Septiembre avanzó. El breve lapso de tiempo cálido se enfrió y al amanecer el lago comenzó a cubrirse de neblina cuando la frescura del aire besaba el agua tibia. Cesó el coro de las ranas y ocupó su lugar el áspero chillido de los gansos canadienses que hacían levantar los rostros hacia el cielo. En los bajíos de la costa las espadañas se deshicieron en nubes de polvo, ahora que los pájaros negros de alas rojas los habían abandonado para dirigirse hacia el Sur. Al atardecer, los cielos ardían en vivos matices de heliotropo y naranja, cuando la luz refractada hacía brillar el polvo del tiempo de la cosecha. El aire se impregnó de los aromas de humo de hojas y paja de trigo y. por las noches, la luna lucía un halo que señalaba el tiempo frío por venir.
En el cobertizo, había comenzado la colocación de las planchas. La caja de vapor siseaba todos los días, cargada de cedro fragante que perfumaba el sitio con un aroma tan denso y rico que los gorriones picoteaban los cristales, como pidiendo que los dejaran entrar. De seis pulgadas de ancho y media de espesor: someterla al vapor, pegarla, atornillarla y superponer esa plancha con otra, y otra más. El barco se convirtió en realidad, en algo con una figura armoniosa y nítida. Se completó la colocación de las planchas y empezó el calafateado: tiras de algodón embutidas en los empalmes entre las planchas con un rodillo de disco afilado, para que el agua las hinchara y el casco se hiciera impermeable. Se llenaron los abocardados de los tornillos con tarugos de madera. Entonces, llegó la parte que más le gustaba a Lorna.
Desde la primera vez que vio a Jens dibujando los planos, le pareció el movimiento más arrebatador que vio jamás. La herramienta sujeta con ambas manos, se torcía, se ladeaba y arremetía, con los hombros en ángulo oblicuo cambiando, y flexionándose mientras trabajaba con un amor tan genuino que Lorna jamás vio antes en nadie. Silbaba mucho y a menudo se ponía de cuclillas, examinando toda la longitud del barco con un ojo cerrado. Se balanceaba sobre las plantas de los pies entre las virutas de cedro tan rubias como su cabello y de las que parecía extraer su propia fragancia.
– Cuando era niño -dijo Jens-, mi padre me reprendía si intentaba dar por terminado un barco sin haberlo ajustado con el plano de mano antes de lijarlo. Mi papá… era un gruñón. En ocasiones, antes aún de comenzar a dibujar, cuando estábamos haciendo el molde, veía una sección que sobresalía y decía: "Tenemos que volver a trabajar sobre esa, chicos", y nosotros gemíamos, nos quejábamos y decíamos: "Vamos, papá, ya está bien". Pero ahora agradezco la buena fortuna de que nos hiciera repetir el trabajo hasta que estuviese bien. Este buque… esta belleza tendrá una línea tan pura que el viento no notará su presencia.
Lorna escuchaba, observaba y admiraba la fina articulación de los músculos en los brazos y los hombros de Jens cuando se movía. Sentía que podía estar eternamente observando a ese hombre construir barcos.
Le dijo:
– Esa vez que yo entré en la cocina, cuando estabas comiendo pastel y la señora Schmitt te pidió que picaras hielo para mí, te… te pusiste de cuclillas y lo picaste con esa picadora, y se te veía un poco entre la cintura y la camisa. Tenía la forma de un pez y yo no podía quitarle los ojos de encima. Tenías puestos unos pantalones negros y una camisa roja muy desteñida… recuerdo que pensé que era del color de una mancha vieja de tomate que había sido lavada muchas veces. Los tirantes cortaban esa parte de piel desnuda en la cintura y, mientras picabas, los trozos de hielo saltaban por encima de tu hombro al suelo. Por fin, obtuviste un trozo grande que tenías en el hueco de la mano, lo dejaste deslizar de tus dedos a mi vaso…, y te secaste las manos en los muslos. -Jens había dejado de dibujar y la miraba-. Mirarte manipular ese plano me produce el mismo efecto por dentro concluyó.
Sin hablar, dejó los elementos de dibujo, cruzó la habitación, la tomó en los brazos y la besó, llevándole el aroma, casi el sabor, del cedro.
Cuando levantó la cabeza, todavía tenía una expresión de asombro atónito.
– ¿Recuerdas todo eso?
– Lo recuerdo todo acerca de ti desde el primer instante en que nos conocimos.
– ¿Que tenía una camisa roja desteñida?
– Y que se te levantaba… aquí.
Lo tocó en la Y de los tirantes, trazando tres pequeños círculos con el dedo medio. -Eres una muchacha muy perversa, Lorna Diane. -Rió entre dientes-. Toma. -Le entregó un trozo de papel de lija-. Sé útil. Puedes ir lijando detrás de mí.
