Prométeme que no te olvidarás de lo que acabas de decirme.
Maggie frunció el ceño mirando el monitor del ordenador. No pretendía seducir a Andy. Ni siquiera pensaba en él se repitió por enésima vez.
Tenía las contraventanas cerradas. Fuera, hacía una cruda tarde de invierno, y ella tecleaba en el ordenador a unas ciento veinte pulsaciones por minuto. Tenía el contestador conectado, y un cartel en la puerta de atrás que amenazaba con tomar represalias si alguien osaba interrumpirla. Estaba descalza y con un viejo pantalón de chándal con un agujero en el trasero, su ropa de trabajo. Una vela con olor a fresa estaba encendida junto a ella, esparciendo su aroma por todo el despacho.
La fecha de entrega colgaba sobre su cabeza amenazadoramente. Al cabo de cuatro días, tendría que ir a Myrton para entregar un manual. Siempre trabajaba mejor con una pantera mordiéndole los talones, y conocía a los ingenieros como si fuesen sus hermanos. Todos eran brillantes, pero incapaces de comunicarse coherentemente en su propia lengua, de modo que un manual técnico redactado por ellos necesitaba de un traductor para que un usuario comprendiera su jerga y su peculiar forma de redactar.
La necesitaban, lo cual ella se ocupaba de recordarles de vez en cuando. Valía su peso en oro, lo cual también les mencionaba de tarde en tarde, pero la habían sorprendido años atrás, creyéndoselo a pies juntillas.
El teléfono sonó, pero lo ignoró. Cuatro centímetros de nieve cubrían el camino de entrada a la casa, el fregadero estaba lleno de platos sin fregar y debería encontrar un momento para peinarse, pero siempre que debía enfrentarse a una maratón de trabajo, la inmersión total se imponía. El resto de su vida tenía permiso para quedar en suspenso… con una pequeña excepción.
El rostro de Andy no dejaba de aparecérsele ante los ojos. Su sonrisa perezosa, sus ojos oscuros, la electricidad con que se cargaba el aire con sólo tocarla. Se había pasado dos noches casi en vela intentando analizar lo que sentía por él. Los dos valoraban las mismas cosas, y estar con él era para ella más natural que estar con cualquier otro ser humano.
Todo iba bien.
Demasiado bien.
Nada podía ser tan perfecto. Nada. Las relaciones siempre necesitaban esfuerzo; siempre había problemas, diferencias que solventar, así que, ¿dónde demonios estaba la trampa?
El teléfono dejó de sonar en cuanto el contestador empezó a funcionar. Una vendedora telefónica.
Cinco minutos más tarde, el teléfono volvió a sonar, pero Maggie no descolgó. Tres timbrazos más, y el mensaje empezó a grabarse.
– ¿Maggie? Soy Joanna… si estás en casa, Contesta, por favor.
Maggie salto de la silla y descolgó.
– Estoy aquí, cariño.
– Siento molestarte, de verdad, porque me imagino que debes estar trabajando y…
– No te preocupes.
El timbre de voz de su hermana sonaba tan raro que una docena de alarmas se dispararon en su cabeza.
– Es que tengo problemas con el coche. Estoy en el centro, terminando las compras de Navidad. Había aparcado delante de Mulliker’s, y no sé qué hacer…
– Tranquilízate, que enseguida estoy ahí. Pero no te quedes en la calle; si quieres, nos reunimos en June’s y así mientras te tomas un café. Estaré ahí antes de que te lo hayas terminado.
Maggie se puso el abrigo largo, en lugar de perder tiempo en cambiarse de ropa y quince minutos más tarde estaba dando vueltas por Main Street por segunda vez. Al fin vio un lugar donde aparcar, tres bloques más allá de June’s, pero faltando sólo dos semanas para Navidad, el centro estaba saturado de compradores. Se bajó del coche y echó a andar. La nieve le daba en la cara mientras pasaba junto a Papá Noel, y las tiendas estaban todas adornadas; incluso los semáforos lucían enormes lazos rojos.
Encontrarse con su hermana era lo único que llevaba en la cabeza, y no el espíritu navideño, y mucho menos ir de compras, pero cuando se detuvo para cruzar la calle, echó un vistazo a uno de los escaparates de Mulliker’s. En aquel momento, estaban poniendo una cazadora de cuero en uno de los maniquíes. Era una cazadora normal, más del gusto de cualquier adolescente que del suyo, y por lo tanto no tenía nada de especial… sin duda nada que pudiese explicar por qué el estómago se le encogió de pronto y sintió las palmas de las manos húmedas dentro de los guantes.
