17

Oh, ese verano tan amargo, tan lúgubre en el que Jens vivía al otro lado del lago, y a Lorna le parecía imposible vivir… Hacía poco más que existir. Ponía un pie delante del otro y se movía cuando era necesario; se ponía comida en la boca cuando el cuerpo le enviaba señales de advertencia; pasaba horas insomnes contemplando desde la cama las sombras que proyectaba la luna, y los amaneceres desde el asiento junto a la ventana; escribiendo páginas innumerables en su diario; empezó casi cien poemas, pero no terminó ninguno. Rechazó todas las invitaciones.

Sólo una actividad le daba cierto grado de paz.

Navegar.

No pedía permiso ni recibía regañinas por usar el falucho y Gideon se acostumbró a no encontrarlo a todas horas del día. Los residentes del lago se habituaron a verla en la neblina rosada de la mañana, con la vela izada antes de que se percibiera viento; y bajo el duro sol blanco del mediodía, veían la pequeña embarcación con la quilla hacia arriba y la muchacha colgada de un lateral; en la brisa más suave de la noche… a la deriva, con la vela recogida, tendida de espaldas contemplando el cielo, que era cuando el barco parecía abandonado.

Levinia le decía:

– Estás delgada como un junco, y bronceada que es un honor. Por favor, mantente fuera del sol.

Theron decía:

– Nunca permites que nadie vaya contigo. ¿No podría acompañarte una sola vez, pooor faaavoor?

Phoebe Armfield decía.

– Lorna, echo de menos hacer cosas contigo.

Jenny decía:

– ¿Es por Taylor por lo que estás tan triste? ¿Todavía sientes algo por él? Si aún lo amas, dímelo.

Gideon decía:

– Ningún hombre querrá casarse con esta muchacha. Piensan que no es normal que navegue por el lago soñando despierta día tras día.

La tía Agnes decía:

– No hagas caso a nada de lo que te digan. Yo me comporté del mismo modo después de la muerte del capitán Dearsley.

Lorna encontraba consuelo en la tía Agnes, que conocía los detalles de la tragedia, y su comprensión era como un bálsamo para el alma herida de la muchacha. Compartían sus sentimientos más hondos, pues la pena reciente de la sobrina hacía resurgir la más antigua de la tía, como cuando se hace una restauración en una antigua pintura. Daba la impresión de que las pinceladas en el de Agnes sangraban y se superponían a la tela actual de Lorna, pintada de soledad y desesperación.

Juntas, hacían largas caminatas por la playa y se sentaban en el jardín a leer poemas de John Milton y de Willam Blake. Los días de lluvia, bebían el té en el mirador y cuando hacía calor se perfumaban con lavanda fresca para espantar las moscas mientras recitaban poesía en voz alta, en la tenaza delimitada por un cerco de mimbre entrelazado.

Así transcurrió el verano.

Jens la veía con frecuencia, reconocía la pequeña embarcación cuando aparecía en la bahía y regresaba con el viento, llevándosela. En esas ocasiones, se quedaba de pie en la puerta abierta del taller, con las herramientas olvidadas en la mano, la miraba irse y se preguntaba dónde estaría su hijo, cómo sería, qué nombre tendría, y quién lo cuidaba. Pensaba en cualquiera de los hijos que pudiese tener en el futuro, y en que nunca se enterarían de que existía un hermano mayor.

Su hijo y Lorna Barnett.

Su más honda desesperación y también su más honda felicidad, encamadas en la imagen de una mujer en un barco que pasaba, y que le recordaba lo que quería olvidar.

Tim le dijo:

– Eh, creo que esto te gustará.

Y le entregó fotos de Lorna y el mismo Jens que registraban aquel idílico y dulce verano en que construía el Lorna D. Las puso entre la ropa, entre los pliegues de la ropa interior de invierno, en un baúl a los pies de la cama. En ocasiones por la noche, acostado con las manos bajo la cabeza, se le ocurría sacarlas y mirarla, pero el recuerdo le provocaba amargura y anhelos de lo que no pudo ser, y por eso se concentraba en otras cosas y se esforzaba por apartarla de la memoria.

