Cuando Andy aparcó el coche frente a la puerta de la casa de Maggie dos días más tarde, se dijo a sí mismo que aquella visita tenía justificación. White Branch tenía pocos delitos de los que ocuparse, pero como en cualquier otra comunidad, siempre había problemas. Una de las razones por las que a Andy le gustaba su trabajo era por el poder que su puesto le confería para erradicar muchos de esos problemas casi antes de que brotasen. Y no era un poder que tuviese nada que ver con la placa y la pistola, sino más bien con estar siempre atento a los posibles brotes. Por esa razón, patrullaba de vez en cuando por determinados vecindarios, y cuando alguien tenía un accidente, o sufría alguna clase de trauma, él procuraba hacer un buen seguimiento hasta asegurarse de que todo iba bien.
Maggie había pasado por una experiencia traumática como la que más, y por lo tanto, era perfectamente razonable que, ya que pasaba por River Creek Road, hiciese una parada para interesarse por ella.
Quizás el recuerdo de aquellos ojos verdes de terciopelo hubiese andado enredando con sus sueños las últimas dos noches. Quizás fuese ella la única mujer desde que se había divorciado, hacía ya cuatro años, que se le había quedado pegada al pensamiento como una lapa. Quizás su espíritu y su humor le habían gustado… especialmente estando tan vulnerable en aquella cama de hospital. Y sí, quizás también la silueta de un pecho que había adivinado en la cama del hospital.
Pero eso no tenía nada que ver.
Ocuparse del bienestar de la gente era simplemente su trabajo.
Al detener el coche, Andy se rascó la barbilla, pensativo. Maggie estaba allí, de pie en la puerta principal. Parecía estarse recuperando sin dificultades de sus heridas, a juzgar por la forma tan entusiasta en que se abrazaba a aquel hombre. Al verlo, dejó caer los brazos y con una mirada que era mitad curiosa, mitad picarona, dio un paso hacia su camioneta.
Como resultaba evidente que iba a recibirlo, Andy descartó la posibilidad de desaparecer de la escena, así que abrió la puerta y bajó.
Un viento áspero quemó inmediatamente sus mejillas y se le coló por el cuello de la camisa. A juzgar por las nubes plomizas y opacas que avanzaban por el oeste, iba a caer una buena manta de nieve. Era una pena no haber tomado aquellas nubes como advertencia…, o aquellos ojos verdes como premonición. Aunque no debían hacerle falta premoniciones a un hombre hecho y derecho de treinta y cuatro años como él para imaginarse que a una mujer como Maggie no le faltaría nunca compañía masculina.
– Hola, sheriff. Qué sorpresa. ¿Es que al final has encontrado algo por lo que arrestarme?
Le encantaría tener un cargo por el que arrestarla…, por quebrantar la paz, por ejemplo. La suya propia.
– Más bien al contrario; había pensado que durante un par de días no tendría que preocuparme porque se te ocurriera robar ningún banco. Tienes demasiadas magulladuras como para intentarlo. Pero de pronto se me ocurrió reparar en lo aislada que queda tu casa, y decidí pasarme por aquí. Como estás sin coche, no estaba seguro de sí tendrías algún medio para poder salir o para pedir ayuda.
– Te agradezco mucho el detalle, pero mi sobrino ha estado viniendo todos los días en su moto de nieve a traerme la compra y todo lo que he necesitado. Colin, ven a conocer al sheriff Gautier. Andy, te presento a Colin Marks, el hijo de mi hermana Joanna…
Su sonrisa tenía tanta malicia que un hombre podría sentirse como golpeado por un rayo al mirarla, y Andy estaba todavía intentando recuperarse cuando sus palabras lo calaron. Sobrino. Hijo. Entonces el chico se plantó delante de él con una mano tendida.
Debía medir un metro ochenta y tantos, cerca del metro ochenta y seis que medía él, y tenía el mismo color castaño claro de pelo y verde de ojos que Maggie. Por sus hombros y su estatura podría pasar por un hombre adulto, pero la falta de aplomo revelaba su corta edad.
