– ¿Qué demonios estáis haciendo?
Con una pregunta tan tonta, ya que Andy podía ver perfectamente lo que estaban haciendo, Maggie contestó con lo evidente.
– Arreglando el tejado. Ya hemos terminado. Hola, Andy.
– Hola, secuestradora, y hola… Colin, ¿verdad?
– Sí. Hola, sheriff Gautier.
Maggie se dio cuenta de que su sobrino se ponía rojo y nervioso en presencia del sheriff; ella también, pero no por las mismas razones, claro. Ya que estaban atrapados en el tejado, habían arreglado la gotera. ¿Por qué no? No tenían nada mejor que hacer hasta que encontrase la forma de bajar de allí.
Y Maggie tenía un plan. Mientras arreglaban el tejado, había tenido tiempo de valorar la situación y determinar que no había ninguna solución brillante al problema. Iba a tener que saltar. La parte oeste de la casa tenía arbustos y los montones más grandes de nieve, de modo que serían los mejores cojines para amortiguar la caída. La posibilidad de hacerse daño no le hacía ninguna gracia, pero no podía contar con que la policía montada fuese a rescatarla.
Y aquel policía que acababa de bajarse del coche, los miraba a ambos con el ceño fruncido.
Era mortificante que la hubiese encontrado en aquella situación, pero nada más verlo, se olvidó de la noche sin dormir, de su mal humor, de todo.
Aquella mandíbula cuadrada y aquellos ojos tan negros y tan sexys le aceleraron sin remedio el pulso.
– Colin, ¿sueles dejar que tu tía haga esta clase de tonterías? No sé cómo se le ocurrió subirse a un tejado helado y resbaladizo en pleno invierno. ¿No podrías darle un capón de vez en cuando para que no pierda el sentido común?
– Ni se te ocurra gritarle a Colin -intervino Maggie cuando su sobrino iba a contestar-. Todo iba bien hasta que me tropecé accidentalmente con la escalera. Además, él también pensó que arreglar la gotera no era buena idea, pero se decidió a subir porque se sentía obligado a ayudarme.
– Ya, pues yo me siento obligado a retorceros el pescuezo a los dos -Andy levantó la escalera y la colocó contra el alero-. Colin, tú y yo vamos a tener una pequeña charla sobre los pájaros y las abejas, empezando por cuándo uno no debe escuchar a una mujer.
– Oye, que te iba a hacer una taza de chocolate caliente para darte las gracias por ser nuestro héroe, pero voy a tener que retirar el ofrecimiento. Tu actitud no es lo bastante buena para…
– ¿Qué te parece, Colin? Hace una de las mayores idioteces de la historia y al final somos mi actitud y yo quien tiene la culpa. ¿Tú crees que un hombre razonaría con esa lógica?
– Mm… no, señor.
– Ni se te ocurra hacer frente común con él -le advirtió Maggie, pero su sobrino ya se estaba riendo y Andy siguió con la broma.
– Es que ya estamos del mismo lado, los dos estamos intentando evitar que te partas el cuello. Si el sol se hubiese nublado por un instante, la diferencia de temperatura habría convertido ese tejado en una pista de patinaje. Colin, ni se te ocurra volver a hacer caso a esta descerebrada…
– ¡Descerebrada! ¡Ya te puedes ir olvidando del chocolate! Colin, ni se te ocurra hablarle así a una chica.
– Colin, ni se te ocurra hablarle así a una chica, a menos que se lo merezca. Y ese es el caso de tu tía; es más, de no estar tú delante, el tono de mi lenguaje habría subido un par de grados.
Mientras descendía por la escalera, sintió las manos de Andy en las caderas. Fue sólo durante unos segundos; la estaba ayudando a no perder el equilibrio, nada más, pero cuando llegó abajo, la miró de arriba bajo buscando posibles daños.
– Estás muerta de frío -murmuró, y la besó. Estaba segura de que no había sido más que un gesto impulsivo que expresaba alivio por encontrarla bien, pero en cuanto levantó la cabeza, su expresión dejó de reflejar preocupación, alivio o enfado. Aquel beso que apenas duró una décima de segundo lo cambió todo. Sus ojos conectaron y de pronto estuvieron solos, a pesar de que Colin estaba delante, de que seguía teniendo la nariz y los pies congelados y de que nada había cambiado en aquel paisaje cubierto de nieve e iluminado por el sol. Andy era la única cosa en Technicolor. De pronto, se sentía más suave que un amanecer, y el pulso le tarareaba canciones de amor con sólo ser consciente de cómo la miraba.
