Capítulo 10

– ¿No? -repitió Andy-. ¿Cómo que no? ¿Qué no quieres darme la llave de tu casa porque prefieres quedarte aquí fuera hasta que nos congelemos, o que no, que no quieres que volvamos a empezar mañana porque estás demasiado enfadada conmigo para dirigirme la palabra?

– Lo que quiero decir es que puedo abrir perfectamente bien mi casa yo sola, Gautier, así que haz el favor de no seguir ladrándome -pasó delante de él y abrió la puerta con tanta fuerza que hasta golpeó la pared-. Entra antes de que nos congelemos.

– Mags -suspiró-. Es una estupidez. Los dos estamos enfadados y sin ganas de dar marcha atrás, así que lo mejor es que lo dejemos. Simplemente esta no ha sido nuestra noche, ¿vale? Acuéstate, duerme bien, y mañana hablamos. Yo no huyo nunca de los problemas, pero es evidente que estamos demasiado nerviosos para…

– ¿Nerviosos? ¿Crees que estoy nerviosa?

Andy se frotó la base del cuello. El estómago le ardía. Sin saber cómo, había echado a perder el día: primero había empleado toda la mañana para cortar un árbol para que después fuera demasiado grande; luego se había olvidado de los adornos, y por último, su maravilloso plan de una seducción frente a su primer árbol de Navidad juntos… bueno, eso no podía haber salido peor. Sabía bien que Mags era demasiado independiente para pretender presionarla en ningún sentido de su relación, pero creía que habían superado ya esos temores. En fin, que la frustración era tal que en lugar de poder dar por terminada la noche, sólo parecía capaz de empeorarla.

– Para tu información, yo no estoy nerviosa en absoluto -le dijo, furiosa.

– De acuerdo, no estás nerviosa…

Su tono pacificador cayó en saco roto porque Maggie, aun con la puerta abierta de par en par, dio media vuelta y de tres largas zancadas, se plantó delante de él con el pelo alborotado por el viento y los ojos lanzando llamaradas. Tenía los puños apretados, como si tuviera intención de darle un puñetazo a algo, o a alguien, y su voz había subido un par de tonos al hablar.

– ¿Es que crees que estás solo en esto, tonto? Pues da la casualidad de que yo también estoy enamorada de ti. Hasta las cejas. Tanto que casi no puedo comprenderlo, pero es así, así que si has pensado que vas a volverte esta noche a tu casa, estás listo.

Aquella declaración no habría podido sorprenderlo más que si el sol empezase a brillar en mitad de una ventisca. Claro que estaba muy furiosa, y quizás lo que había dicho no fuese exactamente lo que quería decir.

– Mm… Mags,

– Lo de antes no era una excusa. Simplemente te estaba diciendo la verdad. Sé que piensas que le estoy dando demasiado importancia a lo de la amnesia y a esos estúpidos ataques de ansiedad. Yo también lo sé, pero no puedo evitarlo. Haría cualquier cosa por olvidarme de ello, pero…

Andy le apartó los mechones de pelo que se le habían puesto por delante de los ojos porque los tenía empapados y porque necesitaba una excusa para tocarla.

– Vamos, Maggie. Basta ya. No sé por qué tienes esas pesadillas, pero no puede tener relación con la noche del accidente. Por mucho que te moleste no poder recordar, te conoces bien a ti misma, y sabes perfectamente que no podrías haber hecho nada que provoque esa sensación de culpa. ¡Pero si no serías capaz de matar una mosca aunque te estuvieran apuntando con una pistola a la cabeza!

– Lo sé -admitió-, pero es que no puedo deshacerme de la sensación de haber hecho algo malo… algo que podría importarte a ti. A nosotros. Pero en este momento, no se trata de si son imaginaciones mías o no. Lo que necesito es que me creas. Que es verdad, que no estaba intentando poner excusas. ¡Quiero hacer el amor contigo!

