14

La noche que Gideon y Levinia se enteraron de que estaba embarazada, Lorna esperó en su propio cuarto… más apática que obediente. Habían esgrimido contra ella el arma más poderosa: la vergüenza. Se hubiese rebelado sin dudarlo contra el reproche de su madre y la furia su padre, pero la humillación la destrozó.

Disminuida, desanimada, permaneció hundida en ese ánimo sombrío, sintiéndose pecadora por primera vez. Hasta la acusación de su madre, Lorna consideró su amor hacia Jens como algo sagrado, que la convirtió en una persona mejor, más que en alguien mezquino: benévola cuando podría haber sido egoísta, generosa, cuando podría haber sido avara, elogiosa, en vez de crítica, paciente y no intolerante, alegre en lugar de melancólica.

Pero el sermón de Levinia había agostado la alegría. Cuando la madre salió del cuarto, Lorna se quedó sentada a los pies de la cama, contemplando las cortinas corridas, demasiado desanimada para levantarse y cerrarlas o encender la lámpara. Permaneció allí, en la oscuridad, pasando lista a todas las maneras en que podría perjudicar a la familia si huía con Jens. ¿Era cierto? ¿Los amigos los apartarían para siempre? ¿Las amigas de su madre murmurarían a sus espaldas y los socios comerciales de su padre lo evitarían? Y ella misma, ¿perdería la amistad de Phoebe? ¿Acaso su hijo sufriría el baldón de "bastardo" toda la vida?

Pensó una y otra vez en la palabra fornicación. Hasta entonces, nunca nombró así lo que había sucedido entre ella y Jens y que le había parecido tan esplendoroso. Lo había considerado como una maravillosa expresión del amor que sentían uno por el otro, una apropiada celebración de ese amor.

Sin embargo, Levinia lo llamó bajo, sucio.

Vergonzoso.

La noche transcurrió, y Lorna siguió sola. desesperanzada. No apareció la bandeja con la cena. No se acercó ningún miembro de la familia. El piano estaba silencioso. Cuando Jens se fue, en su lugar apareció el silencio. La casa exudaba un aire a clandestinidad, colmada de secretos dichos en susurros tras puertas cerradas. Después de mucho, mucho tiempo, Lorna se inclinó de lado y puso los pies sobre la cama. Sin desvestirse, se acostó con las rodillas hacia el pecho, los ojos abiertos, sin apoyar siquiera la cabeza en la almohada. Por fin se durmió, se despertó a medias y se estremeció, se durmió otra vez, despertó lo bastante para aflojarse el vestido, se quitó los zapatos y se metió bajo las mantas.

Se despertó a eso de las ocho de la mañana, al oír tres golpes en la puerta.

– El desayuno, señorita.

Una bandeja chocó en la parte baja de la puerta. Unos pasos se alejaron. La luz brilló por las ventanas que daba al Oeste, y que otorgaban a la mañana una ambigua cualidad luminosa pero apagada. Una corriente fría se coló por la chimenea y trajo olor a carbón. Lorna permaneció acostada de espaldas, con el dorso de la mano sobre la frente, preguntándose dónde estaría Jens, cómo se mantendría ahora que Gideon lo había despedido, si volvería a la casa intentando verla, si le escribiría, qué le pasaría a cada uno de ellos, si habría pasado la noche sumido en la misma agonía que ella;

Tan avergonzado como ella.

Recogió la bandeja del desayuno y no comió nada, pero bebió sólo una taza de té y un vaso de cierto zumo marrón que le produjo secreción de saliva y le dejó áspero el interior de la boca.

Encendió el fuego y se quedó mirándolo, imaginando el rostro de Jens. Escribiendo en su diario, se quedó dormida con la cabeza sobre el brazo, junto al minúsculo escritorio. Abajo, se cerró una puerta y la despertó. Fuera, tamborileaban los cascos de los caballos. Poco después de mediodía, se abrió la puerta del cuarto sin llamada previa, y entró la tía Agnes. Fue directamente al escritorio, y abrazó a Lorna sin hablar, sosteniendo a la joven en los brazos como si fuese una pila de toallas sacadas de un estante.

Lorna siempre asociaba el familiar olor a humedad y polvo de rosas de la tía Agnes con la soledad. Con la cabeza contra el pecho de la anciana, hizo fuerza para no llorar:

– Mi madre dice que no tengo que hablar con nadie de la familia.

– Típico de Levinia. Sin mucho esfuerzo, es capaz de ser una burra imperiosa. Perdóname Lorna, pero hace más tiempo que tú que la conozco y me he ganado el derecho a decir lo que pienso. Puedes amarla, pero nunca… ¡nunca la admires!