Si lograba alejar la imagen durante un par de días, divisaba otra vez la vela, u oía el nombre de su padre, o distinguía una de las naves de vapor que hacía excursiones cruzando el lago desde los grandes hoteles, y se preguntaba si estaría a bordo con la muchedumbre de ricos cuyas risas se podían oír en las noches más tranquilas cuando se dirigían a cenar al club, o al Ramaley Pavilion, a jugar. Con frecuencia, la música flotaba sobre el agua cuando oscurecía, y las linternas de algunas embarcaciones proclamando ostentosamente el baile que se desarrollaba ahí mismo, en medio del agua. Jens se quedaba en el extremo del muelle, midiendo el abismo entre él y Lorna Barnett, y sintiendo crecer la herida ante la negativa de ella a enfrentarse a las convenciones sociales cuando le pidió que se casara. Baila, pensaba con amargura, mirando cómo se balanceaban y se mecían las luces sobre el agua. ¡Baila con esos acompañantes ricos y olvida que alguna vez entregaste a mi hijo!

El Manitou permanecía amarrado en el muelle, y atraía a navegantes curiosos casi todos los días. A menudo los posibles clientes querían navegar en él, y entonces Jens y Davin reunían una tripulación para que los llevara a recorrer el contorno del lago más allá de los estrechos, hacia el extremo este de la isla Manitou, donde el Rose Point Cottage miraba hacia el agua con sus puertas cristaleras abiertas y sus prados de color esmeralda que se extendían como un vestido de terciopelo hasta la orilla. Una vez, vio que estaban jugando al croquet y otra, una reunión que le pareció un té de alto nivel con señoras, bajo una marquesina de gasa blanca, colocada en el jardín. En las dos ocasiones, tras una sola mirada fugaz, mantuvo con empeño la vista fija en el curso, evitando un examen exhaustivo de las muchachas de faldas largas que se arrastraban, y en sus enormes sombreros.

El negocio florecía. Recibían más pedidos de construcción de veleros de los que podían hacer en un año, y tantos pedidos de reparación de barcos que contrató a Edward Stout, el amigo de Ben, sólo para hacer ese trabajo. El segundo barco que botaron, encargado por el miembro del club Nathan Du Val, fue bautizado North Star. Este y el Manitou ganaban todas las carreras de los fines de semana en que participaban. Llegaban periodistas desde Chicago, Newport y New Jersey para entrevistar a Jens y escribían artículos sobre su diseño extravagante e invencible, y sobre el impacto obtenido en el campo de la navegación en lagos interiores. Se reeditaba a menudo el relato de la primera carrera, cuando la tripulación del Manitou ya estaba cenando en el Club de Yates antes de que el segundo barco cruzase la meta.

Un astillero de Barnegat Bay, New Jersey, y otro de Carolina del Sur escribieron ofreciéndole a Jens un puesto como diseñador. No respondió, sino que guardó ambas cartas en el baúl, como excusa para echar un vistazo a la foto donde estaba con Lorna.

Entonces, un día apareció Tim, diciendo:

– Traigo noticias. Gideon Earnett está terminando el Lorna D, y piensa botarlo antes de que finalice la temporada. Se especula que piensa hacerla participar en la gran regata del año próximo contra Minnetonka.


En efecto, Gideon Barnett había contratado a un hombre de la zona para terminar la maquinaria y los aparejos del Lorna D. Cuando quedó terminado, se acercó a su hija y le dijo:

– Pienso botar el Lorna D. ¿Te gustaría navegarlo la primera vez?

Lorna estaba sentada en una tumbona, en la terraza, y se limaba las uñas sin mucho interés. Se interrumpió y miró a su padre:

– No, gracias.

– Pero si eso es lo que siempre pedías, y has estado navegando el barco pequeño todo el verano. ¿Por qué no el Lorna D?

– Padre, es demasiado tarde.

Gideon juntó las cejas y enrojeció.

– Lorna, ¿cuándo piensas abandonar este ensimismamiento infernal en que estás sumida, y te unirás otra vez a la raza humana?

– No lo sé, padre.