La muchacha sonrió y le besó la barbilla, y después prosiguieron juntos la tarea en el Lorna D, ese barco que simbolizaba el futuro de los dos.
Esas últimas semanas antes de que la familia regresara a la ciudad, Lorna fue con frecuencia al cuarto de Jens. Después de hacer el amor, yacían enlazados, murmurando en la oscuridad.
– Tomé una decisión -dijo Jens, una noche-. Cuando el Lorna D esté terminado, regresaré a la ciudad a trabajar en la cocina hasta la primavera.
– No. Tu lugar no está en la cocina.
– ¿Qué otra cosa puedo hacer?
– No sé, ya se nos ocurrirá algo.
Por supuesto que no se les ocurrió nada.
Los miembros del Club de Yates de White Bear amarraron las embarcaciones y se interesaron por la caza. Empezaron a aparecer patos y gansos salvajes en la cena, en el Rose Point Cottage. La segunda semana de septiembre, Levinia empezó a hacer la lista de lo que iba a dejar y de lo que se iba a llevar. En la tercera, una helada temprana mató todas las rosas. Gideon y sus amigos decidieron irse a una excursión de caza cinco días al río Brule, en Wisconsin, y Levinia anunció en la cena que a la mañana siguiente haría desaguar las cañerías y que todos tenían que tener sus cosas empaquetadas y estar listos para regresar a la ciudad por la tarde.
Esa noche, cuando Lorna fue a la habitación de Jens, hicieron el amor con un matiz de desesperación. Se aferraron con más fuerza. Hablaron menos. Se besaron con cierto frenesí.
Después, acostada en brazos de él, la muchacha preguntó:
– ¿Cuándo estará terminado el barco?
– En dos meses. Excede el tiempo que me dio tu padre, pero sé que no podré terminarlo en un mes.
– ¿Dos meses? ¿Cómo podré soportarlo?
– Recordando que te amo. Sabiendo que, de algún modo, un día estaremos juntos como marido y mujer.
La besó para sellar la promesa, sujetándole con firmeza la cabeza entre las manos y después alzando la de él para mirarse a los ojos con tristeza.
– ¿Así que regresarás a la ciudad cuando termines el barco?
– Sí.
Siguieron discutiendo hasta que decidieron que era mejor esperar hasta el verano siguiente.
– ¿Y hasta entonces estarás en el hotel Leip?
Casi todos los hoteles del lago cerraban en invierno, pero el Leip bajaba las tarifas y permanecía abierto como pensión.
– Sí. Tu padre me pagará el cuarto y la pensión. Puedes escribirme allí.
– Lo haré, te lo prometo. Y tú puedes escribirme a mí, pero enviar las cartas a Phoebe. Para que sepa que es para mí, usa la inicial del medio de ella, la V. Y ahora, como me pondría muy triste si habláramos de la separación, háblame sobre el Lorna D. Dime qué es lo que harás ahora y después, durante el invierno, hasta que volvamos a vemos.
Jens dijo su monólogo, con la intención de mantener a raya lo más posible las eventualidades.
– Falta mucho lijar a mano, y luego pintar por fuera. De verde, por supuesto. Tiene que ser verde. Después, cortar las planchas a la altura de las costillas y sacar el molde. Después, comenzaré a trabajar en la estructura interior. Tengo que hacer el laminado de la parte central de la espina dorsal, colocar los maderos de cubiertas sobre la estructura interior y cubrirlos con las placas de cedro. Después, por supuesto, más alisado y ajuste y luego cubriré la cubierta con lona. Luego viene una moldura de caoba que cubre los clavos que sujetan la lona. Después, se colocan las molduras en la cabina del piloto, también de caoba. Perforar el agujero del timón, colocar el eje, y poner la maquinaria sobre cubierta, y…
Lorna se le arrojó en los brazos interrumpiéndolo, conteniendo los sollozos atrapados en la garganta.
– Cuánto trabajo -murmuró-. ¿Tendrás tiempo de echarme tanto de menos como yo a ti?
– Sí, te echaré de menos. -Le frotó la espalda desnuda-. Extrañaré verte asomar por la entrada con la espuelas de caballero y las grosellas negras, tus preguntas incesantes, el olor de tu pelo, el contacto de tu piel, el modo en que me acaricias y me besas y me haces sentir como una pieza fundamental del universo.
– Oh, Jens, lo eres.
– Lo soy, porque me enamoré de ti. Antes, no estaba seguro.
