, y la terrible y angustiosa sensación de que algo malo había ocurrido… algo de lo que ella era responsable.

– Bueno, bueno, bueno… por fin te nos has despertado, ¿eh? -la enfermera que entró en tromba a la habitación tenía unas facciones redondeadas, enmarcadas por rizos castaños. Le estaba dedicando una sonrisa dulce, pero su mirada era profesional-. No intentes proezas, cariño. Por ahora, limítate a permanecer tumbada. Voy a tomarte el pulso y la tensión…

Tenía la garganta seca, y casi le era imposible hablar.

– Algo ha pasado. Un accidente, creo…

– Sí.

– ¿Ha sido culpa mía? ¿Alguien más ha resultado herido? Ay, Dios mío…

– No es que yo sepa demasiado, porque nunca nos enteramos de nada aquí arriba, pero cuando Bertha te subió de urgencias me dijo algo sobre una colisión frontal. No me pareció que fuese culpa tuya -la enfermera le abrió los ojos y los enfocó con un brillante haz de luz-. Te sentirás un poco confusa y desorientada, ¿verdad?

– No soy capaz de recordar nada de…

– No te preocupes, cariño. Has de tener un poco de paciencia. Un accidente es siempre una agresión tremenda para el sistema, y cuando el organismo ha producido toda esa adrenalina, la cabeza necesita después un poco de tiempo para recuperarse.

La enfermera le tomó el pulso y le colocó el puño para tomarle la tensión. Parecía tener cinco manos.

– No tienes que preocuparte por nada. Hombre, no es que vayas a poder presentarte a un concurso de belleza hasta dentro de unos días, pero no hay huesos rotos ni daños internos, aunque sé que tú tendrás la sensación de haberte peleado con una compañía de marines, ¿a que sí? Tienes un chichón de campeonato en la cabeza y unas cuantas magulladuras tamaño olímpico, pero todo eso desaparecerá antes de que puedas darte cuenta. El doctor Howard vendrá a verte enseguida. Hemos estado esperando a que te despertaras. Y el sheriff también está esperando para verte… ¿conoces a Andy Gautier? Es un encanto. Si te sientes con fuerzas, tiene que hacerte algunas preguntas sobre el accidente.

– Me parece que voy a servirle de bien poco. No recuerdo nada -la voz empezaba a sonarle con más fuerza y hasta la habitación iba cobrando nitidez. Lo único que seguía borroso era su estúpida cabeza-. Maldita sea… no recuerdo nada. Nada de nada.

– No te angusties por eso. Si quieres, podemos intentarlo con las cosas más básicas. Vamos a ver: ¿sabes cómo te llamas?

Experimentó un enorme alivio al recordarlo.

– Maggie. Maggie Fletcher.

– ¿Lo ves? En tu carné de conducir dice que tienes veintinueve años, pelo castaño, ojos verdes y que pesas cincuenta kilos. ¿Te suena?

Maggie habría asentido, pero con cualquier mínimo movimiento de la cabeza tenía la sensación de que alguien aplastaba vidrio dentro.

– Creo que mentí en lo del peso.

La enfermera se echó a reír.

– Todos lo hacemos, querida. ¿Y tu dirección? ¿La recuerdas?

– 302 River Creek Road.

– Otro acierto. Vamos a probar con unas cuantas más difíciles. ¿Sabes qué día es hoy, y dónde estás?

– Sí. Es viernes…, el viernes después de Acción de Gracias. Y no he estado aquí nunca, pero esto tiene que ser el hospital de White Branch.

La preocupación de la enfermera iba desapareciendo rápidamente. Todo estaba allí. Era como si alguien hubiese encendido la luz y todos los detalles de su vida reaparecieran de pronto. Recordó su cabaña, su trabajo, que había cenado en casa de su hermana la noche de Acción de Gracias. No estaba perdida. Todo iba bien.

Lo único que no podía recordar era ni un solo detalle de lo ocurrido después de la cena. Las veinticuatro horas anteriores al accidente eran simplemente un vacío, y ello no le importaría particularmente de no tener la sensación de haber hecho algo mal.

En opinión de la enfermera, que fuese capaz de contestar a esas preguntas era síntoma inequívoco de que no había de qué preocuparse.

