Dos días después, Maggie habría jurado que el mundo era un lecho de rosas. Por primera vez desde el accidente, se había levantado de la cama descansada, y no llena de dolores de los golpes y las magulladuras. La agenda del día era pura diversión: primero de compras con su hermana y después, esquí con Andy. Brillaba el sol, el aire era tan fresco que le quemaba los pulmones y Joanna y ella habían encontrado un sitio en el que aparcar, auténtico milagro con la cantidad de gente que había haciendo compras en Main Street.
Mientras abría la puerta de Mulliker, su hermana seguía hablando de lo bien que les estaba yendo el día. Dentro de la tienda se estaba maravillosamente bien. La habían decorado con todos los adornos propios de la Navidad y estaba todo precioso, pero de pronto Maggie sintió una especie de ansiedad, un escalofrío que le recorrió la espalda.
Joanna se estaba bajando la cremallera de la cazadora.
– ¿Qué pasa, Maggie?
– No, nada -le aseguró ella con una rápida sonrisa, pero en el fondo, deseaba poder darse una patada en el trasero. Todo iba bien. No había excusa para aquella tensión en el estómago. No podía haber nada en aquella tienda que la hiciese sentirse culpable una vez más, y estaba decidida a que su hermana disfrutase de aquella mañana. A Joanna le encantaba ir de compras, y por primera vez desde hacía mucho tiempo, parecía animada e incluso tenía buen color-. ¿Dónde quieres que vayamos primero, Jo? ¿A la ropa de los chicos?
– Sí, aunque no estoy segura de que vaya a comprar algo. Quizás deberíamos irnos a Boulder. Mulliker es demasiado caro.
– Podemos acercarnos a Boulder la semana que viene si quieres, pero mejor mirar primero lo que nos queda más cerca.
Mulliker era la mejor tienda de White Branch. En ella podía encontrar las marcas y modelos que más les gustaban a los adolescentes y no le importaba gastarse el dinero. Escogió un jersey de uno de los mostradores y se lo enseñó a su hermana-. ¿Crees que a Rog le gustaría?
Joanna asintió, hasta que vio la etiqueta del precio.
– Olvídalo. Es demasiado caro.
– ¡Vamos, Joanna! Eso es lo que una tía tiene que hacer en Navidad, comprar ropa que los chicos no se pueden permitir normalmente. Y a ser posible, algo que sus padres no quieran que tenga.
– Sí, todavía no me he olvidado de la batería que les regalaste cuando eran pequeños. Tienes suerte de que no te asesinara entonces.
Maggie se echó a reír.
– ¿Todavía me lo guardas?
– No, mujer; lo que pasa es que me gusta la filosofa de Ivana: no te vuelvas loca, sino mala, lo que significa que, en cuanto tengas niños, lo primero que les voy a comprar van a ser instrumentos de percusión.
– ¿Serías capaz de hacerme algo así? -se lamentó-. Anda, olvídate de eso. ¿Qué tienes que comprar?
– Vaqueros, ropa interior, calcetines, calzoncillos largos… -Joanna había estado tan feliz como una niña, pero de pronto su expresión se ensombreció-. Hay que estar comprándoles cosas constantemente. Crecen como la mala hierba… y haz el favor de no mirarme así, porque no pienso aceptar más dinero tuyo, así que no te molestes en ofrecérmelo. Todavía no te he devuelto lo que me prestaste la última vez.
– Eso no era un préstamo, tonta. Ya estoy cansada de decirte que tengo un sueldo generoso y que no puedo gastármelo todo en mí misma. Quiero comprarles un ordenador a los chicos. El trasto ese que están usando…
– No -Joanna se plantó delante de una estantería con jerseys en oferta-. Necesito un trabajo. Volver a poner en marcha mi vida. Ojalá tuviera yo un ápice de tu fuerza.
– Tú eres fuerte también, Joanna. Lo que pasa es que has tenido que pasar por una experiencia muy traumática -mientras su hermana estaba distraída, Maggie escogió dos camisas de la estantería y colocó el jersey debajo-. Nadie puede ser fuerte siempre.
