12

Cuando la familia se marchó, Rose Point Cottage adquirió un aire de abandono con las ventanas cubiertas por dentro, las tenazas sin hamacas, los jardines protegidos para pasar el invierno, los muelles tirados sobre el jardín y los mástiles ausentes de la orilla del lago. Lo más notable era el silencio: no se oían coches que llegaban y se iban, ni puertas golpeando, fuentes gorgoteando, los silbatos de los barcos; ni voces desde el agua, el campo de croquet o el jardín. Sólo Smythe haciendo tiempo en el invernadero, plantando rosales de invierno y envolviendo en trapos abrigados los tallos de los groselleros.

Jens veía cada cierto tiempo al jardinero inglés un poco encorvado, envuelto en una bufanda sobre la chaqueta negra, a través de los árboles ya desprovistos de hojas. A veces, el mido de las ruedas llegaba hasta el fondo cuando Smythe arrastraba el carro por el jardín sobre los senderos de grava.

Por la mañana y por la tarde, Jens hacía una caminata de cuarenta y cinco minutos a y desde el hotel Leip, y observaba cómo se acortaban los días, la actividad frenética de las ardillas, el engrosamiento de la helada matutina, que lo obligaba a ponerse otro suéter bajo la chaqueta y guantes más gruesos. En el cobertizo del barco, armaba un fuego fragante con restos de cedro, y agregaba leña de arce que ardía lentamente, daba buen calor y añadía al ambiente un olor ahumado. Ponía una patata sobre el guardafuego de la estufa, y la comía muy caliente, en el almuerzo, a menudo examinando las marcas en el suelo donde aún se conservaba el contorno del lofting, que era el sitio donde él y Lorna habían comido en esos primeros días de la relación. En el alféizar de la ventana, todavía estaba la espuela de caballero, seca y marchita pero azul como el cielo de verano que contemplaban cuando se enamoraron.

A veces, iba Tim con el humo de la pipa y la sonrisa fácil, tomaba un par de fotografías y, cuando se iba, el lugar quedaba más desolado que nunca.

Jens terminó el fondo del barco, lo barnizó y secó, y empezó a trabajar en la estructura interior. Laminó la espina dorsal central, fabricó dos pantoques, los colocó en su lugar, junto a la quilla, y comenzó el marco de las vigas de cubierta. Encima, clavó las planchas de cedro y se dedicó, una vez más, a proyectar, lijar y alisar. Al pasar las manos sobre el Lorna D, los recuerdos de las caricias a la mujer real eran tan vívidos que podía estar tocándola, amándola, acariciándole la espalda con esa serenidad sin límites del amor. A menudo, inclinado sobre la tarea, evocaba sus palabras: Verte manipular ese plano me provoca cosas por dentro. Sonreía melancólico, al recordar el día en que lo dijo, cómo estaba vestida, peinada, cómo lo miraba trabajar y describía las ropas que usó cuando picaba hielo. Ese fue el día en que Jens lo supo de verdad: Lorna lo amaba. De lo contrario, ¿cómo era posible que hubiese conservado en el recuerdo detalles tan nimios como los de la escena de la cocina?

Procurar la línea pura del barco sin ella le hacía sentir un gran pozo de soledad en su interior.

En las cartas, le decía que lo echaba de menos, que se sentía enferma de tanto extrañarlo, que lo único que necesitaba era verlo otra vez para salir de ese letargo. Que no sea nada más, pensó, nada más que soledad.

Declinó octubre, y se tomó caprichoso. En la margen del lago apareció un borde de escarcha y cayó la primera nevada. La cubierta estaba totalmente revestida de planchas, y Jens necesitaba ayuda para extender sobre ella una capa de lona. Llamó a Ben. Un día ventoso, estaban trabajando juntos en el cobertizo acogedor. La estufa estaba repleta de madera y el lugar olía fuertemente a pintura y trementina. Habían pintado la cubierta hasta que quedó chorreando, estiraron la lona sobre la pintura pegajosa, y la clavaron en los contornos.

Ben escupió el último clavo en la mano izquierda y comenzó a martillarlo con la derecha.

– Y bien… -dijo-. ¿Qué supiste de Lorna Barnett?

Jens salteó un golpe de martillo.

– ¿Qué te hace pensar que tengo noticias de Lorna Barnett?

– Ah, vamos, Jens. No soy tan ignorante como parezco. Desde que la familia se fue a la ciudad, estuviste melancólico como un amanecer de noviembre.

– ¿Así que es tan evidente?

– No sé si alguna otra persona lo notó, pero yo sí.

Jens dejó de trabajar y flexionó la espalda.

– Es difícil olvidar a esa mujer, Ben.

– Eso es lo que suele ocurrir cuando crees estar enamorado.

– En nuestro caso, es más que una creencia.

Ben sacudió la cabeza.

– En ese caso, te compadezco, pobre pelele. No quisiera estar en tus zapatos ni por todos los barcos del Club de Yates de White Bear.

El pesimismo de Ben se apoderé de Jens. Se volvió silencioso y lento, se preguntó si Lorna y él no estarían engañándose a sí mismos, si alguna vez en realidad se enfrentarían a sus padres y se casarían. Y silo hacían. ¿seda feliz como esposa de un constructor de barcos que nunca podría darle los lujos a los que estaba acostumbrada? Tal vez sería más generoso de su parte liberarla, enviarla otra vez con Du Va¡, con el que tendría asegurados la riqueza, el prestigio y la aprobación de sus padres.