Gideon tuvo ganas de gritar que su madre y él estaban hartos de ese constante aire de perseguida y de esa permanente exclusión a que los sometía, pero la culpa lo obligó acallar. Se dio la vuelta y la dejó allí, en ese clima pesado del verano.


Era inevitable que ambas embarcaciones se encontraran. Sucedió un día de finales de setiembre, cuando Jens y su tripulación salieron a navegar el Manitou por placer; era un día oscuro y ventoso, y nubes apelotonadas surcaban el cielo como guijarros. Se encontraron en el tramo entre la punta y la península, el Manitou navegando hacia el sur, el Lorna D hacia el norte. Al aproximarse, los timoneles de ambos barcos intercambiaron miradas. Sentados junto a las cañas de sus respectivos timones, con ojos tan turbulentos y amenazadores como las nubes que los enmarcaban, se observaron al pasar. Tim alzó una mano a guisa de saludo, pero Gideon no respondió sino que se limitó a mirar, hostil, bajo las espesas cejas grises, en una actitud igual a la de Jens. Si hubiesen estado a bordo de barcos de guerra, sin duda habrían arrojado cañonazos. Al carecer de cañones, lo único que se arrojaron fue el odio, y la certeza de que, en el próximo encuentro, los dos veleros irían en la misma dirección.

A finales de octubre, la familia Barnett cerró Rose Point y se marchó a la ciudad, a pasar el invierno. Antes de partir, Lorna pasó mucho tiempo en el extremo de la península, mirando hacia el noreste, hacia Jens, envuelta en un abrigo de invierno; el cabello se le había soltado y le castigaba la frente. El viento le aplastaba los faldones contra los muslos y agitaba el agua formando una orla como de crema batida junto a la orilla. Allá arriba, dos gaviotas resistían un viento de frente y parecían chillarles a las olas de abajo. Lorna pensó en su hijo, que ya tenía cuatro meses, y que debía de estar sonriendo y arrullando altas personas.

– Adiós, Jens -dijo, con lágrimas en los ojos-. Te echo de menos.


Con el invierno inminente, la casa de la ciudad era tan lúgubre como el clima. Los hermanos de Lorna iban todo el día a la escuela. Levinia trabajaba, diligente, en actos benéficos y bailes, e instaba a Lorna a participar, pero no recibía más que negativas, aunque sí colaboró cierto tiempo en la biblioteca de la calle Victoria. Le encantaba el trabajo en la biblioteca que la obligaba a salir de la casa y le permitía disfrutar de un ambiente tranquilo, de estudio, que armonizaba con su estado de ánimo del momento. Las vacaciones traían consigo una serie de entretenimientos que Lorna evitaba cada vez que podía. Llegaron algunos invitados del Estado de Washington, entre los cuales había un soltero de treinta y un años llamado Arnstadt, que manifestó un especial interés por Lorna en cuanto la vio. Estaba vinculado de algún modo a los ferrocarriles, y el padre de la joven hacía grandes ventas de leña a los ferrocarriles. Al parecer, Arnstadt era rico y estaba disponible en el mercado del matrimonio: quizá pudiera cumplir la amenaza de casarse con el primer hombre que se lo pidiera. Pero cuando, una noche, él le tomó la mano, Lorna la sacó de un tirón como si se hubiese quemado, se le llenaron los ojos de lágrimas y presentó una acusa para correr a refugiarse en su propio cuarto y preguntarse si alguna vez en su vida podría permitir que la tocan otro hombre que no fuese Jens Harken…

Phoebe fue de visita en las vacaciones de Navidad, llevando un broche de compromiso que le había regalado un hombre de apellido Slatterleigh, de próspera carrera en la empresa del señor Armfield. A principios de enero, llegó el anuncio de otras bodas inminentes: por fin, Taylor Du Val pidió la mano de Jenny, y la boda se celebraría el verano siguiente. Levinia se extasió preparando el evento social más grandioso de su carrera de matrona.

Alrededor de Lorna, la vida florecía, pero ella vivía en una burbuja lo más hermética posible, cerrándose al exterior, y con todo su dolor por dentro.


Un día, a finales de febrero, volvía de la biblioteca en que trabajaba cuando vio a su tía Agnes que corría hacia ella desde la entrada principal llena de noticias.