– Tú sí lo eres. Y no quiero que te gastes dinero en nosotros ahora. Acabas de comprarte un coche.
– Pero he cobrado también del seguro por el accidente. Casi he salido ganando.
No era cierto del todo, pero Joanna no iba a enterarse.
– Hablando de colisiones… no me has contado qué tal te fue con el sheriff. ¿Vas a volver a verlo?
– Sí. Esta tarde hemos quedado para hacer esquí de fondo.
Cuando su hermana dejó otra camisa por el precio, Maggie la escamoteó bajo las cosas que llevaba en los brazos.
– Linda me ha dicho que todas las casamenteras de la ciudad han intentado buscarle pareja desde que se divorció.
– ¿Linda la peluquera, o Linda la que trabaja en el banco?
– La peluquera, por supuesto. Sabe todo lo que pasa en White Branch. La ex mujer del sheriff se llamaba Dianne. Era preciosa, según dicen.
– ¿Ah, sí? ¿Crees que le gustaría esta a Rog? -preguntó, mostrándole una camiseta de los Broncos de Denver?
– ¿Cómo no? Se conocieron en un viaje de esquí, y estuvieron casados cinco años. Parece ser que ella lo conquistó con el típico numerito, le decía que le gustaba todo lo que le gustaba a él y esas cosas… Se casaron, y resultó que todos los deportes al aire libre que le gustaban a él, ella los odiaba. Le había dicho que le encantaban las ciudades pequeñas, y cuando se vino a vivir aquí no dejaba de quejarse de que era un aburrimiento. Linda me dijo que cuando ella lo dejó, empezó a beber un poco.
– Si la historia es como la cuentas, ya habría empezado a beber cuando ella aún estaba aquí -replicó Maggie.
– Pero lo dejó pronto. Empezó a salir. Dice Linda que ha debido salir con todas las mujeres en un radio de diez kilómetros a la redonda.
– ¿Hay alguna razón por la que Linda te ofreciera toda esa información así, de pronto?
Maggie añadió calcetines y camisetas a la pila que cada vez crecía más en sus brazos.
– Claro, que yo se lo pregunté. Si estás pensando en tener algo serio con ese hombre, quiero tener toda la información posible. Nadie ha conseguido cazarlo, Mags, y lo han intentado muchas. Puede que sea alérgico al compromiso después de su primer matrimonio.
– Puede. Quizás yo también lo sería después de una experiencia como esa. De todas formas, odio eso de cazar, y tal y como tú lo cuentas, su mujer no fue sincera con él. Bueno, ni con él, ni consigo misma. No me extraña que terminara en desastre. ¿Por qué las parejas no son sinceras?
– Porque eso va contra todas las leyes de la civilización -replicó, e hizo un gesto de disgusto al ver lo que su hermana llevaba en los brazos-. Será mejor que nos vayamos antes de que compremos toda la tienda.
– Vale, pero los chicos necesitarán cazadoras, ¿no?
– Sí, pero las que tienen pueden aguantar un invierno más.
De camino a la caja, Maggie vio un perchero con cazadoras de cuero cortas. Colin mataría por una de ellas…, y apenas esa idea se formó en su cabeza, la ansiedad se apoderó de ella y sintió húmedas las palmas de las manos. Tenía que controlar aquellas estupideces.
– ¿Joanna?
– ¿Qué?
– ¿Ocurrió algo raro el día de Acción de Gracias?
– ¿Aún sigues preocupada por eso? Es una tontería, Maggie. Estoy segura de que no lo recuerdas precisamente por lo preocupada que estás por no recordarlo.
– Seguramente. Pero de todas formas… ¿ocurrió algo diferente en aquella cena?
Maggie colocó la pila de ropa en brazos de su hermana para poder sacar la tarjeta de crédito del bolso.
