8

Corrían los días soleados del verano. El tiempo se volvió caluroso, la lluvia desapareció, y los jardines florecieron. Las rosas de Levinia se pavoneaban y las moras de Smythe se hicieron grandiosas. Los prados que rodeaban Rose Point Cottage vibraban todos los días con el rumor de las segadoras, y flotaba sobre ellos la fragancia de la hierba recién cortada. Allá en el cobertizo, bajo la bóveda de los árboles, las grandes puertas dobles quedaban abiertas catorce horas por día, dejando entrar la brisa estival y a Lorna Barnett, cada vez que se le antojaba.

Esperó cuatro días para volver. El día que lo hizo, fue primero a ver a su madre en los jardines donde se recogían las flores para la casa, donde Levinia juntaba las largas espigas azules de las espuelas de caballero en una canasta plana que le colgaba del brazo.

– ¡Madre… buenos días! -le gritó desde lejos.

Levinia alzó la vista, y entorno los ojos bajo el ala de un amplio sombrero de paja. Tenía guantes verdes y unas tijeras de podar.

– Buenos días, Lorna.

– Es un día glorioso, ¿no?

Lorna oteó el cielo.

– Hará un calor espantoso, tendrías que haberte puesto sombrero.

– Oh, lo siento, madre, lo olvidé.

– ¿Lo olvidaste? ¡Pero si todavía estás pelándote del sol del verano pasado! Cuando te salgan pecas. ¿cómo te librarás de esas cosas horribles?

– La próxima vez trataré de acordarme.

– ¿Qué tienes ahí?

– Bizcochos. Estaban horneándolos, sentí el olor y bajé a la cocina a investigar. Son de manzana y canela. ¿Quieres uno?

Lorna levantó la servilleta blanca. Levinia se sacó un guante y se sirvió.

– Se las llevo al señor Harken en el cobertizo, si no te parece mal.

– Por el amor de Dios, Lorna, no me gusta que remolonees así alrededor de los criados.

– Ya sé, pero a veces sigue trabajando durante la hora del almuerzo, y pensé que le agradaría recibir una pequeña merienda. ¿Estás de acuerdo, madre?

– Bueno… -Levinia miró vacilante la huerta y el bosque, luego otra vez a Lorna y la servilleta que tenía en la mano. No será de nuestras servilletas buenas, ¿verdad?

– Oh, no. Es de las que usan los criados, y le diré a Harken que la' devuelva a la cocina cuando termine.

Levinia lanzó otra mirada indecisa al cobertizo.

– Bueno, entonces, creo que está bien.

– Estuve yendo de vez en cuando a visitarlo y controlar los progresos del barco. En realidad, es fascinante. Lo dibuja a escala completa, directamente sobre el suelo. ¿Quieres venir conmigo?

– ¿A ese cobertizo mohoso? Cielos, no. Además, tengo que hace los ramos.

– Bueno, entonces, iré sola. -Lorna recorrió el jardín con una mirada de admiración-. Madre, este verano tus flores están magníficas. ¿Puedo llevar una de estas?

– Tómala… pero, Lorna, no te quedes mucho tiempo en el cobertizo, ¿eh?

Levinia adoptó aire afligido.

– Oh, no. -Lorna eligió una espuela de caballero y, al olerla, sorprendió descubrir que no tenía perfume-. Me quedaré el tiempo suficiente para ver cómo va el trabajo y darle estos bizcochos al señor Harken y después iré al muelle de la casa de Phoebe. Me invitó a almorzar en terraza.

– Ah, qué lindo. -Levinia pareció aliviada-. Dale mis saludos, también a su madre. Entonces, querida, ¿a qué hora volverás?

Lorna retrocedió y se encogió de hombros.

– No muy tarde. A eso de las tres, como máximo, y después, si no h demasiado calor tal vez convenza a Jenny para jugar al tenis. Adiós, madre.

Levinia, con el bizcocho mordido en la mano, la vio alejarse:

– No lo olvides -le gritó- ¡no te quedes mucho!

– No, madre.

– Y la próxima vez, usa el sombrero.

– Sí, madre.

Levinia suspiró, y vio cómo desaparecía esa hija caprichosa.

Lorna rodeó el invernadero, pasó junto a la huerta y entró en el bosque. Oyó el motor antes de llegar al cobertizo. Pup… pup… pup… pequeñas explosiones, seguidas de pausas largas. Escuchó un momento y siguió el corto sendero por la curva abrupta que la conducía a la entrada de Harken. En la curva, se detuvo para comprobar su aspecto. Juntó los bizcochos y las flores en una mano, y se inspeccionó el cabello pasando la mano del suave rodete a las dos gruesas horquillas ornamentales que sobresalían del peinado Gibson como palillos chinos con cabeza de perla. Se estiró la falda, miró el talle con sus rayas verdes y blancas que se encontraban como flechas en el centro. Se tocó el moño de gro que llevaba en el cuello.

Satisfecha, al fin, pasó la espuela de caballero a la mano derecha y traspasó la entrada a los dominios de Harken.

Jens estaba aserrando un trozo de madera y no advirtió la presencia de la muchacha. Esperando que cesan el chirrido agudo de la sierra, Lorna disfrutó observándolo: llevaba una camisa muy desteñida que quizás alguna vez fue del color del zumo del tomate. Estaba tan usada y gastada que le colgaba como un cachete fláccido de la mandíbula. La acompañaba con los eternos tirantes y pantalones negros. Trabajaba con la cabeza descubierta y el contorno del cabello estaba húmedo de sudor, tenía el color del trigo del año anterior.

La sierra enmudeció, pero el motor continuó con su ruido intermitente y explosivo. Silbando con suavidad, examinó el trozo de madera que acababa de cortar, pasando los dedos por el borde aserrado.

– ¡Hola, Jens!

Alzó la vista. Los dedos se detuvieron. El beso estaba allí, entre ellos, como si hubiese sucedido hacía instantes, y exigía ser recordado aunque los dos sabían que tenían que olvidarlo.

– Pero miren quién está aquí.

– Y traigo regalos. -Lorna entró y se acercó con el plato cubierto por la servilleta y la flor, y el hombre la esperó junto al aparejo de la sierra-. Ahora me tocaba a mí. Hoy, bizcochos de manzana y canela, recién sacados del horno de la señora Schmitt… y algo que armonice con sus ojos.

Primero, le ofreció la flor. Jens miró la espuela de caballero después a Lorna, y dudó cuando la atracción mutua que los dominaba los derribaba a los dos con amorosa quietud. El motor lanzó otro pup. Jens se estiró para aceptar la ofrenda: los delicados pétalos azules formaban un contraste agudo con las manos sucias y la desteñida ropa de trabajo.

– ¿Cómo se llama?

– Espuela de caballero.

– Gracias.

En efecto, la flor copiaba el azul de los ojos del hombre. Lorna necesitó hacer un esfuerzo para arrancar la mirada de ellos y recordar que habla traído algo más.

– Y aquí están los bizcochos.

Los deposité sobre la mano ancha.

– Gracias, otra vez.

– Hoy no puedo quedarme. Voy a casa de Phoebe, a almorzar en la terraza, pero quería pasar y ver cómo le iba.