Esos negros pensamientos persistieron, y Jens se sintió desgraciado. Le quitaron el sueño de noche y la paz de día, y lo dejaron inconstante, inestable, indigno de la fidelidad de Lorna, que trascendía con claridad en cada una de sus cartas.

Había releído esas cartas hasta aprenderlas de memoria. La echaba de menos, desfallecía por ella, necesitaba verla, una sonrisa, una caricia que lo ayudase a atravesar esta época de separación y malentendidos.


Cuando la lona estuvo extendida y seca, Jens trabajó solo, colocando la brazola de la escotilla en la cabina del piloto: la sometió al vapor, la puso en las abrazaderas, la apisonó con un mazo en su lugar, y la niveló con la cubierta inferior. Había elegido la más fina caoba de Honduras, tersa al tacto como plata fina, pero más cálida. Le daba mucha satisfacción trabajar con ese material, que tenía una veta y un color tan cálidos como la sangre humana. Un día de principios de noviembre, estaba parado en la cabina del capitán, con el berbiquí y la barrena en las manos, taladrando un agujero en la madera castaña, cuando crujieron los goznes y se abrió la puerta.

En el mismo instante en que se daba la vuelta, aparecían un abrigo y un sombrero azules. Dándole la espalda, una mujer cerraba y pasaba el cerrojo a la puerta pesada.

– ¿Lorna? -El corazón de Jens dio un vuelco cuando la muchacha se dio la vuelta-. ¡Lorna!

Dejó caer la herramienta y saltó sobre el lateral del barco.

Corrió.

Lorna corrió.

Chocaron bajo el arco de la proa, en un abrazo frenético y jubiloso.

El impacto los hizo girar, les abrasó las bocas, los fundió en uno solo. Se apartaron para contemplarse.

– ¡Dulce Señor, estás aquí!

La agarró de la cabeza y le estampó besos en todas partes, con tal descontrol que la sacudieron como una descuidada carrera en bote. Con los pulgares le estiró las cejas y le besó la boca una y otra vez, sin poder creerlo.

– Jens… déjame verte… Jens… -Fue el turno de Lorna de tomarle la cara, tocarla, exaltarse-. Mi amor… mi amor…

La apretó con fuerza contra su cuerpo, y estuvo a punto de romperle las costillas.

– Lorna, ¿qué estás haciendo aquí?

– Tenía que verte. Sencillamente, no podía esperar un día más.

– Creo que me salvaste la vida.

Jens cerró los ojos y la olió, le pasó las manos por encima. Lorna sonrió y lo agarró, mientras se mecían hacia los lados.

– ¿A dónde dijiste que ibas?

– A casa de Phoebe.

– ¿Tomaste el tren?

– Sí.

– ¿Hasta cuándo puedes quedarte?

– Hasta las tres.

Sacó un reloj del bolsillo: eran las diez y cuarenta y cinco, cuando lo guardó, rió entre dientes:

– Todavía estoy impresionado. Déjame comprobar si eres real.

Por cierto, lo era, tibia y sumisa al beso: lo comprobó cuando se atesoraron, se pusieron al día tras cinco semanas de separación. Cuando acabaron los besos, el abrigo de Lorna estaba desabotonado, y Jens aferraba los pechos a través del grueso vestido de invierno.

– Te eché tanto de menos… -murmuró la muchacha.

– Yo también, de un modo que nunca imaginé extrañar a nadie.

Cerró los ojos con fuerza para evitar el recuerdo de su angustia. ¿Cómo pudo creer, por un momento, que podía alejarla? ¿Enviarla con otro hombre?

Admitió sin pudor:

– Echaba de menos tus manos sobre mí.

Jens se echó atrás y adoré la cara vuelta hacia él, demasiado embelesado para sonreír.

– ¿Recibiste mis cartas? -preguntó.

– Sí. ¿Y tú las mías?

– Sí, pero estaba muy preocupado. ¿Estás bien ahora?

– Estoy bien. De verdad. Ven… -Lo tomó de la mano y lo llevó al banco de hierro, que estaba junto a la estufa-. Tengo algo que decirte, -Se sentaron juntos, con las rodillas hacia el calor y las manos unidas como bailando un minué. Con la vista en los nudillos de Jens, Lorna le dijo con calma-: Jens, parece que voy a tener familia.

Sintió que los dedos del hombre se ponían laxos, luego tensos.

– ¡Oh, Lorna! -susurró. Se le alborotó el aliento, palideció y le dio un abrazo torpe, empujándola con las rodillas-. ¡Oh, no, Lorna!

Lo sintió tragar convulsivamente junto al oído.

– ¿No estás contento?

Como no respondía, Lorna sintió que el terror se apoderaba en su pecho.

– Jens… por favor…

Aflojó el abrazo.

– Perdona -dijo, con voz ronca, aterrada-. Lo siento. Yo… es que… Dios del cielo…, embarazada. ¿Estás segura?

Asintió, cada vez más asustada. Había esperado que la tranquilizara. Que se preocupara. Un abrazo tierno y una expresión cariñosa cuando le dijese: "No te aflijas, Lorna. Ahora podremos casamos".

Aunque Lorna no lloró al enterarse, ahí sentada, ante la expresión angustiada de Jens, las lágrimas amenazaron con brotar.

– Oh, Jens, di algo. Me asustas.

Jens la sujetó por los brazos.

