9

Cuando regresó a casa tras la cita amorosa con Jens, Lorna se alegro de que fuese domingo. Como había una cena fría, no tendría que enfrentarse a sus padres ante una cena formal. De todos modos, no tenía hambre y pasó la hora de la cena sola en su cuarto, dibujando el nombre de Jens en letras rococó, enmarcadas en rosas, cintas y nomeolvides. Mojó la pluma y empezó a dibujar un pájaro azul, pero cuando había terminado sólo una de las alas, arrojó la pluma, se cubrió la cara con las manos y apoyó los codos sobre la mesa del tocador.

¿Tendría intenciones de volver a verla? Al decir: "Piensa silo deseas, Lorna… Piensa en todas las veces que llorarás, y todas las mentiras y los encubrimientos que tendremos que hacer", ¿ese era el significado último?

Tenía ganas de llorar.

"Así que esto era el amor", pensó, "esta desolación doliente, acongojada que siento dentro de mi." No imagino que afectara de manera tan total, que se adueñara de una vida que, hasta el momento, había seguido su curso, y la arrojaba así a la deriva; que era capaz de tomar gris un carácter alegre.

Dibujó de nuevo el nombre, rodeado de flores de cabezas caídas. Les hizo a las flores rostros llenos de lágrimas, y cuando sintió que las propias amenazaban con brotar, escondió los dibujos dentro de un sombrero de verano, y tapó otra vez la sombrerera.

Inquieta, vagabundeó por la casa. Las hermanas miraban álbumes de recortes. Theron estaba acostado. Gideon fumaba un cigarro en la terraza trasera. Levinia y Henrietta estaban muy concentradas en una partida de backgammon. Inclinadas sobre el tablero, no advirtieron cuando Lorna pasó al salón pequeño. Se detuvo un instante en la puerta y observó a las dos mujeres, que parecían irritadas con las recientes jugadas de la otra, y volviendo al piso alto, golpeó con suavidad la puerta de la tía Agnes.

Agnes respondió:

– Entre -y dejó el libro cara abajo sobre la colcha.

Lorna entró y vio a su tía reclinada en las almohadas, con la colcha vuelta encima del regazo. Como una niña pequeña, perdida, preguntó:

– ¿Qué estás leyendo?

– Uno de mis preferidos, de Harper. Se llama Anne.

– No tendría que interrumpirte.

– Oh, cielos, no seas tonta. Ya leí esta historia cientos de veces. Caramba, caramba… ¿Qué es esto? -La tía Agnes puso cara larga-. Eres la imagen misma del rechazo. Ven aquí, pequeña.

Extendió un brazo y Lorna se tiró sobre la cama, al abrigo de ese brazo.

– Dile a la vieja tía Agnes qué te pasa.

– Oh… nada. Y todo. Estoy creciendo, me preocupa mi madre, estas noches de domingo, tan tranquilas.

– Ah, sí, llegan a ser muy largas para las mujeres solas, ¿no? ¿Dónde está ese muchacho tuyo? ¿Por qué no estás haciendo algo con él?

– ¿Taylor? Oh, no lo sé. Esta noche, no tengo ganas.

– ¿Discutiste con él? ¿Quizá por eso estas tan triste?

– No, no exactamente.

– ¿Y qué me dices de tus hermanas, y Phoebe… donde están?

– Sencillamente, no tenía ganas de estar con ellas.

Agnes lo aceptó, y dejó de sonsacarle. Afuera, caía el crepúsculo mientras Lorna permanecía acunada por aromas consoladores de algodón almidonado, violetas y alcanfor.

Después de un rato, dijo:

– Tía Agnes.

– ¿Qué?

– Cuéntame algo de ti y del capitán Dearsley… cómo fue cuando os enamorasteis.

La anciana contó una vez más el relato gastado del hombre del uniforme blanco y charreteras de trencillas doradas que se balanceaban, de uniformes militares de gala, y una mujer abrumada de amor.

Cuando terminó el relato, Lorna siguió acostada y miró, más allá del pecho de la tía, las rosas y las cintas que trepaban por la pared.

– Tía Agnes… -Eligió con cuidado las palabras antes de seguir.

Cuando estabas con él, ¿alguna vez sentiste la tentación?

Agnes pensó: Con que se trataba de eso, pero se contuvo de decirlo. Respondió con sinceridad:

– La tentación está en la naturaleza del amor.

– ¿El también se tentó?

– Sí, Lorna, estoy muy segura de que sí.

Pasó un prolongado momento, durante el cual se comunicaron en silencio. Por fin, Lorna dijo en voz alta:

– Cuando la tía Henrietta me advierte que use el alfiler del sombrero, ¿qué es lo que me advierte, en realidad?

Tras una pausa de segundos, la tía respondió:

– ¿Le preguntaste a tu madre?

– No, no me contestaría con sinceridad.

– ¿Acaso tú y tu muchacho estuvisteis galanteando?

– Sí -murmuró Lorna.

– ¿Y se volvió… personal?

– Sí.

– Entonces, ya sabes. -Abrazó más fuerte a su sobrina-. Oh, Lorna, querida, ten cuidado. Ten mucho, mucho cuidado. Las mujeres podemos terminar muy mal cuando hacemos esas cosas con un hombre.

– Pero lo amo, tía Agnes.

– Lo sé, lo sé. -Agnes entornó los párpados arrugados y besó el cabello de la muchacha-. Yo también amaba al capitán Dearsley. Nosotros pasamos por lo mismo que tú estás pasando ahora, pero tienes que esperar hasta la noche de bodas, cuando ya no habrá restricciones. Podrás compartir tu cuerpo sin vergüenza, y cuando lo hagas, los dos gozaréis la mayor de las alegrías.

Lorna levantó la cara y le dio un beso en la mejilla blanda y suavizada por la edad.

– Tía Agnes, te quiero. Eres la única en esta casa con la que puedo hablar.

– Yo también te quiero, pequeña. Y, lo creas o no, también eres la única con la que yo puedo hablar. Todos los demás me creen más imbécil que la viruela boba, sólo porque disfruto de mis recuerdos. Pero, ¿qué otra cosa me queda, excepto la parquedad de tu madre, Henrietta, que vive disminuyéndome, y tu padre…? Bueno, estoy muy agradecida a tu padre por el hogar que me ofrece, pero también me trata como si fuese idiota. Nunca me pide opinión acerca de nada importante. Pero tú, tú eres especial. Tienes algo más valioso que todo el dinero, el poder y el prestigio social que pueden adquirirse en este mundo. Tienes amor por la gente. Te preocupas por ella, y eso te hace especial. Muchas veces di gracias a Dios por tu existencia en esta casa. Y ahora… -Agnes le dio una palmada en el trasero-. Me parece que oigo acercarse a mi hermana. Si te encuentra aquí, arrugando su parte de la cama, tendrá algún comentario insidioso que hacer. Será mejor que te levantes.

Henrietta entró antes de que pudiese levantarse. Al ver a Lorna saltando de la cama, se detuvo y luego cerró la puerta.

– Jovencita, creí que tendrías la prudencia suficiente para no subirte a la cama de otra persona con los zapatos puestos. Y tú, Agnes, podrías haberte fijado.

Para aliviar la riña de Henrietta, Lorna se apoyó en una rodilla y se estiró para darle un beso a Agnes en la mejilla.

– Te quiero -murmuró. -Al pasar ante la otra tía, que tenía un gesto en la boca como si fuese a escupir un grillo, dijo-: Buenas noches, tía Henrietta.


Al día siguiente, uno después del picnic de Lorna y Jens, la madre de esta había concertado un partido de croquet. Como estaba preparado desde dos semanas atrás, Lorna no pudo evitar asistir. Levinia había planeado el evento por la noche temprano, con una reunión para gente joven, y dijo:

– Croquet a las seis de la tarde, seguido de una cena en el jardín, al atardecer.

Esa tarde, cuando llegaron los invitados, el césped parecía terciopelo bajo las sombras alargadas. Los pantalones blancos de los hombres y las faldas de colores pastel parecían más intensos en contraste con esa alfombra verde. En el límite Sur del jardín, había mesas para cuatro. Todas estaban cubiertas de blanco encaje antiguo, recogido en los' bordes con ramilletes de rosas rosadas y orquídeas blancas, con cintas que caían, onduladas, sobre la hierba. Sobre cada mesa, una vela protegida del viento por un globo rodeado de flores similares a las del mantel, esperaba el anochecer. Había suntuosidad en cada detalle, con el fondo del lago y las damas con sombreros de ala ancha, también adornados con flores.