– ¡Rápido, ven arriba! -le murmuró la anciana.

– ¿Qué pasa?

Agnes se llevó un dedo a los labios, tomó la mano de Lorna y la llevó arriba, sin dejarle quitarse el abrigo, siquiera. Ya en el dormitorio de las tías, Agnes cerró la puerta y se volvió hacia su sobrina con los ojos brillantes como zafiros pulidos.

– Creo que lo encontré.

– Ven. -Agnes la tomó de la mano y la acercó al secretaire de palo de rosa que había entre dos ventanas. Levantó una pequeña hoja de papel blanco y la puso en manos de Lorna-. Creo que ha estado con Hulduh Schmitt todo este tiempo, en esta dirección.

Lorna leyó:

Hulduh Schmitt, calle Hamburg 850, Minneapolis, Minneiota.

Alzó la vista de golpe.

– Pero, ¿por qué lo tiene ella?

No sé, pero sospecho que, a fin de cuentas, a Levinia y a Gideon les dio un ataque de conciencia, y la convencieron de que se lo llevase para criarlo.

– ¿Cómo lo descubriste? ¿Por qué crees…?

– Estuve saqueando, de manera sistemática, el escritorio de tu padre desde el día en que te llevaron a ti.

La tía tenía una expresión entre iluminada y astuta.

– ¿En serio?

– Ciertamente, aunque me llevó un tiempo descubrirlo. Estaba buscando el nombre de alguien de una iglesia o de un orfanato, un apellido extraño, papeles de adopción, ¿sabes? Y durante todos estos meses se me pasaba por alto el de la señora Schmitt hasta que, por fin, me di cuenta: tu padre comenzó a pagarle mientras tú no estabas, ¡pero todavía lo hace! Me pregunté por qué, si ya no estaba empleada aquí. Todo concuerda, ¿no es cierto, Lona?

El corazón le latía con tanta fuerza que la cara de Lorna se puso del color de una cereza. Sin haberse quitado aún el abrigo, tomó las manos de su tía.

– Oh, tía Agnes, ¿realmente lo crees?

– ¿A ti no te parece?

– Bueno, podría ser o no. -Comenzó a pasearse, excitada-. Mi madre fue allá, y el pequeño desapareció. En mi ausencia, la señora Schmitt se retiró. Tiene sentido.

– Y teniendo en cuenta que la señora Schmitt se pasó años amenazando con irse, ¿quién sospecharía? Si el verano antepasado, cuando empezó toda esta historia entre tú y Jens, la mitad de White Bear Lake se enteró del escándalo que armó Levinia en mitad de una cena, ante la perspectiva de perder a la cocinera. Todos sabían que, tarde o temprano, sucedería. Yo opino que ella le pagó para que se marchase cuando lo hizo, y que ahora tiene a tu pequeño.

– Tengo que comprobarlo -dijo Lorna, releyendo la dirección-. ¡Enseguida… mañana! – Miró a su tía con expresión excitada-. Si es verdad, nunca podré agradecértelo lo suficiente.

– Si es verdad, no necesitaré más agradecimiento que ese.

Al imaginarlo, las dos sonrieron, hasta que Agnes se puso seria.

– Si lo encuentras, ¿qué vas a hacer?

En los ojos de Lorna apareció una expresión angustiada.

– No sé. -Se derrumbó en una silla, ante el secretaire, contempló el portaplumas de cristal y repitió, más bajo-: No lo sé.

Era verdad: ¿qué podía hacer? ¿Llevarse al chico? ¿Criarlo sola? ¿Ir a decírselo a Jens? Cada solución generaba una serie de dilemas para los que no tenía respuesta. Primero, buscaría la calle Hamburg con la esperanza de que la conjetura de la tía Agnes fuese cierta.


Al día siguiente, se fue en tranvía, dejando a la familia en la creencia de que iba a trabajar otra vez en la biblioteca. Cambiando dos veces de vehículo, viajó al Oeste, hacia Minneapolis, y ahí, hasta el extremo más lejano, apeándose en un lugar llamado Ridley Court, donde pidió indicaciones en una tienda de chocolates y, otra vez, a un hombre que conducía un carro de Washburn y Crosby cargado de barriles de harina. Después de más de media hora, la caminata terminó en una calle de grava de casas más anchas, situadas en el límite con el campo abierto, con pequeños cobertizos en al fondo. Se percibía en el aire el olor del ganado, pero no vio a ningún animal. En los fondos había bombas y en los patios del frente cercos de estacas y leña amontonada contra los cobertizos.