Puede que dentro de unos veinte años, aquella escena le pareciera divertida. Jamás se había imaginado a una mujer, y mucho menos a Maggie discutiendo con él sobre si quería o no hacer el amor con él, pero algo le decía que estaba pisando un terreno poco firme y peligroso.

– Mags, si estás segura de que quieres que entre, entraré.

– Claro que quiero que entres. ¿Por qué te he estado gritando si no?

– Y si me quieres en tu cama, Dios sabe bien que es ahí donde yo quiero estar.

– Creo que no podría habértelo dicho con mayor sinceridad que es precisamente eso lo que quiero que…

– Y que vamos a dormir.

Maggie se quedó boquiabierta.

– ¿Dormir?

– Sólo dormir.

– Sólo dormir -repitió.

– Es un asco tener que seguir siendo el caballero de blanca armadura contigo, porque llevo ya un tiempo queriendo corromperte, pero es que no me parece bien hacer el amor cuando estás más dispuesta a pegarme un tiro que a besarme, así que lo que yo creo que debemos hacer es dormir bien. Y si por la mañana te sientes de otra manera, podremos negociar un programa diferente.

– ¿Y de verdad piensas que esa teoría va a funcionar?

– Sí -evidentemente no estaba ni mucho menos tan seguro como hacía parecer, pero de lo que no le cabía duda era de que hacer el amor con ella en aquel momento podía terminar siendo un desastre, a menos que supiera la verdad de por qué se había apartado de él-. Siempre y cuando tengas un cepillo de dientes que puedas prestarme -añadió.

– Así que vamos a cepillamos los dientes juntos, pero nada más.

Su tono mostraba una clara incredulidad.

– Es que cepillarse los dientes con alguien es algo muy íntimo. Luego me verás afeitarme delante de ti y tus sujetadores empezarán a aparecer en mi colada. Tanta intimidad es difícil de controlar si no se tiene cuidado, así que lo mejor es ir paso a paso…

Con aquel tono jocoso consiguió hacerla entrar en la casa, quitarse las botas y la cazadora y encender unas cuantas luces. Tampoco le costó demasiado conseguir que apagara esas mismas luces, que cerrara la puerta con llave y subiera al dormitorio.

Entró directa en el baño para darle un cepillo de dientes nuevo, y como si fuese algo que hacían todos los días, él puso una fina tira de dentífrico sobre las cerdas del cepillo y le pasó el tubo a ella. Maggie no parecía más calmada, pero cuando él empezó a cepillarse, ella hizo lo mismo. Cuando ya tenían las bocas llenas de una considerable cantidad de espuma, empezó a reír.

– Esta tiene que ser por fuerza la cosa menos romántica que dos personas puedan hacer juntas.

– Es que esta noche no va a ser romántica, ¿recuerdas? ¿Usas tú el lavabo primero?

– No, por Dios. Incluso estaba pensando tragarme el dentífrico para que no tuvieras que yerme escupirlo.

– Qué tontería. Lo mejor que podemos hacer es escupir los dos al mismo tiempo. Así no tendrás que volver a preocuparte por ello.

– Eres un hacha en esto de la intimidad, ¿eh, Gautier?

– Conozco todos los posibles pormenores de la pasta de dientes -le aseguró-. Lo de los pijamas es un poco más complicado. Si hubiera sabido que iba a quedarme a dormir, me habría traído uno. O mejor dicho, primero habría tenido que comprarlo para poder traerlo, pero dadas las circunstancias, me quedaré con la ropa interior puesta… si estás de acuerdo en hacer tú lo mismo.

– De acuerdo -contestó ella usando la misma gravedad que él.

– Y nos desnudaremos a oscuras. Soy un chico muy modesto. Seguro que ya te has dado cuenta.