Lorna llevaba uno nuevo, blanco, con metros de tul de gasa enroscado alrededor como la tela de miles de arañas y, en el velo, tres rosas color lavanda que armonizaban con el vestido cortado en la cintura.

Había superado la melancolía del día anterior y, en realidad, disfrutaba del juego de croquet. Estaban incluidos algunos de los más jóvenes: Jenny, por supuesto, y sus amigas Sissy Tufts y Betsy Whiting. Estaban Jackson Lawless y Taylor, y también Phoebe y su hermano Mitch. En total, eran dieciséis, que formaban dos equipos jugando en canchas paralelas. Mitch estaba en el de Lorna y coqueteaba con ella desde que empezó el juego, sugiriéndole que salieran a navegar una vez más, antes de que él tuviese que volver al colegio en la ciudad. Riendo, la muchacha lo rechazó por tercera vez, cuando Mitch le dio un vigoroso golpe a la pelota azul rayada y la hizo chocar con la de Lorna.

Balanceándose y riendo, observó la bola de rayas rojas de Lorna con expresión maliciosa.

– Bueno… podría ser generoso y dejarla donde está… o mandarla al cielo. ¿Cuál prefieres?

– ¡Mitch, no serías capaz!

– ¿Por qué no? Si hubieses sido buena y dijeras que ibas a navegar conmigo, tal vez podría tenerte lástima.

– ¡Oh, Mitch, por favor…! -Empezó a halagarlo-. Mira lo cerca que estás de ese aro. ¡Si con dos tiros libres podrías pasarlo y quedar a mitad de camino del próximo!

Sin embargo, Mitch se colocó en posición para mandar la bola al otro mundo. La muchacha le dio un empujón que le hizo perder el equilibrio, y él la apartó a un lado para volver a la bola. Iniciaron un forcejeo amistoso.

– ¡Malcriado!

Del otro lado del campo, Taylor gritó:

– Lorna, ¿quiere mandarla?

– ¡Creo que sí! Si lo hace, ¿vendrás a darle un golpe?

– Aquí va.

Mitch midió la bola, sujetó la propia con el pie, y… ¡crack!, mandó la bola de rayas rojas rodando, salió del prado, cruzó un camino de grava hasta un cerco de arbustos que bordeaba el jardín.

Lorna la vio irse.

– Mitch, pedazo de bruto. Espera a que…

Las palabras se ahogaron en su garganta. Viniendo hacia ella por el límite del jardín, en el que no podía entrar, estaba Jens Harken. Todavía llevaba ropa de trabajo, las rodilleras blancas de serrín, las mangas enrolladas hasta el codo. Sin duda, iba a la cocina a cenar. Se detuvo cuando la vio y los dos se miraron, paralizados.

Tras ella, Taylor se acercó a darle golpes amistosos a Mitchell y después puso una mano posesiva sobre el hombro de Lorna.

– Ya me desquité, Lorna -dijo Taylor.

La muchacha no se engañó, sabía qué aparentaba pan Jens el cuadro que tenía ante la vista: una niña rica, privilegiada, jugueteando con sus iguales sobre el verde campo de croquet, mientras detrás de ellos las mesas festoneadas de flores y encaje esperaban la hora en que los criados contratados llevarían la extravagante comida. Entonces, los jóvenes de trajes de lino blanco desplazarían los asientos de las jóvenes damas de sombreros y vestidos caros, a la luz de las velas. En ese ambiente retozaba ella, la misma mujer que ayer juró amar a Jens Harken, y que usaba un pequeño reloj de oro en el pecho, y que fue sorprendida en mitad de unos juegos amistosos con el apuesto heredero del molino harinero con el que los padres esperaban que se casara.

Contemplando a Jens Harken en el crepúsculo de final del verano, Lorna quiso tirar el mazo y correr hacia él, tranquilizarlo: “Lo que viste no significa nada, es el modo en que vivimos aunque no siempre queramos. Preferiría estar contigo en el cobertizo antes que aquí, en la velada organizada por mi madre. Preferiría ver cómo tus manos dan forma a la madera que estar aquí sosteniendo este mazo, y golpeando esa estúpida bola por el césped.”

– Lorna -dijo Taylor tras ella, apretándole el hombro-. Creo que te toca a ti.

La joven miró hacia atrás y vio los ojos de Taylor fijos en Jens, que se encaminaba hacia la casa.

Desde el otro campo de croquet, alguien gritó:

– Eh, Du Val, ¿qué haces allí? ¡Tú juegas en este campo!

– ¡Sí, vuelve, Taylor!

– Lorna -dijo el aludido-, ¿qué pasa?

– ¡Nada! -exclamó, con demasiada vivacidad, deseando que se fuera, que le quitara la mano del hombro, que dejara de escudriñarle los ojos con tanta atención-. Sólo trataba de sacar la bola de ese arbusto, nada más. -Hizo un gesto como para quitarse la mano del hombro y dijo con fingida alegría-: Gracias por defenderme.

"¿Y quién me defenderá de Jens Harken?", pensó. "¿Quién le contará que fui corriendo hasta ese arbusto para que no me vieran los ojos llenos de lágrimas?" Pensaría con justa razón que Lorna desplegaba sus encantos femeninos ante dos hombres a la vez. Incluso tres, pues ahí estaba Mitchell, dos años menor que ella, y con el que estaba enzarzada en in, forcejeo juguetón en el mismo instante en que Jens venía por el sendero. ¿Por qué no iba a pensar que se comportaba como una coqueta consumada? Peor todavía: ¿por qué un pobre y esforzado constructor de barcos pensaría que una mujer con una vida tan privilegiada tendría el menor escrúpulo?

– ¡La cena! ¡Venid todos, la cena! -Desde el extremo más lejano del jardín, Levinia agitaba un pañuelo-: ¡Tenéis que terminar el juego!

Detrás de ella Gideon, con los pulgares y los índices en los bolsillos del chaleco, observaba a la gente joven. Habían encendido las velas de las mesas. En cada sitio se habían colocado compotas de frutas, la superficie de la vajilla de cristal atrapaba la luz de esas velas y las esparcía a su alrededor como estrellas caídas.

– ¡Venid ya! ¡Dejad esos mazos!

Taylor se deslizó por detrás de Lorna y la aferró del codo, apretándola con firmeza contra su pecho.

– Ven ya -imitó a Levinia, quitándole a Lorna el mazo de la mano-. Deja ese mazo y ven a cenar con el tipo que te considera la chica más linda del campo de croquet. A menos que tengas intenciones de sentarte con Mitchell Armfield que, por si no lo notaste, todavía está con la leche en los labios.

Ahí estaba Taylor, llevándola del codo. Y el padre, observando. Y la madre, cuyos únicos éxitos se medían por las cenas que daba. Y alrededor, los iguales a Lorna riendo, sin darse cuenta del drama que acababa de suceder en el linde del jardín, donde el ayudante de cocina, combinado con constructor de naves se enfrenté a la beldad de la alta sociedad a la que el día anterior había besado y acariciado en secreto.

Atrapada en la telaraña social de la que, al parecer, no había escape, Lorna se dejó llevar por Taylor hasta la mesa.


El sueño le rehuyó esa noche. Sintió que le debía Jens una explicación, una disculpa. Las noches se habían vuelto más frescas y olían a crisantemo, el heraldo del otoño. Faltaba poco para que llegara septiembre, y con él las noches frías, las heladas que maltrataban los caños de la casa y hacían que la familia volviera a Saint Paul, clausurando la temporada de verano. Cuando regresaran a la casa de la Avenida Summit, Jens Harken quedaría allí para terminar el barco que había comenzado. ¿Y entonces? ¿Acaso el encuentro veraniego quedaría relegado sólo al recuerdo, más bien olvidado, de una cita amorosa entre una muchacha confundida y un inmigrante que buscaron un placer pasajero en la mutua compañía?

Sentía que era más que eso.

Sentía que era amor.

Era amor y por eso eran necesarias una explicación y una disculpa.