La muchacha sonrió sin entusiasmo contra el vestido de su tía y se apartó:

– ¿Qué pasará?

– No sé, pero algo se prepara. Saben que no pueden confiarme nada, pero yo sé escuchar por las cerraduras como nadie en esta familia, y créeme que lo haré.

Ese día, el habitual temblor de la voz de Agnes era más notable.

– Gracias por tocar el piano anoche, mientras todo eso pasaba en la biblioteca.

– ¡Oh, muchacha!… -Agnes dió unas palmadas en el pelo a su sobrina, que estaba revuelto y enmarcaba un semblante tan agobiado de pena que se le estrujó el corazón-. Quería casarse contigo, ¿no es cierto?

Dos enormes lágrimas aparecieron en los ojos arrasados de amor de Lorna, en respuesta a la pregunta de su tía.

– Y lo echaron, esos hipócritas despiadados. -Furiosa, vehemente, continuó-: ¡Por la memoria del capitán Dearsley, ruego que sufran como están haciéndote sufrir! ¿Qué derecho tienen? Y dejando de lado los derechos, ¿cómo puede una persona que se considera cristiana separar al padre del hijo?

Lorna se arrojó de nuevo contra su tía y rodeó el cuerpo flaco con los brazos. Era tan bueno oír expresar en voz alta los pensamientos en los que estuvo sumida toda la noche, creyéndose perversa cada vez que le surgían… En esos silenciosos instantes en brazos de su tía, Lorna pensó en lo triste que era no poder acercarse a su madre del mismo modo. Era sobre el pecho de Levinia sobre el que tenía que volcar sus sentimientos más íntimos acerca del hijo que esperaba, su amor por Jens, y el futuro de ambos. Pero los brazos de Levinia nunca la acogieron, ni encontró en el pecho de su madre el mismo consuelo que en el de Agnes.

– Esta mañana hablé con tu madre -dijo Agnes-. Le dije que sabía tu problema y le pregunté qué pasaría. Dijo que no era asunto mío y me advirtió que mantuviese la boca cerrada. Por lo tanto, querida mía, me temo que me dejarán en la ignorancia. Excepto venir a consolarte, no es mucho lo que puedo hacer.

– Oh, tía Agnes, te quiero.

– Yo también, cariño mío. Eres muy similar a como era yo a tu edad.

– Gracias por venir. Y sí me has ayudado… más de lo que imaginas.

Agnes se apartó y le sonrió.

– Es un hombre magnífico, tu apuesto armador noruego. Hay algo en la línea de los hombros y en el ángulo de la barbilla que me recuerda a mi capitán. Te aseguro, Lorna, que si hay algo que yo pueda hacer para que vosotros dos estéis juntos, lo haré. Cualquier cosa.

Lorna se levantó y la besó en ambas mejillas.

– Eres la rosa entre tantas espinas, querida tía Agnes. De ti he aprendido las mejores lecciones, las que llevo más cerca del corazón. Pero tienes que irte. No tiene sentido que mi madre se moleste más aún si te encuentra aquí.


La visita de la tía Agnes fue el único contacto humano que tuvo Lorna hasta última hora de la tarde, cuando entró Ernesta con un baúl vacío.

– Ernesta, ¿qué es esto?

– Me ordenaron que la ayude a empaquetar, señorita.

– ¿Empaquetar?

– Sí, señorita. Sólo un baúl lleno, dijo la señora. Dice que, por fin, usted irá al colegio y que el padre de usted hizo arreglos especiales para que la acepten a comienzos del segundo semestre. Eso es maravilloso. Me gustaría poder ir al colegio. Sólo fui hasta sexto grado, pero en mi ambiente eso es importante. Gracias a eso, conseguí este trabajo, porque podía leer y otras de mi clase no podían. Bueno, ¿qué quiere llevarse? La señora me dijo que le preguntara qué le gustaría llevarse.

Rígida, Lorna dio órdenes, aunque por dentro se preguntaba desesperada qué iba a sucederle. Cuando terminaron de empaquetar y Ernesta se fue, entró Levinia con ropa de viaje del color de un barril de pólvora. Se quedó en el otro extremo del cuarto, alejada de Lorna, con los dedos fuertemente enlazados a la altura del estómago y con expresión tensa y acusadora.

– Tu padre combinó un viaje para ti y para mí. El tren parte a las siete y quince. Ocúpate de estar adecuadamente vestida y lista para salir de casa a las siete menos cuarto.

– ¿A dónde vamos?

– A donde esta desgracia pueda manejarse de manen discreta.

– Madre, por favor… ¿a dónde?