Colin bajó de la escalera, se dio la vuelta y dejó caer el cubo de la brea al ver cómo se miraban.
– Mm… Mags, mira, tengo que irme a casa ahora mismo y…
– Tonterías -reaccionó Maggie-. Lo primero que tienes que hacer es entrar en casa y calentarte. Díselo, Andy.
Maggie sujetó a su sobrino por un brazo y Andy por el otro, y aparentemente él no se dio cuenta de que ambos adultos pretendían que les sirviera de carabina. Andy preparó el chocolate y siguió con el sermón de cómo manejar a las mujeres mientras Maggie se ponía unos pantalones secos y un grueso jersey rojo. Cuando volvió a unirse a ellos, los nervios de Colin casi habían desaparecido, y ambos se reían de unos horribles chistes sobre rubias tontas.
Los puso a trabajar encargándoles que encendieran el fuego, maravillada por el tacto con que Andy trataba a su sobrino. Exceptuando unos cuantos profesores, Colin no había estado expuesto a la influencia de un hombre adulto desde la muerte de su padre. Le era imposible imaginar por qué inicialmente habría respondido con tanta incomodidad ante la presencia de Andy, pero el buen humor y la sencillez de éste parecían habérselo ganado. Cuando terminaron de encender el fuego, los dos parecían llevarse de maravilla, al menos hasta que Andy sugirió que pidieran una pizza.
Colin se levantó inmediatamente y los miró a ambos.
– Es que… bueno, no sé… no creo que queráis tener una tercera persona dando la lata aquí…
No solo la querían, sino que les encantaría tenerla.
– Has estado a punto de congelarte el trasero por mi culpa, así que al menos quédate a tomar una pizza con nosotros.
– Es que mamá estará preocupada porque no sabe dónde estoy, cuando se supone que debería estar en casa echándole una mano…
– Llámala -dijo Andy-. No le importará que cenes con el sheriff, aunque no hayas hecho tu parte de trabajo de la casa. Confía en mí. Tengo una mano increíble con las madres.
Lo convencieron para que se quedara a cenar y dispusieron el mantel en el suelo, delante de la chimenea, y durante un buen rato, los chicos siguieron con su retahíla de chistes sobre mujeres, hasta que Maggie los interrumpió.
– Ahora me toca a mí. ¿Cuántos hombres se necesitan para poner un rollo de papel higiénico en el cuarto de baño?
– Está bien, voy a morder el anzuelo -contestó Andy, guiñándole un ojo a Colin-. ¿Cuántos?
– Pues la respuesta es ¿quién lo sabe? Es algo que no ha ocurrido jamás en la historia del universo.
Los dos la miraron con los ojos abiertos de par en par, y después Andy le dio unas palmadas en la espalda porque con tanta risa se estaba atragantando.
– Es otro de los problemas a los que hay que enfrentarse con las mujeres, Colin creen que sus chistes son graciosos.
Maggie le dio un puñetazo a cada uno, y sirvió lo que quedaba de pizza.
– He aprendido mucho esta noche, señor -dijo Colin en cuanto se terminó lo que le habían puesto en el plato, y tras recoger la cazadora, se despidió y se marchó.
En cuanto Colin salió, la atmósfera cambió. Andy llevó los restos de la pizza a la cocina y como Cleopatra estaba dando con las patas en la puerta, Maggie salió a darle los restos de la ensalada. No es que hubiera entre ellos un repentino silencio. No es que, de pronto, no tuvieran nada que hacer. Pero es que la presencia de Colin había sido lo mismo que contar con la de un sacerdote que garantizase la pureza de sus pensamientos.
Cuando volvió a entrar en el salón, Maggie se levantó a echar un tronco más al fuego.
– Has sido maravilloso con Colin.
– Me parece un chaval estupendo, aunque tengo la impresión de que hay algo que lo preocupa, Maggie. ¿Sabes si le ronda algo por la cabeza?
Ella arqueó las cejas.
– La verdad es que yo diría casi lo contrario. Ha tenido un año difícil, pero desde el día de Acción de Gracias, todo parece irle mucho mejor. De hecho, el otro día le decía a mi hermana que parece haberse transformado en un ángel.