– Claro que lo eras. ¿Recuerdas que solías decirme que estabas seguro de poder construir una nave más veloz que ninguna? ¿Y cómo cambiarías la modalidad de las regatas en lagos? Tu confianza en ti mismo fue una de las primeras cosas que admiré en ti. Oh, Jens, voy a echarte tanto de menos…
Se estrecharon, contando los minutos de la noche que escapaba y de la aterradora despedida.
– ¿Qué hora es? -preguntaba Lorna, a cada rato.
Y Jens se incorporaba, volvía el cuadrante del reloj hacia la ventana y miraba la hora a la mezquina luz de la luna que se colaba.
– Tres y veinte -respondió la primera vez.
Después:
– Casi las cuatro.
Por último:
– Cuatro y media.
Volviendo a la cama angosta, se sentó junto a Lorna y le tomó la mano. Uno de los dos tenía que ser sensato.
– Tienes que irte. Pronto se levantará el personal de la cocina y no podemos correr el riesgo de que te topes con uno de ellos en el pasillo.
Lorna se incorporó de un salto, le rodeó los hombros con los brazos y murmuró:
– No quiero.
Jens hundió la cara en el cuello de la muchacha y la abrazó, tratando de grabar el momento en la memoria para poder soportar los meses que lo aguardaban, y pensó: Que esté a salvo, que no esté embarazada, que siga amándome tanto hasta que podamos estar juntos otra vez, y que no la convenzan de casarse con Du Val, que es mucho más afín a ella que yo.
Se besaron por última vez, intentando ser más fuertes en bien del otro, pero Lorna fracasó.
Tuvo que apartarla:
– Lorna, ¿dónde está tu camisón? -le preguntó con ternura-. Tienes que ponértelo.
La muchacha tanteó en la oscuridad y lo encontró, pero se sentó con la cabeza baja y la prenda estrujada entre las manos. Jens se la quitó de sus dedos flojos, buscó la abertura del cuello y se lo tendió:
– Vamos… póntelo, querida.
Alzó los brazos y el camisón cayó alrededor de ella. Jens lo acomodó, cerró todos los botones menos los dos últimos, inclinó la cabeza y la besó en el hueco de la garganta y después abotonó esos dos también.
– Recuerda que te amo. Ahora no tienes que llorar, porque si lo haces mañana tendrás los ojos enrojecidos, ¿y qué les dirás si te preguntan por qué?
Se le arrojó en los brazos:
– Que amo a Jens Harken y que no quiero regresar a la ciudad sin él.
Jens tragó el nudo que tenía en la garganta y se puso firme, sacando los brazos de Lorna de su cuello.
– Vamos -dijo- estás haciéndome esto más difícil. Si pasa un minuto más, me verás llorar.
La joven obedeció al instante, pues podía hacer por él lo que no podía hacer por ella misma, salió de la cama y camino junto al hombre hasta la puerta. Ahí, Jens giró y la atrajo con suavidad hasta sus brazos.
– Será el barco más veloz y bello -le prometió-. Y hará que yo pueda tenerte… ya verás. Cuando te sientas abatida, piensa en eso. Y recuerda que te amo y que me casaré contigo.
– Yo también te amo -logró decir, antes de estallar en un llanto contenido.
Las bocas se juntaron en un último beso atormentado, Lorna, descalza, sobre los pies de él. A Jens le ardieron los ojos. El beso se convirtió en angustia.
Por fin, Jens se apartó como si se desgarrara, la sujetó con firmeza por los brazos y le ordenó:
– Vete.
Se produjo una pausa pesada, puntuada por los sollozos quedos de la muchacha en la oscuridad, y ya no estaba: sólo le quedaron un susurrar de algodón y un enorme vacío en el corazón.
Nueve horas después, en medio del ajetreo de la partida, Levinia explotó:
– Muchacha, ¿qué diablos te pasa? ¿Estás enferma?
– No, madre.
– ¡Entonces, muévete! ¡Por el amor de Dios, te comportas como si tuvieses la enfermedad de Addison!
Para Lorna, volver a la casa de Saint Paul era como ir a prisión. Pese a que era su hogar, lo sentía mucho menos acogedor que la casa de White Bear Lake. Sobre la avenida Summit, entre la crème de la crème de las mansiones de Saint Paul, la casa de la ciudad de Gideon Barnett había sido erigida como un monumento al éxito del hombre. La dirección misma era de prestigio inmejorable, pues en la lista de los propietarios de Summit figuraban las fortunas más antiguas de Minnesota: industriales, directores de los ferrocarriles, ejecutivos de minería y políticos, a los que les bastaba un breve trayecto en coche para llegar al Capitolio estatal. La casa estaba construida de granito gris extraído en Saint Cloud, Minnesota, de una de las minas del propio Gideon Barnett, y fue construida por albañiles traídos especialmente de Alemania por Barnett en persona. Era de estilo gótico, robusta, una estructura maciza acribillada de muescas, de contornos cúbicos que sólo rompía una alta torre cuadrada en el centro del frente, y que alojaba la escalera principal. Las puertas lucían un complicado bajorrelieve, con adornos de herrería de bronce en forma de gárgolas de dientes caninos. De niña, Lorna cerraba los ojos y escondía la cara en el hombro de su madre cada vez que la llevaban dentro, para evitar ver a esas bestias horripilantes.