– No hace ninguna falta que lo sepas. Limítate a hacer lo que te digo y prepárate. Tus hermanos estarán en la biblioteca para despedirte. Se les dijo que te vas a la escuela, y que tu padre movió varias influencias para que te aceptaran en esta época del año, en compensación por haberse negado a dejarte pilotar el barco en la regata del próximo verano. Si haces tu parte de modo convincente, lo creerán, sobre todo teniendo en cuenta las veces que fastidiaste a tu padre para que te dejase ir a estudiar. Bastará que mantengas esa expresión llorosa, y recuerda que tu falta de moral provocó estas medidas tan drásticas, no tu padre y yo.

Despedirse de Jenny, de Daphne y de Theron fue una tortura: fijar una sonrisa falsa en los labios mientras ellos la observaban desasosegados, sin creerse la historia y preguntándose qué era lo que pasaba. Los besó y le dijo a Daphne:

– Te escribiré. -A Jenny-: Espero que, por fin, Taylor se fije en ti. -Y a Theron-: Estudia mucho, y un día tú también irás al colegio.

Gideon la besó con aire rígido en la mejilla y le dijo, "Adiós", a lo que Lorna respondió del mismo modo, sin mucha demostración de afecto.

Steffens condujo a Levinia y a Lorna a la estación de Saint Paul, donde Levinia sacó dos boletos para Milwaukee, se instalaron en un compartimiento privado con asientos enfrentados. Levinia cerró las cortinas de terciopelo de la puerta, se quitó el sombrero, lo metió bajo el asiento y se acomodó como una lechuza embalsamada. Lorna se sentó enfrente, y miró, abstraída, por la ventanilla en los minutos interminables que faltaban para que saliera el tren.

Cuando al fin arrancó, vieron que las luces de la ciudad menguaban y que sobre el cielo índigo de la noche aparecían las estrellas y la luna en cuarto creciente.

Por fin, Lorna miró a su madre.

– ¿Por qué vamos a Milwaukee?

Levinia miró a Lorna a la cara: en su semblante se había instalado la censura para quedarse, estaba segura, hasta que el hijo o la misma Levinia estuviesen en la tumba.

– Debes entender algo, Lorna. Lo que hiciste no sólo es un sucio pecado sino que, en algunos Estados, es ilegal. Cualquiera que sospeche siquiera tu situación, te juzgará para el resto de tu vida. No se supera el hecho de dar a luz a un hijo ilegítimo. Se sobrevive a ello del mejor modo posible, y se oculta, para no arruinar lo que queda de vida y de las vidas de la familia. Hay que tener en cuenta a tus hermanas. Por tu culpa, podrían ver menoscabadas sus reputaciones o, al menos, sus sensibilidades juveniles. A tu padre y a mí no nos agrada enviarte lejos, pero no vemos otra manera. Tiene… relaciones, digamos, fuera de nuestro círculo social, que lo ponen en contacto con las autoridades de la Iglesia y, a través de ellas encontró una abadía católica de monjas benedictinas que…

– ¿Católicas?

– Que te aceptarán durante el período de…

– Pero, madre…

– Que te aceptarán durante el período de confinamiento. Estarás bien cuidada, recluida, contarás con la ayuda de las buenas monjas y de un médico, cuando sea el momento.

– Así que me encerrarán en una torre de piedra y me tratarán como a una libertina, ¿verdad?

– Lorna, me parece que no entiendes: tu padre pagó muy bien para que aceptaran este arreglo. Hizo una donación absurdamente cuantiosa a una Iglesia que ni siquiera es la propia, ¡de modo que, te agradecería que no emplees ese tono conmigo! Teníamos que encontrar enseguida un lugar donde meterte. Y, para serte sincera, no creo que te haga ningún daño estar encerrada con un grupo de mujeres consagradas a Dios, que aprecian la pureza y han hecho votos de castidad. Si en nuestra propia religión existiera un grupo semejante, tu padre se hubiese dirigido a él pero, como no es así, Santa Cecilia servirá.

– ¿Me encerrarán?

– Qué ingenua eres. Las mujeres que permitieron que las embarazaran no andan por ahí exhibiéndose en público. Lo que les ocurre es que se ocultan para que las personas decentes no tengan que sufrir la incomodidad de enfrentarse con ellas en la buena sociedad.

– ¿Y qué me dices del niño? ¿Me permitirán conservarlo?

– ¿Conservar a un bastardo? ¿Y qué harías con él? ¿Llevarlo a casa para que se enteren tus dos hermanas jóvenes e impresionables? ¿Para que tu hermano menor tenga que explicárselo a los amigos? ¿Que viva bajo el mismo techo que tu padre y yo? No pensarás en colocarnos en semejante posición, Lorna.

