Capítulo 3

Maggie terminó de fregar los platos y limpió la encimera, pero todo ello sin dejar de mirar asiduamente por la ventana de la cocina. Durante el mes de diciembre, el sol desaparecía muy pronto por la tarde, y tras dos días de vendavales y nevadas continuas, la nieve había adquirido formas místicas que parecían esculturas de hielo a la luz de la luna. Pero delante de su casa no había ningún coche, a excepción del de su hermana. Andy no tenía que llegar hasta una hora más tarde, así que no tenía por qué empezar a mirar por la ventana tan pronto.

Se secó las manos con el trapo, sorprendida y exasperada al mismo tiempo por lo nerviosa que estaba. Los hombres nunca la habían puesto nerviosa. De hecho, pocas cosas en la vida tenían la capacidad de intimidarla… a parte de las inquietantes pesadillas que seguían poblando sus sueños desde el accidente. Pero ese problema no tenía nada que ver con Andy.

No solía mostrarle su casa a desconocidos, y mucho menos su dormitorio, pero es que había sentido algo muy particular las dos veces que había estado con él. La mayoría de hombres decían sentirse a gusto con una mujer fuerte, pero en realidad no era así, sino que buscaban una mujer vulnerable y tradicional, algo que jamás encontrarían en ella. Llevaba demasiado tiempo siendo fuerte e independiente, y no estaba dispuesta a disimular, si un tipo tenía que asustarse por algún rasgo de su carácter, cuanto antes mejor, antes de que alguno de los dos hubiese puesto demasiados sentimientos en juego.

Pero Andy no se había asustado. Al menos por nada de lo que había hecho hasta aquel momento. Y para ella, era toda una sorpresa, ya que los hombres siempre tenían algo que decir sobre que una mujer viviese sola en un lugar como aquel. Siempre se preocupaban por su seguridad.

Pero para ella la segundad era algo relativo. Era capaz de atravesar una montaña en medio de una ventisca de nieve, o de enfrentarse a un ciervo herido que se pasease por su jardín. La palabra peligro no aparecía en su vocabulario…, hasta conocer a Andy. Algo en aquellos ojos oscuros y llenos de sensualidad olía a peligro.

Y eso era nuevo e inquietante para ella.

– ¡Maggie, por Dios! ¡Te he dicho que fregaba yo! No puedo marcharme ni un minuto.

Maggie se dio la vuelta al ver a su hermana Joanna salir del cuarto de baño.

– No pasa nada. Las dos solas apenas hemos manchado.

– Pero tú has hecho la cena y a mí me tocaba…

– La próxima vez -cortó, aunque sabía bien que esa vez nunca llegaría. Mientras crecían, ambas se peleaban como el perro y el gato por cosas como aquella, pero Joanna siempre se las arreglaba para desaparecer cuando llegaba el momento de fregar o de hacer las cosas de la casa-. He preparado un té. ¿Te apetece?

– Vale. Pero no quiero que se te vaya a hacer tarde por mí- ¿A qué hora te viene a buscar el sheriff?

– A las siete. Además, ya te he dicho que no se trata de nada importante. Simplemente Andy se ha ofrecido a llevarme a la compra.

Maggie dejó una taza de té delante de su hermana y tan sólo con mirarla a la cara, sintió que el corazón se le encogía. Cualquier nerviosismo que hubiera podido tener por encontrarse con Andy quedó en segundo plano. Estaba tan preocupada por su hermana que apenas era capaz de pensar en otra cosa. Steve había muerto hacía ya más de un año, y ambos estaban muy enamorados, pero Maggie se sentía incapaz de ayudar a su hermana a superar el dolor.

Joanna era cinco años mayor que ella, y en su opinión, era la belleza de la familia. Sin embargo, tras la muerte de Steve sus elegantes facciones parecían cenicientas, su pelo largo y rubio lacio y sin vida, y sus enormes ojos verdes rodeados siempre de sombras.

Maggie siempre había sido la más fuerte de las dos, y desde el momento mismo en que le diagnosticaron el cáncer a su cuñado, empezó a arrimar el hombro. Mucho antes de que Steve muriera, Joanna iba a cenar con ella al menos una vez a la semana, se hacía cargo de sus sobrinos continuamente y se pasaba por la casa siempre que podía. Pero Steve faltaba ya hacía un año, y Joanna parecía cada vez más frágil. Todo parecía desequilibrarla, desde la economía doméstica, pasando por un grifo que gotease y hasta una tormenta de nieve. Apenas dormía por la noche, preocupada por sus hijos. Ni dormía bien, ni comía bien, ni cuidaba de sí misma en condiciones.