– Nada. Cenamos pavo, como siempre, y la ensalada de naranja de mamá. Los rollitos se me quemaron… en fin, nada nuevo, excepto que esa noche fue la que mi hijo mayor empezó a parecer un ángel. De hecho, tú misma estuviste hablando un buen rato con él en el porche.
– ¿Sabes de qué hablamos?
– Pues supongo que sobre sus amigos. Ya sabes la clase de gente con la que ha estado saliendo últimamente. Todos beben y tienen demasiado dinero, y si faltaba a clase un solo día más, perdería el curso… -Joanna suspiró-. Le dijeras lo que le dijeses, sirvió para hacerle reaccionar. Desde que su padre murió, tú has hecho con ellos de padre y de madre mucho mejor que yo, y…
– ¡Eso no es verdad, Joanna! Tú eres una madre maravillosa.
– Eso pensaba yo antes -suspiró-, pero últimamente no es así. Estoy siempre preocupada, nerviosa… y termino gritando. Sé que no me escuchan, y que lo que hacen es… ¡eh!
– ¿Eh, qué?
Les había tocado el turno para pagar y Maggie había entregado ya su tarjeta de crédito.
– Pues que no quiero que pagues tus cosas y las mías! Hay que separar lo que…
– Hay un montón de gente esperando y así es más fácil. Ya haremos cuentas después.
Y después, ya se las arreglaría para olvidarse de hacerlo…, pero el problema era que ayudar económicamente a su hermana le parecía poco más que ponerle una tinta a una pierna rota. La creciente falta de confianza en sí misma de Joanna la estaba alarmando, además de hacerla sentirse impotente e inútil, ambas sensaciones extrañas para ella.
Al salir de la tienda, pensó en la tarde que la esperaba con Andy. Entre preocuparse por su hermana y aquellos dichosos ataques de ansiedad, no había vuelto a ser ella misma desde el accidente. Su vida parecía sumida en un lío permanente.
Menos con él, porque aunque Andy también estuviese contribuyendo a confundirla un poco, se debía sin duda a que él era lo único en su vida inesperada y completamente maravilloso.
Cuando Andy llamó a la puerta de Maggie, eran poco más de las cinco. Un poco tarde, teniendo en cuenta que debía haberla recogido a las tres.
Las luces del jardín estaban encendidas, lo cual no podía sorprenderlo porque el sol había desaparecido hacía ya rato y la luna aún no se había asomado, así que todo el paisaje estaba sumido en la más absoluta oscuridad. Maggie tardaba en abrir, así que volvió a llamar con los nudillos e hizo rotar los hombros para intentar deshacerse de la tensión de aquel horrible día. Tenía que estar en casa, porque el coche nuevo estaba allí, pero saber si estaba dispuesta o no a recibir a un acompañante que se presentaba con casi tres horas de retraso era imposible.
Fue a llamar una tercera vez, pero en el mismo instante, la puerta se abrió y apareció ella, como un rayo de sol. Andy la bebió de un solo vistazo, desde el jersey amarillo y los vaqueros ajustados hasta el pelo suelo y flotando sobre los hombros, y el corazón se le encogió incluso antes de ver su sonrisa. Esperaba que lo recibiera enfadada.
– Maggie, siento muchísimo…
– Ya lo has dicho dos veces en el contestador, así que no te preocupes, Andy, que no pasa nada -lo invitó a entrar-. No decías cuál era el problema en los mensajes, pero me imagino que algo de trabajo, ¿no?
– Sí.
No iba a explicarle cómo un simple problema de tráfico lo había llevado a descubrir un maletero con más armas que una milicia. Había tenido que llamar a los federales, pero las cosas no habían mejorado con su llegada, de modo que el día había resultado ser agotador.
– Pareces muy cansado -comentó Maggie.
Y así estaba, hasta que ella, dejándose llevar por un impulso, le rozó la mejilla con los labios cuando él se esperaba un recibimiento frío como el hielo. Su ex mujer habría fregado el suelo con él por llegar tan tarde y echar a perder los planes. Y eso mismo habrían hecho la mitad de las mujeres que conocía.