– Me alegro de conocerte, Colin -lo saludó.
El chico dio un paso más hacia él y a punto estuvo de tropezarse con sus propios pies.
– Yo también me alegro de conocerte -dijo, y bajó rápidamente la mirada-. Maggie, tengo que irme. Mamá se estará preguntando dónde estoy.
Su sexto sentido de policía le dijo a Andy que algo no andaba del todo bien, que algo estaba pesándole al adolescente, pero también se dijo que quizás fuese una primera impresión equivocada. Maggie le dio otro abrazo y segundos más tarde, Colin se subió a su moto y desapareció en una nube de nieve.
– ¿Quince? -aventuró Andy.
– A punto de cumplir dieciséis. Y tengo otro sobrino, Rog, con un año menos. Colin es un buen chico, aunque alguna que otra vez se desmanda un poco. Los dos tienen buen corazón. Su padre murió el año pasado, y tanto ellos como mi hermana lo han pasado francamente mal. Pero bueno, antes de que me enrolle con historias de mi familia que a ti te interesarán un comino… ¿vas a permitir que una inválida se congele aquí fuera, o vas a entrar a tomar un café?
– Eso de inválida… -en su opinión, lo que estaba era arrebatadora. Llevaba el pelo suelto, y el sol hacía brillar en él hebras de miel. Se había hecho la raya a un lado, pero aun así se podía entrever el hematoma de la sien derecha. Iba muy poco maquillada, lo suficiente para intentar disimular las ojeras, y el cuello de su jersey rojo ocultaba el vendaje del cuello. Era evidente que no quería que nadie se preocupara por ella, y desde luego aquella sonrisa podía convencer a un hombre de que jamás había sufrido un accidente.
– Bueno, las marcas más llamativas están tapadas. Tienen tantos colores y tan brillantes que me encantaría poder enseñarlas, pero me temo no estar dispuesta a montar esa clase de espectáculo sin una orden judicial. Y supongo que no habrás traído una, ¿verdad?
– Vaya, hombre… pues no. Pero si me dejas pensar un momento, seguro que puedo encontrar algún cargo que…
Ella se echó a reír.
– Mientras tanto, ¿cómo quieres el café, solo o con leche?
– Solo, pero no quiero causarte molestias.
– Tonterías. Aquí fuera me estoy congelando y a mí también me vendría bien tomar algo caliente. Vamos, entra y no, no tienes que quitarte las botas. Este suelo aguanta bien la nieve.
Entró detrás de ella, se quitó la cazadora y la colgó de una percha junto a la de ella. Bajo la cazadora, Maggie llevaba un jersey rojo de cuello vuelto, vaqueros y calcetines gordos. Ropa cómoda y práctica, pero que no ocultaba sus curvas.
Pero él sólo la observaba para saber si de verdad estaba tan recuperada del accidente como parecía querer demostrar. Se movía con cuidado, y la vio echarse mano inconscientemente a las costillas, como si todavía le doliesen esas magulladuras. De todas formas. Parecía estar bastante mejor… de modo que le resultaba tremendamente fácil dejar vagar la mirada hacia otros puntos de su anatomía que nada tenían que ver con sus motivos altruistas.
Con esfuerzo se obligó a cambiar de objetivo mientras ella sacaba tazas y café.
La casa podía verse de un solo vistazo. La planta baja era toda una sola estancia, con la cocina elevada sobre el resto por dos escalones. Las paredes eran de ladrillo, con un horno de hierro fundido. Teteras de varios colores y tamaños colgaban de un aro de metal que bajaba del techo, y una salsa para espagueti borboteaba sobre el fuego, llenándolo todo con un aroma especiado.
El salón tenía una pared de piedra con la chimenea encastrada en ella; el fuego estaba encendido, y las chispas saltaban y subían por el tiro. Una puerta doble de cristal daba a una terraza con el piso de madera, y proporcionaba una magnífica vista del bosque.