Dentro, estaba sobrecargado por un revestimiento de madera de color miel, y muebles de caoba de patas tan gruesas como cinturas de personas. Estaban adornados por piezas despojadas de gemas tales como urnas de malaquita, bronces franceses, cabezas de ciervo embalsamadas (trofeos de caza de Gideon), y sombrías alfombras Kirman. Las inmensas lámparas colgaban sobre las cabezas como la ira de Dios, y las chimeneas -ocho en total amenazaban a los habitantes de la casa como enormes fauces abiertas. Por añadidura, las ventanas, demasiado profundas, no dejaban pasar suficiente luz, y creaban un ambiente que contribuía a aumentar la congoja de Lorna.
Ese dolor la acompañaba cotidianamente, desde que abría los ojos en la cama de gruesos postes de caoba hasta que aparecía a cenar en el oscuro comedor empapelado con aspecto de sudario que absorbía la luz de la fea lámpara en forma de indios con arcos y flechas.
Se sentía como si hubiese dejado el corazón en Rose Point Cottage y, en su lugar, tuviese una masa sin vida que cargaba como quien lleva un bolso sin dinero, algo inerte que nadie abría. Pasó una semana, y Lorna siguió apática y callada. Dos semanas, y Levinia empezó a preocuparse. Llegó a tocarle la frente para ver si tenía fiebre.
– Lorna, ¿qué tienes? Desde que volvimos del lago, no eres la misma.
– No es nada. Echo de menos los jardines, la casa luminosa y el aire libre, eso es todo. Esta casa es demasiado imponente y lúgubre.
– Pero no comes nada, y estas amarillenta.
– Madre, ya te dije que no es nada. En serio.
– Por más que digas, estoy afligida. El día que nos íbamos de Rose Point, hice un comentario de que parecías tener la enfermedad de Addison para reanimarle, pero desde entonces estoy observándote, y ayer busqué "Addison" en nuestro libro Salud y Longevidad. Lorna, tienes muchos de los síntomas.
– Oh, madre… -Lorna se alejó hacia el otro extremo del cuarto exhibiendo más energía que en las últimas dos semanas-. ¡Por el amor de Dios!
– Bueno, es verdad. Te encuentras en un estado de prolongada languidez. Tu apetito es caprichoso y muestras una repugnancia especial hacia las carnes. ¿También estuviste vomitando?
– No, madre, no estuve vomitando… Y ahora, por favor…
– Bueno, no te molestes tanto conmigo. Todos los síntomas coinciden, y dice que los vómitos sólo aparecen en una fase más avanzada. De todos modos, creo que tendría que llevarte a ver al doctor Richardson.
– No iré a ver al doctor Richardson. Es que estoy un poco cansada, nada más.
Levinia pensó, y después se irguió totalmente, como si hubiese tomado una decisión.
– Muy bien. Si no estás enferma, es hora de que termines de arrastrarte y te unas otra vez a la raza humana. Dorothea Du Val nos invitó a las dos a almorzar en su casa el jueves que viene, y acepté. Ella y yo creemos que es hora de empezar a hacer los planes para la boda. No falta mucho para junio, ¿sabes?
– Pero Taylor y yo no estamos siquiera comprometidos oficialmente!
– Sí, ya sé. Pero Dorothea dice que pronto lo estaréis.
Ese corazón que Lorna sentía como un bolso vacío, manifestó una amplia gama de objeciones que tintinearon, queriendo desbordarse: exasperación ante el empeño de la madre en no escucharla, enfado contra Levinia y Dorothea por manipularla de ese modo, y un rechazo visceral a que esa boda se celebrara jamás.
Sin embargo, al comprender que si expresaba esas objeciones otra vez le pasarían por alto, sorprendió a Levinia respondiendo con calma:
– Lo que tú digas, madre.
Salió del salón y fue directamente a buscar a su tía Agnes, a la que encontró en el salón de música con las cortinas corridas para dejar pasar más luz. La anciana estaba en una hamaca junto a una mesa Chippendale, haciendo una labor de fantasía.
– Tía Agnes, ¿puedo hablar contigo?
Agnes se quitó las gafas y las dejó sobre la mesa, junto al dedal.
– Desde luego. Esto puedo hacerlo en cualquier momento.