Viajaron en silencio un tiempo. Lorna, con la vista fija en la oscuridad, dolida y asustada. De vez en cuando, se enjugaba las lágrimas para aclararse la vista. Levinia no hizo el menor gesto para consolarla. En un momento, la mujer habló de nuevo:

– Mientras estés con las monjas, estoy segura de que tendrás tiempo de sobra para comprender que sería desastroso para todos los involucrados que lo conservaras. La Iglesia conoce buenas familias que buscan chicos para adoptar. No hay otra solución.

Lorna se secó otra vez los ojos.

Fuera, el paisaje nocturno huía.


A la luz de la luna, Milwaukee se extendía bajo una niebla de humo de carbón. Adelante se veía la red de vías de ferrocarril como estrellas fugaces cuando el tren aminoraba la marcha y tomaba una curva. Anduvo cierto trecho a distancia visible del lago Michigan, donde muelles y barcos anclados cortaban la línea de la costa. Cintas de niebla flotaban tierra adentro, y cuando el tren iba hacia ellas, pasaban junto a las ventanas. La estación era lúgubre, casi desierta, y tenía un fuerte olor a creosota. Al bajar los escalones del tren, Lorna miró vacilante hacia la estación. Entre ella y la estación se extendía un trecho de ladrillos abrillantados por la niebla, atrapada entre los faros de dos linternas de luz verdosa que la llovizna y la capa de tizne sobre los globos de cristal atenuaba.

– Por aquí -dijo la madre.

Siguiéndola, sintió que el aire frío le trepaba por la piel. Si bien lo que estaba haciendo, el lugar al que la llevaban parecía increíble, el clima agorero era similar al de su propia situación: caminando tras los pasos vivaces de Levinia por una ciudad oscura, desconocida, rodeada de niebla y secreto, Lorna se convenció de la magnitud de su pecado, y esa convicción la aplastó con el peso de la culpa.

Levinia dio propina a un mozo para que cargase el baúl de Lorna y llamó un coche. La piel del caballo brillaba de humedad, y la crin comenzaba a congelarse. Cuando el cochero se bajó a abrirles la portezuela, una linterna lateral se balanceó en el soporte.

– Buenas noches, señoras. Es una noche horrible para salir.

Al pasar junto a él para entrar en el húmedo interior del vehículo, percibieron el aliento a licor. La puerta se cerró. El carruaje se hundió y se sacudió cuando el hombre cargó el baúl en el maletero, después, el cochero abrió otra vez la portezuela y asomó la cabeza:

– ¿A dónde, señora?

– A la abadía de Santa Cecilia.

– Bien. Usen esa manta. Con esta noche, la necesitarán.

La manta para las piernas era pesada y áspera como heno mojado. Levinia y Lorna la compartieron, sentadas cadera contra cadera sobre el asiento de cuero húmedo, mientras el caballo arrancaba y las cabezas de ambas se iban para atrás.

Dentro del coche, el aire se vició y las ventanillas se empañaron con el aliento de las pasajeras. Varias veces, Lorna limpió la suya con el canto de la mano y vio edificios de ladrillo que pasaban, casas, avenidas con árboles y, también, un par de bicicletas apoyadas contra una construcción de piedra.

Viajaron más de una hora, mientras el aguanieve no cesaba de picotear el techo y las ventanas. Levinia dormitaba con la cabeza ladeada que se balanceaba como si tuviese el cuello roto. Echándole miradas ocasionales, a Lorna se le ocurrió que la vulnerabilidad del sueño podía tanto enternecer como repeler. Cuando contemplaba a Jens dormido, la desbordaban sentimientos de ternura al ver el semblante indefenso, transformado por la lasitud. Sin embargo, contemplando a su madre, los labios abiertos y las barbillas abultadas de Levinia le parecieron repulsivos.

Finalmente, desde fuera llegó la voz ahogada del cochero:

– Señoras, estamos por llegar. Faltan unos cinco minutos.

La cabeza de Levinia dio un respingo y chasqueó los labios al despertarse. Lorna limpió la ventana. Afuera, la luna había desaparecido y la cellisca se volvió más espesa y blanca. Al parecer, estaban en las afueras de la ciudad pues el paisaje que se extendía más allá de los campos desolados se había convertido en bosques desolados. Apareció un muro de piedra, y después de haber andado junto a él poco menos de cien metros, el coche dobló a la derecha, hizo crujir un sendero de grava un trecho más, y luego se detuvo.