A la mañana siguiente, enseguida después del desayuno, Lorna fue directamente al cobertizo. Lo olió mucho antes de llegar: la fragancia de la madera eran tan densa que estaba segura de que su ropa olería a ella cuando volviera a la casa. Al llegar a las puertas dobles se topé con el motivo: dentro, Jens había montado la cámara de vapor para curvar las costillas del molde. Estaba encendida, cargada y lanzaba pequeñas columnas de humo blanco por las hendiduras de los tubos. Delante de la cámara, observando la operación estaba su padre. Junto a él, Ben Jonson, al que reconoció del bote pesquero Fotografiando el suceso para las paredes del club náutico y cualquier periódico que tuviese interés, Tim Iversen.

Gideon vio a Lorna al mismo tiempo que ella a él.

– Lorna, ¿qué estás haciendo aquí?

– Vine a ver cómo avanza la construcción. A fin de cuentas, si no fuese por mí no habría sido diseñado. Buenos días, señor Iversen. Buenos días, señor Harken. -No por nada Lorna tenía parte de la soberbia de Gideon: entró en el cobertizo con tanta naturalidad como si hubiese esperado que el padre estuviese allí-. Creo que no nos conocemos -le dijo a Jonson-. Soy Lorna Barnett, la hija de Gideon.

El aludido se quitó la gorra y aceptó la mano que le tendía.

– Ben Jonson. Me alegro de conocerla, señorita Barnett.

– ¿Trabaja usted para mi padre?

– No exactamente. Trabajo en el depósito de madera, pero ahora que ha terminado la temporada escasea el trabajo allí, y me he tomado las mañanas libres para ayudar a Jens a curvar estas costillas.

– Espero que no le moleste si miro.

– En absoluto.

Gideon interrumpió:

– ¿Sabe tu madre que estás aquí?

En voz alta, respondió:

– Creo que no -mientras sus ojos decían:

Padre, ¿no advertiste que ya tengo dieciocho años?

– Este es trabajo de hombres, Lorna. Vuelve a la casa.

– ¿A hacer qué? ¿Prensar flores? Con todo respeto, padre, ¿te gustaría que te mandaran de vuelta a casa cuando aquí se está construyendo un barco que podría cambiar la historia de la navegación a vela, aquí, en nuestro propio cobertizo? Por favor, déjame quedarme.

Tim interrumpió: mientras lo decides, ¿te molesta si tomo un* fotografía? Tengo la cámara lista. -Fue hasta el trípode y el capuchón negro-. Tal vez, algún día, sea importante en los anales del Club de Yates de White Bear: el constructor del barco, el dueño y la hija del dueño, que lo convenció de intentarlo. Gid, no te olvides de que yo estaba allí cuando te lo pidió.

– Oh, de acuerdo, toma tu maldita fotografía, pero rápido. Tengo que alcanzar el tren.

Tim tomó la maldita fotografía y muchas más, y Gideon Barnett se olvidó de alcanzar ese tren a la ciudad porque estaba por comenzar el verdadero proceso de curvar las costillas, y le fascinaba tanto como a la hija. Jens había construido la cámara de vapor con un tubo de metal de gran diámetro, tapado en un extremo por un retén de madera y, en el otro, por trapos y el vapor provenía de una caldera de agua caliente. La caldera emitía un suave siseo y quitaba el frío matinal mientras Jens explicaba lo que hacía.

– Basta con una hora en la cámara de vapor para que el grano de la madera se expanda y la deje flexible. Cuando este roble blanco salga de aquí, estará blando como un fideo, pero no dura mucho tiempo en ese estado. Por eso hoy necesito a Ben. Como ve, el molde está listo… -Lo señaló-. Ya están hechas las muescas en los largueros. -Había tres largueros longitudinales-. Y las tablas de borda están dentro y los laterales, encima. Sólo faltan las costillas. ¿Qué tal Ben -Jens y Ben intercambiaron una mirada ansiosa con los ojos brillantes-, estás listo para jugar a la patata caliente?

Los dos se pusieron guantes y Jens quitó tos trapos que obturaban un extremo del tubo. Emergió una nube de vapor fragante. En cuanto se disipó, se acercó y sacó el listón de roble blanco. Tenía una pulgada de espesor y una de ancho y, por cierto, estaba laxo como un fideo cocido. Ben tomó una punta. Jens la otra, y los dos corrieron a colocarlo sobre el barco, de borda a borda, encajado en tres muescas que lo estaban esperando.

– ¡Uy, está caliente!

Uno a cada lado de la estructura, la ajustaron, se quitaron los guantes y la clavaron en cada uno de los tres largueros. La curvaron con las rodillas sobre la regala, la recortaron con sierras de mano y la clavaron. Todo el proceso llevó unos minutos.

– Cuando hayamos terminado con las costillas, los contornos se verán casi con tanta claridad como si estuviese terminado, y le garantizo, señor Barnett, que sus líneas están tan ajustadas como pueden estarlo las de un barco. Ahí viene otra costilla -anuncio Jens, y sacó otra de la cámara de gas, la colocó sobre el molde y repitieron el procedimiento: ajustar, clavar, recortar, clavar.

Cada seis pulgadas a lo largo de los cortes, ajustar, clavar, recortar, clavar.

Como los guantes se habían humedecido, tenían que manipular con agilidad las costillas calientes. A veces, gritaban y se soplaban los dedos enrojecidos. Se les humedecieron las rodillas y, en más de una ocasión, se quemaron.

Lorna observó, fascinada de ver cómo iba surgiendo la forma del barco, costilla a costilla. Vio al hombre que amaba sacarse los guantes con los dientes, martillar, aserrar, sudar a medida que avanzaba por la longitud del molde dejando un fragante esqueleto blanco tras de sí. Vio el placer que le daba el trabajo, la destreza y la habilidad en cada movimiento, el agudo sentido de unión con Jonson para trabajar en común. Los dos ajustaban los movimientos hasta que el ritmo era perfecto y conseguían terminar cada costilla al mismo tiempo. Cuando se apartaban de la que acababan de poner, intercambiaban una mirada de satisfacción y concordia que reconocía en el otro decisión, talento y habilidad.

Después, desde dentro del buque, Jens se puso de cuclillas, observó las níveas costillas de roble y examinó la línea desde cada ángulo posible. Iba hasta el extremo opuesto de la estructura y miraba hacia la puerta, el costado de babor, el de estribor, hasta que Lorna comprendió con más claridad la importancia de aquellas marcas en el suelo, mientras hacía el lofting. Cuando al fin transfirió esa exactitud a las tres dimensiones, el constructor escandinavo de barcos quedó satisfecho.

– Sí, está correcto -murmuró, más para sí mismo que para cualquiera de los presentes.

En menos de dos horas todas las costillas quedaron colocadas en el molde. Gideon aún estaba allí, observando. Tim Iversen había tomado muchas fotos. Lorna contempló todo el proceso y seguía esperando alguna clase de reconocimiento por parte de Jens Harken.

Este fue hasta el extremo distante del cobertizo y volvió con un largo listón. Entre él y Jonson lo sostuvieron contra el molde:

– Esta es la línea de flotación del barco -le dijo a Barnett-. Poca parte bajo el agua, ¿eh?

– Poca -admitió Barnett-, pero me pregunto si no se irá de banda y se hundirá.

Harken se volvió y dijo con un definido matiz de superioridad:

– ¿Qué cree usted?

Barnett se mordió la lengua. A decir verdad, cuanto más observaba a este Harken, más se convencía, como el mismo constructor, de que ese navío se comportaría como él decía: que haría que todos los demás en el agua parecieran albatros.

Tim aprovechó el silencio para hablar, quitándose la pipa de la boca:

– Gid, ¿cómo piensas llamarlo?

Gideon pasó la vista al ojo bueno de Tim:

– No sé. Algo que sugiera velocidad, como Seal (foca), o Gale (ventarrón).

– ¿Qué te parece, más bien, una demostración de lealtad? -El ojo de Tim saltó a Lorna, y luego volvió al amigo.- Como Lorna, aquí presente, que creyó en él mucho antes que tú. Me parece que sería justo que el velero se llamara como tu hija. Lorna, ¿cuál es tu segundo nombre?

– Diane.

– ¿Qué te parece Lorna D? Suena bien. Me gusta la aspereza de la D con la suavidad de la A. -Tim exhaló varias veces el humo de la pipa, lanzando aroma de tabaco, que fue a mezclarse con el de la madera sometida al vapor-. El Lorna D. ¿Qué opinas, Gid?