– No quise que sucediera de esta forma… no quise hacerte caer en desgracia. ¿Tus padres lo saben?

– No.

– ¿Estás completamente segura de que es verdad?

– Sí. Fui a ver al médico. Me llevó la tía Agnes.

– ¿Cuándo nacerá?

– Mayo o junio, no estaba seguro.

Jens se levantó y comenzó a pasearse, con la frente contraída, la mirada lejana. A cada paso que daba, Lorna se sentía más desilusionada. El calor de la estufa era agobiante. El olor a pintura y a cola empezó a marearla. Brotó el sudor de los brazos y de la nuca. Un nudo de miedo se le congeló en el estómago como un trozo de pescado en mal estado.

Procuró dominar sus emociones y ordenó:

– Basta, Jens, ven aquí.

Se dio la vuelta y se detuvo.

– Hasta ahora, nunca había sentido miedo -dijo Lorna, tratando de mantener la calma.

La preocupación de Jens se desvaneció. Corrió hacia ella y se apoyó en una rodilla.

– Perdóname. Oh, mi cielo, perdóname. -Le tomó las manos y las besó en señal de disculpa, inclinándose sobre el regazo de Lorna-. No quise asustarte. Fue la impresión… Estoy tratando de pensar qué hacer. ¿Acaso creíste que estaba pensando cómo deshacerme de ti? Nunca, Lema, jamás. Te amo. Ahora más que nunca, pero tenemos que hacer lo que esté bien. Tenemos que… Oh, Lorna, mi amor, no llores. -Le acarició el rostro con ternura y le enjugó las lágrimas con el pulgar-. No llores.

Se arrojó en sus brazos, en otro abrazo torpe, pues Jens estaba arrodillado y ella se inclinaba sobre él.

– Hasta ahora no había llorado, Jens, te aseguro, pero me asustaste.

– Lo lamento, oh, muchacha querida, cómo no ibas a asustarte al yerme ir a la carga para atrás y para adelante como un toro furioso y sin decir una palabra sobre el niño. Nuestro hijo… ¡Señor del cielo, es difícil de creer! -Le abrió el abrigo y tocó el vientre con gesto reverente-. Nuestro hijo… aquí, dentro de ti.

Lorna cubrió las manos con las propias y sintió el calor que atravesaba la ropa.

– No hay problema. No puedes hacerle ningún daño.

Jens extendió más las manos y las contempló a ellas y a la porción de lana plisada de la chaqueta de Lorna. Levantó la vista hacia el rostro de la muchacha.

– Nuestro -murmuró.

Lorna apoyó la frente en la de Jens y los dos cerraron los ojos.

– ¿No estás desilusionado? -preguntó en un murmullo.

– Oh, no, muchacha. ¿Cómo podría estarlo?

– Cuando lo supe, lo primero que le dije a tía Agnes fue: "Jens se pondrá tan contento. Ahora ya no podrán separarnos".

Jens se apoyó sobre un talón, le tomó las manos y le dijo con acento sincero:

– Tenemos que ir a decírselo a tus padres de inmediato. Es el nieto de ellos. Sin duda, cuando les digamos que nos amamos y que queremos casarnos enseguida, nos darán su bendición. Yo buscaré un lugar aquí… será pequeño pero barato. En invierno hay muchos sitios vacíos, y en la primavera vendrá mi hermano y abriremos de inmediato el astillero. ¿Por qué esperar hasta la regata? Ya se difundió la novedad del Lorna D, y habrá muchos miembros del club que harán cola para que les diseñe barcos. Al principio, no seremos ricos, pero cuidaré de ti y del niño, Lorna y tendremos una buena vida, te lo prometo.

Lorna le tomó la cara entre las manos ahuecadas y le sonrió, contemplando esos queridos ojos azules.

– Sé que así será. Y yo no necesito ser rica, ni tener una casa elegante. Jens Harken, lo único que necesito es tenerte a ti.

Se besaron con renovada ternura, casi como si estuviesen besando al niño no nacido y sellando un pacto con él. Jens hizo levantar a Lorna y la rodeó con los brazos. Se quedaron largo rato en paz, llenos de esperanzas, abrazados con el niño apretado contra el vientre del padre.

– Dime… ¿cómo te sientes?

– Más que nada, cansada.

– ¿Comes bien?

– Lo mejor que puedo. La carne me da asco, hasta el olor.

– ¿Fruta y verdura?

– Sí, todavía las tolero.

– Agradezco a Dios por el viejo Smythe y el invernadero. Me gustaría correr a buscarlo y decirle gracias.

Lorna sonrió contra el hombro de él.

– Oh, Jens, te amo.

– Yo también te amo.

– ¿Crees que tendremos muchos niños?

– Sin duda.

– ¿Cómo crees que será este?

– Varón. Constructor de barcos, como su papá.

– Claro, fue una pregunta tonta.

– El segundo podría ser una niña, una beldad de cabello oscuro, como la madre y, después, un par de niños más, pues el astillero estará floreciente y algún día lo llamaremos "Harken e Hijos".

Sonrió otra vez al evocarlo, encantada con esa imagen del futuro.

Por fin, Jens se apartó.

– ¿Alquilaste un coche para venir desde la estación?

– Sí, pero lo despedí.

– ¿Qué te parecería una caminata de unos cuarenta minutos por la nieve?

– ¿Contigo? Qué pregunta estúpida.