– La verdad es que me da la impresión de que no tienes un solo hueso modesto en tu cuerpo…

– Pues te equivocas. Lo que pasa es que no voy a enseñarte mis huesudas rodillas hasta que me conozcas mejor. A pesar de todo, voy a necesitar encender la luz un momento: tienes tres mil cosas en el dormitorio, y podría matarme hasta llegar a la cama.

– Desde luego.

– Y entonces llegaremos al siguiente tema escabroso.

– ¿Los métodos anticonceptivos?

– Que no… que no vamos a pasar ese puente esta noche, pero aun así, tengo protección en la cartera, en caso de que ese momento se presente, digamos, en los próximos diez o veinte años. Yo hablaba de cosas más serias, como por ejemplo en qué lado de la cama duermes.

– En el derecho.

– Vaya… nos hemos salvado por los pelos, porque yo necesito dormir en el lado izquierdo.

Andy encontró un camino relativamente seguro a través del campo de minas de su dormitorio y volvió a apagar la luz. La ropa sonó al quitársela y después Maggie se metió entre las sábanas y se quedó inmóvil como una estatua. Andy se metió después y se quedó quieto también.

El silencio se adueñó de la habitación.

Aquella noche no iba a dormir. Ni un minuto. Incluso era posible que no volviese a dormir nunca, sabiendo que ella estaba tumbada a su lado con tan sólo unas braguitas.

La casa se había quedado oscura como la boca de un lobo, ya que no entraba luz alguna por las ventanas en una noche de ventisca como aquella. El viento aullaba como un coyote.

Y como un coyote se sentía él sabiéndola a escasos centímetros de su cuerpo, lo bastante cerca como para poder tocarla con tan sólo un gesto de la mano. Lo bastante cerca para percibir el perfume de su piel. Lo bastante cerca como para elucubrar si sus braguitas serían de algodón blanco, sencillas y funcionales, o sensuales y de encaje. Y tras unos minutos de serio debate intelectual, cerró los ojos; tenía que estar loco para seguir por aquel camino.

De pronto, sintió el roce de un dedo en el abdomen. Abrió los ojos de par en par. Debía haber sido una mala pasada de su imaginación, pero entonces sintió tres dedos más recorrer sus costillas.

– ¡Eh! -protestó.

Los dedos desaparecieron, pero Andy apenas tuvo tiempo de darse cuenta, porque un cuerpo femenino completo se colocó sobre él, e incluso en aquella absoluta oscuridad pudo ver los ojos de Maggie, mirándolo fijamente.

– ¡Eh! -volvió a protestar-. ¿Qué pasa aquí?

– Es que en mi lado de la cama hace mucho frío.

– No pretendas engañar a la ley, porque tu cuerpo está caliente como un horno. Esto no formaba parte del programa. ¿Y dónde están tus braguitas?

– Nunca duermo con ellas puestas. No pensé que fuera a importarte. Y ha habido un pequeño cambio en el programa: siento tener que decírtelo, pero las cosas no siempre pueden ser como tú quieres. Y yo estaba pensando que…

Bajó la cabeza y lo besó suavemente en el cuello. Fue un beso húmedo y suave, que precedió al movimiento de abrir las piernas y acomodarse sobre él. Por pura casualidad, el lugar donde se sentó evidenciaba su deseo, pero el peso de su cuerpo era tan perfecto para él que la boca se le quedó más seca que el desierto del Sahara a mediodía.

– No creo que debas pensar más esta noche.

– Estaba pensando… que, no sé cómo, pero has conseguido que me olvide de mi mal humor. He sido yo quien lo ha estropeado todo antes comportándome como un avestruz, y como no estoy acostumbrada a hacer esas cosas, me he sentido fatal después. Pero tú te las has arreglado para, en lugar de echarme la culpa, conseguir con no sé qué truco, vuelva a sentirme bien.

– Pues… en este momento, no creo que pudieras encontrar ningún rasgo honorable en mi carácter.