Era sólo una cazadora. Nada para ella. Nadie que conociera tenía una igual, y sin embargo la adrenalina se disparó por sus venas, anegándola con ansiedad y una atenazadora sensación de culpabilidad. Por un instante incluso tuvo la sensación de que iba a marearse, pero el semáforo se puso en verde y los más impacientes empujaron a su espalda; una mujer la miró con el ceño fruncido por quedarse parada en medio.
Maggie se obligó a echar a andar e intentó concentrarse en encontrar a su hermana, pero la exasperación empezaba a ser insoportable. La amnesia era un problema molesto, pero aquellos ataques de culpa habían llegado ya demasiado lejos.
Siempre se había enorgullecido de la fuerza de su carácter y ya era más que hora de que supiera qué demonios estaba causando aquellos ataques de ansiedad.
Los rostros que pasaban a su lado no eran para ella más que una máscara, y una vez más pensó en Andy. El siempre la hacía reír, conseguía que se sintiera mejor, pero se preguntó si su relación con él no tendría que ver en algún modo con lo que no conseguía recordar.
Era obvio que él no tenía nada que ver con el accidente; ni siquiera lo conocía, y tenía miedo de desilusionarlo. Sus valores y su ética eran tan fuertes en él que tenía miedo de que esperase más de lo que ella pudiera dar. Tenía miedo de no estar a la altura, porque si le fallaba a él, sería como fallarse a sí misma, y quizás fuese esa la razón de que aquellas veinticuatro horas perdidas siguieran asediándola. ¿Podría ser aquel sentimiento de culpa una especie de aviso?
«Estás dando vueltas siempre sobre el mismo círculo», se dijo con impaciencia. Tanto análisis no le estaba conduciendo a ningún sitio, y lo único que debería haber tenido en la cabeza en aquel instante era a su hermana. Llegó a la cafetería y abrió la puerta.
Estaba llena hasta la bandera y el decorado siempre acogedor tenía un decidido tinte estacional. Un Papá Noel tomaba un chocolate caliente en el mostrador, y otro estaba tomándose un trozo de pastel de manzana. El suelo estaba mojado por la nieve que entraba en las botas de los clientes, y el aroma a rollitos de limón y café inundaba el ambiente. A pesar del montón de gente, Maggie localizó a su hermana en dos segundos.
Estaba sentada en una de las mesas del fondo. Su pelo rubio era como el halo de un faro en la oscuridad, lo mismo que la delicadeza de su constitución. Mientras atravesaba el salón, vio un montón de paquetes al lado de Joanna. También vio que la mirada de su hermana parecía somnolienta y algo perdida.
– ¿Qué le ha pasado a tu coche?
– Mm… bueno, nada, la verdad.
Maggie se sentó sin apartar la mirada de su rostro.
– Pues me alegro, porque ya sabes lo que yo sé de mecánica.
– Es que necesitaba que me llevases a casa, Maggie.
– Ya lo veo.
– Por teléfono me daba apuro decirte que… bueno, que no podía conducir, y no quería que los chicos supieran…
Como era habitual en ella, Maggie no se anduvo con rodeos.
– ¿Desde cuándo bebes a cualquier hora del día?
– Nunca. Te lo prometo. Pero es que esta mañana me desperté tan nerviosa y tenía tantas cosas que hacer que pensé que un par de copas me ayudarían a… centrarme. Y al principio fue así. El problema es que no había desayunado y cuando llevaba un rato de compras, empecé e encontrarme fatal.
Maggie hubiera querido darle un buen capón, pero nunca había sido capaz de enfadarse de esa manera con su hermana. Siempre se sentía inútil y no enfadada, incapaz de insuflar un poco de fuerza en una soñadora irreductible.
– ¿Tienes el estómago revuelto? Si quieres, podemos comer algo antes de volver a casa.
– Mi estómago está bien, pero mi coche…
– No te preocupes. Ya me las arreglaré para llevártelo a casa.