Lorna cerró las puertas dobles y acercó un taburete bajo la silla de su tía.
– Tía Agnes -dijo, encorvando los hombros y apoyando los codos en las rodillas, mientras se miraba en un par de bondadosos ojos azules-. Tengo que confiarte el secreto más importante de toda mi vida.
– Si lo haces, tendré el honor de llevármelo a la tumba.
Lorna tocó el dorso de las manos manchadas de Agnes.
– ¿Recuerdas cuando te conté lo del hombre que amaba? Bueno, no es Taylor Da Val. Es alguien al que mi madre y mi padre se opondrían por completo. Es uno de sus criados, Jens Harken, el que está construyendo el barco para mi padre. Hasta que empezó con el barco, era un ayudante de cocina, pero a mí no me importa nada: lo amo tan profunda y sinceramente como tú amaste al capitán Dearsley. Quiero casarme con él.
Los ojos de la anciana se enternecieron. Con sus manos de dedos torcidos y nudosos, tomó la cara de Lorna como para darle un beso. Pero sólo le habló con cariño:
– Niña querida, eso significa que lo encontraste. Eres una de los pocos afortunados que gozan de semejante bendición.
Lorna sonrió:
– Lo soy.
Agnes bajó las manos.
– Y estás dispuesta a luchar por él… tienes que estarlo, pues Gideon y Levinia gruñirán y gritarán, y dictarán sentencia.
– Ya lo hicieron. Mi madre y Dorothea Du Val se encontrarán a almorzar el jueves, para empezar a planear la boda. Quieren que yo esté presente. Le dije y le repetí a mi madre que no me casaré con Taylor Du Val, pero se niega a escucharme.
– Porque ella y tu padre no han sido bendecidos como tú y yo. No entienden.
– ¿Qué debo hacer?
– Ese joven constructor de barcos, ¿puede mantenerte?
– Todavía no. Dentro de un año, puede ser.
– ¿Rompiste con Taylor?
– No. Estuve evitándolo con la esperanza de que lo advirtiera.
– Mmm, no es una conducta muy honesta por tu parte.
– Lo sé -murmuró Lorna.
– Tampoco es muy eficaz. Si quieres que deje de verte, y de darle ideas a tu madre, díselo. Si es necesario, dile que estás enamorada de otro hombre. Le dolerá, pero, ¿a quién no lastimó el amor? La herida cumple su propósito: intensifica la alegría cuando al fin llega. Entonces, en mi opinión, el primer paso sería cortar el lazo con el joven Taylor de un modo muy claro. Durante siglos, las madres lograron obligar a las hijas a casarse, pero no tuvieron el mismo éxito con los hijos. Si ninguno de los dos quiere casarse, tal vez esas dos entrometidas desistan. Cuanto antes hables con Taylor, mejor.
Esta vez, fue el turno de Lorna de tomar entre las manos la cara de Agnes. La besó en la boca y le dijo con sinceridad:
– Ahora entiendo por qué el capitán Dearsley te amaba tanto. Gracias, querida tía Agnes.
Al día siguiente, Lorna se vistió de acuerdo al clima y tomó el tranvía colina abajo, hacia el distrito comercial de Saint Paul, a las oficinas de la Compañía Molinos Harineros Du Val, que se erguía al pie de una selva de elevadores de granos, en la costa Oeste del río Mississippi. Era un sitio polvoriento en el que dominaba un agradable olor a cereales, y el aire bullía de finas partículas de grano.
Taylor, con cubremangas de cuero, trabajaba ante el escritorio de la oficina cerrada por mamparas de cristal, cuando anunciaron a Lorna. La sorpresa fue evidente: se puso de pie y alzó la vista con mirada ávida, buscándola al otro lado del cristal. Ella lo saludó de manera vaga. Taylor sonrió y, dando la vuelta al escritorio, se quitó los cubremangas y los dejó antes de salir.
– Lorna -dijo, tendiéndole las manos-. ¡Qué sorpresa!
– Hola, Taylor.
– Cuando Ted te anunció, no podía creerlo. Pensé que era una broma. -Así que, aquí es donde te familiarizas con el negocio de tu padre. -Así es. -Hizo un gesto-. Polvoriento, ¿no?
– Pero agradable. -Miró a la derecha-. Y esta es tu oficina.
– Con su ventana muy polvorienta.
– ¿Podríamos entrar un minuto, Taylor?
El tono de Lorna borró la sonrisa del joven y lo puso sombrío.
– Claro.
Tocándole el codo, la siguió y cerró la puerta tras ellos. Quitó una muestra de cereales de una silla de madera, le sacudió el polvo y la puso junto al escritorio.
– Siéntate, por favor.