– Puede que estuviera nervioso por mi culpa. Les pasa a muchos adolescentes cuando están con un hombre que lleva placa -Andy se rascó la barbilla-. De hecho, cuando yo tenía quince años, se me pasaban un montón de cosas por la cabeza, la mayoría inducidas por las hormonas, que no hubiera querido que mis padres ni la ley supieran nunca. ¿Y dices que ha tenido problemas?
– Problemas, no. Problemillas -Maggie se levantó y se limpió las manos-. No hay un hombre adulto en su vida, Andy, y echa mucho de menos a su padre.
– De todas formas, me ha gustado conocerlo, principalmente porque es familia tuya y alguien importante para ti, pero también… bueno, porque si surge algo, espero que piense que puede hablar conmigo.
– Lo que yo espero es que no ocurra nada. Mi hermana es tan frágil en este momento que creo que sufriría un ataque si le ocurriera algo a cualquiera de los chicos.
Andy colocó el atizador del fuego en su sitio.
– A veces esa presión es demasiado fuerte para un chico. Todo el mundo comete errores. El truco consiste en asegurarse de que aprende de esos errores en lugar de repetirlos.
– Muy perspicaz, Gautier.
El sonrió.
– Es que sigo intentando convencerte de que soy un chico listo…, aunque no lo bastante como para saber qué vamos a hacer ahora. Tu sobrino nos ha salvado durante un rato, pero ¿qué va a impedir ahora que te abalances sobre mí?
Maggie lo miró con los brazos en jarras.
– ¡Qué desfachatez la tuya! No me estarás acusando de tener intenciones pecaminosas, ¿verdad?
– Eh, que yo soy el inocente. Tú eres la que guarda un oscuro secreto en su pasado.
Ella tampoco había conseguido olvidarse de su amnesia. Era como una especie de picadura de mosquito que no pudiera rascarse, pero Andy siempre era capaz de encontrar la forma de que pudiera reírse de ello.
– Tu virtud va a estar a salvo, al menos durante unos minutos. Iba a sugerir que viéramos una película, pero acabo de caer en la cuenta de que no te he preguntado cuánto tiempo vas a poder quedarte.
– La verdad es que mi intención era estar sólo unos minutos; nada de cena, ni de quedarme hasta tan tarde, pero me apetece la idea de una película. Después, tendré que volver a pasarme por la oficina. Tengo papeles de los que ocuparme y mañana empiezo a trabajar a las cinco de la mañana.
Aparte de lo de su horario de trabajo, lo que pretendía era decirle sutilmente que no iba a presionarla para quedarse a dormir, e intentó convencerse de que debía sentirse aliviada, y no frustrada.
– De acuerdo. ¿Qué te parece si preparo unas palomitas mientras tú eliges una película?
Mientras servía unas jarras de cerveza y esperaba a que se hicieran las palomitas, él revisaba su colección de vídeos con expresión angustiada.
– ¿Cómo es que sólo tienes películas de miedo y sangre?
Ella se echó a reír.
– Si quieres ver Bambi, ten una sobrina. La verdad es que tengo todo un cajón lleno de películas de chicas, pero pensé que te gustaría ver algo de acción.
– Has dado en el clavo. Vaya, si hasta tienes una colección de Hitchcok… aunque no sé si sería capaz de ver Psicosis sin tenerte sentada en mis piernas para esconderme detrás de ti en las escenas de miedo.
– Ya… ¿te ha funcionado ese truco con otras mujeres, Gautier?
– Pues la verdad es que eres la primera con quien lo pruebo.
Cuando Maggie tuvo la bandeja preparada, Andy ya se había acomodado en el sofá con los pies sobre la mesa, y su sonrisa picarona desapareció al mirarla a los ojos. Fue como si hubiera estado esperando durante la pizza y la visita de Colin para mirarla de verdad.
– Mags… no tienes por qué preocuparte -le dijo, a pesar de que estaba seguro de que podría tenerla en sus brazos en dos segundos si se lo pedía, y viceversa-. Tengo que volver pronto a casa. En Navidad siempre tenemos mucho más trabajo, así que no tengo más remedio que marcharme, lo cual significa que no estarías más a salvo con un monje que conmigo.