Se abrió la portezuela y apareció la cabeza del cochero, cuyo aliento era más rancio aun que antes.

– ¿Alguien está esperándolas?

– Toque la campanilla de la puerta -repuso Levinia.

Se cerró la portezuela, el caballo sacudió los arneses, y el cochero oprimió una campanilla de sonido tan apagado que Lorna se convenció de que nadie contestaría. La hizo sonar tres veces más hasta que una silueta robusta apareció en el lado opuesto de la entrada, enfundada de negro y llevando un paraguas.

– ¿Sí? ¿En qué puedo servirlo?

– Traje a dos damas que quieren entrar -le oyeron responder.

Levinia abrió la puerta y asomó la cabeza.

– Soy la señora de Gideon Barnett. Creo que estaban esperándome.

– ¡Ah! -La monja sacó una llave de entre la ropa y le dijo al cochero-: Llévelas hasta ese edificio que está en el otro extremo del patio.

El hombre se tocó el sombrero negro y subió al carruaje. Primero, chirrió una de las puertas con un quejido largo y lúgubre, luego el otro cantó la misma canción. El cochero entró y se detuvo.

– Hermana, ¿no quiere subir usted también?

Respondió con fuerte acento alemán:

– No, gracias. Yo los seguiré. El olor de la nieve es fresco, y el aire nocturno es fortalecedor.

Lorna echó un vistazo a la monja mientras pasaban junto a ella: un pedazo de mujer con una manta negra sobre la cabeza, sujeta al pecho con una mano mientras avanzaba con dificultad por el camino ascendente, bajo el paraguas negro. Dentro del muro de piedra, un círculo de árboles perennes parecían mantener al mundo alejado, y los canteros de flores estaban yermos por el invierno. Apareció a la vista una construcción en forma de U, de tres plantas, hecha de piedra oscura, que tenía a nivel del suelo una terraza con arcadas que recorría el contorno del edificio. En la planta alta, había ventanas colocadas a intervalos regulares como estacas de una cerca, y parecían mirar con aire sombrío al patio de abajo.

El coche se detuvo ante la puerta central, y el cochero bajó a buscar el baúl de Lorna. Levinia se apeó. Lorna también.

La madre dijo al cochero:

– Espere, por favor. Yo regresaré lo más pronto posible.

Se quedaron en la nieve húmeda que caía, mientras la monja gorda subía trabajosamente el sendero bajo el paraguas, que tenía más o menos la misma circunferencia que la túnica. Cuando llegó, estaba sin aliento y les ordenó en el mismo acento gutural de antes:

– Vayan… vayan…, salgan de la nieve.

Los tres se metieron en la terraza cubierta y se acercaron a la inmensa puerta arqueada hecha de madera negra con una ventana que lucía una cruz de vidrio. A través de la luz ambarina y roja se veía una luz muy tenue, como si dentro hubiese sólo una vela encendida.

La monja abrió la marcha.

– ¡Entren! -dijo, y el eco de su voz resonó entre las altas paredes de piedra de la entrada abovedada.

El ruido de la puerta que se cenaba repercutió como si, al mismo tiempo, se hubiesen cenado otra docena más en los pasillos que pendían allá arriba. Había allí sillas de respaldo en forma de escala apoyadas contra la pared, una mesa con una sola pata central muy robusta, encima de la cual había un candelabro de tres brazos encendidos y, en una pared, un crucifijo de madera con la figura de Cristo de bronce. Unas escaleras salían a ambos lados de la entrada, y delante había otro arco de piedra sumido en la sombra más densa.

– Señora Barnett, soy la hermana DePaul -dijo la anciana religiosa, dejando que la manta le cayera sobre los hombros.

– Hermana, me alegro de conocerla.

– Y tú eres Lorna.

Tenía una voz como si hubiese hecho gárgaras con guijarros. La cara carnosa sobresalía de la toca blanca, y caía sobre los bordes rígidos como masa de pan sobre una cazuela de barro. La sortija de oro parecía cortarle el dedo regordete.

– Hola, hermana.

Lorna no le ofreció la mano, y tampoco lo hizo la religiosa. La mujer gorda se dirigió a Levinia.

– El padre Guttmann nos informó de que ustedes vendrían y qué arreglos hicieron. Estará bien cuidada, tendrá buena comida y tiempo de sobra para reflexionar. Eso le hará bien. La habitación está lista, pero tienen que despedirse aquí. Lorna, mientras te despides de tu madre, yo te esperaré ahí -señaló el arco en sombras-, y subiremos juntas tu baúl.

– Gracias, hermana.