Lo hizo con agilidad, colocando la espalda alejada del respaldo recto de la silla. Taylor también se sentó en la gastada silla giratoria de madera, cuyos resortes gimieron perceptiblemente.
Se hizo un silencio en la habitación.
Lorna rompió ese incómodo silencio:
– Vine a hablarte de algo muy importante, Taylor. Lamento hacerlo aquí, en mitad de tu jornada de trabajo, pero no sabía qué hacer.
El hombre esperó, apoyando los antebrazos en un libro de contabilidad grande como una bandeja de té. Estaba vestido con un traje gris de rayas, camisa blanca de cuello alto redondo, y corbata negra. Por enésima vez, la muchacha se preguntó por qué no fue capaz de enamorarse perdidamente de este hombre: era perfecto.
– Últimamente, ¿tu madre te habló… de nosotros? -preguntó.
– Sí, anoche, para no ir más lejos.
– Taylor, debes saber que tengo muy buena opinión de ti. Te admiro y… y me divertí mucho contigo. Este verano, cuando me diste el reloj, dijiste que significaba tu intención de casarte conmigo. Taylor… -se interrumpió y se miró los guantes-, esto es tan difícil de decir… -Levantó la vista hacia él-. Eres un hombre magnífico, honesto, trabajador, y estoy segura de que serías un marido maravilloso, pero la verdad es que… Lo siento muchísimo, Taylor… no te amo. Al menos, no del modo en que creo que una mujer debería amar al hombre con el que va a casarse.
El bigote de Taylor cayó un poco del lado izquierdo, como si se hubiese mordido el labio superior. Permaneció inmóvil, las manos sobre la página del libro mayor, separadas por unos centímetros de papel con rayas azules. La calma del joven estremeció a Lorna, y siguió parloteando para disimular su desasosiego.
– Nuestras madres estuvieron hablando y quieren que me reúna con ellas mañana, para planificar nuestra boda. Taylor, te lo ruego… por favor, ayúdame a convencerlas de que no es algo bueno, porque de lo contrario seguirán adelante y planearán una boda que no debe realizarse.
Por fin, Taylor se movió. Echó la silla atrás, exhaló una gran bocanada de aire y se pasó una mano por la cara. Se cubrió la boca y la barbilla mientras la observaba con ojos inquietos. Finalmente, quitó la mano y admitió:
– Creo que lo adiviné. -Colocó el libro con suma precisión… necesitaba algo en qué ocupar la mirada-. Estuviste evitándome este verano, y yo no entendía por qué. Luego advertí que no usabas el reloj. Creo que fue entonces cuando lo supe. Pero seguí esperando que cambiaras… que un día volvieras a ser como esas primeras noches que estuvimos solos. ¿Qué pasó, Lorna?
Parecía tan herido, que la muchacha se sintió cruel y apartó la vista.
Taylor inclinó la silla hacia adelante, unió las manos sobre el libro y habló con sinceridad:
– ¿Hice algo malo? ¿Cambié en algún aspecto?
– No.
– ¿Te ofendí con mis avances?
Con la vista baja, susurró:
– No.
– Entonces, ¿de qué se trata? Merezco saberlo. ¿Qué te hizo cambiar?
En los ojos de Lorna apareció un tenue brillo de lágrimas, pero aun así lo miró de frente:
– Me enamoré de otro.
Pareció que Taylor se quedaba mudo de asombro. La miró fijo, mientras en la antesala cuatro trabajadores cosían sacos de harina y un gato perseguía ratones. A través del suelo llegaba la tenue vibración de las muelas del molino.
Lorna le dijo:
– Intento ser honesta contigo. Taylor, porque me siento culpable de herirte, es verdad, pero quiero que sepas que nunca quise hacerlo.
Finalmente, Taylor se animó e hizo un amplio ademán.
– ¡A quién puedes haber estado viendo que yo no sepa…!
Bajo la barba, se le enrojecieron las mejillas.
– No puedo decirlo, pues, silo hiciera, estaría traicionando una confidencia.
– No será ese cachorro de Mitchell Armfield, ¿verdad?
– No, no es Mitch. -¿Quién, entonces? -Por favor, Taylor, no puedo decírtelo. Vio cómo crecía la ira del hombre, por mucho que intentaba contenerla.
– Es obvio que tus padres no lo saben. -Como no hallé respuesta, siguió especulando-. Eso significa que es alguien al que no aprueban, ¿cierto?
– Taylor, fui sincera contigo, pero en estricta confianza, tengo que pedirte que no reveles lo que hemos hablado hoy.