Su sinceridad la desarmaba. Andy parecía enfrentarse a todo con una tremenda honestidad, una cualidad que no había encontrado en ningún otro hombre.
Se sentó junto a él en el sofá azul marino y se acurrucó a su lado… al fin y al cabo, Psicosis era una película de miedo. Consumieron las palomitas sin apartar un segundo la mirada de la pantalla, los pies descalzos sobre la mesa, pero con cada minuto que pasaba, iba siendo más y más consciente de la presencia de Andy. Las sonrisas que compartían en la oscuridad no tenían nada que ver con la trama de Hitchcock, lo mismo que el brazo que él tenía sobre sus hombros no tenía nada que ver con el suspense de la película, y que la rapidez de los latidos de su corazón no respondían al temor. Simplemente lo deseaba, lo suficientemente como para sentirse incómoda con la cadencia de su pulso.
Ojalá él no se diera cuenta. Parecía no dársela. Cuando aparecieron los créditos en la pantalla, apagó el vídeo e inmediatamente Andy se puso de pie.
– No hay nadie que se parezca a Hitchcock. Es único. Ya mí me encantaría poder quedarme a ver otra película de tu colección, pero tengo que irme. ¿Me acompañas a la puerta?
Maggie llevó el cuenco de las palomitas y las dos jarras a la cocina mientras él se ponía las botas y la cazadora, y luego dio la luz del recibidor. Pero él la apagó, y en las sombras que siguieron, la tomó por las manos y se rodeó el cuello con sus brazos.
– Bueno -dijo- dos minutos de carantoñas; nada más. Y nada de quitarse la ropa. Esas son las reglas.
Maggie tuvo ganas de echarse a reír por su tono severo de voz, pero de pronto el corazón parecía darle saltos en el pecho y su cuerpo ardía en cada punto en que se rozaba con él.
– ¿Y puede saberse quién te ha dado a ti poder para establecer reglas? Será mejor que te vayas enterando de que yo no acepto órdenes de nadie.
– Por lo menos podías ver si te gustan antes de empezar a protestar.
Apenas había pasado un segundo cuando llegó a la conclusión de que no le gustaban sus reglas. Nada en absoluto, porque para cuando sus labios la rozaron, ella ya sentía la sangre recorrerle las venas a la velocidad del rayo. «Conque un buen hombre, ¿eh? ¡Ja! Problemas. Sólo va a traerte problemas».
La apoyó contra la pared como si se tratase de un colchón vertical, y se apoderó de su boca como si la poseyera, como un hombre que estuviera disfrutando de su propia mina de oro. Su sabor, su olor, la presión de sus besos se le subió directamente a la cabeza.
La cazadora de él era demasiado gruesa, y su jersey se volvió como una manta pegajosa. Tanta ropa entre ellos y sin embargo se sentía temblorosa, como si fuese una virgen temblando de anticipación ante lo desconocido.
Y en cierto modo, así era. No es que el deseo fuese algo nuevo para ella, pero no podía recordar sentir una sed como aquella, una necesidad compulsiva que estaba despertando partes de sí misma desconocidas hasta aquel momento. Andy fue recorriendo su cuerpo con las manos, ganando, acariciando, hasta llegar a su trasero y mecerla provocadoramente contra sí mismo, y el deseo de pertenecerle era tan intenso que… que tuvo la certeza de que se estaba enamorando de él. Y no un poco, sino desesperada, irremediablemente. Y lo que cualquier mujer inteligente debía hacer cuando se sentía en peligro era dar marcha atrás… y no pedir más.
Pero eso era precisamente lo que estaba haciendo invitarlo con sus besos, con el movimiento de su cuerpo. No estaba preparada, insistía en decirse, pero aquel condenado hombre parecía capaz de dar vida a una magia dentro de ella que era incapaz de parar…
Andy levantó la cabeza despacio, y despacio también abandonaron sus manos el territorio íntimo para apartarle un mechón de pelo.
– Tengo la impresión de que nuestro plazo de dos minutos expiró hace diez. Es mágico, ¿verdad? Y empeora a cada paso, en vez de mejorar.
– Andy… -todavía no podía respirar en condiciones, Y con oscuridad o sin ella, la forma en que la miraba la hacía estremecerse de arriba abajo. Maggie tragó saliva. De algún modo los sentimientos que había entre ellos habían llegado demasiado lejos y se habían vuelto demasiado complejos para cerrar los ojos y no querer saber adónde podían conducirlos-. Mira, sé que lo de las reglas era una broma, y no puede gustarte que te haga… lo que te estoy haciendo. No es justo, y no me siento cómoda con ello.