Ya solas, Lorna y Levinia no pudieron entablar contacto visual entre sí. Lorna fijó la vista en el hombro izquierdo de su madre. Esta jugueteó con los guantes de piel de cerdo, acomodándolos una y otra vez, como si fuesen veinte en lugar de dos.

– Bueno -dijo, al fin, Levinia-. Sé obediente y no les causes problemas. Están haciéndonos un gran favor, ¿sabes?

– ¿Cuándo te veré otra vez?

– Después de que nazca.

Levinia siempre se había referido al niño con rodeos, salvo una vez, que lo había llamado bastardo.

– ¿Hasta entonces no? ¿Y papá? ¿Vendrá… vendrá a visitarme?

– No sé. Tu padre es un hombre ocupado.

Lorna posó la vista en el crucifijo.

– Sí… claro… claro…, por supuesto que está ocupado.

Demasiado ocupado para perder tiempo con su hija embarazada, que se había apresurado a esconder, y que no necesitaba nada más que comodidades infantiles los próximos seis o siete meses.

– Cuando haya nacido, podrás regresar a casa, por supuesto.

– Sin él… desde luego.

Para asombro de la muchacha, la fachada severa de Levinia se derrumbó. Los labios, tensos hacía unos instantes, temblaron y los ojos se le llenaron de lágrimas.

– ¡Por Dios, Lorna! -susurró-, ¿acaso crees que esto es fácil para tu padre y para mí? Intentamos protegerte, ¿no lo entiendes? Eres nuestra hija… Queremos lo mejor para ti, pero algo como esto te sigue durante toda la vida. La gente puede ser cruel, más cruel de lo que te imaginas. Mientras nos echas la culpa y nos consideras desalmados, detente un poco a pensar que ese es nuestro nieto. Nosotros tampoco saldremos de esto sin cicatrices.

El estallido de la madre reveló una vulnerabilidad que Lorna nunca había visto antes. No sospechaba que la susceptibilidad de la madre resultaría herida en ese atolladero. Hasta ese momento, pensó en Levinia sólo como una mujer autoritaria y dura, que la separaba de Jens por motivos, egoístas. Pero en el presente, al verle lágrimas en los ojos, comprendió que la madre albergaba un caudal de emociones que, hasta entonces, tenía cuidadosamente oculto.

– Madre… yo… lo siento.

Levinia apretó a Lorna contra el pecho y la abrazó, esforzándose por controlar la voz.

– Cuando una madre tiene un hijo, imagina que el futuro de ese hijo será ideal. No se le ocurren catástrofes como esta. Si suceden, sólo…, luchamos lo mejor que podemos y nos decimos que, un día, nuestro hijo se dará cuenta que adoptamos la decisión que creímos mejor para todos. -Dio una palmada a la espalda de Lorna-. Y ahora, cuídate y avisa a las hermanas en cuanto empiece el momento del parto. Ellas enviarán un telegrama a tu padre y yo vendré de inmediato.

Dio un beso duro a Lorna en el borde de la mejilla y se alejó precipitadamente, antes de que las lágrimas siguieran avergonzándola.

La puerta se cerró, y Lorna quedó asombrada por el despliegue emocional de su madre. Era extraño que ese estallido la sorprendiese, pero, de pie junto a la puerta por la que Levinia acababa de salir, entendió que algunas personas necesitan un suceso desastroso para aflojar las cuerdas de su corazón y poder manifestar el amor que, de ordinario, mantienen oculto.

La hermana DePaul se acercó con esfuerzo y levantó el candelabro.

– Te llevaré a tu cuarto. -Tomó una de las manijas del baúl y Lorna la otra-. ¡Uf, es pesado! Te darás cuenta de que no usarás la mayoría de las prendas que traes. Aquí vivimos con sencillez y tranquilidad, y pasamos el tiempo en plegarias y contemplación.

– No soy católica, hermana. ¿Nadie se lo dijo?

– No es preciso que lo seas para orar y meditar.

El pasillo superior sumido en la negrura, se dividía en segmentos con puertas ubicadas de manera simétrica. A mitad de camino, la hermana DePaul abrió una a la derecha:

– Este es el tuyo.

Lorna entró y paseó la mirada. Una cama, una mesa, una silla, una ventana, un crucifijo, un reclinatorio: plegarias y contemplación en una celda monacal de blancura inmaculada, que representaba la pureza, dedujo.

Apoyaron el baúl; la monja encendió una vela sobre la mesilla de noche cuadrada, y se volvió.

– Tenemos Misa a las seis en punto, y el desayuno a las siete. Serás bienvenida en Misa si deseas ir, pero, desde luego, no es una exigencia. Mañana, después de Misa, alguien vendrá a mostrarte el camino al refectorio. Que duermas bien.