Andy sabía que el gesto no pretendía más que ser de simpatía y comprensión, pero maldición… aquella carga eléctrica debería haberse desvanecido ya, al igual que debería ser capaz de controlar su testosterona estando cerca de ella.
Tenía que haber algún fallo. No podía ser tan perfecta para él, con él, sobre todo teniendo en cuenta que apenas se conocían.
– Estás siendo muy comprensiva con un tipo que se presenta a tu puerta cansado y sin afeitar, después de haber echado a perder una tarde perfecta para el esquí de fondo.
– De lo del afeitado, ya me he dado cuenta, pero es una de esas cosas parecidas a las del dentífrico… si te presentas algo descuidado, yo no tendré que avergonzarme si descubro de pronto que llevo un agujero en el calcetín. Y en cuanto a los planes para esta tarde…, cuando me di cuenta de que no ibas a poder llegar, se me ocurrió otra cosa. ¿Sigues estando de guardia?
– Técnicamente la tarde de los jueves la tengo libre, pero nunca se sabe, sobre todo, después de un día como el de hoy. Siempre que esté localizable a través del teléfono móvil.
– Entonces, digamos que puedo raptarte siempre que tú puedas llamar a casa, ¿no?
– La pregunta tiene trampa, pero la respuesta no. Tú puedes raptarme como te dé la gana -contestó.
Aunque en realidad, no pensaba que fuera a hacerlo, por supuesto. Pero una hora más tarde, se preguntaba si alguna víctima de un secuestro habría disfrutado tanto como él lo estaba haciendo con el suyo.
Habían esquiado más o menos un ki1ómetro y medio mientras la luna iluminaba el cielo. El iba de mula de carga. Desconocía lo que había en la mochila pero pesaba bastante, aunque nada habría podido distraerlo de los placeres del paseo, que resultó ser lo bastante largo como para conseguir que olvidase las tensiones del día. La luna en la nieve era otro mundo, sobrecogedor y pacífico, y los bosques resultaban fragantes y misteriosos. Asustaron primero a un ciervo, y después a un zorro, pero llevaban ya un rato sin ver a un solo animal.
El fuego hipnótico crepitaba rodeado por un lecho de piedras, pero para Andy aún era más hipnótica la imagen de Maggie. Estaba agachada, asando el pollo en el improvisado asador hecho con palos. Ella llevaba la leña en su mochila, y él el polio, un termo con caldo caliente y patatas. Mientras ella trabajaba, él aprovechó su papel de cautivo para sentarse sobre un aislante que había traído ella, apoyada la espalda contra un tronco.
El lugar en el que estaban no podía verse desde su casa, y resultaba un escondite perfecto. Daba a un pequeño precipicio en cuyo fondo caía el agua del deshielo. La luna se asomaba entre los picos de las montañas.
– Este lugar tiene que ser un pedazo del paraíso -comentó.
– Sin duda. La belleza del lugar es lo que me animó a comprar en un paraje tan aislado, y afortunadamente es algo que no puede apreciarse desde la carretera. Me pone la piel de gallina pensar que algún turista pueda descubrirlo y pretenda sacarle partido. ¡Ay va! Me he olvidado de traer vasos.
– Creo que sobreviviré a compartir el termo contigo.
– ¿Te gusta el caldo? Viene bien en una noche de frío como esta.
El no había notado ningún frío. Los pinos rodeaban el lugar, proporcionándole abrigo del viento, pero era el calor que generaba ella lo que él más notaba.
– ¿Sabes una cosa? Me parece que te insulté al decirte que no tenías potencial como delincuente. Lo retiro. Tienes las dotes necesarias para ser una buena secuestradora. Puede que al final, tengas futuro tras las rejas.
– Sí, ya, ahora te atreves a hacerme cumplidos, pero es que todavía no has probado mi cocina. Y creo que el pollo ya está. No, no te levantes. Has tenido un día bastante más duro que el mío.