– Entonces, podemos hacer lo siguiente. Iremos caminando al Leip, y me esperarás en el vestíbulo mientras me baño y me pongo el traje de domingo. Luego, tomaremos el tren a la ciudad y hablaremos con tus padres esta misma noche. Una vez que hayamos superado eso, empezaremos a ver dónde viviremos y tú podrás hacer planes para la boda.

– ¿Y el dinero?

– Ahorre cada centavo que pude desde que estoy aquí. Tengo lo suficiente para que pasemos el invierno, y tal vez más.

No le preguntó si le quedaría algo para iniciar el negocio: esos pasos gigantes había que darlos de uno en uno.


Ese día, caminaron del brazo bajo un cielo marmolado de gris y blanco. La escasa nieve caída también parecía mármol, tendida como venas blancas encima de las matas de hierba del color de la espinaca, a los lados del camino. Unos cuervos habían descubierto un búho y lo retaban, dando vueltas alrededor del árbol, a distancia. Pasó un carro cargado de barriles que, al chocar, sonaban como timbales. El conductor levantó la mano enfundada en un mitón rojo y le devolvieron el saludo. Donde el camino se acercaba a la orilla del lago, el viento se volvía más helado y acarreaba el olor mohoso de las cuevas abandonadas de las ratas almizcleras y las espadañas secas. En los alrededores de la ciudad, los hoteles lujosos habían cambiado el lujo veraniego por el aspecto lúgubre del invierno, con los bancos del jardín abandonados, los miradores y prados sólo recuerdos de la temporada más feliz. En el Leip, flameaba al viento una bandera norteamericana que estaba más corta porque se había enroscado dos vueltas en el mástil. Dentro, la estufa negra caldeaba el vestíbulo que, por lo demás, estaba desierto. Jens condujo a Lorna a una silla tapizada de pelo de caballo cerca de la estufa.

– Espera aquí. No tardaré mucho. Veré si puedo hacerte traer algo caliente para beber mientras me esperas.

Fue al escritorio, hizo sonar la campanilla pero no apareció nadie.

– Enseguida vuelvo -le dijo, y entró en la cocina, que también estaba vacía.

El alojamiento invernal en el Leip incluía desayuno y cena. Pero al mediodía, no había comidas preparándose ni hechas. Abrió un recipiente en la cocina, encontró un poco de agua tibia y llevó un cubo lleno al volver al vestíbulo.

– Lo siento, Lorna. No hay nadie.

– Oh, no hay problema. Aquí, junto a la estufa, está templado. No te preocupes por mí.

– Si viene alguien, dile que estás esperándome.

Lorna sonrió:

– Eso haré.

No fue nadie Mientras pasaban los treinta minutos de espera, leyó un periódico. Cuando reapareció, estaba recién afeitado, vestido con el traje dominguero, un pesado abrigo de lana y el sombrero de hongo negro.

– Vamos.

Formal, sombrío, según la misión que tenía por delante.

En el tren a Saint Paul, se tomaron de la mano sobre el abrigo de Lorna, pero no se les ocurrieron alegres banalidades para decirse. Afuera, caía una nevada que palidecía los campos, como si se vieran tras el velo de una novia. Cruzaron un viaducto sobre el río Mississippi, y el tren aminoré la marcha y se detuvo bajo el techo de madera de la estación.

Desde ahí, viajaron en un elegante coche de alquiler hasta la avenida Summit, aún con las manos enlazadas, los dedos de Lorna rodeando el borde de la palma de Jens apretándole cada vez más, mientras que él los acariciaba con el pulgar como si quisiera disipar el miedo creciente de la muchacha…

En la avenida Summit, cuando se aproximaban a la maciza construcción de piedra gris donde tendrían que enfrentarse a sus padres, Lorna dijo:

– Pase lo que pase aquí, esta noche, te juro que saldré de esta casa contigo.

Jens le dio un beso breve en la boca cuando los cascos cesaron de golpear ante la puerta cochera. Lorna fue a tomar el bolso, pero Jens le puso la mano sobre el brazo:

– Ahora, tú eres mi responsabilidad. Yo pagaré.

Pagó el coche de alquiler mientras el caballo sacudía la cabeza haciendo tintinear los arneses hasta que se alejó, dejándolos ante la puerta, con sus gárgolas de dientes desnudos. Lorna se negó a dejarse intimidar, y prefirió mirar a Jens.

– Es probable que mi madre esté en la sala, y mi padre no vuelva a casa hasta las seis. No quiero abordarlos hasta que estén los dos. ¿Te molestaría mucho esperar en la cocina? Iré a buscarte en cuanto llegue mi padre.

Dentro del imponente recibidor, se les acabó la buena suerte. En el mismo momento que entraban, Theron, creyéndose solo, bajaba resbalando por la barandilla, y el roce de su mano arrancaba chirridos a la madera lustrada. Lorna miró a Jens cariacontecida, y decidió que, en este caso, la mejor defensa era un buen ataque. Cuando el hermano llegó al final de la barandilla y aterrizó con un golpe sordo, lo regañé susurrando:

– ¡Theron Barnett!

Theron giró bruscamente, sorprendido.

– Si mamá te pescara haciendo esto te escaldaría el trasero.

Theron se cubrió el trasero con las manos juntas.

– ¿Se lo dirás?

– Debería decírselo, pero no lo haré… si tú no le cuentas nada de mí.

– ¿Por qué? ¿Qué hiciste?

– Me escapé a ver el barco.

– ¿En serio? -Se le dilataron los ojos-. ¿Qué aspecto tiene?