Jens se dio la vuelta, fue hasta el motor y tocó algo que lo apagó.

– Voy bien -dijo, desde una distancia prudente-. Y mire lo que conseguí: su padre me permitió comprar este maravilloso motor eléctrico a vapor.

– Electro-vapor.

– Cuatro caballos de potencia.

– ¿Eso es mucho?

– Ya lo creo. Necesita una chispa de esta pequeña batería que está aquí, y funciona con gas de iluminación.

– ¿Con gas de iluminación? ¿No me diga?

– Lo único que tengo que hacer es girar el interruptor, y puedo serrar madera sin esfuerzo físico. ¿No es un milagro?

Lorna observó el motor. Tenía un volante grande y poleas que lo conectaban con la sierra. Para poner distancia entre los dos, Jens fue hasta el otro extremo de las poleas.

– Ya lo creo que es un milagro. Veo que ya estuvo usándola.

En el suelo, donde antes estaban los listones, vio cinco moldes parados, a unos sesenta centímetros de distancia, con la forma invertida de las secciones del barco. Ya podía distinguir cómo definían la forma del casco. Cuando lo interrumpió, Jens estaba cortando otro.

– Está progresando.

– Sí.

– Me gustaría poder observarlo mientras trabaja, pero tengo que irme. Me esperan en la casa de Phoebe al mediodía.

– Bueno… gracias por los bizcochos. Y por la flor.

– Fue un placer.

Lo contempló un momento muy largo desde varios metros de distancia y, en el preciso instante en que salía, dijo:

– Sí, tenía razón. Son del mismo color que las espuelas de caballero.


En la casa de Phoebe, mandaron a Lorna directamente a la fresca habitación de verano, del color de la espuma del mar, donde estaba la señora Armfield escribiendo cartas, sentada en una silla ante una puerta cristalera abierta, con un escritorio portátil sobre el regazo. Le ofreció las dos manos, y la mejilla para que la besara:

– Lorna, me alegro mucho de verte. Me temo que hoy Phoebe no se siente bien, pero me dijo que te mandara a su habitación.

Arriba, Phoebe estaba acurrucada en la cama, apretando la almohada contra el abdomen.

– Phoebe… oh, pobre Phoebe, ¿qué te pasa?

Lorna corrió hasta la cama y se sentó junto a su amiga. Le apartó el pelo de la sien.

– Lo mismo que todos los meses, en esta fecha. Oh, a veces detesto ser una chica. Tengo unos calambres espantosos.

– Ya lo sé. A veces, yo también.

– Mi madre ordenó a la doncella que me trajera unas compresas tibias para ponerme en el estómago, pero no me hicieron nada,

– Pobre Phoebe… lo siento.

– Yo soy la que lo siente. Arruiné nuestro almuerzo.

– Oh, no seas tonta. Podremos almorzar en cualquier otro momento. Tú descansa, y estoy segura de que mañana te sentirás mejor. Si es así, ¿almorzamos mañana?

Combinaron el plan, y Lorna dejó a su amiga aún enroscada alrededor de la almohada.

Tomó el camino de la costa, menos transitado, en lugar del camino para regresar a los terrenos de Rose Point, y agradeció mentalmente a Phoebe por darle una excusa para regresar al cobertizo, escudada en el permiso desganado de la madre, y con la seguridad de que no la esperaban hasta primeras horas de la tarde. Al abrirse camino en el bosque, al acercarse a él, sintió la mágica euforia que la acompañaba cada vez que iba a ver a Jens Harken. Sabía que él pondría barreras, pero entendía el motivo.

Sin embargo, cuando llegó, Harken se había ido. La flor que le dio estaba sobre el alféizar de la ventana que daba al Norte, y el viento le rizaba los pétalos. Los bizcochos no estaban, pero la servilleta, doblada en cuatro, estaba sobre una pila de madera. El motor estaba en silencio, el volante inmóvil. Se acercó a ellos, se agachó sobre el serrín que había debajo de la sierra y, tomando un puñado lo llevó a la nariz y lo dejó caer otra vez… evidencia fragante de la tarea de la mañana. Examinó el trabajo en ejecución, pasando los dedos sobre las líneas de lápiz que había dibujado sobre la madera y los bordes que había cortado con la sierra, de manera parecida a la que empleaba Jens cuando terminaba de hacerlo. Recordó el entusiasmo porque tenía buenas herramientas para trabajar. Recorrió el espacio en el que él se movía, tocó las cosas que tocaba, olió los aromas que respiraba, y descubrió que ese ambiente tan concreto se había transformado a sus ojos sólo porque él había estado allí.

Se sentó en el banco de hierro y esperó. Treinta minutos después volvió Jens y oyó los pasos que se acercaban antes de que entrase por la puerta.

Jens entró y al descubrirla allí, se detuvo. Como siempre, entre los dos se formó un campo de fuerza.

– Phoebe está enferma -le dijo- y nadie me espera hasta las tres en punto. ¿Puedo quedarme?

Durante un largo rato, el hombre no respondió ni e movió, y como estaba de pie, a contraluz, Lorna no pudo verle las facciones. Pero la actitud expresaba con claridad una pura y simple precaución.

– ¿Por qué no va a preguntar a sus padres, a ver qué dicen?

– Ya lo hice. Le pedí permiso a mi madre antes de traerle los bizcochos.

– ¡No me diga que le preguntó a su madre!

– Estaba juntando espuelas de caballero en el jardín, y yo me detuve junto a ella, le dije que le traería a usted los bizcochos y le pregunté si podía traerle una flor.

– ¿Y dijo que sí?

– Bueno… debo admitir que no sabía que la flor era para usted.

– Señorita Lorna, sabe que me encanta que esté aquí, pero no creo que sea conveniente que venga tan a menudo.

– No se preocupe: no lo obligaré a besarme otra vez.

– ¡Sé que no, porque yo no lo haría!

– Sólo quiero mirar.

– Me distrae.

– Me quedaré callada como un ratón.

Jens rió fuerte, y Lorna también rió, al advertir lo charlatana que era.

– Bueno, quizá no tan callada -admitió-. Pero, por favor, déjeme quedarme de todos modos.

– Como quiera -concedió al fin.

No hubo más besos. Cuando Lorna se fue, Jens no la invitó a volver, pero la vez siguiente que fue, el banco de hierro estaba pintado.

Así empezó la sucesión de visitas en que Lorna tomaba su lugar en el banco y acompañaba a Jens mientras este trabajaba. La mayoría de las veces iba a primeras horas de la tarde, cuando la madre dormía la siesta; en ocasiones, llevaba deliciosos aperitivos que podían compartir, otras, Jens llevaba dulces que quedaban de su almuerzo en la cocina y le explicaba que el personal de la cocina no comía los mismos postres que la familia. En opinión de Jens, estos a menudo eran mejores que los postres fantasiosos que se servían en el comedor principal, que solían tener más apariencia que dulzura.