Maggie podía arreglar los condenados grifos e ingresar dinero en la cuenta de Joanna sin que ella se diera cuenta, pero no sabía cómo arreglar a su hermana. Siempre habían discutido mucho, pero también se habían reído mucho juntas, y últimamente era más difícil arrancarle una sonrisa que coronar una montaña.

– No sé si te he comentado lo bien que se está portando Colin conmigo desde el accidente, me quita la nieve del camino sin que yo se lo pida, me trae la leña a casa… ¿qué le pasa? -bromeó.

– Siempre ha besado por donde tú pisas, y además se te dan de maravilla los chicos. Yo ni siquiera consigo que ¡me hablen! -se derramó un poco de té de su taza-. Últimamente parezco incapaz de hacer nada bien.

Maggie pasó un trapo por la mesa.

– Qué exagerada eres. No sé por qué eres tan dura contigo misma. ¿Es que nosotras hablábamos con papá o con mamá cuando teníamos la edad de tus hijos? Hay una etapa en la que es muy difícil hablar con los padres. Lo que sí creo es que deberías salir más.

– Maggie, todavía no estoy preparada para salir con nadie.

– Pues no salgas. Puedes volver a esquiar, o a hacer aeróbic… te encanta jugar a las cartas; podrías apuntarte a algún club. Hay montones de cosas que podrías hacer para salir y conocer gente…

– Tú tienes diez veces más valor que yo, Maggie; sabes bien que yo no soy capaz de enfrentarme a las cosas como tú… por cierto, ¿conoces bien al hombre con el que vas a salir esta noche?

– ¿A Andy? No, pero siendo el sheriff, no creo que deba preocuparme por la posibilidad de que se trate de un asesino en serie. Además, ¿cuánto tienes que conocer a una persona para pasar un par de horas con ella mirando coches?

– Sigo sin comprender por qué no me lo has pedido a mí. Yo lo habría hecho encantada. O podría prestarte el coche. Tú siempre estás haciendo cosas por mí y nunca me das la oportunidad de devolverte el favor…

– Vamos, hermanita. Lo que sabemos de mecánica tú y yo cabe en una caja de cerillas.

– Eso es verdad. Ir a comprar ropa sería mucho más divertido -admitió-. Por cierto, no falta nada para Navidad y aún no he comprado nada.

– Yo tampoco. ¿Qué te parece si quedamos el jueves por la mañana y vamos juntas?

Le costó aún un poco más dejar a su hermana algo animada, y para cuando lo consiguió y Joanna salía ya de su casa, las luces de un coche aparecían frente a la puerta. Andy. Y ni siquiera había tenido tiempo de pasarse un cepillo por el pelo, ni de cambiarse de botas, y mucho menos de ponerse un poco de carmín.

Pero ya era demasiado tarde, así que se quedó congelándose en la puerta mientras Andy bajaba del coche e intercambiaba unas cuantas palabras con su hermana.

Antes de alejarse, Joanna se volvió para dedicarle una de sus miradas especiales, una mirada que conocía bien de su infancia y que le dedicaba cada vez que le había ocultado algo importante… como por ejemplo, el hecho de que su acompañante de aquella noche estuviera como un tren.

Las luces del coche de su hermana desaparecieron en la carretera y entonces sólo quedó él… él y un halo de magia que confundía a Maggie. Era ridículo que una mujer hecha y derecha de veintinueve años, firme y con los pies en el suelo, se sintiera como en volandas con tan sólo mirar a un hombre a los ojos. Pero así era.

Lo vio sonreír mucho antes de llegar a su porche. Dios, sus ojos eran más oscuros que el cielo de media noche, los ojos con los que la miró de arriba abajo, desde los gruesos calcetines, pasando por los vaqueros y el jersey azul marino de angora, hasta llegar al pelo que volaba en todas direcciones. Maggie sabía bien que no había nada en su apariencia que mereciese el brillo que se había desprendido de su mirada.

– ¿Has recordado ya algo por lo que tenga que arrestarte?

Maggie se echó a reír.

– No he robado ningún banco desde el accidente… pero eso es todo lo que me atrevería a jurar.

– Ya. Pues fíjate, yo tenía miedo de que tu amnesia se extendiese también a esta noche, teniendo en cuenta la poca gracia que te hace lo de ir a ver coches.