La del número 850 era una casa modesta de ladrillo amarillo, angosta, con un abrupto tejado colgante apoyado en aleros blancos decorativos que pedían una mano de pintura, al igual que la cerca. La cancela chirrió cuando la abrió y caminó como sobre la planchada de un buque, entre nieve amontonada. Cuando estaba en la mitad, un perro se levantó de una alfombra trenzada que había en el umbral, al sol, y le ladró dos veces.

Lorna se detuvo, y el perro se acercó moviendo la cola, caminando alrededor olfateando las galochas de goma. Era tan tosco y amarillo como la casa, con una cola esponjosa y cara zorruna.

– ¡Hola, muchacho! -le dijo, ofreciéndole la mano enguantada para que la oliese.

El perro la miró, movió la cola, y Lorna siguió camino hacia la casa, acompañada por el animal.

En la entrada, el temor volvió y le redobló los latidos del corazón. Si la tía Agnes tenía razón, los minutos siguientes cambiarían su vida para siempre. Preparada para golpear, hizo una pausa como quien va a zambullirse, hace una inspiración profunda y mide la distancia. Sintió que se le cerraba la garganta y le cosquilleaban los antebrazos como si las mangas le apretaran demasiado.

Llamó y esperó.

El perro se apartó a un lado y zampó un bocado de nieve. Caían gotas de los carámbanos que colgaban de los aleros y que perforaban agujeros profundos a los costados de la puerta. Lejos, fuera del alcance de la vista, chilló un cuervo. Dentro, se abrió una puerta y atrajo la puerta exterior contra el marco. Por una densa cortina de encaje, Lorna vio que alguien se acercaba. Luego, la puerta se abrió y ahí estaba Hulduh Schmitt, con un paño de cocina en las manos. Al ver a Lorna, abrió la boca y se le aflojó la mandíbula.

– Bueno… señorita Lorna.

– Hola, señora Schmitt.

El perro entró, pero las dos mujeres quedaron inmóviles, Lorna con el abrigo rojo plegado y una boina escocesa del mismo color predominante, y la señora Schmitt con su enorme delantal blanco almidonado, igual al que usaba en la cocina de los Barnett.

– ¿Puedo entrar? -preguntó la muchacha.

La cocinera pensó un instante y luego pareció resignarse; agitó el paño de cocina para indicarle que pasara:

– Ya que está aquí…

Lorna entró en un vestíbulo sin calefacción, no más grande que una despensa.

– Entre -ordenó la dueña de la casa, y siguió a la visita hacia la parte principal de la casa, cerrando la puerta.

Adentro, estaba caldeado y olía a pan recién horneado. A la derecha, una escalera subía al piso alto, y un tramo de vestíbulo separaba el hueco de la escalera de dos habitaciones a la izquierda, la que estaba más cerca del frente era un recibidor que se veía a través de una arcada.

La voz de una anciana llamó desde el cuarto que estaba más alejado, en alemán.

En el mismo idioma, la señora Schmitt respondió en voz alta y le explicó a Lorna:

– Mi madre.

Oyeron que la anciana regañaba al perro, sin duda por entrar con las patas mojadas. Lorna miró en el recibidor y después, otra vez a la señora Schmitt.

– ¿Está aquí? -preguntó, sin rodeos.

– ¿Cómo lo descubrió?

– A la tía Agnes se le ocurrió.

– Sus padres me hicieron jurar que guardaría el secreto.

– Sí, me imagino. ¿Está aquí?

Hulduh pensó en el generoso estipendio mensual que le facilitaba el retiro y le permitía cuidar de la madre, pero ese pensamiento fugaz no le provocó el menor deseo de mentir a Lorna Barnett acerca del niño que había traído al mundo. Hulduh levantó las manos en señal de rendición, y las dejó caer.

– Está en la cocina. Por aquí.