Gideon reflexionó. Se mordió la punta izquierda del bigote. Observó a Lorna, que trataba de no mirar a Jens, como lo había hecho durante toda la mañana.

– ¿Qué dices, Lorna? ¿Te gustaría que el velero se llamara con tu nombre?

La muchacha se imaginó a Jens ahí, en el cobertizo, dando forma al Lorna D cada día con sus manos grandes, anchas, diestras, pasándolas por las líneas puras del barco, haciéndolo veloz, seguro y ágil.

– ¿Lo dices en serio?

– Podríamos llamarlo justicia divina. En especial, si gana.

– Fueron tus palabras, no las mías. -Incluso cuando increpaba al padre, no pudo impedir que el entusiasmo le hiciera brillar los ojos-. Me encantaría, papá, ya lo sabes.

Al oír que le llamaba papá, Gideon comprendió qué cierto era pues, desde que maduró, hacía mucho que no lo llamaba así. Sólo lo hacía cuando estaba muy contenta con él.

– Muy bien: se llamará Lorna D.

– ¡Oh, papá, gracias!

Cruzó el cobertizo casi a saltos, y le echó los brazos al cuello, mientras Gideon se inclinaba hacia adelante sin saber dónde poner las manos, siempre incómodo cuando las hijas le hacían tales demostraciones de cariño. Por supuesto, amaba a sus hijas, pero su manera de demostrarlo consistía en gruñir órdenes, como cualquier padre victoriano que se preciara de tal, al pagar las facturas de las fiestas y la vestimenta costosa. Devolver el abrazo delante de otros hombres que miraban estaba fuera de lugar para Gideon Barnett.

– Maldición, muchacha, me arrancarás los botones del cuello.

Cuando la hija lo soltó, Gideon estaba ruborizado y jadeante.

– ¿Puedo decírselo a mis amigos? -preguntó Lorna.

– ¿Tus amigos? Bueno, diablos… no me molesta.

– ¿Eso significa que es oficial?

Lorna ladeó la cabeza.

Gideon hizo un gesto con la mano.

– Adelante, cuéntaselo, te dije.

– ¿Y puedo traerlos aquí para que lo vean?

– ¿Y que este sitio se llene de gente? -la reprendió Gideon.

– No a todos, sólo a Phoebe.

– Te juro que todas vosotras, las muchachas jóvenes, os comportáis como los muchachos más traviesos que jamás he visto. Oh, está bien, trae a Phoebe.

– Y me gustaría venir a menudo a ver los progresos del Lorna D.

No te molesta, ¿no es cierto, papá?

– Estorbarás a Harken.

– Oh, de ninguna manera. Hoy éramos tres aquí, además de la cámara, y no lo estorbamos, ¿verdad, Harken?

El desafío fue directo a los ojos de Harken, y fue el primer contacto firme que hubo desde que Lorna entró en el cobertizo.

La mirada del joven se desvió enseguida hacia el padre.

– Yo… eh… -Se aclaró la voz-. No, no me molesta, señor.

– Muy bien, pero si lo fastidia, échela. Juro por Dios que no sé cómo permito que una muchacha merodee por un taller de construcción de barcos. A tu madre le dará un ataque. -Al mismo tiempo que se autoflagelaba, Gideon tiró la faltriquera y sacó el reloj de oro del bolsillo del chaleco-. ¡Maldición, es casi mediodía! ¡Tengo que ir a la ciudad antes de que sea la hora de volver a casa! Harken, venga a yerme para arreglar lo del cheque cuando esté listo para encargar las velas a Chicago. Y a usted, Jonson, ¿cuánto le debo por la ayuda de hoy?

– Nada, señor. El sólo hecho de volver a trabajar en un barco es un placer.

– Está bien. Me voy, Lorna, y tú también. Hazme un favor: concédele a tu madre al menos un mínimo de actividades femeninas esta tarde.

– Sí, papá -contestó con humildad.

– Yo también me voy -dijo Tim-. Gracias por dejarme entrar y tomar las fotos. Pronto las verás, Jens.

Lorna se marchó con los demás, sin obtener nada similar a una despedida personal.


Cuando se fueron, el cobertizo quedó en silencio. Ben y Jens se ocuparon de limpiar el lugar: barrieron el serrín del suelo, los trozos de madera de las costillas, y clavaron mejor algún que otro clavo en el molde. Mientras se movía en tomo a la estructura, Jens silbaba suavemente entre dientes una antigua canción folclórica noruega. Tocó las costillas de roble en varios puntos, las estrujó, intentó moverlas: estaban firmes.

– Ya adoptaron la forma del molde.

– Lo sé.

Jens separó unos clavos y colgó el martillo. Los ojos de Ben lo seguían, especulativos. Jens silbaba otra estrofa. Ben se apoyó en el molde, con los brazos y las piernas cruzados.

– Así que… ¿con ella fue con quien te encontraste el domingo?

Jens dejó de silbar y alzó la cabeza con brusquedad.

– ¿Por qué preguntas una cosa semejante?

– No la miraste ni una sola vez en todo el tiempo que estuvo aquí.

Jens reanudé el trabajo:

– ¿Y?

– Es una muchacha preciosa.

– ¿Te parece preciosa?

– Más linda que el atardecer en un fiordo noruego. Más brillante, también. Me costó apartar la vista de ella.

– ¿Y?

– Ella tampoco te miró. Y convenció a su padre de que aceptara dejarla venir aquí todas las veces que se le antojara. Y ahora, silbas esa canción.

– ¿Sabes, Jonson?, debes de haberte acercado mucho al vapor. Me parece que te quemó un poco el cerebro, ¿eh? ¿Qué diablos tiene que ver esa canción con Lorna Barnett?

Jonson se puso a cantar la antigua canción de amor noruega con voz muy suave y con una sonrisa maliciosa que siguió al amigo por todos los rincones del cobertizo hasta la última línea:


Pero cuando está la que amo

La vida vale la pena.


Cuando terminó, Jens había desistido de inventar tareas para ocupar sus manos, estaba junto a la estufa de ascuas moribundas, y contemplaba la caldera de vapor que comenzaba a enfriarse.

– Tienes razón. -Dirigió la mirada a Ben-. Hay ciertos sentimientos entre Lorna y yo.

– Ah, Jens -dijo Ben con simpatía, ya sin rastros de burla-. ¿No me digas?

– No quisimos que sucediera, pero pasó.

– Me imaginé algo por el estilo el día que se puso de pie en el barco y te saludó con la mano. El modo mismo de hacerlo… como si quisiera saltar y nadar hasta nosotros.

– Es una muchacha estupenda, Ben, de lo mejor, pero independiente. Empezó a rondar por aquí, a hacer preguntas sobre el barco, después, sobre mí y mi familia. Pronto, charlábamos como viejos amigos, hasta que, un día, me pidió que la besara. -Jens se sumió en reflexiones, hasta que sacudió la cabeza, mirando al suelo-. Besarla fue el peor error que pude cometer.

Jens encontró dos pedazos de papel de lija, le dio uno a Ben.

Ben dijo:

– Supongo que si el viejo llega a enterarse, te echaría de una patada en el trasero y ahí terminaría la construcción del buque.

– Lo sé.

– Debiste pensarlo, Jens. Los que son como nosotros, besamos a las criadas.

– Lo intenté. -Intercambiaron miradas amargas-. Se llama Ruby.

– Ruby.

– Una pelirroja con pecas.

– ¿Y?

El papel de lija siguió frotando.

– ¿Recuerdas cuando eras chico y tenías un cachorro nuevo? Te ibas todo el día a la escuela y, cuando volvías a casa, el cachorro estaba tan contento de verte que te lamía por todos lados. Bueno, así es besar a Ruby. Con ella, me dan ganas de llevar una toalla.

Los dos rieron y, poco después, Ben preguntó:

– ¿Hasta dónde llegó la historia con esa chica, cuyo padre colgaría tu pellejo de la puerta si se enterase?

– No tan lejos como estás pensando. Pero podría pasar si siguiéramos viéndonos. La otra noche decidí que no. Tiene que ser así, pues ella no pertenece a mi mundo ni yo al de ella. Por Dios, Ben, tendrías que haberla visto anoche.