Ah, y cómo conversaban. En particular, Lema. Cruzaba los tobillos a la manera india sobre el asiento, y charlaba acerca de su propia vida. Si había estado en una fiesta, o en un concierto, los describía con detalle. Si iba a una velada, describía la comida. Jens le preguntaba quién era el señor Gibson, al que ella aludió al pasar, y Lema le contó lo del verano anterior, cuando el famoso artista se hospedó en su casa e influyó sobre ella tan hondamente que la hizo cambiar la forma de vestir y de peinarse. Pasaban mucho tiempo discutiendo si Lorna encajaba mejor en la categoría de "muchacho-muchacha" de Gibson (que era deportista y prefería perder la vida en una carrera a caballo que conquistar las atenciones de un enamorado), o más bien de la categoría "convencida" (que se fijaba una meta y la perseguía sin dar un solo paso fuera del camino). Llegaron a la conclusión de que, si alguien, pertenecía a la segunda categoría, era Harken que dejó a sus únicos parientes para ir tras la meta de convertirse en constructor de barcos.

Jens habló de su hermano Davin, y de cuánto lo echaba de menos.

– Le escribí y le conté lo del barco que estoy haciendo, y está tan entusiasmado como yo, Dice que si la nave gana la regata del año que viene, vendrá aquí aunque tenga que arrastrarse, para que podamos establecernos juntos.

– Estoy impaciente por conocerlo. ¿Le contó algo de mí?

– Le conté que le convidé a tomar pescado.

– ¿Eso es todo?

– Eso es todo.


– Cuénteme cómo eran sus padres -preguntó Lorna, un día.

Jens le habló de un patriarca severo y de un ama de casa muy trabajadora, que abandonaron a sus respectivas familias para lograr una vida mejor para sus hijos en Norteamérica. Le contó cómo trabajaba con su padre en el astillero, y cómo trataba de obtener respuestas de él, que nunca sabía de dónde salían las preguntas de Jens ni sabía cómo responder de un modo que satisficiera la curiosidad del niño, cuya pasión por los barcos sobrepasaba los conocimientos del padre acerca de ellos.

– Eso significa que usted no aprendió todo lo que sabe trabajando en el astillero.

– No. Sólo una parte proviene de aquí. -Jens se tocó la sien-. Me imagino un barco y sé cómo se comportará en el agua.

Al verlo trabajar en el actual, Lorna le creyó sin dudar.


Un día, Harken le dijo:

– Debe de ser agradable tener tanta familia, tener hasta a las tías viviendo con uno. A mí me gustaría.

– Es sólo una apariencia. Al haber tanta gente en la familia es difícil lograr intimidad.

Lorna siguió hablándole de la tía Henrietta, que, al parecer, siempre sabía dónde iba su sobrina y la acosaba recordándole con fastidiosa actitud que siempre llevara un alfiler agudo como arma. Le contó lo del amor perdido tanto tiempo atrás de la tía Agnes, el capitán Dearsley, y que la devoción de la tía hacia él jamás se había desvanecido sino que brillaba como un faro sin esperanzas iluminando la vida solitaria de la anciana, pese a las admoniciones y reprimendas de su hermana.

– Amo a mi tía Agnes -le dijo Lorna a Jens-. En cambio, a mi tía Henrietta sólo la tolero. A menudo pienso que si me concedieran un solo deseo en la vida, traería de vuelta al capitán Dearstey para ella.

– ¿No desearía algo para usted?

– Oh, no. Yo tengo toda la vida para esforzarme en cumplir mis deseos. En cambio la tía Agnes es vieja y debe ser triste ver que la vida se va y que nunca se tuvo un amor ni hijos ni un hogar propios.

– ¿De modo que para usted los deseos son algo por lo cual esforzarse, no sueños fantásticos?

Con eso se inició otro campo de discusión que, en su momento, los llevó al tema de la suerte y si estaba asegurada por el destino o cada uno la creaba por sí mismo.

En esos días de discusiones, el trabajo avanzó. Los cortes de cedro fueron terminados y colocados en la relación correcta entre sí, a lo largo del cobertizo, como rodajas de salmón sobre una tabla de cortar. Las unió con una espina dorsal y dos largueros laterales de pino que se apoyaban en muescas hechas en los cortes para ese fin.

¡Ah, esos días de pleno verano, perfumados de cedro, moteados de verde…! A medida que transcurrían, Lorna y Jens consolidaban el vínculo de confidentes y amigos. Pero como amantes, se mantenían firmes en la mutua resistencia, y sostenían el acuerdo de no volver a besarse… Hasta el día en que Lorna llevó las ansiadas grosellas negras, azucaradas y con crema, y las sustrajo de la casa en un tazón de porcelana de Sèvres envuelto en una revista de navegación. Jens la vio llegar y dejó el trabajo para recibirla.

– ¡Mire lo que traje! -Destapó su tesoro-. ¡Ta-taan!

– ¿Grosellas negras? -Jens rompió en carcajadas-. Si Smythe lo sospechara siquiera, se le saltarían los ojos de las órbitas.

– Yyyy…

Alargó la "y" como una fanfarria, y sacó, orgullosa, una cuchara de plata.

– ¿Una sola?

– No necesitamos más.

Arrastraron el banco hasta el límite mismo de la ancha entrada y se sentaron con los cuerpos hacia adentro, los talones fuera, los tobillos cruzados, comieron grosellas negras con crema y azúcar, turnándose con la cuchara hasta que, al final, Lorna raspó hasta el último vestigio de zumo purpúreo de las paredes del tazón y se lo ofreció a Jens.

– Cómalo usted -le dijo él-. Es lo último.

– No… usted -insistió la muchacha.

Una muñeca de Jens estaba apoyada sin querer en el respaldo del banco, detrás del hombro de Lorna, y el resto del cuerpo relajado, por fuera. Lorna sostuvo la cuchara en el aire, esperando, y los ojos castaños miraron dentro de los azules, empeñada en darle el último bocado. Por fin, Jens inclinó la cabeza hacia adelante y abrió la boca. Lorna atisbó la lengua y contempló, fascinada, cómo los labios se cenaban sobre la cuchara… y esta les modificaba el contorno… y seguía y seguía dentro de la boca… cómo ese único beso regresaba para embrujarlos.

Finalmente, sacó la cuchara, que produjo un suave tintineo contra el tazón que, a su vez, no hizo ruido entre los pliegues de la falda de Lorna. Lo único que se oía eran los golpes fuertes de los latidos de los corazones y la respiración de los dos, al tiempo que una incómoda tensión crecía y florecía entre ellos. Durante días, fueron buenos, cuidadosos, discretos y prudentes pero fracasaron. No podían ser, simplemente, amigos pues lo que querían era ser amantes.

Mucho antes de que Jens se moviera, los dos sabían que lo iba a hacer.

