Capítulo 6

Como Maggie parecía decidida a confesarle todos los terribles pecados que había cometido en su vida, y demostrarle de una vez por todas que no era una buena mujer, Andy no pudo identificar qué había provocado aquel repentino cambio de humor, pero cuando ella le rodeó el cuello con un brazo y lo besó en los labios, él prefirió no hacer preguntas. Era demasiado caballero.

Pero como aquel primer beso sólo pareció frustrarla, decidió ir por otro, y su mirada se volvió brillante y vulnerable, aferrada como estaba a él, casi como si temiera verlo desaparecer.

Pero no iba a ir a ninguna parte.

El tronco que habían estado utilizando como respaldo les estorbaba, así que tiró suavemente de ella para quedar ambos tumbados sobre el aislante y poder profundizar en un beso que ya les estaba trayendo problemas. Pero eso era precisamente lo que él deseaba darle, más problemas de los que pudiera manejar una tarea improbable, teniendo en cuenta que ambos iban forrados de ropa y que la cara era la única parte del cuerpo que quedaba al descubierto.

Pero todo era culpa de Maggie. Ella le había provocado. Aunque el que estaba ya metido en un buen lío era él. Todo lo de ella lo atraía, su deseo de independencia, su espíritu, su integridad. Menos mal que había descubierto también algunas debilidades. Le parecía admirable la lealtad que de mostraba hacia su familia, pero por su propio bien, creía que la llevaba demasiado lejos. No tenía paciencia con las tareas que no le gustaban, como ir a comprarse un coche, por ejemplo, y con tal de terminarlas pronto era capaz de cualquier cosa. Corría riesgos excesivos, como eso de cruzar los Apalaches sola. Precisamente esa era una de las razones, su fortaleza y su independencia, por las que era lógico que Maggie no necesitara tener un hombre en su vida. De hecho, semanas antes, él mismo habría estado dispuesto a ratificarlo, porque nunca había sentido la necesidad de una compañera. Hasta aquel momento, claro. La necesidad de amar nunca lo había dominado hasta conocerla a ella. Jamás había sentido tanto y en tan poco tiempo. No podía creer que algo fuese tan perfecto, y sin embargo el mundo entero cambiaba de color cuando estaba con ella, y dos veces más rápido si la tocaba.

Temía estar solo en aquella isla, que Maggie no estuviese en su misma situación… pero la duda sólo perduró hasta volver a besarla.

Quizás hubiera amado antes, pero no era sólo él quien estaba al borde del precipicio. Maggie era pura dinamita. Ninguna mujer lo había mirado de la forma en que lo hacía ella. Ninguna mujer le había respondido con aquella vulnerabilidad terrenal, pura, honesta, sensual. No tenía miedo. Era más como si la sorpresa la hubiera dejado sin defensas. No estaba acostumbrada a que dos personas pudieran generar un cataclismo con tan sólo besarse. Y él, tampoco. Además, tenía la sensación de que para ella, la antesala del sexo era importante. Quizás ningún hombre de los que habían estado con ella le había dado la misma importancia. Maggie era demasiado fuerte para dejar el control en manos de otra persona, y el sexo era mucho más fácil si se reducía a un picor que había que saciar. Pero a él lo empujaba el amor y no sólo el sexo, y quería conseguir su confianza, algo que no podía conseguirse con rapidez. Tenía que conseguir que deseara más, despertar en ella la frustración y quizás, de ese modo, consiguiera abrir la puerta a la confianza.

La teoría seguro que era la correcta, pero había un pequeño problema en la aplicación.

El aislante se había enredado en ellos y Maggie tenía la cabeza en la nieve, así que Andy rodó para colocarla sobre él. No iba a permitir que pillara una pulmonía.

– Andy…

Tan explosivo resultó para ella estar arriba como había resultado estar abajo. La cordura estaba desapareciendo a manos llenas y Andy tuvo que recordarse que él siempre había tenido montañas de paciencia, especialmente como amante. Siempre. Sin excepciones.

– Andy… -susurró de nuevo, enmarcando su rostro con las manos, aceptando sus besos, aprisionándolo con su peso como si estuviera saboreando la tortura-. Tenemos que ponerle fin a esto -dijo con voz ahogada-. Los dos sabemos que es una locura. Es tarde. El fuego casi se ha apagado. Nos estamos congelando.

– Bueno… siento tener que decírtelo, Mags, pero eres tú quien me está besando.

– Cállate y ábrete la chaqueta, Gautier.

Andy obedeció. Bajó primero la cremallera de su chaqueta y después la de ella. Aún quedaban unas quinientas capas de ropa entre ellos, pero la situación había mejorado. Había suficiente calor en sus pechos para derretir una avalancha, O dos.