– Mags, lo siento. No sé cómo me las arreglo para estar siempre metiendo la pata…
– No le des más importancia de la que tiene. ¿Qué crimen has cometido? Recuerdo una ocasión en la que quería preparar una receta de tarta al jerez. La probé tantas veces que acabé con tal cogorza que no sé cómo no quemé la cocina.
– Estás intentando hacerme reír. Pero entonces eras una niña, y yo no lo soy.
– Ya lo sé, y la próxima vez que sientas que necesitas tomar una copa, llámame, y nos emborracharemos juntas. No vuelvas a hacerlo sola, ¿vale?
– Nunca lo había hecho, y te prometo que no volveré a hacerlo jamás. Maggie, nunca he bebido delante de los chicos, ya lo sabes.
Sí, lo sabía. Su hermana había sido siempre una madre dedicada, hasta que aquel dolor la había sepultado. Parecía tan perdida…
– Mira, no hay por qué hacer una montaña de un grano de arena. ¿Conoces a alguien que no haga estupideces de vez en cuando?
– Sí, tú.
– Joanna! ¡Qué tontería Venga, vamos a ver qué tal andas. Yo llevaré los paquetes. Y ya puedes decirle a los chicos que su tía Mags los invita a una cena de auténtica comida basura. Así te dejarán un rato tranquila.
– Siempre tienes que venir a rescatarme.
¿Y para qué si no estaba la familia? Sin embargo, mientras salían del restaurante, uno de los comentarios de Andy se le vino a la cabeza. Quizás tenía razón. Quizás algunas personas jamás se atrevían a ponerse en pie y caminar por sí mismas si siempre había alguien a su lado que lo hacía por ellos. Pero Andy trabajaba con delincuentes. Y Joanna era su hermana. ¿Qué otra cosa podía hacer sino estar al lado de su hermana cuando la necesitaba?
Andy sentía hasta el último músculo del cuello y de la espalda hecho un nudo. Había sido uno de esos días en los que no había podido parar un instante. A aquellas horas, debería estar ya en casa, durmiendo, porque sabía bien que si no descansaba las horas necesarias, el día siguiente sería aún peor.
Aun así, siguió caminando con las manos metidas en los bolsillos y las botas haciendo crujir la nieve. La ciudad entera cerraba sus puertas a las nueve, y eran más de las once. A aquellas horas de la noche, la ciudad era suya. El viento helado que había azotado durante todo el día había remitido hacía ya horas, y una luna blanca y llena se reflejaba en los semáforos y en los tejados inclinados. No había razón para estar patrullando; de hecho, el turno de noche le correspondía a John, pero el silencio, el aire fresco atravesándole los pulmones, las luces amarillas de las farolas, parecían calmar el estrés del día.
Al girar en una esquina, se detuvo. El coche blanco de Maggie era el único aparcado en la calle. De detrás de él, le llegaron unos ruidos difíciles de identificar, algo como metal rozando con metal y luego una voz femenina maldiciendo exasperada.
Lo único que podía ver de ella desde aquel ángulo era su trasero, y puesto que se había vuelto un experto en cómo esa parte de su anatomía llenaba los vaqueros, no tuvo duda de que se trataba de ella.
Nadie era capaz de despertar su sentido del humor estando tan cansado como estaba, excepto, al parecer, ella. Tenía que acercarse para ver mejor. Al parecer estaba intentando enganchar un remolque a la parte trasera de su coche. Una moto de nieve estaba justo detrás, y debía ser eso lo que pretendía remolcar con su coche. A la luz del día, no habría tenido problemas para conseguirlo, pero intentar hacer algo así en las sombras de la luna era complicado.
Estaba tan concentrada que no lo oyó acercarse.
– Hola, secuestradora. ¿Preparando un segundo vehículo para tu próximo golpe?
Se levantó de un respingo y con una mano en el corazón. Parecía menos sorprendida que culpable, pero esa expresión le duró poco. La dulzura de su mirada debía ser por él, aunque pusiera los brazos en jarras.
– Hoy no he tenido tiempo de robar ningún banco, pero tendría que haberme imaginado que ibas a ser precisamente tú quien me pillara transgrediendo la ley.
– Eso es precisamente lo que siempre intento hacer comprender a los delincuentes como tú, que tarde o temprano, terminamos por echaros el guante. El problema en este caso es que no tengo muy claro qué clase de delito se está cometiendo aquí.