Levantó el brazo del banco y atrajo a Lorna hacia él en un movimiento decidido, al mismo tiempo que ella levantaba la cara hacia la de él que descendía. Los dedos de Jens se curvaron bajo la axila de Lorna, y el brazo de ella fue al cuello de él. No hubo fingimientos ni reservas, coqueterías ni afectación. El beso fue camal, íntimo, denso desde el instante del contacto. Participaron las lenguas y los dientes, y una gravedad obstinada que no quería permitirles estar lo bastante cerca, les indicó la inclinación necesaria. Tenía sabor a grosellas negras y a tentación, un sabor que intercambiaron con sus lenguas y se prolongó más que el sabor de las frutas. Acabó cuando Jens se inclinó para librarse del tazón y de la cuchara antes de volver a besarla. La muchacha se apretó, ansiosa, contra él, y con las manos libres, las extendió sobre la espalda de Jens como el sol sobre una pradera. Abrieron las bocas. Se acariciaron en todas las partes permitidas: el torso, la espalda, la nuca, la cintura… y las que clamaban por la caricia quedaron insatisfechas. Cuando por fin, el beso terminó se apartaron serios, el aliento golpeando la cara del otro, a la vista de cualquiera que acertara a dar la vuelta en la curva del camino.

Jens se soltó y ordenó:

– Ven conmigo.

La llevó de la mano hacia adentro, donde la pared los ocultaba. Ahí, en la sombra, la acercó otra vez a él y Lorna aceptó, feliz, de puntillas, con sus brazos alrededor de los hombros de él. Con los cuerpos juntos, se besaron y descubrieron la maravilla de amoldarse uno a otro, tal como habían imaginado a menudo. Los minutos se estiraron en la quietud penumbrosa de la tarde, las manos de Jens juguetearon en la espalda de Lorna, bajaron por los lados hasta las caderas, se deslizaron hacia arriba hasta los lados de los pechos, muy cerca del peligro.

Alzó la cabeza, y los ojos se encontraron.

– Lorna -dijo.

Sólo Lorna.

– Jens -respondió ella, con el mismo anhelo de pronunciar el nombre.

Por un rato, no hicieron más que mirarse aceptando el plano al que habían llegado, al fin.

– ¿Puedo decirlo ahora? -preguntó Jens.

– Sí… lo que sea,

– Eres la mujer más hermosa que he conocido jamás. Lo pensé la primera noche que entraste en la cocina.

– Y yo pensé que eras el hombre más apuesto. Fue muy duro no decirlo.

– Ha sido muy duro no decir un montón de cosas.

– Dilas ahora.

– Muchacha hermosa, ¿sabes cuántas veces pensé en hacer esto?

– ¿Besarme?

– Besarte, abrazarte, pasar las manos sobre tu contorno.

Sin quitar las palmas de los lados de los pechos, estiró los pulgares y acarició muy cerca de los dos sitios más sensibles.

– ¿Cuántas?

– Cincuenta, cien, mil. Tantas, que me pasé noches enteras imaginándolo.

– Yo también. En verdad, me arruinaste el sueño,

– Me alegro.

Lorna inició el siguiente beso, alzándose de puntillas y abriendo la boca en una invitación que Jens aceptó sin reservas, hundiéndose por completo. Las lenguas resbaladizas se movieron en una danza, hondo, a la superficie, adentro otra vez. El hizo como que le mordía el labio de arriba y luego le pasaba la lengua para curar la herida imaginaria, y el beso se centró una vez más. En la mitad, movió las manos hacia adentro y le cubrió los pechos, apretándolos con suavidad.

Apoyada contra la mejilla de él, Lorna contuvo el aliento.

Contra la boca de Jens, la de Lorna se aflojó:

– Oh… -susurró, y otra vez-. Oh…

Después se quedó muy quieta, con los párpados cerrados y los brazos sobre los hombros de Jens. La caricia era lenta y fluida, con los nudillos hacia afuera como si sostuviese un globo, dándole tiempo a que se acostumbrara al contacto. Cuando juzgó que así era, la exploró con los pulgares.

Los párpados se abrieron de pronto, y la punta de la lengua asomó entre los dientes. Los pechos subían y bajaban en las manos de Jens, marcando el ritmo de la respiración acelerada. Siguió haciendo pequeños círculos sobre esos puntos de placer hasta que la sacudió un estremecimiento, y entonces la rodeó con los brazos y la acercó a sí.

Habló con la boca sobre el pelo de ella:

– Aquí no es seguro.

– Tenemos que encontrar un lugar que lo sea.

– ¿Estás segura?

– Sí. Estoy segura desde hace mucho tiempo. Oh, Jens.

Lo apretó con fuerza, sintiéndose tan contrariada, amenazada y frustrada como él, pues no estaba acostumbrada a hacer planes en semejantes situaciones, hasta dudosa de que lo que estaban aceptando fueran semejantes situaciones. Surgió una vaga sensación de transgresión, y una más intensa aun de fatalidad. Se sintieron ligados por ambas.

– ¿Puedes esperar hasta el domingo? -preguntó Jens.

– Si es necesario, pero siento como si fuese a morirme si me separo de ti.

– Hay un bosque al sur de la cabaña de Tim, donde la playa es inhóspita y rocosa, y no va nadie. Encontrémonos allí. Pediré prestado el bote a Ben. ¿A la una?

– A la una en punto.

– Ah, Lorna.

– ¿Qué, Jens?

– Si sabes lo que te conviene, usarás un alfiler muy afilado.


El domingo había sol. Lorna preparó una canasta con el almuerzo. Y una manta. Se vistió de azul y clavó un alfiler de casi veintitrés centímetros, recién afilado, en el sombrero. Cruzó el lago remando y vio que el bote de Jens ya estaba allí, en la parte pedregosa de la costa, donde había una pequeña escarpadura que subía hasta el bosque, allá arriba. Cuando se acercó, Jens apareció de entre los árboles y bajó el sendero para esperarla en la costa, con un traje negro dominguero y un sombrero en forma de hongo, también negro. Ahí estaba de pie, con el peso sobre una pierna y la otra encogida; Lorna observó el atuendo por encima de su hombro.

– ¡Hola! -exclamó Jens, mientras Lorna levantaba los remos y el bote derivaba hacia la orilla.

– ¡Hola!

Estaba esperando para agarrar la amarra y atarla a un arbusto. El bote chocó y se raspo contra las piedras semisumergidas cuando Lorna se levantó y se enderezó. Salió del bote alcanzándole la manta y el cesto, y se balanceé antes de tomar la mano que le ofrecía y saltar a la orilla. La sujetó con firmeza, balanceándola un poco hacia atrás y apoyándola con gracia sobre la tierra escabrosa.

Dejó las manos en la cintura de la muchacha, y ella, las suyas en los hombros de él. Quedaron inmovilizados por la presencia del otro y el don de ese día estival.

Lorna aprecié la apariencia del hombre, tan distinta con esa ropa dominguera formal, la camisa blanca y la corbata negra bajo el traje y el sombrero que le modificaba la forma del rostro. Constituía toda una sorpresa.

Jens la contempló, contento de que hubiese escogido la misma falda de rayas que llevaba el día del primer picnic, las mismas mangas blancas hinchadas y el mismo sombrero de paja con cintas azules que colgaban.

– ¡Hola! -repitió con voz más queda, sonriendo casi con timidez.

Lorna respondió con una risa tímida y un suavísimo:

– Hola.

Había barcos sobre el agua, a distancia visible. Jens se agaché para recuperar la manta y se la entregó. Llevando la canasta, y a Lorna de la mano, la llevó a la orilla donde las piedras y las malezas hacían peligroso el caminar.