Estaba inmaculada, llena de muebles antiguos y sólidos, adornados con pequeños tapetes tejidos a ganchillo. En la planta baja sólo había dos habitaciones: el recibidor, donde había una cuna vacía, comunicado al fondo con la cocina por un pasillo. En esta última, una anciana de cabello blanco sentada en una mecedora, sacudía una muñeca de trapo hecha en casa ante un hermoso niño rubio. El niño estaba en una extraña silla colgante que pendía de un marco en forma de anillo, con ruedas, los pies pequeños calzados con botitas bailoteaban en el suelo. La mano se estiraba hacia el juguete cuando Lorna entró: una manecita regordeta en un brazo relleno, cinco pequeños dedos tendidos que se cenaron sobre la muñeca con la dudosa coordinación de un niño de ocho meses. Al verla, olvidó la muñeca y miró hacia la entrada: suaves rizos rubios, ojos azules como un cielo nórdico a medianoche, cara regordeta del color de un melocotón, y una boca inocente tan perfecta y arqueada como la de un querubín. La perfección del pequeño borró para Lorna todo lo demás, y caminó hacia él como bajo un cono de luz divina.

– ¿Cómo se llama?

– Daniel.

– Daniel… -murmuró, flotando hacia él.

– Le llamamos Danny.

Los ojos de Lorna no se apartaron de la hermosa cara rubia; se dejó caer de rodillas ante la silla giratoria tímida, anhelante, insegura.

– Hola, Danny.

Le tendió sus manos, lo sacó lentamente de la silla, la muñeca colgando, inerte, de la mano del pequeño, que le miraba la cara con fijeza, con las piernas y los brazos tensos como los de un oso de juguete.

– ¡Oh, mi precioso…! -murmuró, acercando el cuerpo blando y pequeño a su pecho y posando los labios en la sien del niño-. ¡…Al fin te encontré!

Lorna cerró los ojos y lo abrazó, sólo lo abrazó, dejando que ese instante curase la herida y le diera ánimos. El pequeño empezó a parlotear:

– Mama…, ma-ma, ma-ma… -y a golpear la muñeca contra el brazo de Lorna, que permaneció inmóvil, con los ojos cerrados, transportada a un plano de gracia maternal absoluta.

El pequeño olía a leche y a pan, como la cocina, y parecía demasiado suave para ser de ese mundo. No sabía que el amor podía sentirse así, colmarla en tal exceso que, por comparación, todas las emociones anteriores resultaban pálidas. En ese momento único, abrazándolo, tocándolo, oliéndolo, se sintió completa.

Se puso de cuclillas y lo apoyó sobre sus propios muslos, percibiendo que su alegría subía de punto ahora que sabía que el niño estaba allí y de verdad, era de ella. El niño se puso un dedo en la comisura- de la boca deformándola, exhibiendo dos dientes de abajo diminutos, mientras seguía sacudiendo la muñeca. De súbito, pareció darse cuenta que la tenía y se animó, balanceándose sobre las piernas robustas y golpeando suavemente a Lorna en la boca con la mano mojada. Riendo, Lorna la atrapó con los labios, echando la cabeza atrás.

– ¡Es tan hermoso! -les dijo a las dos mujeres.

– Y muy inteligente. Ya sabe decir "quema".

– "Quema". Danny, ¿puedes decir "quema"?

Con ojos brillantes, señaló con un dedo gordo la gran cocina de hierro:

– Qquema.

– Sí, la cocina quema.

– Quema -repitió el niño, en la cara de Lorna.

– ¡Qué inteligente! ¿Es bueno? -preguntó.

– Oh, sí, un ángel. Duerme toda la noche.

– ¿Sano?

– También, aunque últimamente ha estado un poco inquieto por los dientes.

– ¿Están saliéndote los dientes? ¿Te salen unos preciosos dientes nuevos? ¡Ah, eres tan hermoso! -Lo estrechó y lo meció de izquierda a derecha, mientras la alegría la inundaba, desplazando el primer susto-. ¡Dulce, pequeño dulce! -Exclamó, en general-: No puedo creer que esté abrazándolo.

– Está babeándole el abrigo, señorita Lorna. ¿Por qué no se lo quita?