Y Andy se dejó mimar.
Nada, ni el mejor caviar iraní, ni el mejor plato de cocinero francés podrías haberle sabido tan bien como aquel pollo asado directamente al fuego. Maggie se acomodó junto a él, y ambos dieron cuenta de la comida como lobos hambrientos. Cuando Maggie empezó a hablarle de las compras de Navidad que había estado haciendo con su hermana, Andy comprendió que se trataba simplemente de charlar, pero al poco se dio cuenta de que la preocupación por su hermana estaba latente en sus palabras.
– Según lo cuentas, da la sensación de que fueses tú la responsable de su casa -comentó.
– Bueno, en cierto modo es así. Al fallecer nuestros padres, yo soy toda la familia que le queda a Joanna, y tras la muerte de Steve, se sintió perdida. Siempre ha sido una soñadora, una mujer frágil y muy emocional, y Steve la tenía entre algodones. Jamás iba al banco, ni sabe cómo arreglar un grifo.
– Dices que el mayor de tus sobrinos ha tenido problemas últimamente. ¿Qué clase de problemas?
Maggie dudó.
– Colin tiene quince años. Le conociste la primera vez que viniste a mi casa… no me refiero a problemas graves, Andy. Es un chico de gran corazón, pero tras la muerte de su padre, parecía como enfadado o confundido. En el colegio se metió en algunas peleas, empezó a faltar a clases… Es un buen chico, pero…
– Pero echa de menos a su padre.
Maggie asintió.
– Y Joanna ha estado tan sumida en su propio dolor que… no es que no quiera a sus hijos; al contrario, los quiere más que a su propia vida, pero es que hasta los problemas más pequeños la desequilibran.
Andy recogió los platos y los cubiertos y los lavó en la nieve.
– Pues a mí Joanna me pareció bastante segura la noche que la conocí. Me miró de arriba abajo en cuanto supo que aquel extraño era quien iba a ver a su hermana pequeña. Incluso llegué a pensar que iba a tener que mostrarle mis credenciales -añadió.
– Los hombres suelen caerse de espaldas en cuanto la ven. Debe ser el pelo rubio y esos enormes ojos que tiene.
Andy había reparado en ambas cosas. La hermana de Maggie era indiscutiblemente atractiva, pero es que la única belleza que últimamente le afectaba a él tenía el pelo castaño y los ojos verdes. Una belleza que había aceptado el papel de bastión central de la familia: dinero, tiempo, dedicación…
– A veces hay que darles a las personas una razón para que asuman sus propias responsabilidades -dijo con cuidado.
– Pero ella nunca ha sido la responsable de…
– ¿Y crees que no podría serlo?
– Bueno, sí, puede que sí, pero ¿y si me necesita y yo no estoy ahí?
Era evidente que preferiría caminar sobre ascuas que fallarle a su hermana. Lo mejor sería no poner en tela de juicio su indiscutible lealtad; además, no conocía bien la situación. Terminó de recoger las cosas, añadió un par de troncos al fuego y volvió a acomodarse junto a ella.
– Anda, ven aquí.
– ¿Aquí, dónde?
Andy la acurrucó en su costado.
– Vas a tener que soportar un abrazo quieras o no quieras. Es culpa tuya. Las cosas que voy sabiendo sobre ti, me dejan frío.
– Sí, ya veo lo frío que estás. Te advierto, Gautier, que no debes empezar a pensar que soy una buena persona porque te equivocarías.
Teniendo en cuenta lo que abultaba la ropa de invierno que llevaban puesta, era sorprendente que un abrazo así pudiera inspirar intimidad. Quizás fuese por lo sorprendentemente bien que encajaba a su lado, o por aquellos luminosos ojos verdes, tan llenos de ingenio y dulzura.
– ¿Una buena persona? ¿Tú? Ni se me ocurriría pensarlo. En mi trabajo, hay que saber juzgar bien a las personas si quieres sobrevivir, y en tu caso, me bastó con echarte un vistazo en aquella cama de hospital para saber lo malvada que eres. Y hablando del hospital… ¿has recordado ya esas veinticuatro horas que te faltan?