– ¿Lo ves? ¿Qué te había dicho? Estás empezando a recordarlo todo. Tu sistema ha sufrido un golpe tremendo y es perfectamente normal que te sientas algo aturdida.

– Pero sigo teniendo un vacío. No sé adónde iba, no recuerdo nada de lo que hice en todo el día, ni por qué conducía de noche y sola. Tampoco recuerdo nada del accidente… no me estará mintiendo, ¿verdad? Es decir, que no hay ningún otro herido, ¿no? Y que no ha sido culpa mía.

– Si supiera algo más, te lo diría, pero no lo sé. Mira, haremos un trato: tú cierra los ojos y descansa unos minutos. Tienes una vía sólo con glucosa en el brazo, pero no quiero que te levantes de la cama tú sola. Voy a buscar al médico, y si le parece bien una vez te haya examinado, dejaré entrar a Andy un momento y podrás preguntarle más detalles del accidente. ¿Te parece?

La enfermera se marchó, y el doctor Howard llegó y se marchó también, dejándola completamente agotada. Desde el pasillo llegaba el ruido de una silla de ruedas, timbres de teléfono, voces. Su única estancia en un hospital había sido cuando, a la edad de seis años, le extirparon las amígdalas, y en aquella segunda ocasión, le estaba gustando aún menos que en la primera. La cama era demasiado dura, la habitación demasiado estéril y extraña, y nunca le había gustado que la trataran como a una inválida.

Quería estar en su casa. Ya. Inmediatamente. La cabeza le quemaba, las costillas le dolían horrores, y las magulladuras empezaban a anunciarse por todo el cuerpo. Si estuviese en su casa, en su propia cama, todo sería mejor. Podría descansar. Podría pensar. Cerró con fuerza los ojos, consciente de que una extraña culpabilidad estaba abriéndose paso a través de su conciencia. Tenía que haber una razón. Sólo tenía que conseguir concentrarse…

– ¿Maggie Fletcher? ¿Maggie?

Abrió los ojos rápidamente. Se había olvidado del sheriff, pero le bastó echar un vistazo a la puerta para darse cuenta de que no cometería dos veces ese mismo error.

Normalmente no solía importarle conocer hombres guapos, pero aquella fue una excepción. Se sentía demasiado agotada, demasiado machacada como para tener una sola hormona femenina que funcionase, pero, al parecer, un par de ellas aún tenían vida.

– Maggie, soy el sheriff, Andrew Gautier… Andy.

Se acercó a la cama y le ofreció una mano. El contacto duró no más de un par de segundos; fue un saludo educado y cuidadoso, pero su palma era cálida y fuerte, y su apretón tan directo y franco como parecía ser el hombre.

– No me han dejado muy claro si puedo hablar o no contigo -dijo-. Como conclusión he obtenido que si soy bueno y no te molesto demasiado, puedo quedarme un par de minutos, pero podemos dejarlo para otro momento si quieres. Siempre hay papeles que cumplimentar después de un accidente, y ya que estaba en el hospital… además, Gert parece pensar que te tranquilizaría conocer algunos detalles del accidente.

– Sí, te lo agradecería mucho.

– De acuerdo.

Acercó una silla a la cama, sacó un pequeño cuaderno de notas de un bolsillo y estiró las piernas. Desde luego era un encanto. No Mel Gibson, pero sí un encanto.

No llevaba uniforme; parecía casi como si le hubiesen hecho salir de casa en mitad de la noche. Llevaba una vieja cazadora de cuero que se estiraba sobre una espalda imponente, y tanto los vaqueros negros como el jersey, parecían ser ya viejos amigos suyos. Llevaba el pelo corto y lo tenía negro como el azabache y algo humedecido por la nevada. Debía tener algo de sangre india, a juzgar por el color de su piel y lo marcado de sus pómulos.

Resultaba impresionante, tan impresionante que haría despertar hasta la última hormona femenina de cualquier mujer, pero sus ojos eran otra historia: profundos, oscuros, penetrantes. Si él era la ley, desde luego no la estaba mirando de una forma lo que se dice legal. Aquellos exóticos ojos la estaban mirando con un interés puramente masculino, y Maggie suspiró mentalmente. Era evidente que el accidente la había trastornado, y la hacía imaginar cosas absurdas. Además, tenía cosas más importantes en las que pensar, nada relacionado con hormonas. Pero, aun así, lo primero que le salió de la boca fue un estúpido:

– Debo parecer el trapo viejo que un gato se llevaría a casa para jugar.