La cordura lo abandonó un poco más. Incluso podría decirse que cayó a un pozo sin fondo. Ganarse su confianza era algo serio, importante, pero algo en lo que podría pensar al día siguiente. En aquel momento sólo podía pensar en tenerla desnuda, en la cama, con la puerta del dormitorio cerrada. Sentía la curva de sus pechos, pero no podía tocarlos. Sentía la curva de sus nalgas a través de los pantalones de esquí, pero no podía acariciar su piel. Quería sentir su carne. La quería a ella. Y el deseo se apoderó de él y lo abrasó.

– Andy, podríamos…

– Maldita sea, Maggie, no me digas eso.

A la escasa luz del fuego, su pelo era de color coñac, los labios le temblaban y sus ojos verdes reflejaban a un tiempo deseo y sinceridad.

– No sé si estamos haciendo bien. Tengo miedo de que sea demasiado pronto, pero Andy… nunca me había sentido así. Con nadie. Y me cuesta creer que nos estemos equivocando con un sentimiento tan fuerte como este…

Un ruido discordante les llegó de quién sabe dónde. Todos los sonidos que los rodeaban, el crujir de los pinos, el silbido del viento, el crepitar del fuego… todos ellos eran sonidos naturales, pero no aquel.

Maggie levantó la cabeza como si alguien la hubiese abofeteado.

– ¿No es tu teléfono móvil?

– Sí -murmuró él, aderezando la respuesta con una amplia variedad de maldiciones, pero la besó una vez más antes de separarse de ella para sacar el maldito teléfono de la maldita mochila. La única voz que quería oír era la de Maggie, y deseaba de verdad saber a dónde quería llegar con aquella conversación, aunque sus hormonas le estuviesen ya gritando la respuesta.

Maggie quería hacer el amor con él. No de una forma convencional o fácil, pero parecía más que dispuesta a una aventura salvaje sobre la nieve. Igual que él.

Pero la ley, desgraciadamente, era su vida y su trabajo. La calidad de la comunicación era bastante mala, pero pudo descifrar el mensaje. Paul Shonefeid estaba destrozando el bar; no es que fuera la primera vez, pero las navajas acababan de aparecer en la pelea, y su ayudante sabía que lo estrangularía si intentaba enfrentarse a esa clase de problemas solo.

Maggie sólo necesitó oír el final de la conversación para ponerse rápidamente en pie, y para cuando Andy colgó, ya había apagado el fuego y estaba doblando el aislante.

En cuestión de minutos, llegaron esquiando hasta su casa. La bajada con el viento helado debería haber apagado sus hormonas, pero no fue así. Maggie lo había recogido todo y no había dicho una palabra. Su mujer le habría hecho pagar con dos semanas de disculpas y lo habría vuelto loco con que su trabajo era más importante que ella, pero Maggie parecía aceptar y comprender que su trabajo no encajaba en un horario de ocho a cinco.

Una vez en su casa, la hizo apoyarse contra la puerta trasera para un último y largo beso.

– Eso está mucho mejor, Gautier -murmuró.

– ¿Mejor?

No comprendía qué quería decir.

– Sí. Has vuelto a sonreír. Hace un rato, he temido que fueras a arrancarme la cabeza.

– No estaba enfadado contigo, Maggie.

– Lo sé. Estabas enfadado por la interrupción, pero tu expresión era más negra que una nube de tormenta -hizo una pausa-. Sé que tienes que irte, pero quiero decir que… que esto no ha salido como había pensado. Creía que una cena al aire libre sería algo que podríamos hacer juntos sin complicaciones.

– Yo también, pero la nieve y el frío no han sido capaces de enfriarnos. Quizás deberíamos probar a nadar un rato en uno de los lagos de la montaña. -¿Crees que funcionaría?

Andy rozó su mejilla.

– No. Creo que los dos sabemos lo que va a pasar, pero lo último que querría hacer es presionarte, Maggie. Encontraremos la forma de pisar el freno.

Y lo decía en serio; el problema era cómo.

Cuando paró el coche frente a Babe’s, el bar del conflicto, Mavis lo estaba esperando. Su ayudante era un hombre moreno, de ojos negros, cuarenta y siete años y casi uno noventa de estatura. A diferencia de John, que tenía el tamaño adecuado pero no la capacidad ni el valor, Mavis podría vencer a cualquier hombre en una pelea sin salir herido, pero Andy era muy estricto con las medidas de seguridad. Había situaciones a las que no debían enfrentarse sin apoyo, y aquella era una.

Un tiro al aire llamó la atención de la gente, probablemente porque ya se habían cansado de pelear. El bar estaba patas arriba, sillas rotas, mesas tiradas, un espejo roto…, pero los daños de las personas eran mucho peor, una herida de navaja en un brazo, un hombre inconsciente y tres o cuatro con magulladuras. Paul Shonefeld había pegado primero, como siempre. Era un tipo testarudo a quien el alcohol le hacía perder fácilmente los estribos, pero siempre había tenido dinero suficiente para pagar los daños y las indemnizaciones.