– Pregúntale al señor Harken.

– Ah, hola, Harken. ¿Está terminado el barco?

– Casi. Sólo faltan la maquinaria y los aparejos. Tenía que venir a hablar con tu padre al respecto.

– No stá.

– No está -lo corrigió Lorna.

– No está -repitió el niño.

– Ya sé -respondió Harken-. Haré una visita a la cocina, ¿qué te parece?

– ¿Puedo ir con usted?

A Jens le costó un gran esfuerzo no lanzar una silenciosa llamada de auxilio a Lorna, pero pensó rápido: si el muchacho estaba con él una hora, no iría a la sala a informar a la señora de la casa de la presencia de Jens Harken.

– Claro, ven -dijo, poniendo la mano en la cabeza del niño y haciéndole abrir la marcha hacia la cocina-. Te contaré del Lorna D.

En la cocina, Hulduh Schmitt alzó la vista y levantó los brazos.

– Mein Goal -exclamó, arrancando con una perorata en alemán mientras cruzaba la cocina y encerraba a Jens en un abrazo apretado contra el pecho-. ¿Qué estás haciendo aquí?

– Le informo al señor Barnett de los progresos del barco.

Todos aceptaron la explicación. Se acercaron a saludarlo las criadas de la cocina, Ruby quedó para el final, y le ofreció una especial sonrisa de bienvenida, que le hizo preguntarse cómo era posible que alguna vez la hubiese considerado lo bastante atractiva para besarla. Estrechó la mano con su sustituto, un sujeto de cara chata llamado Lowell Hugo, con aliento a ajo. Para celebrar la visita de Jens, la señora Schmitt autorizó que abriesen una preciosa botella de la infusión casera del verano pasado, y se sentaron alrededor de la mesa de trabajo, tomándose uno de los raros descansos de quince minutos para atenderlo, haciéndole muchas preguntas sobre el barco, las posibilidades de ganar, los planes de Jens en caso de que así fuera, dónde se hospedaba allá, en White Bear, si había visto a Smythe, cómo estaba el jardinero, y si el viejo inglés estaba tan irascible como siempre.

Después de cuarenta y cinco minutos, cuando Jens empezaba a preocuparse por la presencia de Theron, la niñera de este, Ernesta, entró como una exhalación, sin aliento y afligida.

– ¡Con que estabas aquí, molestando otra vez al personal de la cocina! ¡Tu madre subirá a tu cuarto en cualquier momento para revisar tu tarea escolar, y si sabes lo que te conviene, estarás allí!

Theron se fue, con los dedos de Ernesta empujándolo por la nuca.

Poco después de las seis, Lorna apareció con un vestido ajustado de tafetán verde, de puños y cuello color marfil, el cabello recién peinado y las mejillas demasiado sonrosadas.

– Harken -dijo con aire formal-, mi padre quiere hablar con usted.

– Ah… -Se levantó-. Muy bien, señorita Barnett. Lorna le dio la espalda:

– Sígame.

Hizo lo que le ordenaba, tres pasos detrás del tafetán susurrante que parecía resonar en el vestíbulo de granito como si fuera toda la congregación de una iglesia levantándose al entrar el sacerdote. En el salón de música, alguien tocaba el piano. Cuando pasaron por la puerta abierta, Daphne levantó la vista de los pentagramas y las dos tías de las labores de encaje, pero Lorna mantuvo la vista al frente, hacia la puerta de la biblioteca. La suerte quiso que Jenny pasara por el pasillo del piso alto en ese momento, y se detuviese al comienzo de la escalera para observar, sorprendida, a los dos que pasaban debajo.

Con los ojos fijos en la entrada de la biblioteca, Lorna condujo a Jens. Gideon Barnett estaba sentado en una silla alta de cuero castaño, con el cigarro entre los dientes y un periódico sobre las piernas. La habitación olía a cosas ardiendo: el tabaco caro, la leña de abedul en el hogar, el gas de iluminación…, y un poco a tizne. Había cientos de libros encuadernados de cuero que llegaban hasta el techo, con sus molduras ornamentales, el medallón del centro y la lámpara de cuatro globos. Sobre la mesa junto a Gideon, otro globo iluminaba el periódico. En la pared, encima de un canapé oculto, lucía la cabeza de un ciervo con dos pistolas cruzadas entre las astas…

En el instante en que Lorna y Jens se detuvieron en la entrada, Gideon alzó la vista,

– Hola, padre.

Se quitó el cigarro de la boca con un movimiento lento, sin responder. Los ojos del hombre pasaron de Jens a Lorna.

– ¿Dónde está mamá? -preguntó Lorna.

– Arriba, con el niño.

El niño era Theron.

– Pensé que ya habría bajado.

La mirada de Barnett quedó fija en Harken. Lo señaló con el extremo mojado del cigarro.

– ¿Qué hace él aquí?

– Yo lo invité. Necesitamos hablar contigo y con mi madre.

– ¿Tú lo invitaste? -Por fin, Lorna obtuvo la atención de Gideon, al que parecían salírsele los ojos de las órbitas y que comenzó a enrojecer-. ¿Qué quiere decir que lo invitaste?

– Por favor, baja la voz, padre. -Lorna se volvió hacia Jens y le dijo-: Espera aquí. Voy a buscar a mi madre.

En mitad de las escaleras, Lorna se encontró con Levinia que bajaba. La cara de la mujer estaba crispada de preocupación. Bajó sin prisa, apretando las faldas en una mano y sujetándose por la barandilla con la otra.