– Lo que no me gustaría es tener la sensación de que te estoy presionando, y tengo la impresión de que el mundo entero va a cambiar cuando tú y yo hagamos el amor.
Ella tenía la misma impresión que iban a la velocidad del rayo hacia el momento en que terminaran haciendo el amor, y que nada en su vida volvería a ser igual después.
– Tengo que decirte algo.
– Adelante.
– No sé lo que esperas, pero no estoy segura de poder prometerte nada, Andy -inspiró profundamente-. No tengo un buen currículum de relaciones de pareja. He estado enamorada de verdad dos veces, y en ambas ocasiones las cosas no funcionaron, por mi culpa.
El arqueó las cejas.
– Vaya por Dios. Según tenía entendido yo, hacen falta dos para bailar un tango. Pero en tu caso fue todo culpa tuya, ¿eh?
Consiguió hacerla sonreír, pero no durante mucho tiempo.
– Yo creo que sí. Yo creía que las cosas iban bien, que nos entendíamos, pero quizás soy demasiado independiente como para comprometerme a fondo en una relación, para saber cómo hacerlo bien, porque parece que los demás buscan en mí a alguien que yo no soy, y… y tengo miedo de desilusionarte.
Andy se apoyó contra la otra pared, como queriendo asegurarse de que no se tocaran.
– ¿Es que crees que de repente voy a querer transformarte en una especie de… lapa?
– No exactamente, pero no quiero desilusionarte. Ya me ha ocurrido antes, y es que puede que no te haga sentir… necesitado de la forma en que un hombre necesita sentir que su compañera lo necesita.
Andy se quedó pensativo.
– Necesidad e independencia son dos cosas distintas. En cuanto a la independencia…, te respeto y te admiro, Maggie, pero no estoy seguro de cómo defines tú la necesidad de autonomía. Por ejemplo: hoy me ha parecido peligroso que te subieras al tejado. Si tú esperases que me callase, que no me metiera si creo que estás haciendo algo peligroso, es algo que no va a ocurrir. Yo creo que el hecho de que me importes me da derecho a hablar.
Maggie sonrió.
– Eso está claro. Yo pienso lo mismo. Cada uno tiene derecho a tomar sus propias decisiones, pero también a reservarse el derecho a gritar si se piensa que el otro va a hacer algo que pueda hacerle daño. Y admito que subirme hoy al tejado ha sido una estupidez.
Andy no insistió más.
– De acuerdo. Y ahora vamos con lo de necesitar. Creo que tengo los mismos temores que tú. Durante el tiempo que estuve casado, sufrí una sobredosis de necesidad. Mi trabajo es importante para mí, y no puedo mantener una relación con una mujer si ella va a rasgarse las vestiduras cada vez que me llamen en mitad de la noche. Si mi trabajo te hace sentirte incómoda, necesito saberlo.
– No. No me incomoda lo más mínimo.
Se apartó de la pared y empezó a abrocharse los botones de la chaqueta.
– Yo creo que cuando uno elige estar con otra persona, la necesidad que siente de su compañía es, digamos, sana. Lo que es muy distinto a esperar que siempre sea el otro quien te solucione los problemas, O esperar que alguien tenga las respuestas para que tú puedas ser feliz, O para la soledad… demonios, se puede estar aún más solo con la persona equivocada. Es más fácil no vivir con nadie.
Elli asintió. Pensaba exactamente igual.
– Es alguien con quien poder contar, Maggie. No es necesidad, sino confianza. Encontrar a alguien que siempre vaya a estar a tu lado, incluso cuando las cosas vayan mal… yo eso no lo considero debilidad, ni dependencia. Para mí es la parte dorada de querer a alguien.
– Maldita sea, Gautier… a veces dices cosas que me vuelven las rodillas de gelatina. Creo que lo haces deliberadamente. Estás intentando inspirarme para que te seduzca, ¿no?
Con una sonrisa, lo besó en la punta de la nariz.
– Oye, secuestradora…
– ¿Qué?
– Prométeme que no te olvidarás de lo que acabas de decirme. Volveremos a hablar de ello la próxima vez que nos veamos.