– ¡Oh, no me importa! ¡Que babee! ¡Estoy tan feliz!

El perro, que estaba bebiendo en el otro extremo, se sacudió y cruzó el suelo de madera dura haciendo sonar las uñas, dando una amistosa lamida al pequeño. Danny brinco, lanzó un grito de bienvenida y se lanzó hacia el animal.

– Oh, ama al viejo Summer. Son muy buenos amigos.

El chiquillo se doblo sobre el brazo de Lorna y tomó al perro por la garganta, y emitió sonidos gorgoteantes agarrando puñados de pelo.

– Nooo -advirtió Hulduh Schmitt, acercándose de prisa y apartando los pequeños puños regordetes del pelo del animal-. Sé bueno con el viejo Summer, Danny, sé bueno.

El niño abrió los puños y dio una palmada con torpeza al perro, mirando a Hulduh en busca de aprobación.

– Así, muy bien.

Eran manifestaciones simples, cálidas, bondadosas pero, para Lorna, estas primeras demostraciones de la inteligencia de su hijo, constituían un prodigio. Durante el tiempo que estuvo, supo que Danny podía ponerse de pie, aunque con piernas vacilantes, al lado de una silla agarrándose al asiento, señalarse la nariz e identificar tanto a Tante Hulduh, la tía, como a Grossmutter, la abuela y que, cuando se lo pedían, las señalaba con un índice que parecía una pequeña salchicha.

Hulduh Schmitt dijo:

– Mi madre y yo íbamos a tomar el café de la tarde, y hay pan recién hecho, si quiere quedarse.

– Sí, me encantaría, gracias.

Puso la mesa con platos muy gastados con dibujos de tulipanes y rosas sobre un fondo marfil. En un principio tuvieron un borde dorado, pero ahora sólo quedaban algunos restos. Se disculpo por no poner mantel, explicando que tenían miedo de que el niño tirara de él y se quemara con el café. En efecto, mientras las mujeres disfrutaban del café y del pan con manteca y mermelada de melocotón, Danny gateaba alrededor de la mesa con patas en forma de garras jugando con cucharas de madera sobre el suelo, y tiraba de las faldas largas de las mujeres, fingiendo que lloraba cuando quería que lo alzaran. El perro se había acomodado sobre el felpudo que estaba junto a la puerta trasera, y estaba tendido de lado, durmiendo. En una ocasión, Danny se acercó reptando, manoseo los labios negros de Summer y parloteo en su media lengua. El perro levantó la cabeza, parpadeó y se durmió de nuevo. Hulduh se levantó, le lavo las manos al chico y lo puso en la silla con ruedas, de la que colgaban juguetes atados con hilo.

Pese a que la anciana no hablaba inglés, le sonreía al pequeño con ojos y labios arrugados, y seguía cada uno de sus movimientos sobre la taza de café. A veces, se inclinaba lo mejor que podía para acomodarle la ropa o darle un trozo minúsculo de pan con manteca, murmurarle algo cariñoso o educativo en su lengua natal, y Danny golpeaba alguno de los juguetes contra la silla, cosa que hacía sonreír a la anciana, primero al chico y después a Lorna.

En ese momento, le hizo una pregunta cuyo significado era capaz de atravesar cualquier barrera del idioma: señalando con el dedo torcido primero a Lorna y después al niño.

– ¿Eres su Mutter?

Lorna asintió, se apoyo una mano sobre el vientre, otra sobre el corazón, y toda su alma se reflejó en su rostro.

Danny se cansó de la silla y lo bajaron para que anduviese a su antojo otra vez. Al pasar debajo de la mesa se golpeó la cabeza en una pata, y Lorna corrió a rescatarlo y abrazarlo.

– Oh, nooo, no llores…, ya va a pasar…

Pero el chico siguió llorando y le tendió los brazos a Hulduh Schmitt, que lo alzó sobre su amplio regazo, le enjugó la cara y le dio un sorbo de café azucarado con crema en la punta de una cuchara. Después, apoyó la cabeza contra la pechera del blanco delantal almidonado, se puso el pulgar en la boca y fijó la vista en el friso de madera.