Minutos después, tendida de espaldas sobre el duro catre, no más ancho que la cuna de un recién nacido, Lorna descansó con las manos sobre el estómago, e hizo el intento de creer que dentro de ella había un feto que había provocado en su vida un cambio tan dramático. Las sábanas eran ásperas y olían a limpio, las mantas de lana, pesadas. El cubrecama era rígido pero sin textura. El niño que existía bajo todas esas capas no era más grande que una taza de té. ¿Realmente estaría ahí? ¿Cómo era posible, si había tan poca evidencia física de su existencia? En retrospectiva, ese día parecía un drama que se desarrollara sobre un escenario, y Lorna era la protagonista. Tenía la sensación de que podía levantarse, salir de la cama, de la abadía, de ese escenario, y terminar esa comedia cuando quisiera. Podría subir al tren, regresar junto a Jens y decirle: "Participé en esta extraña obra… todos se confabularon para alejarme de ti, y quitarnos a los dos nuestro hijo. Pero volví, estoy feliz y ahora podremos casarnos".

Sin embargo, las lágrimas de su madre antes de partir desalojaron la fantasía de su mente e instauraron con firmeza la realidad. El llanto de Levinia obligó a Lorna, por primera vez, a admitir las presiones reales a las que la concepción de este niño había sometido a sus padres. Pensó en todo lo que le dijo su madre acerca de la supuesta crueldad de la gente hacia un niño nacido fuera del lecho conyugal, y el estigma asociado pan siempre a la familia de ese niño. Hasta el momento, se había entregado a idealizaciones, previendo el día en que ella, Jens y el pequeño serían una familia, como si la censura social careciera de importancia. Pero no era así. Con un salto gigantesco hacia la madurez, comprendió lo que había estado negando hasta entonces.


Por la mañana, una monja de aspecto angelical y voz suave llamada hermana Marlene, vino a conducirla hacia el lugar del desayuno. En los labios de la hermana Marlene las comisuras estaban siempre hacia arriba y le daban una perpetua expresión de benevolencia: no era una sonrisa sino más bien una radiación de contento y paz interior. Caminaba, se detenía, esperaba con las muñecas metidas en las inmensas mangas del hábito. Llamaba a Lorna: "querida niña".

– Querida niña, no tengas miedo. Dios cuidará de ti como lo hace con todas sus criaturas. -En el pasillo, dijo-: Por aquí, querida niña. Debes de tener mucha hambre. -Yen el refectorio: Siéntate, querida niña, mientras la Madre superiora da las gracias.

La cara de la madre superiora tenía más pliegues que la ropa lavada colgada en una cuerda demasiado llena. Era blanca como las telas del altar, y se inclinaba con las manos unidas sin echar ni una mirada a Lorna. Dirigió a las otras mujeres en la señal de la cruz, y entonaron a coro una plegaria por la comida, extraña a los oídos de Lorna. Aunque no cantaban, las voces se fundían de una manera tan agradable como en un himno. Ahí, todos se movían con lentitud, sujetándose las amplias mangas para no meterlas en la comida cuando las pasaban encima de los platos. La comida era sencilla: condimentadas rodajas de salchichón, queso oloroso, pan blanco rústico, manteca amarilla sin sal, leche fría, café caliente.

La hermana Marlene hizo las presentaciones indispensables:

– Nuestra joven huésped es Lorna. Llegó anoche desde Saint Paul, Minnesota, y estará con nosotros quizás hasta comienzos del verano. No es católica, por lo cual tal vez nuestras costumbres le resulten extrañas. Hermana Mary Margaret, cuando terminemos el desayuno, por favor, ¿puede mostrarle a la querida niña donde están la cocina y la lechería? Estoy segura de que querrá beber leche fresca con frecuencia.

Si bien la hermana Marlene hablaba un inglés perfecto, la mayoría de las otras hablaban con acento alemán y, cuando conversaban entre ellas, en alemán directamente. Para sorpresa de Lorna, reían a menudo y, a veces, bromeaban entre ellas. Todas le dirigieron la palabra por lo menos una vez durante la comida, llamándola por su nombre y dándole parte de la información sobre la vida en la abadía, qué comida habría en la cena, o dónde y cuándo podría dejar la ropa para lavar. Nadie le pidió que asistiera a Misa ni orase con ellas cuando la comida terminó. Nadie mencionó al niño por nacer.