– Con cuidado, que está resbaladizo.

Cuando comenzó a resbalarse, Jens la alzó hasta que llegaron a un plano más arriba, donde el bosque era lo bastante denso para ocultarlos pero aun así permitía ver el agua, hacia el Oeste. Ahí, entre los sauces y los arces, extendieron el manto de tartana y fingieron que el propósito era un almuerzo campestre.

Pero hubo miradas furtivas de admiración. Jens la sorprendió en una que se convirtió en una franca contemplación en el mismo instante en que él se levantaba después de haber puesto la canasta sobre la manta. Se quedaron de pie sobre la hierba, con la manta preparada entre los dos.

– ¿Qué pasa? -preguntó Jens.

– Hasta ahora, nunca te vi con traje.

Jens se miró.

– Es un traje muy viejo, el único que tengo.

– Ni con sombrero.

Se lo quitó, y lo tuvo entre sus manos, una cortesía que, hasta entonces, no había tenido tiempo de manifestarle.

– Es domingo.

– No, no te lo quites. Me gusta cómo te queda.

– Está bien. -Volvió a ponérselo con las dos manos, y le dio una levísima inclinación-. Por ti.

La mirada de Lorna lo recorrió empezando por el sombrero en forma de hongo, pasando por el rostro recién afeitado y la corbata de nudo grueso entre las puntas del cuello redondeado de la camisa. La chaqueta, completamente abotonada, era un poco ajustada y corta de mangas, como si Jens hubiese crecido desde que la compró. A ojos de la muchacha, no hacía más que subrayar las agradables proporciones.

– Tal vez una dama no debería decirle a un hombre que está tan apuesto que quita el aliento.

Jens no pudo ocultar una sonrisa.

– No, creo que es el hombre el que se lo dice a la dama. -Suprimió la sonrisa y agregó-: Señorita Lorna, su belleza quita el aliento. Espero que lo tomes como un cumplido si te digo que siempre admiré tu silueta con esas mangas enormes y las faldas estrechas.

– ¿En serio? Lo tomaré como mi elogio preferido, aunque estas mangas siempre se enganchan en las puertas, se llenan de polvo al pasar sobre las cosas y se arrugan. Y la falda sólo es estrecha adelante. Atrás es muy amplia, ¿ves? -Giró presentándole la espalda, también bien formada, con la falda hinchada, la blusa ajustada y las cintas azules del sombrero, que caían. Al completar el giro, tenía las mejillas sonrosadas-. Silueta ajustada, en verdad bromeó.

Jens no pudo pensar en otra cosa que en lo mucho que ansiaba besarla, pero primero tenían que ocuparse del picnic, compartir un poco de conversación cortés sobre asuntos como el clima, la pesca en la zona y los progresos del barco si no quería parecer exageradamente ansioso.

– Señorita Barnett, ¿tendría la amabilidad de sentarse, por favor, así también puedo sentarme yo?

– Oh, caramba, no me di cuenta.

Se arrodilló y vio cómo la silueta alta se inclinaba y flexionaba, hasta encontrar una pose cómoda y relajada: el peso sobre una nalga, un pie extendido, la rodilla del otro lado levantada y una palma apoyada sobre la manta, detrás de él.

Se miraron. Contemplaron el agua.

– No podríamos pedir un día mejor, ¿no es cierto? -comentó Jens.

– No, es perfecto.

– Salieron muchos a pescar.

– Sí.

– Y también a navegar.

– Ahá.

– Es agradable salir de ese cobertizo por un día.

Si bien cumplió con las banalidades, sabía que lo hacía sólo por una cuestión de cortesía. Los ojos de ambos se atrajeron otra vez, con la expresión evidente de lo que no decían.

– ¿Haremos el picnic ahora mismo?

– Me parece bien. ¿Qué tienes ahí?

Lorna abrió el cesto y comenzó a diseminar las cosas sobre la manta.

– Pollo frío con una salsa especial de setas, alcauciles de Jerusalén envueltos en tocino, taitas de almendras y peras glaseadas en almíbar de piña.

– Estás consintiéndome.

– Me encantaría poder hacerlo -dijo, mientras se dedicaba a llenar el plato-. No obstante, pienso que haría falta más que glasé y alcauciles para apartarte de tu predilección por el pescado frío. Eso es lo que me agrada de nuestros picnics. Los míos son exóticos, y los tuyos, satisfactorios. Así, aprendemos un poco uno sobre el otro, ¿no?

Le dio el plato con una sonrisa radiante y empezó a llenar otro para ella. Jens la observó, admirando cada movimiento, cada rasgo, los dedos delicados, el cuello largo embutido en su cilindro blanco, tantos botones en el centro de la parte delantera, el modo en que el cabello se inflaba bajo el ala del sombrero, el leve abultamiento de la barbilla cuando la tenía baja.

– ¿Le pediste a la señora Schmitt que preparase la canasta? -preguntó.

– Sí.

– ¿Y qué dijo?

Siguió llenando su plato, pero habló de manera entrecortada.

– No se le paga para decir nada. Aún más, no respondo ante la señora Schmitt, y tú tampoco. ¿Pediste prestado el bote de tu amigo?

Le lanzó una mirada directa.

– En efecto.

– ¿Qué le dijiste?

– La verdad: que iba a encontrarme con una chica.

– ¿Te preguntó quién era?

– Lo sabe.

– ¿Sí?

– Encontró la flor en el alféizar de la ventana y me preguntó cómo apareció ahí. No sirvo para mentir.

Se hizo un silencio que centelleó entre los dos, cargado con las verdades adivinadas acerca de los sentimientos de ambos y el significado de esos encuentros clandestinos. Después de un rato, Jens prosiguió:

– Lorna, quiero que sepas que si en algún momento nos descubren, si tu madre y tu padre se enteran, y me preguntan, les diré la verdad.

Lo miró directamente a los ojos, y respondió:

– Yo también.

El plato de cada uno estaba lleno de excusas. Por encima de la canasta del almuerzo, las miradas de los dos decían con total claridad que ese caprichoso retraso de los besos estaba conviniéndose en algo más de lo que podían soportar.

Jens apoyó el plato en la hierba. Se estiró sobre el cesto y le pidió el de ella con un gesto, también lo dejó a un lado junto con el cesto y los recipientes. A continuación, se quitó el sombrero.

– Es un almuerzo encantador -dijo-, pero no tengo nada de hambre.

Las mejillas de Lorna se encendieron y el corazón le palpitó con fuerza cuando Jens se arrodilló junto a ella con la vista firme sobre el rostro de ella vuelto hacia arriba, con la actitud cargada de intención, mientras que ella permanecía sentada con recato sobre sus talones y las manos unidas en el regazo. La sujetó de los brazos aplastando las mangas almidonadas y la alzó hasta poder abrazarla. Gozosa, Lorna aceptó el abrazo que llevaba a un beso de gran significado, pues fue lo primero que desearon mutuamente, mucho antes de que llegase ese día, esa hora, ese minuto. Lo desearon cada uno solo en su cama. Lo desearon arrastrándose a través de las horas diurnas. Remando hasta esta cita en distintos botes, lo desearon. Y ahora, por fin, sucedía, empezaba con torpeza porque él tuvo que inclinarse y meter la cabeza bajo el ala del sombrero de ella para llegar a los labios. Unidos como el hueso de la suerte del pecho de las aves, las bocas juntas, intercambiaron el verdadero saludo. Jens abrió los labios de Lorna con la lengua, sintió la punta de la de ella que le salía al encuentro con timidez y la acarició: Ven más cerca, no tengas miedo, déjame amarte.