Pero no en aquella ocasión. Andy y Mavis llevaron a dos de los heridos al hospital para que les dieran puntos en los cortes, aguantaron las quejas y protestas de Babe hasta que se calmó, mandaron a todo el mundo a casa y después metieron a Paul en su coche, quien no dejó de patalear y protestar durante el tiempo que tardaron en llegar a la cárcel,

Andy no discutió con él, sino que se limitó a encerrarlo. La oficina del sheriff compartía el edificio con correos, de modo que lo que utilizaban a modo de calabozo no era tal, sino una habitación pequeña con barrotes en las ventanas, una cama y un buen cerrojo. Paul conocía bien el camino.

– Mañana estaré fuera -espetó.

– Ni lo sueñes. Cruzaste la línea al sacar la navaja.

– Yo no fui el primero en sacarla. Fue Brooker. Yo sólo me defendí. Nadie puede decir lo contrario…

– Nadie excepto yo, Shonefeld. Ahí tienes agua y un water, así que no quiero volver a oír tu voz hasta mañana por la mañana, porque cualquier cosa que quieras decir, será ya delante del juez.

– Primero tengo que llamar por teléfono…

Técnicamente tenía ese derecho, pero Shonefeid se quedó dormido antes de poder hacerlo.

Andy se sentó en la silla de su abuelo frente a la mesa con la luz de neón brillando sobre su cabeza. La iluminación navideña adornaba Main Street, pero ni un solo coche pasaba a aquellas horas, de modo que el único sonido era el del segundero del reloj y el de su bolígrafo.

La adrenalina tardaba un poco en recuperar su densidad normal tras enfrentarse a tipos como Shonefeld, pero su cabeza pronto dejó de pensar en él. Sólo tenía sitio para Maggie. Bajo cero como estaban y tras dos horas de altercado y ella seguía ahí, colándosele en la cabeza como lo haría el perfume de las rosas por una ventana abierta en verano.

Y corno a una rosa pura, rara, generosa y frágil, tendría que cuidarla. Se sentía tan bien con ella que no podía volver a correr el riesgo de echarlo todo a perder ya que, el hecho de que viviese sola quería decir que otros hombres o habían intentado atarla, o la habían dejado en la estacada, y él no quería hacer ninguna de las dos cosas. Pero si Maggie consideraba el amor como una atadura en lugar de como una fuente de libertad, iba a necesitar tiempo para mostrarle que una relación podía ser diferente a lo que ella se temía.

Jamás había conocido a una mujer que fuese tan perfecta para él, un alma gemela que no había creído que existiera. Dejó el bolígrafo sobre la mesa y cerró los ojos, consciente de que estaba intentando trazar una estrategia con la que poder ganarse a Maggie. Y uno no puede trazar estrategias con la magia. Ni siquiera se puede explicar de dónde sale.

Pero así estaban las cosas, y su corazón lo sabía.

Maggie se puso una chaqueta, agarró la escalera y salió fuera. El sol brillaba tanto que la nieve parecía una alfombra de diamantes, pero en lo que a ella concernía, en paisaje podría haber sido desértico. Estaba de un humor de perros. Mejor, de osos. De una hembra de oso con síndrome premenstrual.

Clavó la escalera en un banco de nieve, la apoyó contra el alero, entró de nuevo en el garaje a buscar un cubo de alquitrán y una espátula, los dejó en el suelo junto a la escalera y, con los brazos en jarras miró hacia el tejado entornando los ojos.

Era culpa de Andy. No lo de la gotera, claro, sino su humor. Rara vez estaba de mal humor, excepto cuando no dormía lo suficiente, y eso era precisamente lo que le había ocurrido la noche anterior. Las pesadillas que padecía desde el accidente se habían cuadruplicado, y Andy tenía que ser el responsable.

La bota de montaña le resbaló en el primer peldaño, pero recuperó el equilibrio y siguió subiendo con las herramientas.

Aquello de la magia era una completa estupidez.

Nadie se enamoraba tan rápido. ¡Si hasta se había abalanzado sobre él en el bosque! Y lo peor es que le había parecido algo perfectamente natural. Por alguna extraña razón, se había empeñado en creer que estaba enamorada de pies a cabeza de él, y eso la estaba poniendo nerviosa.

Tanto que apenas había podido dormir. Ya tenía bastantes perturbaciones con la dichosa pérdida de memoria. Le había dado vueltas y vueltas a la cabeza intentando recordar qué podía haber hecho para sentirse tan culpable, pero jamás había hecho algo que atacase frontalmente su sistema de valores, y no se podía imaginar a sí misma haciéndolo.