– Si no tuviera que tener necesariamente un medio de transporte, nada podría obligarme a hacer esto -admitió-. Y es cierto que he pensado en cancelarlo. Además, pedirle a alguien que te acompañe a hacer algo así es horrible.

– Tú no me lo has pedido; he sido yo quien se ha ofrecido voluntario. Además, en mi opinión, esto es como lo del dentífrico.

Maggie había entrado un instante para recoger el bolso y ponerse las botas y el abrigo.

– ¿El dentífrico?

– Sí. No tiene sentido entusiasmarse con una mujer para descubrir después que aprieta el tubo de la pasta de dientes por arriba. Nada puede funcionar después de descubrir algo así.

– Entiendo. Pero creo que no encuentro la relación entre los tubos de pasta de dientes y la compra de un coche.

– Ir a comprar un coche con una mujer te ofrece la posibilidad de conocerla bien. Si en la primera cita dos personas salen a cenar, ¿qué llegan a saber realmente el uno del otro? Nadie es sincero en esas citas. Todos tratamos de dar nuestra mejor imagen.

– Eso es cierto. En las primeras citas todos maquillamos nuestro carácter -contestó Maggie con una sonrisa.

– Exacto. Pero si lo que haces es algo como esto…

– Andy se rascó la barbilla-. Sabiendo qué clase de coche la seduce, puedes saber si lo que más le interesa es lo que está bajo el capó, o si prefiere un deslumbrante exterior; si quiere un vehículo seguro, o le importan más otras cosas. Si le gusta una aceleración constante y progresiva, o si prefiere un deportivo.

– Vaya, vaya… -Maggie se subió la cremallera de la cazadora y se puso en jarras-. Por un momento, hasta he llegado a pensar que de verdad estabas hablando de coches.

– Y lo estaba.

– Ya. Y los burros vuelan. Por cierto, que yo no suelo mirar bajo el capó de nadie en la primera cita, pero en cuanto a lo demás… -se puso los guantes y pasó junto a él-, tu teoría me ha convencido. Prefiero hacer algo como esto en la primera cita que salir a cenar porque, si por casualidad, eres capaz de sobrevivir a ir a comprar un coche conmigo, querrá decir que el futuro se extiende ante nosotros con un sinfín de posibilidades. Ante mis ojos conseguirás el estatus de héroe, la santidad, un par de medallas al valor…

– ¿Y una copa cuando terminemos?

– Sin duda.

– Qué bien. Entonces, vamos por tu carroza, princesa.

Estaban ya bajando por la sinuosa carretera cuando Andy se preguntó cómo habría sido capaz de resistirse por el momento al deseo de besarla. Siempre se comportaba como un caballero, cierto, pero es que aquella tentación era muy poderosa.

Con Maggie tenía que tener mucho cuidado, porque el problema de los fuegos artificiales es su corta duración, de modo que aquella tremenda atracción sexual disminuiría si la veía con asiduidad. Los fuegos de artificio eran maravillosos, intensos, delirantes, pero no quería dejarse arrastrar por sus hormonas antes de saber si podía haber entre ellos algo que mereciese la pena.

Esa era la teoría, pero ver sus heridas y sentir deseos de abrazarla era todo uno. Ver su boca de labios carnosos y sentir una tensión en el vientre, era inmediato. El movimiento de su cabello, el orgullo que demostraba al andar, el brillo endiablado de sus ojos… no había un solo detalle en ella que no fuera capaz de disparar sus hormonas. Ninguna mujer le había hecho sentirse así desde hacía mucho tiempo, y no podía dejar de preguntarse si se llevaría con ella toda aquella chispa, el picante y la honestidad bajo las sábanas. Bajo sus sábanas.

Coches.

Tenía que seguir pensando en coches,

– Hay mucha gente esta noche por las calles -comentó Maggie.

– Sí. Las compras de Navidad, supongo -los limpiaparabrisas apartaban la nieve sin dificultad, pero los viandantes resbalaban de vez en cuando sobre la acera de Main Street.- Bueno, ¿estás preparada para lo que nos espera? Hay tres concesionarios de coches en Silver Township, y no estaría m4l saber qué es lo que andas buscando.

– Algo que arranque siempre, en invierno y en verano, y que no me dé problemas.

– De acuerdo. Eso nos deja con unos cinco mil modelos entre los que elegir. ¿No podrías ser algo más específica?

– Bueno… quiero algo que se comporte bien sobre la nieve y en carreteras dificultosas. Y que tenga espacio para los esquís, por ejemplo, mochila y tienda de campaña. El coche que perdí en el accidente era nuevo, precioso, con la tapicería color crema… es decir, la compra más tonta que he hecho en mi vida.

