Capítulo 4

– Verdaderamente te has ganado una copa. Ya te advertí yo que ir a comprar un coche conmigo iba a ser una dura prueba, pero me da la impresión de que no te lo creíste. ¿Qué te apetece? ¿Un whisky? ¿Brandy?

Maggie abrió la puerta, encendió las luces, se quitó las botas y la cazadora y se dirigió a la cocina.

– Un whisky, pero corto. Y he disfrutado mucho comprando el coche contigo, Maggie. No ha sido ningún suplicio.

– ¡Vamos, Andy! No es que te haya visto mesarte los cabellos, pero me da la impresión de que se te ha pasado por la cabeza. Sé que has pensado que estaba loca por querer pagar el coche así, en efectivo.

Buscó en el fondo de un armario la botella, le sirvió una copa a él y otra para ella.

– Creo que el coche que has elegido te va a ir muy bien. Y no, no estaba de acuerdo con la forma en que lo querías pagar, pero bueno… es una historia como la del dentífrico. ¿Has conocido a alguna pareja que no se peleara por cuestión de dinero?

Llevó ambos vasos al salón y encendió unas cuantas lámparas más. Montones de lámparas. Todas las lámparas, de modo que Andy no se hiciera la idea de que invitarlo a tomar una copa escondía otras intenciones. Ni él ni sus propios pensamientos debían recorrer ese camino.

– Ahora que lo pienso… no.

– Yo tampoco. Creo que debe ser una de esas reglas no escritas de una relación -Andy dejó la chaqueta sobre el respaldo de una silla y se acomodó en el sofá-. Da igual que la pareja esté casada o no, que tenga noventa años o dieciocho, que sea rica, pobre, feliz o infeliz, así que íbamos a terminar discutiendo sobre ese tema tarde o temprano. Lo que pasa es que nos hemos metido en el charco un poco antes que la mayoría. Y, Maggie…

– ¿Qué?

La habitación tenía tanta luz que parecía de día. No había una sola bombilla que no estuviera luciendo. Maggie se había acomodado en el sofá frente a él y tomó un sorbo de su vaso con la esperanza de que los nervios se le calmasen un poco. Y no es que fuese la primera vez que tenía un hombre cerca. Lo que pasaba es que Andy era…, diferente. Había estirado sus largas piernas y parecía una pantera grande y perezosa, vestido con aquel jersey negro, con su pelo y sus ojos negros como el carbón.

– No sé si debería decirte esto, pero discutir contigo sobre el dinero…, ha sido una experiencia reveladora. No sé si sigues teniendo ese problema de amnesia, pero bueno… he visto cómo pretendías engatusar al vendedor de coches, así que no debes preocuparte por haber robado un banco aquel día. De verdad.

– Oye, que podría haberlo hecho.

– Ya. Y la luna podría volverse rosa también, pero voy a darte un consejo, nunca juegues al póker. No serías capaz de echarte un farol aunque la vida te fuera en ello.

– Está bien admito que no se me da bien regatear, pero aun así quedan siete pecados en la lista, ¿no?, así que no te convenzas de que soy una buena persona, Andy. Podría haber hecho algo por lo que tuvieras que arrestarme.

Andy la miró por encima del borde de su vaso.

– Si te empeñas, tengo unas esposas que podrías probarte. No es que normalmente algo así forme parte de mis fantasías, pero estoy dispuesto a probar lo que se te pase por la cabeza…

– ¡Gautier, compórtate! -lo reprendió, y con un periódico le dio en una pierna, pero él se echó a reír.

No fue imaginarse a sí misma esposada por Andy en una habitación a oscuras sobre sábanas de seda lo que la hizo enrojecer. O al menos, no sólo eso. Ya lo había hecho en dos ocasiones antes: sacar el tema de su lapso de memoria y después salirse por la tangente con una broma o un comentario tranquilizador.

Aún no había conseguido recordar aquellas veinticuatro horas, y todas las noches desde el accidente se despertaba con el corazón en la garganta y una terrible sensación de culpa. Se iba a volver loca si no conseguía recordar. Y aunque Andy no podía saberlo, sus palabras la hacían sentirse mejor, lo cual, por otro lado, era también una locura teniendo en cuenta lo poco que hacía que se conocían.