Taylor Du Val se levantó de la silla y se detuvo ante el cristal polvoriento, con los nudillos en las caderas, mirando hacia el taller donde empleados y costureros se atareaban en las labores cotidianas, todos haciendo dinero para él, dinero que esta mujer podría haber compartido… una vida de lujo que podría compartir. ¡Y habría sido bueno con ella! ¡Generoso hasta la exageración! Le había dado un regalo de compromiso mientras ella lo engañaba. ¡Engañarlo a él, por el amor de Dios! No era tan mal partido. Como la misma Lorna dijo, era honesto, trabajador y leal… ¡por Dios, fue escrupulosamente leal! Y si íbamos al caso, en un hombre apuesto. De modo que, al diablo con ella. ¡Si todo eso no era suficiente para esta mujer, no la necesitaba!
– Está bien, Lorna. -Giró con brusquedad-. Será como tú quieras. Hablaré con mi madre y le diré que mis planes para el futuro han cambiado. No volveré a molestarte.
Lorna se levantó. Taylor no se acercó.
– Lo siento, Taylor.
– Sí… bueno… no lo sientas. No estaré mucho tiempo solo.
Lorna se ruborizó. Era verdad, lo sabía. Era demasiado buen partido para que las damas lo ignoraran, en cuanto supieran que estaba otra vez en el mercado del casamiento.
Al enterarse, Levinia se deprimió. Se dejaba caer en las sillas con los ojos cerrados, hablaba con voz plañidera, salpicaba agua de iris en el pañuelo y lo apretaba contra la nariz mientras los ojos se le llenaban de lágrimas una vez más.
Gideon lanzaba horribles juramentos y decía que Lorna era una estúpida.
Jenny le escribió a Taylor disculpándose por el compromiso roto y ofreciéndose como confidente amistosa si necesitaba alguien con quien hablar.
Phoebe se puso radiante, y preguntó sin rodeos:
– ¿O sea que está libre?
La tía Henrietta siseó:
– Muchacha ingrata, un día lo lamentarás.
La tía Agnes, le abrió los brazos y dijo:
– Las románticas tenemos que unirnos.
Lorna escribió a Jens:
Mi queridísimo:
Estos días sin ti son muy tristes, aunque tengo buenas noticias para ambos. Tomé las riendas de mi propia vida y corté la relación con Taylor Du Val para siempre.
Jens le contestó:
Mí amada Lorna:
Sin ti, este cobertizo es como un violín sin cuerdas. Ya no toca más música…
Lorna escribió:
Jens, querido mío:
Nunca me parecieron tan largas las semanas. No sé si el estar separada de ti me causa esta apatía, pero me siento tan despojada de vida que hasta la comida ha perdido su atractivo para mí. Mi madre teme que sea la enfermedad de Addison, pero no lo es. No es más que soledad, estoy segura. Quiere que vaya al médico, pero la única cura que necesito eres tú.
Jens escribió:
Queridísima Lorna:
Me espanté cuando leí tu carta. Si estás enferma, por favor querida, haz lo que tu madre indica y ve a ver al doctor. Si te sucediera algo, no sé qué haría…
La apatía de Lorna persistió. Al parecer la comida, en particular el olor de la carne, le daba vuelta el estómago. Lo más inquietante fue que ese síntoma del estado avanzado de la enfermedad de Addison, los vómitos, la asaltaron una mañana y entonces, Lorna también se aterró.
Fue directamente a ver a la tía Agnes.
Agnes echó un vistazo a la cara pálida de su sobrina y cruzó corriendo la habitación.
– Por todos los cielos, niña, ¿qué te pasa? Parece que hubieras dejado toda tu sangre en un frasco, en tu habitación. Siéntate aquí.
Lorna se sentó, temblando.
– Tía Agnes -dijo, apretando las manos de su tía, y alzando hacia ella los ojos aterrados-. Por favor, no se lo digas a mi madre porque no quiero asustarla, todavía, pero creo que en realidad tengo esa enfermedad de Addison.
– ¿Qué? Oh, claro que no. La enfermedad de Addison.,. ¿quién te ha dado semejante idea?
– Busqué en el libro Salud y Longevidad, y es como mi madre sospechaba. Tengo todos los síntomas, y acabo de vomitar y, según el libro, eso significa que estoy en un estado avanzado. Oh, tía Agnes, no quiero morir.
– ¡Lorna Barnett, termina con eso ya! ¡No vas a morirte! Ahora, descríbeme esos síntomas.
Lorna los describió, sin soltar las manos de Agnes. Cuando terminó, se sentó junto a ella en la tumbona.
– Lorna, ¿tú me quieres? -le preguntó.
Lorna parpadeó y después la miró fijamente, tratando de digerir una pregunta tan inesperada.
– Por supuesto.
– ¿Y confías en mí?
– Sí, tía Agnes, sabes que sí.
– Entonces, tienes que contestarme una pregunta, y hacerlo con sinceridad.