A Maggie debía gustarle el azul, porque las sillas, los sillones y la alfombra eran de ese color. Nada parecía demasiado caro, ni tampoco que hubiera sido buscado para encajar en el mismo tono de azul, sino que daba la impresión de que, simplemente, a su propietaria le gustaba el azul.
– No me importaría que me dijeras que mi casa te parece preciosa -dijo, cuando se volvió hacia él con dos tazas de humeante café-. Es más, herirías mis sentimientos si no lo hicieras.
– Es más que preciosa -contestó-. Parece un lugar en el que refugiarse de todo.
– Buen chico -sonrió-. Yo misma la construí. Bueno, más o menos. Yo sola no habría podido ocuparme de colocar la chimenea, ni de poner las ventanas o las acometidas de agua, pero yo la diseñé, hice el trabajo de la piedra e incluso del techo, así que creo que puedo atribuirme parte del mérito.
– Estoy impresionado. En serio.
– Bueno, la verdad es que estuve a punto de partirme el cuello haciendo el techo… Intentaba pasar por superwoman cuando en realidad debería haber pedido ayuda. Pero esa es otra historia… -tomó un sorbo de su taza azul papagayo-. Ven. Te enseñaré el resto. No es que haya mucho. Arriba hay un dormitorio, mi despacho y un trastero.
El trastero combinaba la zona de lavado con la de almacenaje de equipo deportivo. Debía ser una experimentada esquiadora y escaladora, a juzgar por la solidez del equipo, y tenía una selección de herramientas que haría babear a cualquier hombre. Como contraste, su despacho era absolutamente femenino. Un ordenador de última generación rodeado de velas perfumadas, bolas de popurrí, una lámpara con una pantalla de encaje, plantas y fotografías compitiendo por espacio.
– ¿Trabajas desde aquí?
– Sí. Preparo documentaciones técnicas para Mytron. Confecciono catálogos y manuales de sus productos, y de vez en cuando, una vez al mes más o menos, voy a Boulder para reuniones y cosas así. Para el resto del trabajo lo único que necesito es un teléfono, un fax y un módem. Y en cuanto al dormitorio… bueno, te lo enseño si prometes taparte los ojos.
El se echó a reír.
– Confía en mí, ya he visto muchos desórdenes.
– Ya. Eso también lo he oído yo otras veces. Me refiero a un verdadero desorden. Hasta mi hermana se avergüenza.
Una escalera los condujo al piso superior. La habitación sólo tenía dos paredes. La tercera era una barandilla a media altura desde la que se veía el salón. Y el desorden era tal que Andy tuvo la certeza de que ningún hombre había estado durmiendo allí recientemente.
La vio esconder rápidamente un sujetador y algo rosa bajo la cama, pero aquel desorden revelaba algo más, a pesar de lo que intentaba aparentar, había pasado malas noches desde el accidente. La cama estaba completamente deshecha, como si hubiese tenido pesadillas.
Había un enorme tragaluz en el techo y una alfombra oriental en el suelo que debía cubrir casi hasta el tobillo al andar por ella, pero era difícil asegurarlo teniendo en cuenta el número de libros, prendas y papeles que abarrotaban el suelo. El baño era lo bastante grande como para tener una bañera cuadrada y un tocador. Su aroma lo perfumaba todo, un aroma suave, no dulzón; no era un perfume que pudiese identificar pero sí singular y evocador. Como ella.
– ¿Cuánto tiempo llevas viviendo aquí?
– Casi cuatro años. Crecí en Colorado Springs, y empecé a trabajar para Mytron después de graduarme. Me gusta mucho vivir en el campo, y mi hermana vivía aquí. Después, cuando a mi cuñado le diagnosticaron el cáncer… bueno, ella es toda la familia que tengo y necesitaban ayuda. Me costó un poco convencer a Mytron de que podía hacer el trabajo desde aquí, pero cuando lo conseguí, empecé a buscar un terreno en el que construir una casa. Esta zona me encantó.