Las gaviotas pasaron a poca distancia, chillando. Las moscas zumbaban sobre los platos. A lo lejos se oyó la sirena de un vapor. Pero ellos sólo tenían oídos para las voces que retumbaban en sus cabezas, diciendo: Por fin, por fin.

La tierra suspiró. ¿O era la brisa? El verano tembló… ¿o era el contacto entre ellos dos? De los dos amantes ninguno advirtió ni le importó cómo Jens, ciego, alzaba las manos hasta el sombrero, encontraba y quitaba el alfiler, y el sombrero mismo de la cabeza. Lorna siguió el impulso de levantarlas manos interrumpiendo el beso en el mismo momento en que el sombrero caía sobre la hierba, junto al de Jens. Bajó el mentón y se tocó el pelo con la misma timidez pasajera del principio, tanteando en busca de algún mechón que se hubiese soltado al sacar el sombrero. Jens le tomó la cara con las manos y la alzó hacia su propia mirada intensa.

El único testigo de los detalles y de la idolatría, fue el verano: ojos, narices, labios, barbillas, hombros, cabello, otra vez los ojos.

– Sí -dijo-, eres tan perfecta como te recordaba.

Bajó la cabeza, la rodeó con los brazos y apretó todo su cuerpo contra el traje negro de domingo. Por fin estaban cuerpo a cuerpo, boca a boca. Sintieron lo que anhelaban sentir: el deseo compartido por igual. Jens la sujetó por la parte baja de la espalda como en un vals, contra sus propias caderas fuertes, y mantuvo las rodillas separadas. Las faldas se arremolinaron alrededor. Lorna se aferró a los hombros de Jens.

Se retorcieron hasta que el abrazo se pareció al de dos briznas de hierba que el mismo viento agitaba, y el beso se volvió una succión salvaje de sus bocas húmedas y libres en esa terrible explosión de impaciencia entre la excitación y el rechazo. La muchacha sintió que su boca se liberaba y exclamó:

– Jens… Jens… -al tiempo que los brazos de ambos se estrechaban uno contra otro, vio sobre el hombro de él que las ramas del sauce se balanceaban sobre sus cabezas.

– No puedo creerlo -dijo el hombre en voz estrangulada por el deseo.

– Yo tampoco.

– Realmente, estás aquí.

– Y tú, realmente estás aquí.

– Creí que esta tarde nunca llegaría, y cuando llegó, pensé que esperaría inútilmente.

– No… no… -Lorna se echó hacia atrás y le dio un beso breve y audaz en la boca, luego otro en la mejilla.- ¿Cómo puedes pensar eso? Siempre te busqué, ¿no es así?

– Sabes que yo habría ido hacia ti si hubiese podido…

Le atrapó las manos, le besó las palmas, y las apoyó contra su propio pecho.

– Sí, ahora lo sé.

La muchacha se arrodilló con las manos apoyadas sobre él, sobre la chaqueta de lana que sentía tibia, cosquilleante, y de un maravilloso exotismo por pertenecer a este hombre especial.

– Cada vez que vas al cobertizo y alzo la vista y te veo ahí, en la entrada, me pasa esto.

– ¿Qué?

– Esto.

Le apretó la mano derecha con fuerza contra él.

– ¿Esto?

Miró sus ojos azules, deslizó tres dedos bajo la solapa y colocó la mano sobre el corazón agitado. Sintió la camisa tersa de almidón, la textura del tirante, la carne debajo sólida como el nogal, y muy tibia. Sintió los latidos del corazón, que parecía capaz de quemarle la mano.

– ¡Oh! -exhaló, arrodillada, inmóvil, concentrada-. Igual que el mío… durante horas, después de verte a ti.

– ¿En serio? -preguntó con voz queda, al tiempo que absorbía la excitación de sentir la mano de ella dentro de la chaqueta-. Déjame sentir.

Como no respondió, Jens posó la mano con cuidado sobre el corazón de Lorna: una mano grande, áspera de constructor de barcos encima de la apretada extensión blanca de la blusa. Contó los latidos del corazón que, al parecer, se habían acelerado al mismo ritmo que los propios. Vio cómo asomaba la aceptación a los ojos de Lorna. Y, por último, dejó caer con delicadeza la mano cubriendo la parte más plena del pecho. La muchacha cerró los ojos, se tambaleó, y se aferró con los dedos a la camisa de él. El aliento le brotaba en pequeñas rachas que empujaban su carne contra la mano del hombre en golpes rápidos.

Pensó: "Oh, madre… oh, madre…"

Después: "Oh, Jens… Jens…"

Sintió la boca de él sobre la suya, y el movimiento del cuerpo que la arrastraba consigo, acostándola de espaldas. El peso de Jens también descendió sobre ella, un peso grande, maravilloso, bendito, que la inmovilizaba debajo, mientras la mano continuaba recorriendo el pecho, y la boca, la boca de Lorna. Encima, el cuerpo de Jens marcó un ritmo sobre el de Lorna, el pie enganchó la rodilla izquierda y la apartó, formando una cuna donde se tendió.

Cuando el beso acabó. Lorna abrió los ojos y vio el rostro del hombre enmarcado por las hojas verdes y el cielo azul. El ritmo cesó… pero fue sólo una pausa para después reanudarse… más lento. Se detuvo otra vez. No hubo sonrisas. Sólo una concentración pura en las tensiones de los cuerpos de ambos, reconociéndolas, aceptándolas, y expresándolo con los ojos. La mano se movió con más lentitud sobre el pecho, explorándolo con levedad mientras lo miraba, para luego depositar besos suaves en la nariz, los párpados y el mentón.

Le tomó la mano, la llevó a la cintura de la propia Lorna, y le murmuró:

– Desabotona esto.

Se incorporó para apoyar una rodilla a cada lado de la pierna derecha de Lorna, apretando la falda contra el cuerpo de ella. Se sentó sobre la pierna y se quitó la chaqueta mientras la muchacha empezaba a soltar los treinta y pico botones de la blusa.

Eran muchos botones. El terminó primero y se aflojó la corbata, diciendo:

– Ya está… déjame -y se inclinó para ocuparse de la tarea.

Los ojos siguieron a los dedos y, los de ella, a los ojos de él. Cuando llegó a la barbilla, Lorna la levantó para abrirle paso. Se liberó el último botón y se produjo una pausa infinitesimal, durante la cual los dos trataron de recuperar el aliento. Jens puso las manos dentro del corpiño y lo abrió, revelando las clavículas y la garganta, el pecho blanco y las enaguas más blancas aún, con los breteles bordados de encaje y otra tanda de botones.