Jens le describió la escena con la que se topó cuando regresaba a la casa para cenar, sin ahorrar detalles ni de la relación de Lorna con Taylor Du Val.

– …Y ahí estaba, la mano de Du Val en su hombro, el reloj que le regaló sobre el pecho, en el mismo lugar donde había estado mi mano la tarde anterior. Dime, ¿qué tengo que ver yo con una mujer como esa? -A medida que hablaba, Jens sintió que la rabia y el dolor crecían dentro de él-. ¡Si viene, le diré de inmediato que se vaya! De todos modos, terminar el barco e instalar mi propio armadero es más importante para mí que Lorna Barnett.


Quería hacerlo así. Toda esa tarde, después de haberse ido Ben, mientras trabajaba solo en el molde, escuchaba el monótono raspar de la lija sobre la madera, sentía ascender el calor hacia la palma y registraba la forma de cada costilla en la mano callosa, quiso que el barco significan más que Lorna. Pero cada vez que pensaba en ella sentía nostalgia. Cada recuerdo le provocaba deseos.

A las siete en punto, cerró las puertas del cobertizo, colocó un palo en la aldaba del candado y se detuvo un momento a escuchar las voces de soprano de los grillos que afinaban. Se sentía la frescura de la noche que transmitía la humedad de la tierra. Se puso una chaqueta de lana a cuadros. Se bajó el cuello y miró al cielo, ambarino al Oeste, violeta por encima, con la silueta ya ennegrecida de hojas y ramas. Caminó por el transitado sendero hacia los álamos. Sobre la huerta pasaban los murciélagos, fugaces como ilusiones. Los arbustos de tomate emitían un olor penetrante. Las verduras que maduraban temprano, como los guisantes y las habas, ya habían sido cosechadas y las nuevas, sin duda plantadas por Smythe en el invernadero, para el consumo de la familia durante el invierno. En la cara de Jens se pegó una tela de araña que parecía suspendida en el aire, y que indicaba sin lugar a dudas la cercanía del otoño.

No advirtió la presencia de Lorna hasta que lo llamó con un: "Chist".

De pie entre los álamos, erguida y quieta como ellos, estaba camuflada por las densas sombras de la tarde. Llevaba sobre los hombros una capa corta, tejida, y la sujetaba con las manos en el cuello.

– Estaba esperándote.

– Lorna… -Salió del sendero y se fundió con las sombras de los álamos, con ella-. Tienes que terminar con esto.

Qué bonita estaba, con la penumbra del atardecer que le daba un pálido azul a la piel, y los ojos brillantes como ágatas pulidas, que lo buscaban y se fijaban en él con verdadera adoración:

– Sé que tengo que terminar, pero no puedo. -Susurró en tono suplicante-: ¿Qué me hiciste, Jens Harken?

El corazón del hombre comenzó una danza loca, y todas sus buenas intenciones se redujeron a polvo. Se movieron los dos al mismo tiempo en un impulso de amor hambriento que abrió la capa y la cerró alrededor de los hombros de ambos, cuando se estrecharon y se besaron. La lengua de Jens, rápida y sinuosa en la boca de Lorna, abriéndola, invadiéndola, difundió el sabor de la madera, del deseo y la frustración que habían ido creciendo en los dos últimos encuentros, en que fingieron una falsa indiferencia. Lorna lo besó como alguien que da fin a una larga privación, la lengua penetrando, lamiendo y exigiendo una satisfacción cuya culminación ignoraba. Jens apretó con fuerza el cuerpo de la mujer y adoptó una pose de piernas abiertas, para poder ajustarla a su cuerpo y abrazarla. Bajó las manos, aferró las nalgas tras la falda y la doblé hacia él a lo largo de todo su cuerpo, que echó hacia atrás formando un arco. Los dedos de los pies de Lorna perdieron contacto con el suelo y colgaron sobre la hierba cuando quedó pegada al cuerpo de Jens, con los pechos y el vientre amoldándose a él.

Cuando la deposité en el suelo, los dos estaban sin aliento, los ojos ávidos y ardiendo de impaciencia. Hablaron precipitadamente:

– Hoy estabas enfadado conmigo.

– Sí

– ¿Por lo de la otra noche?

– ¡Sí, y porque fuiste al cobertizo cuando tu padre estaba allí, por Du Val, por todo!

– Lamento lo de anoche. No quería estar con él, pero no supe cómo evitarlo. Mi madre planeó la velada y no tuve escapatoria.

– Perteneces al mismo ambiente que él.

– No. No lo amo. Es a ti a quien amo.

Jens la sostuvo por la cabeza y contempló su rostro con expresión irritada y frustrada.

– Le perteneces, y eso es lo que me da más rabia, porque sé que es verdad y nada puede cambiarlo. Tu mundo y el de él son el mismo, ¿no lo ves? Sousa como huésped, las conversaciones con el señor Gibson, las cenas después del croquet, en el jardín… Es un mundo al que yo no tengo acceso. Sólo puedo experimentarlo escuchándote a ti cuando me lo cuentas.

Cuando terminó, Lorna lo miró y susurré:

– No me dijiste que me amabas.

– Porque duele demasiado. -Sacudió la cabeza-. Porque cada vez que lo hago, te convences un poco más de que puede resultar, y no es cierto. Hoy corriste un gran riesgo al ir allí cuando estaba tu padre.

– Pero ahora me dio permiso, ¿no entiendes?

– No para hacer esto. No te engañes, Lorna.

– Oh, Jens, por favor, no estés más enfadado conmigo. Todavía lo estás, pude sentirlo cuando me besaste.

– Eres tan terriblemente inocente -se enfureció, y la besó otra vez igual que antes, enteramente desgarrado entre la autoflagelación y la invitación. La recorrió con las manos, acariciándola levemente, cuando lo que quería Lorna era que lo hiciera con pasión-. Tengo las manos sucias… Estuve trabajando todo el día.

– No… no. -Aferré una, hundió la cara en la palma y la besó-. Amo tus manos. Las amo trabajando, las amo sobre mí. Huelen a madera.

Extendió la palma sobre su propio rostro, como si fuese un bálsamo que la aliviara.

Ese sencillo gesto de afecto estrujó el corazón de Jens. Se inclinó, la alzó en sus brazos y la llevó de vuelta por el sendero al cobertizo, pasando por el bosque que ya estaba completamente anochecido. Lorna le enlazó los brazos al cuello y al ponerle la boca sobre la barbilla, una barba de un día le abrasó los labios.

– ¿Te echarán de menos? -le preguntó, mientras la cargaba sintiendo la cadera de Lorna que le golpeaba el estómago.

– Mis padres están en casa de lo Armfield, jugando a los naipes.

En el cobertizo, la dejó en el suelo y sacó la barra que cerraba la puerta. Abrió una estrecha franja.

– Entra y pon carbón sobre las brasas. Enseguida vuelvo.

– ¿A dónde vas?

– Tú haz lo que te digo, pero no enciendas las lámparas.

Corrió por el bosque oscuro, con los codos hacia arriba para desviar las ramas, dirigiéndose hacia el lado opuesto al de la casa, hacia la orilla norte del lago. Al llegar, se desvistió y se tiró de cabeza al agua, jadeando al emerger al aire punzante de la noche. Se restregó lo mejor que pudo, sin jabón, después se paré en la orilla y sacudió como un perro los miembros y la cabeza antes de ponerse los pantalones y colocar los tirantes sobre sus hombros desnudos. Envolvió la camisa y el resto de la ropa en la camisa, y regresó cruzando el bosque hacia el cobertizo, hacia la mujer que lo aguardaba.

Dentro, todo estaba negro salvo dos puntos de resplandor: la puerta abierta de la estufa y el rostro de Lorna, de cuclillas delante, abrazándose las rodillas.

La puerta chirrié.

– ¿Jens? -murmuré, asustada, girando bruscamente la cabeza hacia el extremo oscuro del cobertizo.

Mientras cenaba la puerta, contestó:

– Sí, soy yo.

Lona dejó caer los hombros en un gesto de alivio y, escudriñando en la negrura, lo vio emerger vestido sólo con los pantalones y los tirantes negros. Se levantó lentamente, como en trance, los ojos fijos en el pecho desnudo, donde el vello dorado atrapaba la luz vacilante del fuego.

– Me di un baño rápido -dijo, temblando, y se pasó el envoltorio de ropa por el tórax para después arrojarlo por ahí.