La abadía se refugiaba entre colinas boscosas con granjas visibles desde lejos. El cuarto de Lorna daba al lado opuesto al patio central, y miraba al Oeste a través de un arroyo congelado y a un paisaje salpicado de bosque y arroyuelos que ascendían hacia el horizonte, donde a veces se veía un par de caballos dentro de un corral cercado por una valla. Pasaba horas contemplando el paisaje por la ventana, sentada en la silla de respaldo en escala, con la barbilla y los antebrazos apoyados en el alféizar de piedra.

Resultó que la abadía de Santa Cecilia era un sitio de plegaria y refugio contemplativo tanto para las monjas retiradas como para las que estaban en extensión sabática y provenían de los Estados vecinos. Plegaria y contemplación: como las monjas, Lorna pasaba mucho tiempo en ambas actividades. Era un espacio apacible y sin presiones. Nadie la culpaba ni la regañaba por su condición. Sencillamente, la aceptaban y la serenidad de las mujeres penetraba en ella cuanto más tiempo transcurría allí. Muchas eran como la hermana Marlene: se movían de modo apacible y sonreían como impulsadas por una tranquilidad interior, tan diferentes de Gideon y Levinia Barnett… Se ocupaban de actividades simples: fabricar velas, tejer encaje a ganchillo, hacer telas pan el altar, hornear hostias de comunión. Las austeras condiciones de vida quitaban sentido a la competencia, ¡que era una fuerza tan importante en el mundo en el que Lorna se había criado! Sentía un enorme alivio al dedicarse simplemente a ser, sin tener que ser lo que quería otra persona: más inteligente, más hermosa, de la familia más rica, de la clase más poderosa, usar el vestido más bonito, seducir a los hombres más prometedores.

En la abadía de Santa Cecilia, era simplemente Lorna Barnett, una hija de Dios.

Noviembre cedió paso a Diciembre. En el salón común, había figuras del niño Jesús, María y José sobre un lecho de heno. Ese salón se convirtió en el preferido de la muchacha, con sus ventanas de paneles romboidales que daban al patio por un lado y al campo por el otro, y el niño Jesús que sonreía con benevolencia a cualquiera que entrase. Lo observó con intensa atención, y le preguntó qué era mejor hacer. No le respondió.

En el salón había un viejo piano, colocado ante las ventanas del fondo, con vista a las colinas nevadas. Lorna lo tocaba a menudo, y con su resonancia metálica parecía más un clavicordio que un piano. Las monjas entraban y se sentaban en respetuoso silencio, y en ocasiones le pedían alguna canción. A veces, una de ellas se quedaba dormida escuchando.

La hermana Theresa le enseñó a cuidar las plantas domésticas.

La hermana Martha la dejó amasar pan.

La hermana Mary Faith le enseñó a coser.


Diciembre se transformó en enero, y la circunferencia de Lorna sobrepasó a su ropa y se hizo dos vestidos sencillos que diferían, apenas, de los de las monjas: de tela casera marrón, pues le colgaban desde los hombros hasta los tobillos en una línea que sólo rompía el monte de su vientre.

Enero dio paso a febrero, y las monjas patinaban en el arroyo helado, tras el recinto de la abadía. La vaca, una bella criatura de color castaño claro llamada Prudence, dio a luz a un bello ternero castaño claro, al que llamaron Patience. A menudo, Lorna se quedaba en el establo con los animales, en esa atmósfera cálida y fecunda de estructura tosca que le recordaba al cobertizo de los barcos donde ella y Jens pasaron el verano con el Lorna D.

No le escribió, pues todas las semanas, sin falta, recibía una carta de su madre advirtiéndole que desechara la idea de volver a ver a Jens Harken, que aceptara el hecho de que tendría que entregar al niño, pedir perdón a Dios por el acto vergonzoso que había cometido, y rogar que ninguno de sus conocidos sacara conclusiones cuando todo eso acabara.

Lorna no escribió a nadie más que a la tía Agnes. A ella le confió todo su dolor por la decisión que la esperaba, y admitió que había evitado escribir a Jens para tener tiempo de evaluar todo lo que su madre le dijo y adoptar una decisión que fuese menos dolorosa para todos los involucrados. Le preguntó: ¿Qué supiste de Jens?

En la respuesta, le contó que estaba alojado en la propiedad de Tim durante el invierno, y que había construido un armadero de barcos cerca, donde comenzó a construir otro navío, aunque no sabía para quién.

Lorna leyó la carta una y otra vez, sentada ante la ventana y dejó perder la vista en el paisaje blanco. Se le hizo un nudo en la garganta. Vio el rostro de él en la nieve. Oyó su voz en la ventana. En su imaginación, al recién nacido.

Pero persistía un pensamiento que le impidió ponerse en contacto con Jens:

¿Y si mi madre tuviese razón?

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