– De acuerdo.
Agnes oprimió las manos de su sobrina.
– Tú y el joven constructor de barcos, ¿hicisteis lo que hace la novia con el novio la noche de bodas?
Lorna sintió que le ardían las mejillas. Dejó caer la vista sobre el regazo y contestó en un susurro cargado de culpa:
– Sí.
– ¿Una sola vez?
Otro susurro:
– Más de una vez.
– ¿Te faltó alguno de tus períodos?
– Uno.
Agnes murmuró:
– ¡Dios querido! -Se apresuré a controlar las emociones. -En ese caso, sospecho que esta no es la enfermedad de Addison, sino algo mucho peor.
Tuvo temor de preguntar.
– A menos que me equivoque, vas a tener familia, querida.
Lorna no dijo una palabra. Sus manos se soltaron de las de Agnes y se puso una sobre el corazón. Volvió la vista hacia la ventana y sus labios formaron una O silenciosa. Se le ocurrieron dos pensamientos: Ahora tendrán que permitir que me case con él, y, Jens estará tan contento…
Agnes se levantó y se paseé por la habitación, pellizcándose la boca.
– Tengo que pensar.
Lorna murmuré:
– Voy a tener un hijo de Jens.
Agnes dijo:
– Lo primero que tenemos que hacer es corroborarlo, pero creo que no hay motivo de que tu madre se entere hasta que estemos seguras. He aquí lo que haremos. Buscaré a un médico, quizás uno de Minneapolis que no nos conozca, y te llevaré. Le diremos a tu madre que tú y yo saldremos a tomar el té y a hacer compras, y tomaremos el tren. Escucha, querida, me llevará cierto tiempo organizarlo, pero lo haré lo más rápido posible. Entretanto, come mucha fruta y verdura, y bebe leche, si es lo único que puedes tolerar.
– Sí, eso haré.
– Debo decir que no te veo tan perturbada como lo estarían la mayoría de las chicas en tu situación.
– ¿Perturbada? Pero, ¿no te das cuenta?: ahora tendrán que dejar que me case con él. ¡Oh, tía Agnes, es la solución a nuestras plegarias!
En el rostro de Agnes apareció un remolino de pliegues que podía significar muchas cosas diferentes.
– No creo que tu madre opine lo mismo.
Para sorpresa de Lorna, el día en que fueron a ver al médico, Agnes dijo varias mentiras dignas de un charlatán. Primero, hizo que la sobrina se pusiera su propia sortija de compromiso, que no se quitaba del dedo desde que el capitán Dearsley la puso allí, en 1845. Luego, al llegar al consultorio, dijo llamarse Agnes Henry, y que Lorna era Laura Arnett. Cuando el médico confirmé que Lorna estaba embarazada de un niño que nacería, probablemente, en mayo o junio, Agnes le dijo que estaba encantada porque, como tutora legal de "Laura", lo consideraría como su primer nieto. Además, comentó que el esposo de Lorna tendría la alegría de su vida, pues hacía dos años que lo intentaban sin éxito, hasta el momento. Pagó al médico en efectivo, se lo agradeció con una sonrisa y dijo que volverían a los dos meses, tal como les sugirió.
Mientras almorzaban en Chamberlain, Lorna comenté:
– Me sorprendes, tía Agnes.
– ¿En serio?
Agnes sorbió el café con un dedo levantado, y un leve temblor en la mano.
– ¿Por qué hiciste eso?
– Porque tu padre es rico y pertenece a la alta sociedad, y si se supiera, la noticia se extendería como reguero de pólvora. El y tu madre lo sabrían antes de que digirieras tu almuerzo… o lo vomitaras, como podría ocurrir.
El corazón de Lorna desbordé de amor:
– Gracias.
– Tienes derecho a ver primero a tu muchacho, para que los dos podáis enfrentaros juntos a tus padres. Si te ama como dices, y si tenéis la intención firme de casaros, el sobresalto de tus padres podría durar veinticinco años en lugar de cincuenta. A fin de cuentas, si nos hubiese pasado a mí y al capitán Dearsley, así es como hubiese querido que sucediera.
Los ojos de Lorna se encendieron.
– Oh, tía Agnes, soy tan feliz. Imagínate: ahora llevo dentro de mí al hijo de él. No estoy ansiosa por enfrentarme a mis padres, pues seguramente será una escena espantosa, pero cuando termine estoy segura de que nos ayudarán.
Esa noche antes de acostarse, cuando rezó sus plegarias, Agnes incluyó una muy breve de contrición por sus mentiras, y una mucho más larga pidiendo que, por una vez en sus vidas, su hermano y su cuñada diesen prioridad a los sentimientos de su hija y no a la reacción mezquina y superficial de su propio círculo social.