– Oh.

Apartó la mirada, desasosegada por la súbita aparición de Jens en ese estado.

Alzando las manos, Jens se pasó los dedos por el cabello húmedo, se secó las manos en los pantalones y se paré ante Lorna, con la piel erizada. Los ojos de la muchacha retomaron a la "y" dorada de vello sobre el pecho del hombre, a los pezones en medio, y luego los aparté con timidez.

– Debes de estar congelándote.

Comenzó a girar, como para dejarle lugar delante de la puerta abierta de la estufa.

Jens le aferré el brazo en el hueco del codo con tanta fuerza que no pudo menos que detenerla, en caso de que las palabras fallaran.

– Lorna… no te vuelvas.

Los dedos le dejaron huellas húmedas en la manga. Lorna giró hacia él con los movimientos lentos de una amante que se enfrenta al elegido en el punto de confluencia de las dos vidas, Jens le quitó la capa de los hombros y la tiró en alguna parte, a los pies de los dos. Los ojos de la muchacha, dilatados y fijos en el hombre, se cerraron cuando él la acercó dándole un tierno abrazo y besándola con labios fríos y húmedos y lengua tibia y mojada. Le puso los brazos en los hombros, con las mangas pegadas a la espalda húmeda y el corpiño al pecho, también mojado. Sintió bajo las palmas la carne de Jens erizada de frío. Una gota fría cayó del pelo de Jens sobre la cara de Lorna. Y luego otra… y otra… y formaron un arroyuelo en su mejilla. El beso cobró movilidad, se transformó en la graciosa danza del cisne de las cabezas y las manos. La muchacha sujeté los bordes de sus puños para tensar las mangas y empezó a secarle la espalda. El apoyé las rodillas y la aferró a él, después se incorporé contra ella, con una erección total. Uno de ellos se estremeció… ¿o los dos? Ninguno supo si era por el frío o por el fin brusco de la represión.

Encontró los botones en la espalda de la muchacha y empezó a desabotonarlos hasta los omóplatos, hasta que tiró del borde de la blusa sacándola de la cintura de la falda, y se la sacó por la cabeza. Las horquillas cayeron sobre el suelo de madera y Lorna emergió con el pelo revuelto y los ojos muy abiertos y brillantes de expectativa.

La camisa estaba hecha de suave linón blanco, fruncida por una cinta azul formando un escote en el cuello, con botones debajo. Sostuvo la prenda y los pechos con las dos manos, mirándola a los ojos mientras con los pulgares les daba la forma del deseo.

– ¿Tienes miedo cuando te toco así?

– Al principio, sí.

– ¿Y ahora?

– Ahora… oh, ahora…

Se aflojó con la caricia y se dejó llevar, Jens alzó un pecho bien alto y se inclinó, besándolo a través del fino linón, y mordiéndolo con suavidad. Dio al otro pecho el mismo trato y sostuvo los dos con las manos, sonriendo a la cara extasiada de Lorna.

– Existen otras maneras en que un hombre toca a una mujer. No las conoces, ¿verdad?

– No… -murmuró.

– Así. -Puso una mano sobre la parte delantera de la falda y la frotó suavemente contra el pubis-. De este modo… curvó los dedos, adaptándolo a la forma escondida-, y así… Es parte del amor. ¿Sabes porqué?

Embrujada por la voz y la caricia de Jens, Lorna negó con la cabeza.

– Para hacer hijos.

– ¿Hi… hijos?

Lorna se sobresaltó y se aparté, con mirada incrédula.

– En ocasiones. A veces, sólo por placer.

– ¿Hijos? ¿Aunque no estén casados?

– Me imaginé que no lo sabías, y quise advertirte de lo que podría suceder.

De pronto, la advertencia de su madre se le apareció con absoluta claridad. Se aparté con vivacidad, sintiéndose engañada, atrapada. Todos los adorables sentimientos que abrigaba hacia Jens le parecieron una sucia trampa que les tendía la naturaleza a los dos.

– No puedo tener un hijo. Mis padres me… me… Oh, caramba, no sé qué me harían.

Se veía realmente horrorizada.

– Te asusté, y lo lamento. -Le tomó los brazos con delicadeza y la atrajo hacia él de nuevo-. No tendrás un hijo, Lorna, no es tan fácil. Hace falta más que tocarse y, aun así, no todas las veces ocurre. Y no sucederá en absoluto si nos detenemos a tiempo.

– Oh, Jens… -Se dejó caer sobre él y le rodeó el cuello con los brazos-. ¡Qué alivio! Me asustaste. Creí que tendría que volver a casa, aunque es lo último que quisiera hacer. -Lo apretó con más fuerza y su tono se volvió apasionado-: Quisiera quedarme aquí, contigo, hasta el amanecer si pudiera, y mañana y al día siguiente, y al otro. No hay otro lugar en el que quiera estar, salvo aquí, en tus brazos. Si esto no es amor, no sé qué puede ser. Oh, Jens Harken, te amo tanto que mi vida entera ha cambiado.

La caída provocó otro beso… una búsqueda frenética de la boca abierta de cada uno que recorría la cara del otro, para unirse otra vez, clamar y hacer renacer la pasión interrumpida instantes atrás. Boca a boca, mano sobre pecho, cuerpo a cuerpo, lucharon por acercarse más aun a la conclusión ineludible del amor. Levantó la falda con las dos manos, y aferró las caderas con firmeza colocándola pegada a él y la hizo arquearse. Le enseñé a moverse como las olas contra la orilla, y ahí, en ese punto donde los cuerpos se unían, brotó el deseo urgente. La besó con cierta brutalidad, en una lujuriosa fusión de las dos bocas húmedas, atrapó el labio inferior con los dientes y lo retuvo, como diciendo: "Quédate quieta", al tiempo que deslizaba una mano bajo la camisa, que tenía una abertura de delante hacia atrás. La sujetó con firmeza a través del blanco linón húmedo, como si Lorna fuese un puñado de césped que levantaba de la tierra y arrojaba sobre el hombro. Con los dientes y con una mano la sostuvo, meciendo esa mano de manera suave y rítmica hasta que Lorna se sintió invadida por una cálida ola de colores… un espléndido amanecer de colores que parecía inundarle el corazón y los miembros. En un momento dado, los miembros quedaron laxos, luego se estremecieron en sobresaltada sorpresa cuando el hombre deslizó la mano dentro de la camisa y la metió dentro de su cuerpo.

– Oh, Jens… -susurró, cuando la caricia se hizo más honda, y echó la cabeza atrás.

– Tiéndete -le murmuró, y la sostuvo mientras los dos se tendían sobre el fragante piso de madera donde, una vez, Jens había perfeccionado un barco que se llamaba como ella.

Además, en ese momento ya le conocía la forma, del mismo modo que conocía la forma del Lorna D. Las manos de Jens se curvaron sobre Lorna como se curvaban sobre el blanco molde de roble que se cernía sobre ellos. Dentro de la muchacha fluyó el calor, como había fluido de la madera misma cuando Jens la lijó ese mismo día. La tocó de miles de formas íntimas, tentadoras, hasta que las caderas se alzaron del piso de pino buscando más y más.

Echó las faldas hacia atrás y se apoyó en un codo, contemplando las facciones de Lorna distorsionadas por el deseo, la garganta elevada hacia los maderos del techo, y el modo en que la luz tenue del fuego pintaba el contorno del rostro. Tenía los ojos cerrados, los brazos abiertos, los omóplatos casi no tocaban el suelo.

– Lorna, Lorna… criatura bella… -murmuró-, así es como te imaginé.

En cuanto la caricia cesó, Lorna abrió los ojos. Jens abrió los botones del corpiño y lo apartó, dejando los pechos al descubierto. Ahí la besó, la adoró, la ungió con la lengua y la contorneó con los labios. De nuevo, bajó para acariciarla en el sitio íntimo. Y la muchacha cerró los ojos y cantó con un arrullo ronco, 41 mismo tiempo que se curvaba hacia un lado y formaba con los brazos y una pierna una figura alrededor del hombre.

Llegó un momento en que Jens sintió el impulso de buscar una vez más los ojos de Lorna, con los suyos, que sólo iluminaban unos puntos de luz del fuego que se extinguía junto a ellos.