– Así que necesitas un coche más práctico. Seguro, con tracción a las cuatro ruedas, frenos de disco delanteros y traseros, Y no quiero ser curioso, pero antes de que nos acerquemos al primer vendedor de coches, me ayudaría saber cuál es tu cifra tope.

Maggie se echó a reír.

– El dinero no es problema, Andy.

La oyó reír, sí, pero también percibió cierta tensión en su respuesta. Mejor no volver a pisar ese camino.

Como cualquiera de los agentes de la ley de ciudad pequeña, Andy conocía a todos los propietarios de negocios por su nombre de pila, y acompañándola él nadie se iba a atrever a engañarla. Pero iba a tener que ayudarla con mucho tacto. Era una mujer con mucho orgullo y satisfecha de su independencia, de modo que tendría que andarse con cuidado, además de contar con toda la paciencia del mundo porque al fin y al cabo, Maggie era una mujer, e incluso un mal matrimonio podía enseñarle a cualquiera un par de cosas. Ir de compras con una mujer era como intentar comunicarse con una especie desconocida. Necesitaban tiempo. Necesitaban comparar. Necesitaban espacio para la indecisión. Necesitaban cuarenta años para decidirse por algo.

Unas luces de neón blancas iluminaban una amplia superficie de coches, así que Andy se bajó del coche con su mejor sonrisa y dispuesto a usar la paciencia que fuese necesaria. Ningún tipo con el que ella hubiera estado antes, y ningún tipo al que hubiera besado, habría podido ser tan paciente como iba a ser él.

Harvey Lyman salió de la oficina en cuanto los vio bajarse del coche.

– ¡Hola, amigos! -exclamó.

Harvey tenía en pelo blanco y esponjoso, las mejillas coloradas como manzanas y el carácter más dulce que una raja de melón…, dentro de cuatro semanas iba a hacer de Papá Noel, y desde luego tenía una cara que inspiraba confianza a cualquiera.

– Me alegro de verlo, sheriff Gautier -dijo, y su sonrisa perdió algo de intensidad. Se dieron un apretón de manos, y tras las preguntas de rigor, fue directo al grano-. Bueno, ¿qué puedo hacer por ti? ¿Quieres comprarte un coche?

– Te traigo a una amiga. Está mirando, pero eso es todo por ahora. Te presento…

Andy se giró, pero Maggie había desaparecido.

Harvey resoplaba como una locomotora cuando por fin la encontraron. Maggie acababa de revisar un utilitario blanco con un interior gris oscuro, y al ver a, Andy, sonrió.

– Este -anunció.

– Sí. Este no estaría mal, pero…

Tenía que estar de broma. Había docenas de coches que ver, y no se habían pasado por los demás concesionarios. Ni siquiera se había sentado al volante. Incluso albergaba la sospecha de que ni había mirado el precio.

Harvey debería haber estado encantado, pero incluso él se sorprendió de que no quisiera mirar más.

– Es perfecto -dijo ella, dándole unas palmadas en el techo-. Tiene el tamaño que busco, colores sufridos…, en fin, que no veo razón para seguir mirando.

Harvey estaba a punto de sufrir un ataque al corazón. En sus treinta años de profesión, jamás se habría ganado su comisión con tanta facilidad, pero aun así, se las arregló para murmurar:

– Has hecho una elección magnífica. Es un coche de confianza, seguro y…

– Cállate, Harvey. Maggie, no vas a comprar un coche en el que no has llegado ni a sentarte.

Harvey hizo aparecer las llaves en un abrir y cerrar de ojos y Maggie abrió la puerta, se sentó y volvió a salir.

– Perfecto. Bueno, ¿dónde hay que pagar?

Harvey sintió un espasmo de tos.

– Va a probarlo -le dijo Andy, apoyando una mano en su hombro-. Y después se lo va a pensar. Detenidamente. La única razón por la que sonríe es porque la etiqueta con el precio es verdaderamente graciosa. ¿Me has oído, Harv?

Harvey no sólo no lo escuchaba, sino que se había olvidado por completo de quién había salvado a su sobrino el año anterior de una pelea en un bar. Sólo tenía ojos para Maggie, ojos abiertos de par en par.

– Puedes probarlo durante el tiempo que quieras, preciosa. Disfrútalo. Es un coche con clase, y no se me ocurre ningún otro que pudiera ser más adecuado para ti…

Maggie y Andy se montaron.