– ¿Qué pasa? Jenny dijo que el constructor de barcos está abajo, contigo.

– Madre, ¿podemos hablar en la biblioteca?

– ¡Oh, Cristo!

A Levinia le tembló la voz y se le balancearon los pechos cuando corrió tras su hija. Una vez más, Lorna divisó a Jenny en la cima de las escaleras, pero prefirió no hacerle caso.

En la biblioteca, Gideon estaba de pie sirviéndose bourbon de una licorera de cristal. Jens esperaba donde Lorna lo había dejado. Levinia hizo un amplio rodeo alrededor de su ex ayudante de cocina, como si fuera alguien al que sacaron de la calle y todavía no estuviese despiojado.

– Gideon, ¿qué sucede?

– ¡Maldito si lo sé!

Lorna cerró las puertas dobles que daban al pasillo. A la derecha, otro par de puertas cerradas, llevaban a la sala de música, donde el piano había cesado. Experimentó una seria duda: pronto, el padre estaría gritando y el resto de la familia, sin duda, agolpado tras las puertas, escuchando.

Se detuvo junto a Jens.

– Madre, padre, ¿quieren sentarse, por favor?

– Por todos los diablos, no -refunfuñó Gideon-. Siento aproximarse el desastre, y siempre enfrento los desastres de pie. Y ahora, sea lo que sea, adelante.

Lorna enlazó la mano en el brazo de Jens.

– A Jens y a mí nos gustaría mucho…

Jens le apretó los dedos para callarla, y tomó la palabra.

– Señor y señora Barnett, sé que esto será una sorpresa para ustedes, pero vine aquí a decirles que me enamoré profundamente de la hija de ustedes y les pido, con todo respeto, permiso para casarme con ella.

Levinia quedó con la boca abierta.

La expresión de Gideon se volvió amenazadora.

– ¿Que usted qué? -vociferó.

– Su hija y yo… -Pedazo de impertinente, cachorro imberbe…!

– Padre, no sólo lo pide Jens sino yo también.

– ¡Tú, cierra la boca, jovencita! ¡Después hablaré contigo!

– Lo amo, padre, y él a mí.

– ¡El criado de la cocina! ¡Jesucristo!, ¿acaso perdiste el juicio?

En el salón de música, Agnes arrancó con La jarana de las brujas en fortissimo: Lorna la reconoció por las notas equivocadas y la deplorable técnica.

– Oh, Lorna -gimió Levinia-. ¿Por eso rechazaste a Taylor?

– Ya sé todos los argumentos que me darán ustedes dos, pero no me importan. Amo a Jens y quiero casarme con él.

– ¿Y vivir de qué? ¿Dónde? -replicó Gideon-. ¿Del salario de un criado, en su habitación del tercer piso? ¿No sería lindo? ¿Ahí podrás recibir a todos nuestros amigos, cuando vengan a tomar el té?

– Viviremos en White Bear Lake, y Jens piensa abrir allí un astillero.

– ¡No me menciones la palabra barco! -rugió Gideon, con el rostro enrojecido y tembloroso-. Todo esto empezó por culpa del barco, y usted… -pinchó con un dedo a Jens-. ¡Soberbio hijo de perra! ¡Seduciendo a mi hija mientras yo le daba ventajas que ni habría imaginado darle a ningún otro! ¡No lo dejaría casarse con ella aunque fuese el mismísimo Cristóbal Colón!

Levinia se llevó un dedo a los labios y gimió.

– Oh, sabía que pasaba algo. Lo sabía. Tantas veces te busqué y no te encontraba… estabas en ese cobertizo con él, ¿no es cieno?

– Sí -contestó Lorna, sin soltar la manga de Jens-. Pasé mucho tiempo con Jens este verano. Lo he conocido tanto como a cualquiera de mis amigos… incluso mejor. Es honesto y brillante, trabajador, amable, y me ama…

– Oh, basta… -Gideon puso expresión de disgusto-. Me revuelves el estómago.

– Lo lamento, padre. Pensé que te importaría que el hombre con el que tu hija quiere casarse la ama mucho, y ella también lo ama.

– ¡Bueno, no me importa! ¡Lo que me importa es que no te casarás con ningún criado de cocina, y esto es definitivo!

Jens se colocó detrás de Lorna y le apoyó las manos en los hombros:

– ¿Ni en el caso de que vaya a tener un hijo, señor?

Gideon reaccionó como si le hubiesen clavado un hacha. Levinia se tapó la boca y exhaló un grito. Detrás del muro, seguía martilleando La jarana de las brujas.

– ¡Mi Dios de los cielos! -explotó al fin, Gideon, y el color de su cara comenzó a disminuir. Luego, se dirigió a Lorna-: ¿Es verdad?

– Sí, padre: voy a tener a tu nieto.

Por un momento, Gideon pareció derrotado. Perdió el empaque, y dejó caer los hombros. Se pasó una mano por el cabello y comenzó a pasearse.

– ¡Nunca, ni en mis peores pesadillas, imaginé que una de mis hijas nos avergonzaría de esta manera! ¡Pecar con un hombre… acostarse con él y admitirlo con toda desfachatez! ¡No vuelvas a llamar nieto mío al fruto del pecado! ¡Dios querido, seremos unos descastados!

A Levinia se le aflojaron las rodillas y se derrumbó en una silla de respaldo alto.