El no pasó por alto el comentario, sino que le dedicó una sonrisa picarona.

– Sí, bueno, parece que hay unas cuantas contusiones y quemaduras, pero voy a decirte una cosa: si fuera mi gato quien te hubiera llevado a casa, se ganaría una dieta de atún para el resto de su vida -dijo, y se palpó el bolsillo-. Demonios, he vuelto a perder el bolígrafo. Si compro una docena, pierdo veinticuatro -se levantó de la silla y señalándola con el dedo, dijo-: no te muevas de aquí, ¿vale? Nada de saltar por la ventana hasta que yo vuelva. Voy a quitarle un bolígrafo a Gert. Ya está acostumbrada.

Tardó un minuto escaso en volver, y volvió a acomodarse en la silla libreta en mano.

– Bueno, lo primero que necesito saber es con quién quieres que me ponga en contacto. Hemos encontrado información sobre el seguro de enfermedad en tu bolso, pero nada sobre tu pariente más cercano, y no he encontrado a ningún otro Fletcher en la guía telefónica.

– Mi hermana vive aquí. Joanna Marks. No tenemos el mismo apellido porque ella se casó…, bueno, ahora es viuda -tan sólo mencionar el nombre de su hermana le trajo un recuerdo ominoso e inquietante-. Pero no quiero que la llames. Yo lo haré. Se asustaría mucho si la llamase un policía, y estoy bien…

– Eso dice el médico, pero no van a darte el alta hasta mañana como muy pronto. Además, necesitarás que alguien te lleve a casa y algo de ropa. Y supongo que tu hermana querrá saber qué te ha ocurrido, ¿no?

– Sí, pero es que no quiero preocuparla.

Su hermana se encontraba en un estado muy delicado, pero intentar explicarle a un extraño la situación de su hermana necesitaría de mucha energía. Una energía de la que ella carecía.

– En ese caso, puede que haya alguien más: un marido, un novio…

Hubo un brillo de picardía en sus ojos, y Maggie tuvo la sensación de que la pregunta era algo más que el modo de rellenar el espacio en blanco de un informe.

– No. Amigos sí, por supuesto… pero a estas horas de la noche, no me parece necesario despertar a nadie para darle un susto. Llamaré a mi hermana por la mañana -tragó saliva con dificultad-. En cuanto al accidente, sigo intentando recordar lo ocurrido, pero no lo consigo. Tengo el terrible presentimiento de que fue culpa mía. La enfermera, Gert, cree que no, pero no sé si me estaba diciendo la verdad. Dios mío, espero que no hubiera ningún niño…

– Tranquilízate -dijo, acercándose más a ella-. Un conductor ebrio invadió tu carril. Fue una colisión frontal. Era imposible evitarlo.

– ¿Estás seguro?

– Yo no lo vi, pero llegué unos diez minutos después de que ocurriera. Fue en Main Street, así que hubo cuatro testigos. Todos me relataron la misma historia, que comprobé con las huellas de los neumáticos, el estado de los coches… y todo apuntaba en la misma dirección. De hecho, el haber venido aquí es sólo para cumplimentar el informe, porque en cuanto al accidente, no hay ninguna duda: tú no fuiste quien lo provocó.

Maggie lo miró a los ojos. La enfermera y el médico podían haberle mentido con la mejor de las intenciones, pero al ver la determinación de la mirada de Andy, de su mirada y de su expresión, tuvo la impresión de que estaba frente a un hombre que nunca había disfrazado la verdad. Y lo creyó. El único problema que quedaba por resolver era, dado que ella no era quien había provocado el accidente, ¿por qué se sentía culpable?

– El hombre que se estrelló contra mi coche… ¿está bien?

– No lo estará, una vez haya presentado los cargos contra él y haya visto al juez Farley -dijo Andy con sequedad-. Pero en cuanto a las consecuencias físicas, está mucho menos malherido que tú. No has preguntado por tu coche, pero he de decírtelo, que es siniestro total. No es que yo sea mecánico, pero el morro quedó como un acordeón. De hecho, cuando lo vi por primera vez, no creí que pudiésemos sacarte de ahí en una sola pieza.