– Mira -dijo ella-, sé que soy exasperante comprando…

– ¿Estás de broma? -la interrumpió él, que en la oscuridad del coche no había podido ver la preocupación que mostraba su mirada-. No estoy ni lo más mínimamente exasperado.

Sólo atónito, pero guardó silencio mientras ella investigaba para qué servía cada mando del coche. La mayoría de la gente probaba los coches con luz de día y en perfectas condiciones climatológicas, pero él había visto ya demasiados accidentes para darse cuenta de que era muy importante ver cómo se comportaba el vehículo en carreteras cubiertas de nieve. Pero a ella le pareció bastante con dar una vuelta a la manzana.

Consiguió convencerla para que tomase la autopista e hiciera unos quince kilómetros, e incluso consiguió que entrase en un aparcamiento vacío con el suelo helado. Pero nada más. La verdad es que estaba de acuerdo con que aquel coche era una buena elección para ella, pero es que no podía creer que hubiese una sola mujer capaz de tomar una decisión con la velocidad de un corneta, y mucho menos, mantenerla.

Harvey los estaba esperando fuera cuando volvieron, con una sonrisa de trescientos vatios que iluminaba la noche.

– Te ha encantado, ¿verdad? Lo sabía. Y te ayudaré con la financiación si lo necesitas, preciosa. No tienes por qué preocuparte. Has elegido el mejor coche que podías desear…

– Harvey -lo interrumpió con suavidad-, no vamos a llevarnos bien si sigues llamándome preciosa. Maggie. Puedes llamarme Maggie.

Varios grados bajo cero y un viento ártico que podía helarlo todo, y la frente de Harvey se perló de sudor.

– Por supuesto, Maggie…

– Y no necesito financiación. Te pagaré en efectivo.

Harvey se quedó boquiabierto. Demonios, incluso Andy abrió la boca.

– Bueno, no exactamente en efectivo -se corrigió-. Quiero decir con un cheque. ¿Te parece bien? -preguntó, mirándolos a ambos-. Es decir… sé que no voy a poder llevármelo a casa ahora mismo. Tendrás que llamar mañana al banco y confirmar que el cheque tiene fondos y todo eso, pero…

– Maggie… -Andy le pasó un brazo por los hombros para alejarla un poco de Harvey. No estaba seguro de qué iba a decir por temor a herir su orgullo-. Maggie, tengo la sensación de que no te has comprado demasiados coches. ¿Me equivoco?

– No. Es que… mis padres murieron, Andy. No juntos, pero casi al mismo tiempo. Mi madre enfermó con una neumonía que consiguieron curar y mi padre iba de camino al hospital cuando alguien se estrelló contra su coche. Mi hermana y yo éramos muy jóvenes… ella acababa de terminar la universidad, y yo estaba en el primer año de carrera…

– Lo siento.

– No te lo he contado para que te sintieras mal. Sólo pretendía explicarte lo de los coches. Joanna ya tenía coche, así que yo me quedé con el de mis padres, y cuando por fin dejó de funcionar… bueno, el coche del accidente es el único coche que me he comprado yo. Y esa experiencia fue tan enervante como esta.

Andy estaba empezando a tener una imagen completamente distinta de la que se había formado antes. No había tenido a su padre o a alguien a su lado que pudiese enseñarle la estrategia básica a la hora de comprar un coche.

– Bueno, para empezar, es muy raro que la gente pague los coches al contado.

– Lo sé. Tuve que discutir con el vendedor la otra vez…, cuando le dije que pagaba al contado, cambió de opinión, e incluso me dijo que no me lo vendía. Me lo hizo pasar tan mal que estuve a punto de marcharme. Si no hubiera necesitado el coche, lo habría hecho.

– Comprendo. Pero la cuestión es que Harvey bajará sustancialmente el precio si le damos la oportunidad de afilar el lápiz. Y por otro lado, puede que no quieras agotar tu cuenta bancaria con un gasto de esta magnitud.

– Sí, puede que tengas razón, pero es que a mí no se me da nada bien regatear, Andy. Y odio deber dinero. Tengo un buen sueldo, y dinero ahorrado. Si me pusiera enferma, no tengo a nadie que responda por mí, así que la idea de tener deudas colgando sobre mi cabeza me hace salir granos.

– Y no queremos ponerte en situación de que te salgan granos, ¿verdad? -bromeó.

Pero antes de que aquella situación se solventase, lo más probable era que fuese él quien los tuviera.

Загрузка...