– ¡Que Dios tenga piedad, qué desgracia! ¿Qué les diré a mis amigas? ¿Cómo podré mantener la cabeza en alto, en público? Y tú… ¿no comprendes que la gente decente te evitará, después de esto? Evitarán a toda la familia.

– Madre, estás dramatizando.

Gideon fue el primero en recobrarse. Irguió los hombros, apretó los puños y recuperó el color.

– Llévala arriba -le ordenó a la esposa.

– Padre, por favor, vinimos aquí con toda honestidad a hablar…

– Llévala a su cuarto, Levinia, y enciérrala con llave! Harken, está despedido.

– Despedido… pero…

– Padre, no puedes hacer eso! Vinimos a verte en busca de ayuda y en cambio, tú…

– ¡Levinia, llévala arriba! -rugió-. Y enciérrala en su cuarto, para que los hermanos no puedan verla ni hablarle. Harken, quiero que salga de mi vista antes de que cuente hasta tres o, que Dios me ampare, sacaré la pistola de la pared y lo mataré ahí mismo.

Levinia, aterrada, agarró a Lorna del brazo, pero esta se debatió.

– Padre, amo a este hombre. Voy a tener un hijo de él y no me importa lo que digas: ¡tengo derecho a casarme con él!

– ¡No me hables a mí de derechos! ¡Después de haberte acostado con él como… como una vulgar mujerzuela! Perdiste todos tus derechos cuando lo hiciste… el derecho a esta familia, a esta casa, a que yo te mantenga y a la preocupación de tu madre. ¡Ahora vivirás sin esas cosas, y veremos si te agrada! Empezarás por subir sin una queja pues, por el Altísimo, si tus hermanas se enteran de la desgracia que nos trajiste, ¡te arrancaré el pellejo, embarazada o no! ¡Ahora, vete!

– No, padre, no me iré -lo desafió, acercándose más a Jens y buscándole la mano.

– ¡Por todos los diablos, lo harás! -se enfureció Gideon-. ¡Levinia, llévatela ahora mismo!

Levinia aferró el brazo de Lorna.

– ¡Arriba! -le ordenó.

– ¡No, no puedes obligarme! ¡Jens…! -gritó, estirando un brazo para alcanzar a Jens, mientras Levinia la alejaba a la rastra por el otro.

– ¡Lorna!

Jens le sujetó la mano.

Gideon le exclamó:

– Sucio canalla, sáquele las manos de encima. ¡Ya no volverá a tocarla! Quiero que salga de mi casa y de mi propiedad, y si alguna vez trata de poner un pie en cualquier parte de ella, haré que lo persiga la ley, ¡y no crea que no tengo conexiones suficientes para hacerlo!

– ¡No! Jens, llévame contigo -suplicó Lorna.

Levinia tiró de ella con fuerza otra vez.

– ¡Muchacha, no desafíes a tu padre!

Lorna giró y le dio un empujón a su madre.

– Déjame tranquila, no tengo por qué…

Levinia se tambaleó hacia atrás contra la pata de una silla y estuvo a punto de caerse. El peinado se le ladeó y quedó descentrado.

Gideon atravesó el cuarto como una exhalación y dio un golpe a Lorna. El golpe le hizo dar la vuelta la cabeza, le dejó la mejilla roja y los ojos dilatados de sorpresa.

– ¡Te irás con tu madre de inmediato! -bramó.

Lo miró con la boca abierta, tras una cortina de lágrimas y una mano apretada en la mejilla.

– ¡Miserable! -Jens se lanzó al ataque y agarró a Gideon de la chaqueta-. ¡Ha golpeado a su propia hija!

Lo empujó contra una silla tapizada con tanta fuerza que lo hizo tambalear. Gideon se rehizo en un solo movimiento y se abalanzó contra Jens, furioso, enarbolando los puños.

– ¡Basura de los barrios bajos! ¡Dejó embarazada a mi hija!

– ¡Y si la toca otra vez, lo mataré!

Estaban dispuestos a una pelea mortal, cuando la voz de Levinia los hizo recobrar el sentido común.

– ¡Basta! ¡Basta, todos! Escúchame, Lorna… -Acercó la cara a su hija hasta que quedaron nariz con nariz-. ¿Te das cuenta lo que ha provocado todo esto? Peleas a puñetazos, enemistad, ira. ¡Y tú tienes la culpa! Tú, a la que enseñamos a diferenciar el bien del mal desde que gateabas. Aunque no lo consideres una desgracia, lo es. ¡Crees que puedes salir de aquí con él y todo estará bien! ¡Bueno, te equivocas! Tienes dos bellas hermanas menores intactas, pero lo que hiciste pesará sobre ellas en el momento mismo en que salgas de esta casa. Pesará sobre nosotros. Ellas no tendrán pretendientes, y nosotros no recibiremos invitaciones. Nuestros amigos reirán con disimulo y nos culparán a nosotros por lo que tú hiciste. ¡Quedaremos deshonrados junto contigo, pues las buenas muchachas no cometen el pecado que te llevó a esta condición! Al parecer, no lo comprendes. ¡Es pecaminoso! ¡Vergonzoso! Sólo las criaturas más bajas se ensucian como lo hiciste tú.

Lorna bajó la cabeza y contemplaba la alfombra a través de las lágrimas. Levinia siguió, aprovechando la ventaja.