La inmovilidad que siguió a aquella pregunta le confirmó que aquel lapso de memoria la seguía inquietando.
– No.
– Ya. De todas formas, no es difícil imaginar los siete pecados capitales que habrías podido cometer. ¡Si en las dos últimas horas podría acusársete de gula y secuestro!
– ¿Y tienes la desfachatez de acusarme a mí de gula, habiéndote comido tú la cena de tres hombres?
– No estamos hablando ahora de mis pecados, sino de los tuyos, y estoy seguro de que esta conversación va a acabar muy pronto, porque no vas a ser capaz de confeccionar una lista.
– ¿Ah, no? Pues te equivocas, porque he de informarte que soy una ladrona.
– ¿Ah, sí?
– Robé las fresas del jardín de la señora Meglethorn cuando tenía seis años. Y más de una vez. Y lo que es peor, creo que volvería a hacerlo. ¡Estaban deliciosas!
– Dios santo… ¿Quién se habría podido imaginar que eras capaz de cometer un pecado de tal magnitud? Debería haberme traído las esposas.
– No empieces, Gautier.
Y no volvió a decir nada a ese respecto, porque se olvidó de todo lo demás para besarla. Tenía un sabor dulce y suave, como la mujer que había estado echando de menos durante toda su vida. Sabía a la magia en la que nunca se había atrevido a creer. Pero algo en su técnica no debía estar muy depurado porque ella interrumpió el beso para decir:
– Orgullo.
– ¿Orgullo? Ah, estás intentando llevarme de nuevo a tu larga lista de bochornosos pecados, ¿no?
– No estoy segura de recordar todos los pecados de esa lista, recuerdo la gula, la envidia, la soberbia… pero estoy segura de que el orgullo tiene que aparecer por algún lado. En unas cuantas ocasiones… como por ejemplo, cuando me empeñé en cruzar los Apalaches sola, bueno, tengo que admitir que en aquella ocasión fui un poco, un poquitín orgullosa.
– ¿Tuviste problemas? -le preguntó, trazando la línea de su mandíbula con un dedo.
– No, pero una noche tuve que compartir refugio con unos tipos que habían estado bebiendo. En cuanto me di cuenta, debí marcharme de allí. Todo salió bien, pero si no hubiera sido tan orgullosa como para pensar que podía manejar cualquier situación yo sola, no me habría puesto en esa posición. Y otra vez, había subido a la montaña a escalar, no eran más que unos ejercicios, pero debería haber sido consciente de que, aun así, no se puede ir sola. Me caí y me rompí la pierna. Fue una verdadera estupidez.
– Eso parece.
Maggie arqueó las cejas.
– Oye, que yo esperaba un poco de comprensión.
– No te la mereces. El orgullo es un pecado terrible que yo, como soy perfecto, jamás he cometido. Ni siquiera en una ocasión, cuando me pilló una tormenta de nieve en el monte y a punto estuve de partirme la crisma, pero eso es distinto. No era yo el tonto, sino el tiempo.
– Ya -contestó, y los ojos le brillaban divertidos-. Debería haberme imaginado que podrías comprenderme.
– ¿Te refieres a la necesidad de aceptar desafíos y ponerte en el límite de vez en cuando? ¿A saber de qué madera estás hecha? ¿Incluso para correr algo de peligro? -Andy sonrió-. Yo también he estado en todos esos sitios y he pagado todos esos precios. Pero volviendo al tema que nos ocupa, hay dos pecados más en esa lista que tú no has mencionado.
– ¿Cuáles?
– No sé su nombre, pero la lujuria tiene que ser uno. ¿Quieres hablar de eso?
– Mm… creo que no.
Ni él. Hablar no era ni la mitad de divertido que hacer, y ella ya le rodeaba el cuello con la mano para tumbarlo a su lado.