– El coche me importa un comino -replicó-. Bueno, no exactamente, claro. Lo que quiero decir es que está asegurado, y que no me importa comparado con el daño físico de otra persona. Entonces, ¿todo ha salido bien de verdad? ¿Nadie más ha resultado herido? -Tú no eres responsable de nada, y nadie más resultó herido -ella lo miró fijamente y él se rascó la barbilla-. Aún te cuesta trabajo creerlo, ¿eh? ¿Es que nadie te ha dicho nunca que se puede confiar en un agente de la ley?

Eso la hizo sonreír.

– ¿Crees que debería confiar en un tipo al que no conozco de nada?

– Hombre, no. Sólo en mí. Créeme, soy tan digno de confianza como un boy scout

– Ya. Bueno, la verdad es, sheriff, que… -Maggie dudó-. ¿Es sheriff como debo llamarte? No he tenido que tratar con los agentes de la ley con demasiada frecuencia y no sé cómo…

– Andy. Llámame Andy.

Maggie intentó incorporarse y una docena de dolores la asaltaron, al tiempo que un verdadero tropel de carpinteros empezaban a martillearle la cabeza.

– Bueno, lo que quería decir… Andy… es que choqué contra una valla cuando tenía dieciséis años y que eso es lo más cerca que he estado en toda mi vida de tener un verdadero incidente. Lo de no recordar me está volviendo loca, y quiero irme a casa. Estoy convencida de que si estuviera allí, lo recordaría todo.

Pero, durante sus últimas palabras, él había estado negando con la cabeza

– Según me han dicho, no hay posibilidad de que te dejen salir de aquí hasta mañana por la mañana.

– Sí, lo sé. Ya he hablado con los médicos, pero quizás, si tuviera a la ley de mi parte…

– No tengo ningún inconveniente en utilizar el peso de la ley, pero de su parte. Confía en mí: Gert te cuidará mejor que si fuese tu madre. La conozco bien y te colmará de mimos.

– Es que ese es el problema. No me gusta nada que la gente me atosigue con mimos.

Volvió a sonreír.

– Sí, ya. Es la impresión que me había dado.

– Sé cuidar de mí misma.

– Seguro que sí, pero no esta noche. Además, estoy seguro de que una noche de mimos no va a matarte.

– Quién sabe.

Otra sonrisa…, que desde luego no era la respuesta más común de los hombres frente a la susceptibilidad de Maggie en aquel tema.

– No sé cómo es que no te he conocido antes. En una ciudad tan pequeña como White Branch, sueles conocer a todo el mundo.

– Hace cuatro años que vine a vivir aquí, pero no suelo ir por ahí robando bancos ni asaltando abuelitas…, excepto en mi tiempo libre, claro. Y tampoco soy una habitual de los accidentes de coche. Hasta esta noche, claro -levantó la almohada de la cabeza por el incesante golpeteo que sentía en ella-. Es que me resulta tan ridículo esto de no poder recordar…, no soy de las personas que suelen derrumbarse ante una crisis. Es más, en mi trabajo me dedico a rescatar a personas; pero en las últimas veinticuatro horas hay un vacío absoluto en mi cabeza, y no soy capaz de recordar ni un solo detalle.

– Puede que lo recuerdes todo después de haber dormido bien.

– Puede que lo recordase todo si estuviera en casa.

La enfermera de pelo rizado asomó la cabeza.

– ¡Andy! ¡Te voy a dar una paliza! ¡Dijimos diez minutos, y aún estás aquí!

– Vale, ya me voy -Andy recogió su libreta de notas y su viejo Stetson de la mesa, se levantó y tras guiñarle un ojo a Maggie, añadió mirando a la enfermera-: ¿Sabes una cosa, Gert? Esta jovencita estaba intentando convencerme de que la ayudara a salir de aquí.

Su traición dejó a Maggie con la boca abierta y a Gert le hizo darse la vuelta con más rapidez que una gallina enfadada.

– Por encima de mi cadáver. Esta noche tienes que quedarte aquí. Una conmoción no es algo que deba tomarse a la ligera…

Y siguió despotricando sin parar. Las miradas de Maggie y Andy se cruzaron un instante antes de que él saliera, y Maggie susurró:

– Eres hombre muerto.

– Me marcho, Gert -dijo, y ya desde la puerta, añadió-: Nos volveremos a ver.

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