– ¿Qué les diré a tus amigos? ¿A Taylor, a Phoebe, a Sissy y a Mitchell? ¿Les diré que Lorna fue a casarse con el criado de la cocina porque está embarazada de un bastardo de él? Note engañes pensando, por un momento siquiera, que no se escandalizarán. Sí, lo harán, y los padres les prohibirán que se vean contigo, como haría yo si alguno de ellos estuviera en semejante problema.

En tono frío y controlado, Levinia reiteró:

– ¡Lorna, lo que llevas ahí es un bastardo! ¡Un bastardo! Piénsalo. Piensa en lo que significa, y si quieres que tu hijo vaya por la vida con esa etiqueta, pues será humillado una y otra vez, silo conservas.

En el cuarto se hizo silencio. Jens retenía el brazo de Lorna sin apretarlo.

– ¡Lorna! -dijo en voz suave, sin saber qué hacer.

Levinia dijo:

– Te pido que seas sensata. Que subas y nos des a tu padre y a mí tiempo para discutir esta situación y decidir qué es lo mejor para todos los implicados.

Lorna alzó los ojos cargados de lágrimas hacia el hombre que amaba.

– Jens -murmuró con voz quebrada-, quizá…

El joven le sostuvo la muñeca con una mano y le frotó el codo con la otra, arriba y abajo, mientras los ojos de los dos sostenían un triste soliloquio silencioso.

– Quizá todos nosotros necesitemos…, pensar las cosas -murmuró-. En los meses venideros, necesitaré tanto la ayuda de ellos como la tuya. Tal vez deba… deba ir con mi madre, ahora.

Jens tragó saliva y la manzana de Adán hizo un lento movimiento de ascenso y caída.

– De acuerdo -murmuró-. Si eso es lo que quieres.

– No es lo que quiero. Es lo más prudente.

Asintió, y fijó la mirada en la manga de Lorna, pues finalmente él también tenía los ojos llenos de lágrimas.

– Te veré pronto. Te buscaré -aseguró Lorna.

Jens asintió otra vez, la atrajo hacia él y la besó en la mejilla.

– Te amo, Lorna -murmuró-. Lamento que haya pasado esto.

– Todo se arreglará -repuso-. Yo también te amo.

Se quedaron en ese universo diminuto de los dos, hasta que Gideon se acomodó la ropa, se acercó a la puerta del vestíbulo y la abrió, sin decir palabra.

Permaneció en su sitio mientras Lorna se sometía para ser guiada por su madre y dejaba que la sacara de la habitación. Antes de que llegaran a la puerta, Levinia le ordenó en voz baja:

– Sécate esas lágrimas.

De lo más hondo de su ser, sacó fuerzas para hacer lo que le ordenaba. Inspiro, y se secó la cara con el dorso de la mano, mientras salía al vestíbulo para encontrar a sus hermanos con los ojos muy abiertos, que rondaban cerca del poste de la escalera, y la tía Henrietta se demoraba en la entrada de la sala de música, mientras que Agnes por fin desistió del intento de disimular el sonido de la disputa con su terrible ejecución de piano.

Levinia fingió haber sido engañada.

– Tanto alboroto por navegar, ¿se imaginan? La verdad, ¿a quién se le ocurre que una mujer participe de una regata?

Lorna pasó junto a sus hermanos sin encontrarse con sus miradas, consciente de que Jenny advertía sus pestañas húmedas y las manchas oscuras de las lágrimas sobre el vestido de tafetán. Escuchó a sus espaldas las despedidas murmuradas y supo que Jens se marchaba. Oyó abrirse y cerrarse la puerta de la calle, y se dio fuerzas con la promesa silenciosa de que nada podría separarlos mientras se amaran.

Ya en el dormitorio, caminó con rigidez hasta la cama, se sentó y fijó la vista en las flores del papel de la pared. Levinia cerró la puerta arrojando oscuridad sobre ellas, sin hacer el menor gesto para encender la lámpara junto a la cama.

Habló en tono de autoridad absoluta:

– No te encerraré con llave. Sé que no será necesario, pues esperarás aquí hasta que tu padre y yo hayamos podido hablar. No hables con nadie, ¿entendido?

– Sí, madre -respondió Lorna, en tono apagado.

– Y ni se te ocurra escaparte con ese… ¡con ese inmigrante pobre y rústico!

– No, madre.

Se hizo silencio, hasta que Levinia le lanzó:

– Bueno, espero que estés satisfecha. ¡Bonito ejemplo para tus hermanas!, ¿no?

Lorna no respondió. Seguía pensando en la palabra bastardo, y preguntándose si sería cierto que los jóvenes rechazarían a sus hermanas.

– Si esto se sabe, ningún hombre decente volverá a dirigirte la palabra, por no hablar de casarse contigo. Las mujeres que fornican pierden toda oportunidad. Que Dios te perdone, no sé cómo pudiste hacer algo tan sucio, tan bajo. Tu padre y yo nunca podremos volver a levantar la cabeza en la sociedad elegante. Ensuciaste el nombre de toda la familia, y debo decir que quizás el golpe sea más de lo que yo soy capaz de soportar. Pero lo soportaré, lo juro, hasta que se nos ocurra cómo resolver este triste estado de cosas. Ahora, espera aquí, como ordenó tu padre, jovencita, ¿entendido?

– Sí, madre.

Salió, cerrando la puerta tras ella y los pasos se perdieron por el pasillo. Lorna se quedó inmóvil en la oscuridad, con las manos sobre el hijo aún no nacido, preguntándose a dónde habría ido el padre, y cuándo volvería a verlo.

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