– Te amo tanto…

– Yo también te amo. Siempre, siempre te amaré, pase lo que pase.

Jens la rozó muy suavemente con los labios abiertos, y susurró:


– También puedes tocarme tú a mí. -La inmovilidad de Lorna le indicó que no sabía bien dónde ni como-. Donde quieras -la alentó.

Cuando le tocó el pecho desnudo, Jens abandonó la boca de Lorna para observar cómo sus ojos acompañaban el recorrido de la mano. Lo exploró con timidez, aprendiendo al mismo tiempo: la textura del vello dorado, la firmeza de las costillas, otra vez el cabello sedoso, evitando los pezones.

– Eres todo dorado… como un vikingo. En ocasiones, pienso en ti como mi vikingo nórdico de cabellos de oro, que llega en un enorme buque para raptarme.

Le atrapo la cabeza y la atrajo hacia sí para besarlo, reanudando luego la exploración del pecho desnudo, deslizando la mano bajo el tirante y corriéndolo hacia el hombro.

– Bájalo -susurró, con la boca pegada a la de ella-. Está bien… bájalo.

Deslizó el tirante por el hombro, y cayó, lacio, sobre el brazo.

– Y ahora, el otro -murmuró, cambiando el peso para facilitárselo.

Cayó el segundo tirante y las manos de Lorna juguetearon sobre Jens: los hombros, el cuello, las costillas, el pecho, hasta que todos los sentidos fluyeron hacia ella y la parte baja del cuerpo ansió entrar en ella. Le atrapo la mano y la llevó hacia abajo, instándola:

– No tengas vergüenza… que no te dé miedo… aquí… así… -haciéndole sentir su calor y su dureza por primera vez, tras una capa de lana áspera. Ahuecó la mano de Lorna bajo la propia, amoldándola a su forma y pronunció ese nombre que tanto amaba-. Lorna… Lorna… -y movió las manos de los dos enseñándole, animándola, hasta que ella tomó la iniciativa.

En un momento dado, abrió cuatro botones y metió la mano de Lorna en el sitio secreto, cálido y oscuro que la esperaba. En ese instante de encuentro íntimo, los dos estaban tendidos de lado, la oreja apoyada en el brazo flexionado y se miraban a los ojos.

Jens los cerró al contacto de Lorna, y el pecho bajó y subió como si estuviera haciendo un trabajo pesado.

– Oh -dijo Lorna, maravillada y asombrada por el calor y la forma-. Oh… no había soñado…

Jens le enseñé lo que el instinto no le dictaba, formando un estuche con la mano de Lorna y puso otra vez su propia mano en el cuerpo de ella, que lo esperaba. Juntos, así unidos, se hundieron gozosos en la llamada de amor de sus cuerpos jóvenes, de su amor joven. En ocasiones, se besaban. En otras, murmuraban sonidos inarticulados, hechos de pasión, promesa y poderío que emergía de sus gargantas a medida que crecía el deseo y clamaba por sus derechos. Al llegar al borde de la culminación, Jens le apartó la mano con rudeza, se volvió, se arrodilló, y la alzó sobre su propio regazo, sosteniéndola desde atrás para que el cuerpo de la muchacha se arqueara como una vela al viento con la cabeza y los hombros casi sin rozar el suelo. A través de la barrera de hilo y lana, fingieron la consumación del amor, hasta que ya no pudieron soportar esos tenues obstáculos.

Jens se puso a cuatro patas y le ordenó entre ráfagas de aliento agitado:

– Lorna, abre los ojos. -Lo hizo, lo miró desde el halo de cabello oscuro esparcido en torno a ella, sobre el piso áspero-. ¿Entiendes, ahora? Yo… dentro de ti… así es como sucede; pero si lo hacemos, podrías quedar embarazada. No quiero que eso suceda.

Lorna le acaricié el rostro junto a la boca.

– Te amo… Oh, Jens, te amo tanto… No sabía que sería así.

– Tenemos dos posibilidades: o nos detenemos, o corremos el riesgo de que no suceda, por esta vez.

– ¿Detenernos? Oh… Yo… por favor… por favor, Jens, no… ¿sucederá?

– No sé. Quizá no. Yo… oh, Dios, Lorna, yo también te amo… No quiero herirte ni causarte problemas.

– El único modo en que me herirías sería si dejaras de amarme. Por favor, Jens, enséñame lo demás.

Flexionando los codos, acercó la cara a la de ella. La besó en la boca con amor, disculpa y deseo, y al fin dijo:

– Espera… -y se sumió en la oscuridad buscando el envoltorio de ropa. Dio un tirón que tumbó las botas con mido sordo en el piso-. Alzate -le ordenó-. Te pondré esto debajo. -Puso la camisa extendida bajo las caderas de Lorna-. Te saldrá sangre, pero no te asustes. Sólo ocurre la primera vez.

– ¿Sangraré? Pero, Jens… tu camisa… Jens, se manchará toda…

Interrumpió la preocupación con un beso.

– Quédate quieta… -susurró, y se colocó en ella, mientras los dos corazones golpeaban de salvaje expectativa y el mundo quedaba en suspenso.

– Jens -murmuré, aferrándose a los hombros de él.

– Quédate quieta.

– Jens… oh.

– Es probable que te duela un poco… Lo siento… -Repitió en un susurro-. Lo siento.

Con un suave impulso, los unió a los dos en cuerpo y alma.

Lorna contuvo el aliento y se arqueé, como si la hubiesen empujado entre los omóplatos. Jens quedó inmóvil, contemplándole el rostro, deseando que no le doliera, hasta que la muchacha se relajó lentamente, abrió los ojos y lo vio ahí, sosteniéndola con los brazos fuertes.

– ¿Estás bien? -le preguntó.

Solté el aliento y asintió.

– Ahora me gustaría tener una hermosa cama de plumas para ti -le dijo el hombre, mientras comenzaba a moverse-, y una almohada blanda en la que pudiésemos recostarnos, y flores… unas espuelas de caballero azules como la que me trajiste aquella vez, y un par de rosas que diesen perfume. Yo te las pondría en el cabello, y vería cómo tu rostro las avergüenza. Ah, Lorna… dulce, querida Lorna… estamos tan próximos como pueden estarlo dos personas, y desde este minuto nuestras vidas quedarán cambiadas.

Lorna intentó dejar los ojos abiertos, pero los párpados le pesaban de placer.

– Yo creo -le faltó el aliento entre una y otra palabra- que tendría que ser… la mujer más orgullosa del mundo… por tener a tu hijo… y que… Oh, Jens… -Jadeé y se arqueé muy alto contra él, con la cabeza hacia atrás en ángulo agudo-. Oh. Jens… oh… ohhhh…

En el instante del grito, Jens se aparté y derramé la simiente sobre su propia camisa, encima de la sangre virginal, y deseé que Lorna nunca tuviese que sufrir una desgracia por culpa de él. Después, se dejé caer, saciado, sobre el pecho agitado de la muchacha. El aliento le golpeó el oído y los corazones tocaron un contrapunto. Se apoyé pesadamente sobre ella, mientras los dedos le acariciaban la cabeza una y otra, y otra vez.

El fuego estaba reducido a brasas.

Encima, se cernía el esqueleto del barco.

Alrededor, la quietud de esa noche de finales del verano les guardaba el secreto. Pensaron en el futuro de los dos, en la separación segura que los aguardaba y, más allá, el difuso mañana, las fuerzas que intentarían mantenerlos separados y la imposibilidad de hacerlo después de lo sucedido.

– Lo haría otra vez -dijo Lorna-. Haría contigo esto tan vergonzoso, maravilloso, increíble, con el conocimiento cabal de lo que podría suceder. ¿Soy mala por eso?

Jens le quitó su propio peso de encima y contemplé los bellos ojos castaños:

– Eres mía por eso, de un modo que no podrían lograrlo ni votos conyugales ni promesas. ¿Cómo haré para decirte adiós cuando te lleven de regreso a la ciudad?

– Shh… -Le tapé la boca con el índice-. No hables de eso. Eso será cuando empiece la helada y haya peligro de que se congelen las cañerías. Hasta entonces, tenemos, por lo menos, cinco semanas. Quizá seis, si somos afortunados.

– Mediados de octubre. ¿Soléis regresar a la ciudad en esa época?

Asintió con aire solemne.