También desabroché estos, pero dejó las dos partes de la enagua superpuestas y los pechos de Lorna todavía cubiertos; mientras se inclinaba hacia adelante, se apoyaba con una mano junto a cada oreja de ella, cerraba los ojos y comenzaba a tocar con los labios abiertos la clavícula… la garganta… la barbilla… dejando espacio entre su boca y la piel de Lorna, hasta que esta no supo si la besaba o sólo respiraba sobre ella. Algo le entibié la parte inferior de la mandíbula… ¿los labios?… ¿el aliento?…, y se demoré encima del pecho izquierdo hasta que sintió que moriría si no la tocaba.

La tocó. Ahí… sobre el pecho, que acoplé en la mano con enagua y todo, después se tumbé hacia un lado, la atrajo hacia sí y deslizó un brazo entre ella y la tierra. El pecho estaba henchido, era pesado y flexible. Lo sostuvo como una pera en la mano, lo exploré a través del algodón blanco: el contorno pleno, flexible, el pezón erguido. Lo dejó un momento para apartar la enagua hacia el hombro y exponer ese solo pecho a las sombras estivales y a su propia contemplación enamorada. La areola tenía el color del cobre, y parecía una gema sobre un monte elevado. El orbe estaba cubierto de una finísima pelusa.

– Mi madre dijo… -murmuré Lorna con los ojos cerrados, y dejó que la frase se perdiera cuando la boca húmeda le arrebaté el pensamiento racional y transformó su pecho en algo adorable, lleno de vida, de calidez y de anhelos.

Del río se desprendía un flujo brillante de chispas que corría hasta llegar a las más recónditas profundidades del cuerpo de Lorna.

Después, la enagua estaba baja hasta la cintura y la boca abierta, abandonando un pecho ya humedecido, se movió hacia el otro al tiempo que los hombros de Lorna se arqueaban para salirle al encuentro.

– Oh -exhalé, con las manos en el pelo de Jens-, esto es perverso, ¿verdad, Jens?

El aludido levantó la cabeza y le besó la boca con la suya húmeda alrededor de los labios.

– Algunos opinarían así. ¿Te parece perverso?

– No… oh no… nunca hasta ahora sentí algo así.

– Tu madre te advirtió de esto… ¿Eso era lo que ibas a decir?

– No hables, Jens. Por favor… sólo…

Entrelazó los dedos en el grueso cabello rubio y la cara de Jens se cernió sobre ella. Recorrió la espiral de las orejas con sus pulgares, y acercó con suavidad la cabeza. Y todo volvió a comenzar, el calor, los besos, la humedad, las penetraciones que sólo llevaban a una frustración que Lorna no alcanzaba a comprender. Pero Jens sí. Cuando llegó a una cima que ya no podía controlar, dijo:

– Lorna, tenemos que detenemos -y se aparté rodando bruscamente.

Quedé tendido de espaldas, jadeando, con la muñeca sobre los ojos. -¿Por qué?

– Tú quédate quieta -dijo, y aferró el muslo a través de la falda, los dedos casi en la ingle-. Quédate quieta.

Lorna giró la cabeza para observarlo, pero tenía los ojos cerrados bajo la mano. Le apreté la pierna con fuerza. La muchacha fijé la vista en los árboles, arriba, y trató de recuperar el aliento, sin perder conciencia de la mano de Jens, ni del lugar donde estaba esa mano. Por algún lado, chillé una ardilla. Junto a ella, el pecho de Jens subía y bajaba como si tuviese fiebre. La mano comenzó a moverse arriba y abajo, frotándole el calzón contra la pierna, mientras las yemas de los dedos hacían rozar la ropa interior, las faldas y los calzones en una parte oculta de Lorna, provocándole bruscas reacciones. ¿Eso era una caricia? ¿Ese apretón que subía, bajaba y luego se retorcía?

No supo qué hacer, qué decir ni qué pensar. Permaneció inmóvil, como si se hubiese dormido pero más rígida, asustada, y todos los sentimientos dentro de ella parecían precipitarse a la íntima protuberancia de su carne cerca de los dedos de Jens.

No había quitado la mano de los ojos. La manga tocaba el brazo derecho desnudo de Lorna.

Tengo que irme, pensó la muchacha, pero antes de que pudiese decirlo, la mano ya no estaba. Jens permaneció inmóvil un tiempo. Por fin, giré la cabeza y Lorna se vio observada de cerca. Se concentré en las hojas allá arriba, de delicados bordes serrados que se movían y cambiaban el dibujo del toldo azul que los cubría. Pasó mucho tiempo hasta que Jens, al fin, habló, y le dio la impresión de haber pensado mucho antes de hacerlo:

– Lorna, ¿sabes a dónde lleva esto?

– ¿A dónde lleva?

Tenía miedo de mirarlo desde que la tocó de esa forma.

– No lo sabes, ¿verdad?

– No sé a qué te refieres.

– La advertencia de tu tía Henrietta sobre el alfiler. ¿Sabes qué significa?

Confundida, calló.

– Sospecho que tu madre te advirtió de toda esta perversión.

– Ella no dijo que fuese perverso.

– ¿Qué dijo?

Como no hubo respuesta, Jens tomó la barbilla de la muchacha y la hizo mirarlo de frente.

– Dime qué te dijo.

– Que los hombres… tratarían de tocarme, y que cuando lo hicieran yo tendría que volver de inmediato a casa.

– Tiene razón, ¿sabes? Tendrías que irte a tu casa en este mismo momento.

– ¿Acaso quieres que me vaya?

– No. Te digo qué sería lo mejor para ti. Pero quisiera tenerte conmigo cada minuto que puedas quedarte.

– Oh, Jens, en realidad no entiendo.

– Nunca habías hecho esto, ¿no es verdad?

Se ruborizó, y quiso incorporarse, pero Jens fue más rápido y la retuvo. -¡Lo hiciste! -exclamó, con cierto asombro, inclinándose sobre ella para escudriñarle los ojos-. ¿Con Du Val?

– Jens, déjame levantarme.

– No, hasta que me respondas. -Le tomó la barbilla-. ¿Fue con Du Val?

Obligada a mirarlo a los ojos, le resultó difícil mentir.

– Bueno… un poco.

– ¿Un poco?

Juntó valor:

– Bueno, sí.

– ¿Te besó ahí, como lo hice yo?

– No, sólo… me tocó… ya sabes… como tú en el cobertizo.

– Te tocó.

– Pero siempre hice lo que decía mi madre: me fui a casa enseguida. -Fuiste prudente.

– Jens, ¿qué pasa? No tendría que haber hecho esto contigo, y ahora estás enfadado conmigo, ¿no es cierto?

– No estoy enfadado contigo. Levántate. -Le tomó las manos y la hizo sentarse-. No estoy enojado… no tienes que pensar eso. Pero es hora de que te vistas.

Por primera vez, la asaltó la culpa. Dejó caer la cabeza mientras pasaba los brazos por los breteles y los alzaba para cubrirse. Al verla, Jens sintió pena y enderezó un bretel sobre el hombro, volvió a sentarse y la observó realizar el lento procedimiento de cenar los treinta y tres botones: esta vez los contó. Le levantó la barbilla hundida en el pecho y depositó un beso tierno sobre la boca:

– No estés tan abatida. No hiciste nada malo. -No logró disipar la súbita melancolía del rostro, que permaneció bajo mientras Jens rozaba los rizos finos de la frente-. Te despeinaste. ¿Tienes un peine?