– Ni yo tampoco en este instante, pero es que he conducido con la moto por el centro, y sé que eso es ilegal. He tenido que llevar a mi hermana a casa en su coche, con lo cual he tenido que dejar el mío aquí, así que tenía que venir a recogerlo de algún modo. He venido tan tarde con la esperanza de no molestar a nadie con el ruido de la moto, y suponía que engancharla al coche iba a ser coser y cantar.
– Un poco sosa tu historia; vamos a ver si me entero. Tu hermana tenía algún problema con el transporte y tú la has ayudado. ¿Es eso todo?
Andy se agachó junto al coche. Con luz o sin ella, había enganchado tantos remolques en la oscuridad que podría hacerlo hasta con los ojos cerrados, y esperar a que Maggie le pidiese ayuda era como esperar a que se secase el mar.
– Más o menos. Excepto lo de que se supone que está prohibido llevar motos de nieve por el centro. Puedes ponerme tranquilamente una multa, si tienes que hacerlo.
Una vez enganchó el mini remolque al coche, entre Maggie y él subieron la moto.
– Bueno, la verdad es que en Navidad intento hacer la vista gorda con determinadas infracciones. Sería distinto si creyera que vas a volverlo a hacer, pero tal y como has confesado y cómo tú misma me has pedido que te multara… en fin, que no creo que haya esperanza para un criminal de corazón endurecido como tú.
Su sonrisa era aún más endiablada a la luz de la luna, pero mientras ataba la moto al remolque. Dijo:
– No quiero que pienses que puedo tener mano con la ley. Sé que he hecho mal y que me arriesgaba a que me pusieran una multa, así que no espero que hagas excepciones conmigo.
– La pena es que ya tienes mano con la ley local, pero te prometo que si haces algo que sea digno de detenerte o de esposarte, así lo haré.
– Tengo la impresión de haber oído ya antes esa promesa, Gautier. Será mejor que te andes con cuidado, no sea que decida hacer algo gordo para ponerte a prueba.
Dio la vuelta al remolque y de puntillas, lo besó. Tenía los labios fríos como el hielo y era evidente que pretendía ser sólo un roce, pero dejó las manos sobre sus hombros, y aquella mínima caricia duró suficiente como para caldear el cuerpo de Andy, a pesar de que la temperatura de la noche era bajo cero.
– Me parece que ya tienes experiencia más que suficiente haciendo cosas gordas. ¿Por qué me has besado?
– Por amor. Por pasión descontrolada, Y quizás para darte las gracias por haberme ayudado a enganchar ese condenado trasto. Aunque me da cien patadas que los hombres puedan hacer cosas mejor que yo.
– Recordaré no volver a ayudarte. Y hablando de sobornos…
– ¿Quién ha hablado aquí de sobornos?
– Tú has transgredido la ley. ¿Acaso has pensado que iba a dejarte ir de rositas sólo porque esté loco por ti? Vas a tener que sobornarme con algo… y yo estaba pensando en un árbol de Navidad.
Maggie se quedó inmóvil al oírlo admitir estar loco por ella. Ya tenía la nariz y las mejillas rojas por el frío, pero Andy habría jurado que enrojecía más. Pero se echó a reír y lo miró a los ojos como dudando de si estaba en su sano juicio.
– Pareces cansado, Andy. Adorable, pero cansado. Es evidente que has tenido un día duro y es tarde, pero no alcanzo a comprender cómo has llegado de los sobornos a los árboles de Navidad.
– ¿Tú sueles poner árbol en casa?
– Normalmente no… desde que murieron mis padres -dijo, y se apoyó contra el coche. El hizo lo mismo-. Joanna sí, porque tiene a los chicos, y antes decorábamos juntas toda su casa, pero no sé… al vivir sola, me parece que no merece la pena todo ese lío. Pongo algunas velas y algún que otro adorno, pero nada más.
– A mí me pasa lo mismo. Después de divorciarme, me parecía una pérdida de tiempo poner un árbol para mirarlo y recordar que estoy solo. Pero es que este año me gustaría tener uno…, si consigo convencerte de que vengas a cortarlo conmigo. Solo no tendría ninguna gracia.
– Es posible que me deje convencer -contestó, y al mirar hacia abajo, pareció sorprenderse de ver sus dedos entrelazados con los de Andy.
El no. Estar de la mano con ella en una calle silenciosa y bañada por la luz de la luna le parecía tan natural como respirar, y respirar le parecía tan natural como la avalancha de deseo que los había sepultado en otras ocasiones.