– Pero no quiero hablar de eso. -Lo estrechó contra sí con cierta desesperación-. Por favor, Jens, no hablemos de eso.

– Está bien, no hablaremos. -La sostuvo abrazada, sospechando que tenía lágrimas en los ojos, pero sin poder verlas por la oscuridad que reinaba en el cobertizo.- Quédate donde estás -le dijo, y se zambulló en la oscuridad, encontró unos restos de madera y los tiró a la estufa.

Mientras esperaba que encendieran, se subió los pantalones y los abotoné, pero dejó los tirantes colgando a los lados. Cuando se elevaron las llamas, volvió junto a Lorna y la hizo levantarse tomándola de una mano. A la luz anaranjada, se sentó junto a ella y le tocó la cara.

– Estoy seguro de que no sabes…

Eran cosas difíciles de decir, a pesar de la intimidad que acababan de compartir: los hechos menos románticos de la vida.

– ¿No sé?

Exhalé una larga bocanada de aliento, y decidió enfrentarse a lo que era necesario enfrentarse:

– Si no tienes tu menstruación, tienes que avisarme enseguida. Promételo.

– ¿Mi menstruación?

También Lorna se sintió incómoda y metiendo los brazos en los breteles, se cubrió con la camisa.

Jens dijo:

– Si se atrasara, podría significar que ibas a tener un niño y, en ese caso, tienes que venir a decírmelo de inmediato y buscaremos una solución. Promételo.

– Lo prometo -dijo, con la vista baja.

Quedaron sentados en silencio, imaginándolo, esperando que nunca sucediera así. Sin prisa, Lorna se abotoné la camisa. Cuando llegó al botón de arriba, Jens le aparté con suavidad los dedos y le enlazó el moño azul, con dedos gruesos y torpes sobre la fina seda. Después, se sentaron enfrentados, cada uno sumido en la tristeza que sobrevenía.

Jens tomó las manos de Lorna, sin apretarlas.

– Te amo -le dijo-. Quiero casarme contigo pero tardaré un tiempo. Si se lo pidiéramos ahora a tu padre, me echaría. El año que viene, si las cosas salen como lo planeo, tendré mi propio astillero y podré hacerme cargo de ti. Lorna, ¿eres capaz de ser feliz con las ganancias de un constructor de veleros?

Lo miró, estupefacta:

– Sí -dijo, saliendo del estupor-. ¡Oh, sí! -exclamó, rodeándolo con los brazos-. Oh, Jens, tenía tanto miedo de que no me lo pidieras. Pensé que, tal vez… tal vez, después de lo que hicimos… No sé qué pensé.

La tomó de los brazos y la apartó un poco, para poder verle el rostro.

– ¿Pensaste, que tal vez te hiciera esto y luego me comportara como si nada hubiese sucedido?

– No lo sé. Me di cuenta después, cuando estábamos acostados juntos, quietos… No querré hacerlo con ningún otro hombre. Después de hacerlo contigo, no podría, pero, ¿y si no me lo pedías?

– Te lo pido. Lorna Barnett, ¿te casarás conmigo en cuanto mi barco gane la carrera y yo tenga mi propio armadero, y muchos clientes que nos proporcionen un medio de vida decente?

Lorna adquirió una expresión radiante.

– Dije que sí. Nada podrá impedírmelo. Ni mi padre, ni mi madre, ni el señor Taylor Du Val ni todas las expectativas sociales que tienen para mí pues, entre tú y yo, tiene que ser. En especial, después de esta noche.

– Oh, Lorna. -La estrechó contra sí-. Trabajaré tan duro para ti, que quizá me haga más rico que tu padre, y verás cómo te daré una buena vida.

– Sé que lo harás, Jens.

– Y tendremos hijos, y les enseñaremos a navegar, y los llevaremos de picnic; y cuando sean grandes, les enseñaré a fabricar barcos conmigo.

– Sí -suspiré Lorna -, sí.

Se sentaron otra vez, y se sonrieron, tomados de la mano.

– Y ahora, será mejor que te vistas para volver a tu casa antes que tus padres.

– ¿Cuándo te veré de nuevo?

– No lo sé.

– Mañana. Traeré a Phoebe a ver el barco.

– El molde. Todavía no es un barco.

– Sí, el molde. Traeré a Phoebe, ¿de acuerdo?

– De acuerdo. Pero no prometo impedir que se perciba la verdad. Puede suceder que te agarre donde estés y te bese, esté Phoebe o no.

Le dio una palmada juguetona en el pecho.

– No harás semejante cosa. Serás un perfecto caballero, como hoy. -Sin embargo, me costará.

– Me alegro -bromeó, tocándole el labio inferior con el índice.

Unos momentos después, bajó la mano y la apoyó sobre el pecho de Jens, y luego atrapó la mano de él. El tiempo pasaba: sabían que tenían que separarse, pero robaban un minuto más, agarrados de la mano como niños inocentes, adorándose, saciándose en previsión de la separación que los aguardaba.

– Tienes que irte -dijo Jens con suavidad.

– Ya sé.

La hizo ponerse de pie y abotonó la espalda de la blusa mientras Lorna se sujetaba el cabello. Una vez cerrada la prenda hasta la nuca, Jens le puso las manos en la cintura.

– Lorna, en lo que concierne a Du Val…

Dejó caer el cabello, y se dio la vuelta.

– Hablaré de inmediato con mi madre acerca de él. Como papá será un poco más difícil, empezaré con mamá, para que vaya haciéndose a la idea de que no es para mí. Cuanto antes comprendan que no me casaré con él, mejor.

Jens pareció aliviado.

– Y te prometo -agregó, impulsiva-, que nunca más usaré el reloj. Esta promesa sí puedo hacerla, y la cumpliré. Lo juro por mi amor hacia ti.

Jens le oprimió las manos, diciéndole con los ojos cuánto le agradecía la promesa.

– Arréglate el cabello -le dijo.

– Oh, caramba. -Se lo tocó-. Me olvidé el peine. ¿Tienes?

Jens se encogió de hombros.

– Lo siento… -respondió, tratando inútilmente de acomodárselo con los dedos.

– Oh, es inútil. Necesito algo más que los dedos.

Se rascó mientras Jens, de rodillas buscaba las hebillas en el piso escasamente iluminado.

– ¿Y esto? ¿Te servirá?

Hizo lo que pudo, inclinándose por la cintura y echando hacia adelante la pesada masa oscura de la cabellera, la agarró con las manos y trató de reconstruir el peinado en forma de nido, bajo la mirada del hombre.

Cada uno de los movimientos, cada pose, iba a parar al arcón de los recuerdos de Jens, para sacarlo luego en las horas solitarias de la noche, mientras durmiese en el cuarto del piso alto.

– Nunca te lo había dicho: adoro tu cabello.

Las manos se demoraron poniendo la última hebilla. Entonces, las dejó caer lentamente, llenas de un amor tan puro y fino que parecía que propio corazón de Lorna había abandonado su cuerpo para ir a morar en el de Jens.

– Un día, me gustaría observar -prosiguió- cómo levantas ese precioso nido de pájaro que usas. Te imagino haciéndolo… cuando estoy solo en mi cuarto. Cada vez que te imagino, estás vestida con ese atuendo blanco y azul que llevabas el primer día, con mangas tafldes que se despliegan alrededor de tus orejas cuando alzas los brazos, y tus pechos también se alzan, y la cintura se te afina como un árbol joven. Y yo te tomo de la cintura de modo que cuando bajes los brazos queden alrededor de mi cuello, y digas mi nombre. Jens… sólo Jens, cómo amo oírtelo decir. Ese es el simple sueño que tengo.

Lorna sonrió, y sintió que las mejillas le ardían de felicidad.

– Oh, Jens, eres un hombre adorable.

Jens rió, sospechando que se había vuelto demasiado romántico para el punto de vista masculino, aunque era cierto y habla querido decírselo durante todo el verano.

– Cuando sea tu esposa, podrás mirarme todas las mañanas.

Tenía el cabello levantado, el vestido abotonado. Era tarde.

– Debo irme.

Jens le puso la capa sobre los hombros. Caminaron hasta la puerta. El la abrió y la puerta crujió, despidiéndose. Afuera, se abrazaron por última vez, anhelantes, en silencio. Jens se apartó, la tomó de los costados del cuello y le besó la frente varias veces, hasta que al fin, la dejó partir.

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