Pero a eso se le podía poner solución.

– Hablemos de tu trabajo -dijo con firmeza.

– Te parece un tema de conversación más seguro que las esposas y las fantasías de cada cual?

– Desde luego. En serio, me gustaría saber cómo es tu trabajo, qué te empujó a querer ser sheriff, qué clase de cosas haces en un día normal.

– Bueno… en cuanto a lo de qué me empujó… mi abuelo era francés. Se llamaba Raoul Gautier. Vino al oeste a luchar contra los indios, pero el plan se le fue al garete cuando se enamoró de una cheyenne que se llamaba Ciervo Veloz. Mucha gente no fue capaz de aceptar su matrimonio, lo cual lo indignó lo bastante como para hacerle cambiar de filosofía y decidió que merecía más la pena luchar por la paz que por la guerra, y ese rasgo de carácter ha llegado a ser una característica de todos los hombres de la familia. Mi abuelo llevaba placa, y mi padre también.

Maggie se acomodó con las piernas cruzadas sobre el sofá.

– Así que lo tuyo es tradición familiar. Es una idea sugerente… me refiero a lo de ser policía para luchar por la paz.

– No todo el mundo está de acuerdo. Mi ex mujer desde luego no lo estaba. Creo que ella se imaginaba que estar casada con un agente de la ley debía ser algo excitante, pero se encontró con que detestaba la vida en el campo. Pero para mí, un lugar como este es perfecto. Se puede ser mucho más flexible con la ley. Siendo tan pequeño como es, tienes la oportunidad de prevenir los problemas en lugar de tener que perseguirlos cuando ya es demasiado tarde para hacer otra cosa que limpiar los desperfectos a través de los tribunales.

Maggie aparcó el comentario sobre su ex mujer, ya que tenía la sensación de que no quería hablar sobre ese tema.

– No estoy segura de comprender qué quieres decir con eso de ser más flexible. ¿Es que la ley no es la ley? Lo que está bien, está bien, ¿no?

– Por supuesto. Pero los problemas de la gente no siempre encajan en esa dicotomía.

– ¿Por ejemplo?

– Bueno… -apuró su vaso y lo dejó sobre la mesa-. Mary Lee y Ed Bailey discuten cada dos meses. Ella le pega cuando se emborracha, y Ed nunca consigue comprender por qué sigue soportando una relación abusiva como esa. Lo que debería hacer es ir a uno de esos grupos de mujeres maltratadas, pero no me lo imagino haciéndolo, la verdad.

Su expresión hizo sonreír a Maggie.

– Tal y como tú lo cuentas parece gracioso, pero supongo que deber ser algo muy delicado.

– Es una de las características de este trabajo. Myrtle Tucker es otro caso. Tiene ciento tres años, pero no hay manera de convencerla de que no puede seguir viviendo sola. A la última trabajadora social que fue a verla para intentar persuadirla de que se mudase a una residencia, la recibió con una escopeta cargada. No tendría mucho sentido pro cesarla por ello, ¿no crees? Lo que he hecho es organizar a los vecinos para que por turnos se pasen a verla, y yo me acerco a su casa un par de veces a la semana.

– Cuéntame más.

Andy se rascó la barbilla.

– Bueno, hay un tipo…, mejor que no te dé su nombre. Su mujer le regaló un, mm… juguete de tipo sexual para su cumpleaños, acostó a los niños, apagó las luces y todo iba bien hasta… hasta que el juguete se atascó. La mujer intentó por todos los medios convencerlo de que acudieran al hospital, pero no hubo manera, así que decidieron llamarme a mí.

– Estás de broma, ¿no?