– Está cansado porque no durmió suficiente siesta.

Lorna se preguntó qué larga debía ser la siesta de un chiquillo de ocho meses. Y qué habría que hacer si, de verdad, se caía y se abría la cabeza. Y cómo hacía una mujer para aprender todo lo necesario sobre la maternidad, si la propia madre prefería apartarla.

Los párpados de Danny comenzaron a caer y el labio inferior dejó de sujetar el pulgar. La señora Schmitt lo llevó al recibidor y lo metió a dormir en la cuna.

Al volver, llenó otra vez las tazas y preguntó:

– Ahora que le ha encontrado, ¿qué piensa hacer?

Lorna apoyó con sumo cuidado la taza y miró en los ojos a la vieja cocinera:

– Es mi hijo -respondió, serena.

– Querrá llevárselo, pues.

– Sí… quiero.

El rostro de Hulduh Schmitt pareció palidecer e hincharse, incluso reflejar miedo. Miró a su madre, que cabeceaba en la silla de hamaca.

– Si lo hace, no me enviarán más dinero. Mi madre es vieja, y soy lo único que tiene.

– Sí, yo… lo siento, señora Schmitt.

– Y el niño está contento aquí, con nosotros.

– ¡Oh, eso ya lo veo! -Se puso una mano sobre el corazón-. Pero es mi hijo. Me lo quitaron contra mi voluntad.

En el semblante de la vieja cocinera se reflejó el espanto:

– ¿Contra su voluntad?

– Sí. Cuando nació, fue mi madre; me dijeron que se lo llevaban para darle el primer baño, y nunca más volví a verlo. Cuando pedí verlo, ya se lo habían llevado y tampoco estaba mi madre. Eso no está bien, señora Schmitt, no es justo.

La cocinera posó la mano sobre la de Lorna, en la mesa.

– No, muchacha, no lo es. A mí tampoco me dijeron la verdad. Me dijeron que usted no lo quería.

– Claro que lo quería. Es que tengo que… -Tragó saliva y dirigió una mirada hacia el cuarto en que dormía el niño-. Tengo que encontrar un lugar para él, y la manen de mantenerlo. Tengo que… tengo que hablar con su padre.

– Si me disculpa, señorita, no puedo evitar preguntarle… ¿es el joven Jens?

El semblante de Lorna se puso triste.

– Sí. Y lo amo mucho, pero no quieren ni oír hablar de que me case con él. -Concluyó, con amargura-: La familia de él no tiene una casa veraniega junto al lago. ¿comprende?

La señora Schmitt contemplo la capa de crema en su taza de café.

– Ah, la vida es tan dura… ¡Hay tanta desdicha!… ¡Tanta!

Reflexionaron, mientras el niño dormía la siesta y la anciana roncaba quedamente, con la cabeza balanceándose y dando ocasionales sacudidas.

– No puedo llevármelo hoy.

– Bueno, eso ya es algo.

En la mirada de la cocinera ya se percibía la nostalgia.

Esta vez le tocó a Lorna apoyar su mano sobre la de Hulduh.

– Cuando me instale y tenga un lugar, usted podrá ira verlo cuantas veces quiera.

Pero, teniendo en cuenta la edad de la señora Schmitt, la distancia tan larga, el viaje en tranvía y la anciana que no podía dejar sola, las dos sabían que era poco probable.

– Cuando me lo lleve… -Lorna vaciló, incapaz de desechar el fastidioso sentido de responsabilidad hacia las dos mujeres-. ¿Podrá arreglárselas bien sin ese dinero extra?

La señora Schmitt hundió el mentón doble, echó los hombros atrás y dijo, como hablando con la taza de café:

– Tengo algo ahorrado

Cuando Lorna se levantó para irse, la abuela se despertó, se secó las comisuras de la boca y miró alrededor, como preguntándose dónde estaba. Vio a Lorna y le dirigió una sonrisa soñolienta y un gesto de despedida.

– Adiós -dijo la muchacha.

Al pasar por el recibidor, besó la cabeza dormida de su hijo.

– Adiós, mi querido. Volveré -susurró, y se acobardó ante la perspectiva de tener que ver otra vez al padre.

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