– Yo he nacido aquí, y también me encanta. Creo que me he hecho adicto a estas montañas, y no puedo imaginarme viviendo en otro sitio, en uno de esos en el que los edificios te rodean por todas partes -mientras bajaban, Andy reparó en la ligera cojera de su pierna derecha, hasta que una sombra que se movía en el porche llamó su atención…, al menos, durante un segundo-. Mm… creo que tienes un ciervo en el porche.
– Sí. Horacio. Es un mirón. Suele presentarse a esta hora del día y le gusta mirar por la ventana, además de llevarse siempre un pequeño piscolabis, claro. El otoño pasado se enamoró. Me trajo a Martha al patio para presentármela, pero no he vuelto a verla desde entonces. Supongo que lo suyo ha debido ir mal, así que Horace ha vuelto a venir a mi ventana.
Andy se rascó la barbilla.
– No estoy seguro de si se pueden presentar cargos contra un ciervo mirón.
– De todas formas, no los presentaría. El único vecino que de verdad me molesta es Cleopatra, es una mapache ladrona, y se lleva todo lo que no está clavado o bien sujeto. ¿Quieres más café?
– Gracias, pero no tengo más remedio que marcharme. Nunca había oído que llamasen a una mapache Cleopatra.
– La verdad es que le queda como anillo al dedo. Si la vieras, te enamorarías de ella. Todas las primaveras tiene crías. Yo creo que su éxito reside en la mirada. Es la de una mujer fatal.
Volvió a hacerle reír, pero estaban ya en la cocina para recoger su abrigo, de modo que sólo le quedaban unos minutos para poder hablar de algo serio.
– ¿Maggie?
Ella ladeó la cabeza al percibir su cambio de tono.
– Estás muy aislada en este lugar. ¿De verdad te manejas bien desde el accidente?
– Sí, de verdad. Muy bien.
– ¿Y sin coche?
– Bueno, no tengo más remedio que salir a comprar, claro…, lo cual es ya de por sí una maldición, pero me manejo bien. Colin me ha traído algunas verduras, y en esta época del año tengo siempre el congelador lleno porque suele haber alguna ventisca antes de Navidad. Así que estoy bien, de verdad.
– ¿Quieres que te acompañe a ver coches cuando decidas comprarte uno?
Ella había hecho una pausa para mover la salsa de los espagueti y lo miró sorprendida.
– Si te digo la verdad, eso es algo que no le pediría ni a mi peor enemigo, pero, si lo dices en serio… estaré encantada.
– Claro que lo digo en serio. ¿Te dijo el médico que podías salir sin problemas?
– El médico me dijo que debía pasar un par de días en la cama, y yo he descansado hasta que ya no he podido más.
– ¿Tanto como para recordar el accidente?
Fue la primera vez que le flaqueó la sonrisa.
– No -admitió-. Es como si esas veinticuatro horas anteriores al accidente hubieran desaparecido por completo.
Recogió la chaqueta y se la puso sin dejar de mirarla.
– Hace muy pocos días que ocurrió.
– Lo sé, y el médico me ha dicho montones de veces que es algo normal, pero es que… Andy, tú no me conoces. No soy una persona que se venga abajo en una crisis. Participo en equipos de rescate. Recorrí la pista que cruza los Apalaches sola cuando no era más que una cría, y teniendo en cuenta que el accidente no fue culpa mía, no entiendo por qué no consigo recuperar esos recuerdos. A no ser que ocurriera algo más.
Se sentía tan frustrada que no se había dado cuenta de que blandía la cuchara de madera de la cocina y que estaba salpicando el suelo con motas rojas. Andy volvió a decirse que ya era hora de marcharse, pero antes le quitó el arma letal de las manos.
– No sé qué otra cosa te imaginas que pudo ocurrir. ¿Es que temes haber asaltado la tienda de licores aquel mismo día?
Era sólo una broma, pero no conseguía verla sonreír igual que antes.
– Yo qué sé… quizás.