– Tonterías aparte, Gautier, te diré que hay que pagar un precio por hacerle algo así a una mujer. Ya estaba enamorada de ti antes, pero me has obligado a quererte mucho más, así que esta noche no me vas a decir que no, y así es como va a ser. Siempre y cuando el cambio en el programa te parezca bien, claro -añadió con suavidad.

La habitación oscura como una cueva de pronto se llenó de luz cuando sus labios se unieron. Quizás ella siempre había estado iluminada con la luz del sol para él. Se habían besado, se habían acariciado antes, pero nunca habían estado desnudos juntos, ni emocional ni físicamente. Aún no sabía qué habría podido asustarla antes, porque esa historia de la amnesia no terminaba de cuadrarle. El achacaba más la angustia al temor a darse, a perder el control. Puede que Maggie lo quisiera, pero siempre había parecido más preocupada que feliz por su unión… como si no estuviera segura de lo que quererle podía significar para ella, y él tenía la impresión de que todo su futuro dependía de que fuese capaz de enseñárselo. Si el amor era verdadero, un hombre y una mujer podían ser más independientes, no menos. Más libres, no menos. Y como ella parecía no haber descubierto eso antes, era casi como trabajar con una virgen en ese sentido.

Pero era difícil tener cuidado con una virgen que le estaba quitando los calzoncillos, que había retirado el edredón y que se movía tan deliciosamente que quizás él no debería haber notado que temblaba. Y sus ojos irradiaban tanta seriedad que casi le quitó la respiración, así que decidió quitársela a ella.

Con los labios aún unidos, fue deslizando sus manos por sus hombros, sus pechos, su abdomen, su entrepierna, e irrefrenablemente Maggie se apretó contra él, susurrando su nombre. Había estado toda la vida esperándola, y no iba a permitir que se escapase aquella noche sin sufrir un poco de su misma espera.

Apartó la mano y empezó a recorrer su cuerpo con los labios, mientras la respiración de ella se hacía cada vez más compulsiva. Pasó por su cuello, sus pechos, su abdomen, y al llegar al ombligo, Maggie casi salió catapultada de la cama. Pero al llegar a su clítoris, se tensó visiblemente.

Aquel sabor terrenal e íntimo lo empujó a descubrir más secretos, pero sintió sus piernas sobre la espalda y vio su torso arqueado, reclamándolo, así que volvió a ascender utilizando los labios como escala, y tras alcanzar la cartera que había dejado sobre la mesilla, quitó el envoltorio al preservativo sin dejar de besarla, mientras ella se agarraba a su pelo, y cuando la penetró, se alegró de encontrarla completamente preparada, porque cualquier paciencia que hubiera rogado, pedido prestada o robada había desaparecido hacía tiempo ya, y la llenó de sí mismo mientras la sangre le palpitaba en la cabeza. Siempre había comprendido el temor de Maggie a renunciar a su independencia porque él sentía lo mismo. Nunca había sido fácil para él enamorarse. Nunca había querido a alguien del modo en que la quería a ella. Ella era la persona que nunca había creído que iba a encontrar, la persona que ni siquiera creía que existiera para él.

Y cuando musitó su nombre mientras las convulsiones se sucedían, él la acompañó como si los dos hubiesen caído en el mismo abismo de fuegos artificiales.

Momentos después, cayó rendido y la cobijó entre sus brazos. El pulso no quería detenerse, y el corazón seguía latiendo empujado por la perfección de Maggie. Era perfecta para él, perfecta con él, y siguió acariciándola hasta que su respiración fue recuperando el ritmo normal.

– Maggie…

– Andy… no cuentes con que tenga energía para charlar hasta dentro de veinticuatro horas.

Sonriendo, la besó en la frente.

– Es que no sé si te he dicho cuánto te quiero. Maggie levantó la cabeza, y a pesar de la oscuridad de la habitación, vio su sonrisa, una sonrisa satisfecha y arrogante.

– Puede que no con palabras, pero créeme: lo has hecho.

Загрузка...