– ¿El sábado por la mañana te parece bien para lo del árbol?
– Perfecto -contestó con una sonrisa-. ¿Te das cuenta de que es casi media noche y estamos aquí, dándonos la mano en medio de la calle a no sé cuántos grados bajo cero?
– Un poco tonto, sí.
– ¿Sólo un poco?
Pero ni soltó su mano, ni hizo un solo movimiento para sacar las llaves del coche. Y ya que no parecía tener prisa por marcharse, Andy pensó que podían seguir hablando de cosas personales un poco más.
– ¿Sueles ir a la iglesia, Mags?
– Y cómo se te ocurre algo así ahora? Hablar de religión puede ser un poco delicado.
– Sí, lo sé, pero es que no hay manera de saber lo que piensas de algo así a menos que me lo digas.
Maggie asintió, y aunque mantuvo el tono de voz desenfadado, sus ojos lo miraron con honestidad.
– Bueno… cuando era más joven me consideraba, digamos, agnóstica, y pretendía seguir así, ya sabes lo asidua que soy al pecado y al crimen…, además, nunca conseguía que mis creencias personales encajaran con ninguna iglesia organizada. Después, cuando al marido de Joanna le diagnosticaron el cáncer, me vine a vivir aquí, y el reverendo Gustofson se portó tan bien con nosotros que no sé muy bien cómo lo hizo, pero ahora la mayor parte de los domingos, me encuentro en su iglesia.
– Es que es un buen hombre.
– Sí… y ahora te toca a ti la patata caliente. ¿Tienes sentimientos religiosos fuertes en algún sentido?
– Sentimientos religiosos fuertes, sí, pero sentimientos religiosos fuertes que comulguen con alguna iglesia, eso es distinto. Crecí creyendo que la espiritualidad de cada uno es algo íntimo. Puedes ir al bosque y meditar, rezar a tu manera. Mi padre decía que ninguna iglesia puede obligar a una persona a hacerse las preguntas más duras de contestar sobre lo que está bien y lo que está mal; que es algo que tiene que salir de adentro. Pero…
– ¿Pero?
– Pero termino asistiendo a una iglesia o a otra todos los domingos. Por mi trabajo, conozco a todos los reverendos y predicadores de la ciudad. Cuando tienes a un chico conflictivo entre manos, suele funcionar poner en el mismo bando a todas las fuerzas que pueden influir en su vida. No puedo decir que sea creyente, pero mi nivel de comodidad dentro de una iglesia es más alto de lo que era antes. ¿Tienes algún problema con eso?
– No, en absoluto -dijo, pero después pareció dudar-. ¿Me has hablado de religión por algo en especial?
– No. Simplemente me parece que una pareja puede tener problemas cuando esconden lo que piensan en determinadas cosas. No es que yo piense que dos personas tienen que creer en lo mismo, pero ¿qué es lo que tienes si no puedes hablar de las cosas que importan de verdad?
– Te estás poniendo muy serio conmigo, Gautier.
– Bueno… puede que antes te diera la impresión de que el sexo era lo único que tenía en la cabeza. Y lo es… pero sólo el noventa por ciento del tiempo, aunque he pensado que podía impresionarte y sumarme un punto en la cuenta de buen chico si saco de vez en cuando algún tema serio.
– Es que eres un buen chico -contestó ella, y le dio un beso que lo levantó unos cuantos centímetros del suelo sin ni siquiera proponérselo.
Luego él la metió en el coche antes de que pudiera morirse de frío, pero él se quedó allí, en la calle nevada hasta que perdió de vista las luces de su coche.
Estaba en lo cierto sobre que se estaba volviendo muy serio, tan serio como para sacar un tema como la religión en una noche en la que se congelaban las palabras. Tan serio como para darse cuenta de que estaba agotado, exhausto, pero que estando con ella se olvidaba de todo lo que le había salido mal aquel día.
Lo bastante serio como para darse cuenta de que se había enamorado de ella.
Cada vez desnudaba más su corazón ante ella. Era tan perfecta para él que quisiera pellizcarse sólo para asegurarse de que sentía dolor. Una magia como aquella era tan rara que todavía tenía miedo de creer en ella.
Y lo que lo asustaba aun más era la posibilidad de que Maggie no sintiera lo mismo.