Aquellos sueños tenían que haberse intensificado por culpa de Andy. Tenía que ser por sus bromas sobre lo buena persona que le parecía, y aunque le gustaba su sentido del humor… es más, le gustaba todo de él, su ética era tan rígida como la de ella, y la preocupación por haber podido hacer algo que o desilusionase debía haber sido la causa de aquellas pesadillas.

Jamás había tenido problemas para controlarse, y no poder atajar aquellos ataques de ansiedad la avergonzaba. Menos mal que arreglar el tejado sí que podía.

La escalera empezó a ladearse cuando llegó al último escalón, y tragando saliva, se subió al tejado. Al construir su cabaña, había elegido el tejado más inclinado posible, lo mismo que haría cualquiera que viviese en medio del bosque en una zona de nevadas tan intensas como aquella. La pendiente del tejado ayudaba a la nieve a caer, y por lo tanto se reducía el riesgo de que la techumbre pudiera llegar a hundirse por el peso excesivo.

Pero en aquel momento, una pendiente tan pronunciada la obligaba a escalar, y el sol tanto la favorecía como le ponía dificultades. La mayoría de la nieve se había derretido ya, o había caído al suelo, de modo que aquel día sería probablemente el único del invierno en el que poder acometer aquella tarea. El único problema era que el calor creaba pequeños riachuelos de agua y placas de hielo. Las botas de montaña se agarraban bien, pero tenía que llevar las herramientas y el cubo del alquitrán, de modo que sus movimientos eran más complicados.

– Eh, Maggie!

A punto estuvo de dejar caer el cubo y de escurrir tejado abajo por el susto. Era Colin. Su sobrino había visto la escalera y había subido a ver qué pasaba. Tenía una sonrisa endiablada, los ojos verdes muy parecidos a los suyos, y con el sol dándole en la cara, se podía ver los cinco pelos que lucía en la barbilla y de los que estaba demasiado orgulloso como para afeitarlos.

– Me has dado un susto de muerte, monstruo.

– Y tú a mí al verte aquí arriba. ¿Cuántas veces me has dicho que no debo hacer esto mismo yo solo?

– Eso es distinto. Yo soy la tía y tú el sobrino. Es uno de esos casos en los que se supone que debes hacer lo que digo y no lo que hago -tragó saliva al mirar hacia abajo-. Tengo que hacer esto hoy sin falta, pero si necesitas algo…

– No, nada. He venido a preguntarte qué puedo comprarle a mi madre para Navidad. Así aprovechaba para desaparecer de casa una hora o dos…

– ¿Tiene un mal día tu madre?

– Más o menos. Primero ha empezado con Rog, y luego ha seguido conmigo. En fin…, de todas formas, no he venido para hablar de eso. Voy a ayudarte.

– No, Colin! -saber que su hermana no estaba bien ya era una preocupación, pero palideció al ver a su sobrino hacer ademán de encaramarse al tejado-. No subas. En serio, además, he cambiado de opinión y yo también voy a bajarme. Me pareció una buena idea arreglar hoy la gotera porque sé exactamente dónde está, pero está demasiado resbaladizo…

– No te preocupes. Llevo buenas botas, así que yo lo haré. Me servirá para sentirme mejor, porque no te creas que me he olvidado de lo mucho que te debo, Mags. Deberías haberme llamado para que te echara una mano. Habría estado aquí en un abrir y cerrar de ojos.

El color que había teñido de repente sus mejillas no tenía nada que ver con el frío, y Maggie no tenía ni idea de qué quería decir con lo de que le debía mucho.

– No, Colin! En serio, no subas, que esto está muy peligroso. Ay, Dios mío…

Como cualquier otro adolescente, saltó al tejado con una elasticidad sorprendente. Pero la torpeza también es característica de la adolescencia, así que la bota de Colin se enganchó en el último peldaño, y Maggie vio la escalera ladearse y desaparecer. Menos mal que Colin tuvo el buen sentido de, al perder contacto con la escalera, tirarse boca abajo sobre el tejado.

– Vaya…

– No te muevas, no mires, no hagas nada -dijo Maggie con serenidad-. No se te ocurra hacer ninguna tontería. Los dos estamos bien y no va a pasar nada. Encontraré la forma de bajar de aquí.

Pero al mirar hacia abajo, no tuvo ni idea de cómo iban a conseguirlo. Las crisis nunca la asustaban y era una mujer de recursos, pero era imposible alcanzar la escalera y el salto de dos pisos, aun contando con que la nieve amortiguase la caída, era francamente peligroso.

– Encontraré la forma de bajar -dijo-. Tú no te pongas nervioso.

Estar atrapados en el tejado era un problema, pero evitar que Colin hiciese alguna locura era su prioridad. Media hora más tarde, Maggie había solventado una crisis, pero no la segunda… cuando vio el coche del sheriff pararse delante de su casa con un chirriar de neumáticos.

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