– Ni mucho menos. Ojalá -contestó, frotándose la nuca-. De todas formas, no todas las historias son así. Lo que intento decirte es que esta ciudad no es un nido de criminales; digamos que simplemente se necesita la presencia de un agente de la ley. Sólo somos necesarios un par de ayudantes a tiempo parcial, Mavis y John, y yo mismo. En caso de necesidad, si aparecen drogas o robos en serie, la policía estatal o los federales vienen a ayudarnos. Hay doscientos cincuenta niños en edad escolar, y no todos son santos, claro. La gente se muere, los niños deciden nacer en casas imposibles, hay accidentes, los vecinos se pelean, los chicos se meten en problemas… ¿A quién vas a llamar si no es a un policía?

Maggie guardó silencio y Andy se incorporó.

– No querría aburrirte, pero es que me entusiasmo hablando de mi trabajo.

– No, al contrario. Podría estarte escuchando toda la noche, pero admito que me estás asustando.

– ¿Asustando? -repitió, arqueando las cejas.

– Sí. Sé que no está de moda, pero yo siempre he creído en los valores tradicionales como la integridad y la honestidad.

El sonrió despacio.

– ¿Ah, sí? ¿Y qué es lo que te asusta de eso?

– Bueno, pues que no puedo decirte que te admiro sin más porque podría subírsete a la cabeza, pero me gusta la forma en que hablas de tu trabajo. Y la forma en que lo sientes.

Andy se levantó.

– Ya. ¿Quiere eso decir que cuando me acompañes a la puerta no me vas a dar un bofetón si intento algo?

– Lo que quiere decir es que será mejor que no abuses de tu buena suerte, porque esta noche vas a dormir en tu casa.

– Esta noche -repitió, y mientras recogía su chaqueta, la miró a los ojos con la promesa de que otra noche podría tener un final completamente distinto.

– Puede que debieras alegrarte de que te eche. ¿Quién sabe qué clase de mujer soy en realidad, Andy? No me conoces.

Él le tendió la mano y caminaron así hasta la puerta.

– He sobrevivido a la compra del coche, ¿recuerdas? Dadas las circunstancias, creía que ibas a darme seis o siete puntos que valieran para seis o siete citas.

– Te los has ganado -le aseguró, sonriendo.

– Y yo no diría que eres una desconocida. Esta noche he descubierto algunos oscuros secretos sobre ti. Tratando con Harvey, no has podido ocultar tu carácter salvaje, y después, al llegar a casa, has encendido hasta la última luz de la planta baja. Creo que tenías miedo de que me abalanzase sobre ti en cuanto cerrases la puerta.

– No es cierto -replicó.

– Sí que lo es.

No había rincón en aquella habitación en el que ocultarse al poder de aquellos ojos magnéticos.

– Lo que me hace desconfiar son los sentimientos que crecen demasiado deprisa, Andy. Y tampoco soy una mujer que se acueste fácilmente con un hombre. Podrías haber malinterpretado el hecho de que te invitase a tomar una copa tan tarde.

– En ese sentido, podemos dejar las cosas claras sin dificultad: yo tampoco me acuesto con la primera mujer que pasa por mi lado. No es divertido. Desnudarse es fácil, pero llegar a la intimidad es algo completamente distinto. La ascensión es demasiado divertida como para malgastarla por las prisas, pero he de advertirte, Maggie, que no tengo ni una sola intención honorable en lo que a ti respecta, así que, quedas avisada.

Quedaba avisada. Aún no habían llegado a la cocina cuando él dejó la chaqueta, se dio la vuelta, y se abalanzó… despacio, tan despacio que tuvo tiempo de ver el cambio de su expresión a la brillante luz de la casa. Tan despacio que tuvo tiempo de escabullirse si hubiera querido.

Pero Maggie nunca había retrocedido ante algo que temiese, y en aquella ocasión tampoco lo hizo. Había estado tan segura de que pasar tiempo con él, especialmente una tarde dedicada a la horrible tarea de comprar un coche, habría apagado aquella locura.

Pero el problema parecía haberse acrecentado en lugar de disminuido. Apenas se rozaron sus labios sintió una tormenta en su interior, una ventisca que lanzó su sangre por las venas y puso al rojo vivo sus nervios.

Las brillantes luces deberían haber saboteado cualquier posibilidad de romanticismo, pero había cerrado los ojos y, de algún modo, solos quedaron él y aquella sensación mágica y demencial. Era como si nunca antes la hubiesen besado. Como si los nombres de los hombres que había habido en su vida estuviesen escritos en una pizarra y él los hubiera borrado de un solo gesto.