– No -respondió, como hablando a las rodillas.

– Yo tengo. -Sacó uno del bolsillo-. Toma.

No lo miró mientras buscaba las hebillas esparcidas por la manta, se peinaba y recogía el cabello con sencillez. Una vez que rehizo el peinado en forma de nido, le devolvió el peine.

– Gracias -dijo, tan bajo que Jens casi no la oyó.

Le dio el sombrero y vio cómo lo sujetaba con el alfiler, pensando en un modo de devolverle la alegría.

– ¿Comemos el almuerzo ahora?

– No tengo mucha hambre.

– Yo sí-repuso. Cualquier cosa para hacerla sonreír otra vez.

– Muy bien. -Obediente, se volvió a buscar los platos y, para su horror, se le llenaron los ojos de lágrimas. No giró la cabeza para ocultarlas, y trató de controlar la voz-. Me temo que nuestro almuerzo… se ar… ruinó. Las hormigas están… -Intentó agregar una palabra más-. Por todos…

Tragó con fuerza pero las lágrimas siguieron manando y se le cerró la garganta. Se le escapó un sollozo y se aflojó, cayendo hacia adelante, ciega, y dejando caer los platos al suelo. Ahí se quedó, con los platos apretándole el dorso de las manos sobre la tierra.

De inmediato, Jens se incorporó sobre las rodillas y la atrajo a sus brazos.

– Oh, Lorna, ¿qué te pasa? No llores, mi amor, no llores… me romperás el corazón.

Lorna se colgó de su cuello.

– ¡Oh, Dios, mi Dios!, Jens. Te amo.

Jens cerró los ojos. Tragó. La apretó contra el pecho mientras entremezclaba sollozos con palabras entrecortada:

– Te amo t… tanto que no me im… importa… nada más… sólo verte…, e…estar contigo. Oh, Jens, ¿qué va a pasar?

No tenía respuestas. Durante todos los días que precedieron a este momento, no las necesitó porque las palabras quedaron sin decirse. Ahora que estaban dichas, se amontonaron con otras que brotaban de Lorna:

– Pensar que esta primavera, cuando vine aquí, a la casa de campo… ni sabía de tu existencia… y ahora tu sola existencia es lo más… importante de mi vida.

– Si nos detuviésemos ahora mismo…

– ¡No! ¡No lo digas! ¿Cómo podemos interrumpirlo, si es lo único que importa? ¡Si me siento más viva desde que te conozco que nunca! Si mi día comienza pensando en ti y termina deseándote. Si estoy acostada en mi dormitorio y pienso en ti en el piso alto, y me imagino escabulléndome por la escalera de los criados y buscando tu cuarto.

– ¡No! ¡Nunca tienes que hacer eso, Lorna, nunca! -Se echó hacia atrás y la aferró con severidad por las mangas-. ¡Prométemelo!

– No lo prometeré. Te amo. ¿Tú me amas, Jens? Sé que sí. Lo vi en tus ojos cientos de veces, pero no lo dirás, ¿verdad?

– Pensé… que si no lo decía sería más fácil.

– No, no será más fácil en absoluto. Dilo. Silo sientes, dilo. Concédeme eso.

El desafío pendió del aire entre los dos hasta que, al fin, derrotado, Jens admitió:

– Te amo, Lorna.

Se acurrucó contra él y lo abrazó como si quisiera quedarse así para siempre.

– Entonces, soy feliz. Por este momento, soy feliz. Creo que desde el principio supe que esto pasaría. Desde la noche que entré en la cocina y pregunté qué había pasado que mi padre estaba tan furioso. Cuando admitiste que habías puesto la nota en el helado, comencé a admirarte en ese instante.

– Maldita sea esa nota -dijo, desesperado.

– No -susurró Lorna-. No. Estaba destinado a suceder, esto tenía que suceder. ¿No lo sientes, acaso?

Compartieron un momento apacible, abrazándose, pero en lo más íntimo Jens sabía que les esperaba la angustia a los dos. Se sentó y le sostuvo las manos, frotándole los nudillos con los pulgares:

– ¿Y qué pasa con Du Val? -preguntó-. ¿Qué pasa con el reloj que te obsequió, y con el deseo de tus padres de que te cases con él? ¡Y que yo soy un criado de la cocina!

– Jamás. -La expresión feroz de Lorna no admitía discusiones-. ¡Nunca más, Jens Harken! Eres constructor de barcos, y un día tendrás tu propia empresa, y gente de toda Norteamérica vendrá a que le fabriques un barco. Tú me lo dijiste.

Jens le puso la mano en el mentón y la hizo callar con el pulgar.

– Ah, Lorna, Lorna…

Lanzó un suspiro largo y melancólico. Miró hacia el bosque y dejó pasar un rato largo.

Lorna rompió el triste silencio, preguntando:

– ¿Cuándo podemos encontramos otra vez?

Jens pareció volver de la distancia y la hizo ponerse de pie. Con ternura, la miró a los ojos.

– Piénsalo. Piensa si en realidad lo deseas, y en todas las veces que llorarás si seguimos viéndonos, y todas las mentiras y los ocultamientos que tendremos que hacer. ¿Eso es lo que quieres, Lorna?

Por supuesto que no lo era, y se lo dijo con la mirada.

– Dijiste que no mentirías -le recordó.

– Sí, es verdad.

La verdad no dicha les reveló que los dos mentirían si se veían obligados. A los dos les disgustó esa revelación acerca de sí mismos.

– Es tarde -dijo él-. Tienes que irte.

Las lágrimas asomaron a los ojos de Lorna, que desvió la vista hacia los platos, todavía llenos de hormigas.

– Sí -susurró, desanimada.

– Vamos, te ayudaré a recoger las cosas.

Se arrodillaron y tiraron la deliciosa comida sobre la hierba, apilaron los platos y doblaron la manta en abatido silencio. Jens tomó la canasta, Lorna la manta, y caminaron de vuelta a la cresta del sendero. El fue adelante, sosteniendo con la mano a la muchacha, que lo seguía. En los botes, Jens guardó las cosas, soltó la amarra del de ella, y se dio la vuelta. Se quedaron enfrentados sobre las rocas grises.

– No te pregunté cómo iba el barco -dijo la muchacha.

– Bien. Va bien. Pronto curvaré las costillas.

– ¿Podría ir a mirar?

Jens alzó la cara al cielo, cerró los ojos y tragó.

– Está bien -aceptó Lorna-. No iré. Pero dime una vez más que me amas, para que pueda recordarlo.

Jens la besó primero, cubriendo la mandíbula delicada con las dos manos y sostuvo la boca con firmeza bajo la suya, tratando de poner en el beso el dolor que él también sentía. Las lenguas se unieron en una triste despedida, mientras encima el sol ardía y detrás de ellos chispeaba el agua azul:

– Te amo -dijo, y la vio partir con los ojos llenos de lágrimas.

Загрузка...