– Y quizás las vacas vuelen. Tienes razón en lo de que no te conozco, Maggie. No te conozco bien todavía, pero mi primera impresión es que no eres potencialmente peligrosa para la comunidad.
– A veces sobrepaso el límite de velocidad -se defendió.
– ¡Esposadla y tiradla al río!
– Ya basta, Andy. Estás consiguiendo que me sienta mejor.
– Vaya… digamos que esa era la idea inicial. De hecho, si para ti rebasar el límite de velocidad es algo que te hace sentir culpable, creo que puedes estar tranquila en cuanto a haber robado bancos.
– Está bien, admito que yo también lo creo -dijo, y suspiró-. Pero es que no dejo de tener sueños extraños. No son pesadillas, porque no hay nada en ellos, pero me despierto con el corazón en la boca, las palmas húmedas y la sensación de haber hecho algo realmente malo.
Andy estaba tan cerca que hubiera podido tocarla, pero no pretendía hacerlo. Fue su mano la que se levantó como con vida propia para rozar su mejilla. Era una mujer que emanaba integridad y honestidad, y él sólo quería comunicarle tranquilidad y comprensión, algo que las palabras no parecían estar consiguiendo; pero tampoco podía negar que algo más había motivado aquel deseo de rozar su mejilla.
Como por ejemplo, el ritmo de sus caderas al andar, su sentido del humor, el hecho de que llamase a un ciervo Horacio, aquel aroma elusivo tan suyo y cómo sus hormonas se despertaban estando junto a ella, algo que hacía años que no le ocurría. No es que le faltase compañía femenina…, es más, de hecho todas las casamenteras de la ciudad habían intentado encontrarle pareja desde el divorcio, pero él no era hombre que se dejase llevar por impulsos. Por otro lado, era ya demasiado mayor como para que una cara bonita le hiciera perder la cabeza, y la clase de atracción verdadera necesitaba pasar unas cuantas pruebas antes de arriesgarse a un nuevo fracaso y al dolor que ello traía consigo.
De modo que era demasiado pronto para pensar en tocarla; y tremendamente temprano para pensar en besarla.
Pero una vez su palma rozó la mejilla, ella levantó la cara. Había algo en ella, una expresión que le contrajo el corazón, una conexión en su mirada que lo empujó a acariciarla con el pulgar. Ella no se movió, y se limitó a mirarlo recelosa, pero sus labios estaban ya entreabiertos para cuando los rozó con los suyos.
Suave. Sus labios eran suaves, cálidos y temblorosos. En las dos ocasiones en que se habían encontrado, ella se había empeñado en hacerle creer que era una mujer capaz de cuidar de sí misma, y él así lo había creído. Quizás fuera esa la razón de que se hubiera sentido atraído tan rápidamente. Pero no era así como besaba.
Sus labios se rozaron, se reconocieron, y fue como descubrir una pradera de flores silvestres en una ventisca. Mágico. Un momento fuera de la realidad que parecía carecer de sentido.
Ella apoyó la mano en su cazadora de cuero, ni reteniéndolo ni apartándolo; sólo descansando allí. Y aquel beso que parecía ser un conjuro, el encanto de su aroma, de su textura, de la forma en que su boca parecía encajar con él, casi como si le perteneciese, como si hubiera estado echándola de menos todo aquel tiempo sin saberlo.
Al final, se separó y, al final, ella abrió los ojos, y ambos se miraron con la misma sorpresa que lo harían dos adolescentes. Y, al final, ambos tuvieron que sonreír.
– No he venido por esto -dijo él.
– Ni yo lo he pensado.
– Sólo quería asegurarme de que estabas bien. Esa es la verdad.
– Te creo, Andy.
– No sé… esta clase de química es algo que viene de pronto, sin saber de dónde, y es algo en lo que no se puede confiar y que sólo sirve para crear problemas.
– Estoy completamente de acuerdo.
– Ah -se subió la cremallera de la cazadora y sonrió-. En fin…, no te quepa duda, volveré.