Su boca fue trazando una línea de besos a lo largo de su cuello mientras Maggie intentaba respirar, pero el aire debía haberse terminado. Por la cabeza se le pasaron en aquel momento todas las cosas agradables que había pensado sobre él. No podía haber estado más equivocada. No era un hombre bueno, sino problemático, pero entonces volvió a besarla y su facultad de pensar quedó de nuevo inutilizada. Sintió cómo sus manos grandes y calientes tiraban de su jersey hasta acceder a su espalda, y sintió también su erección, firme y vehemente.

Iba a quitarle el jersey, lo sabía, y sintió un estremecimiento de anticipación… quizás también de temor. Aquello no era un beso y un abrazo para despedirse en la puerta, sino una invitación al asesinato. ¿Cómo imaginarse que un agente de la ley podía inducir unos sentimientos tan amorales como aquellos? Jamás había experimentado el deseo como un hambre, una necesidad absoluta. ¿Cómo podía estar permitiendo que ocurriese algo así? Pero, ¿y si nunca volvía a sentirlo?

Entonces dejó de hacerse preguntas, porque nada parecía tener sentido salvo su olor, sus caricias, su esencia. Estaba describiendo círculos lentos bajo su jersey y la piel sobre la que pasaban parecía arder, mientras que su boca iba dejando un rastro de suavidad por su cuello.

No lo sintió desabrocharle el sujetador, pero de pronto los pechos le dolieron, como si ya supieran que iban a ser acariciados por él. Iba a quitarle el jersey. Iba a acariciarla. Era precisamente la espera lo que la estaba poniendo nerviosa, lo que la hacía sentirse vulnerable.

Uno de sus pulgares avanzó hacia sus pechos, y la anticipación la quemó por dentro como una llamarada.

Muy despacio dejó de besarla, y los dos respiraron a bocanadas. Su mano caliente y grande se quedó un instante más donde estaba y después se separó para tirar de su jersey, pero no para arriba, sino para abajo.

Confusa, Maggie abrió los ojos. El la miraba con sus ojos de ébano, graves por su intensidad. El humor había desaparecido por completo de su expresión, pero su voz de tenor era más suave que un susurro de terciopelo.

– Desde el instante mismo en que te vi, supe que me ibas a causar problemas, Maggie.

– ¿Me estás culpando a mí por estos problemas?

Su sonrisa le pareció la de un gato.

– Esto no ha sido más que un primer asalto. Todavía no hemos experimentado el verdadero fuego.

Puede que él no, pero ella…

– La única tarde que tengo libre esta semana es la del jueves -le dijo, mientras recogía la chaqueta-. ¿Te apetece probar algo agradable, seguro… y muy frío, como practicar un poco el esquí de fondo?

Maggie lo observó con los brazos cruzados y apretados sobre el pecho. Lo que había hecho no estaba nada bien…, no podía despertarla con aquellos besos y después cortarlo todo dejándola mordiéndose las uñas. Claro que lo extraño era que no se sentía mal, sino halagada de alguna forma. No conocía a un solo hombre que no hubiera insistido en seguir adelante, teniendo en cuenta a dónde habían llegado, de no ser que Andy hubiera pensado que podía haber entre ellos algo que mereciese la pena, algo que podía ser más valioso que el sexo rápido.

Cuando las luces de su coche desaparecieron, dio media vuelta. Parecía haber unas cien bombillas que apagar, contraventanas que cerrar, y la nariz de Cleopatra apareció contra las puertas de cristal de la terraza. Estaba esperando su ración diaria de zanahorias y restos de ensalada. Y mientras Maggie hacía todo aquello, se decía con toda la firmeza de que era capaz, que no se estaba enamorando de él. Puede que sus besos la hiciesen rayar en ¡a locura. Puede que le pareciera un hombre muy especial. Pero ella era demasiado realista como para creer que alguien pudiera enamorarse, enamorarse seriamente, con tanta rapidez.

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