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En la suite principal del Rose Point Cottage, Levinia se puso un camisón que parecía una tienda de campaña, con mangas largas y anchas y, pese al calor, se lo abotonó hasta el cuello antes de salir de detrás del biombo donde se desvestía, ataviada como debía para ir a la cama. Mattie, la doncella, la esperaba junto al tocador.

Sin hablar, Levinia se sentó. Mattie le quitó la rosa de organza y las peinetas, cepilló el pelo de Levinia, y lo peinó en una sola trenza floja. Al terminar de atar el extremo, preguntó:

– Señora, ¿necesita algo más?

Levinia, aún sin su corona de trenzas, se levantó con aire majestuoso. Casi nunca daba las gracias a los sirvientes, pues consideraba que el salario ya era suficiente. Más aún, el agradecimiento generaba complacencia y esta, a su vez, pereza. Curvó los labios en una sonrisa inconsciente, y dijo:

– Nada más, Mattie, buenas noches.

– Buenas noches, señora.

Levinia permaneció erguida como una estatua sagrada hasta que la puerta se cerró. Luego, alzándose el camisón, se dedicó a rascarse fuertemente las profundas marcas rojas que le habían dejado las ballenas del corsé en la barriga. Se rascó hasta que la piel se le puso en carne viva, lanzando suaves maldiciones, después se abotonó otra vez los calzones de algodón, apagó la lámpara de gas y entró en el dormitorio.

Aunque Gideon estaba sentado en la cama, fumando un cigarro, en realidad parecía querer apagárselo a su esposa en medio de la frente.

El colchón era alto y la mujer siempre sentía que llamaba la atención cuando subía hasta él en presencia de su esposo.

– ¿Tienes que fumar esa cosa tan detestable aquí? Huele como el estiércol cuando se quema.

– ¡Es mi cama, Levinia, y fumare aquí, si me da la gana! Levinia se contoneó hasta su lugar dándole la espalda, y subió las sábanas hasta las axilas, aunque le transpirasen los pies. Prefería que la ahorcaran antes que acostarse encima de las sábanas pues, cada vez que lo hacía, ahí estaba Gideon codeándola y pinchándola, con la esperanza de hacer eso. Se preguntó por diezmilésima vez hasta qué edad un hombre deseaba hacerlo.

Gideon siguió enturbiando el aire sobre la cabeza de su esposa con ese olor pestilente porque sabía cómo lo detestaba, y porque esa noche ella se había excedido, cosa que él odiaba. Está bien, pensó la esposa, yo también puedo jugar ese juego. Gideon, creo que debes saber que la señora Schmitt se negó a quedarse, a menos que se quedara Harken, de modo que acepté. A sus espaldas, sintió que Gideon se ahogaba y tosía.

– ¿Qué… fue lo que hiciste?

– Le dije a Harken que podía quedarse. Si hace falta eso para que se quede la señora Schmitt, pues así se hará.

El esposo la tomó por el hombro y la hizo acostarse de espaldas.

– ¡Sobre mi cadáver!

Mientras se cubría el pecho con la sábana, la mujer lo miró, ceñuda, y dijo:

– Gideon, esta noche me dejaste en ridículo. Al armar semejante alboroto en medio de una cena formal, nos convertiste en el hazmerreír, y todo porque nadie puede decirte qué hacer. Bueno, yo te lo digo, porque es el único modo en que puedo salvar mi prestigio ante mis amigas. Se difundirá el rumor… siempre sucede. Nuestros criados se lo contarán a los de los Du Val, y estos a los de los Tufts, y pronto en toda la isla se sabrá que Levinia Barnett no puede dar órdenes al personal de su propia casa. Por lo tanto, la señora Schmitt se queda, y Harken también, y si piensas armar jaleo por eso y llenar todo el dormitorio con ese humo pestilente, tendré mucho gusto en ir al cuarto de vestir y dormir en la tumbona.

– Ah, eso te gustaría, ¿no es cierto, Levinia? ¡Entonces, no tendrías que tocarme, ni siquiera en sueños!

– Déjame en paz. Gideon! Hace demasiado calor.

– Con que hace demasiado calor, ¿eh? O estás demasiado cansada, o temes que los chicos o mis hermanas nos oigan. ¡Siempre tienes una excusa, Levinia! -Gideon, ¿qué bicho te ha picado? El hombre le sujetó las muñecas sobre el pecho apartó con brusquedad la sábana, metió la mano debajo del camisón y comenzó a soltar los botones de los calzones de la mujer.

– ¡Te mostraré qué bicho me ha picado!

– No, Gideon, por favor. Hace calor, y estoy muy cansada.

– En realidad, no me importa si lo estás, Levinia. Creo que un hombre tiene derecho, una vez cada tres meses, y esta noche se cumplen esos tres meses.

Cuando ella comprendió que estaba empeñado en hacerlo, dejó de resistirse y permaneció lacia como una rama de un sauce, el tronco rígido y las piernas tal como las había colocado el hombre, y soportó esa ignominia que acompañaba los votos conyugales. En mitad de esa dura prueba, Gideon intentó besarla, pero la boca de Levinia parecía sellada con cera.

Cuando finalizó la triste situación, Gideon rodó a un costado, suspiró y se durmió como un recién nacido, mientras Levinia yacía a su lado con la boca aún contraída y el corazón helado.


Agnes y Henrietta Barnett también tenían un biombo para vestirse en la habitación que compartían. Henrietta se cambió primero. Lo consideraba un derecho divino, pues había nacido primero. Tenía sesenta y nueve años, mientras que Agnes sólo sesenta y siete, y durante toda su vida se había dedicado a evitar que esta tuviese problemas. Yeso seguiría del mismo modo.

– Agnes, date prisa y apaga esa lámpara. Estoy cansada.

– Pero antes tengo que cepillarme el pelo, Etta.

Agnes fue hacia el tocador mientras se ataba el camisón en el cuello. Henrietta se recostó sobre las almohadas, cerró los ojos y toleró la luz sonrosada de la lámpara sobre ellos, escuchando a Agnes perder el tiempo con su modo lerdo de hacer las cosas, como siempre, y sin importarle que Henrietta permaneciera despierta.

Agnes se sentó, se quitó las horquillas del cabello gris rojizo, y empezó a cepillarse. Un mosquito comenzó a zumbar alrededor del globo de la lámpara, pero ella no le prestó atención y siguió cepillando y cepillando, con la cabeza ladeada. Tenía los ojos azul claro y el arco de las cejas era tan fino como cuando tenía veinte años aunque también el rico color caoba iba volviéndose gris. Tanto su rostro como su cuerpo eran delgados, de huesos finos y facciones delicadas que habían atraído una segunda mirada bien pasados los cuarenta. En la última etapa de su vida, la voz tenía un leve temblor, y los ojos, una expresión que concordaban con ella.

– Creo que el joven señor Du Val está enamorado de nuestra Lorna. – ¡Oh, Agnes, no digas tonterías! Tú crees que cada joven está enamorado de la muchacha con la que lo ven.

– Bueno, creo que es así. ¿No viste que esta noche salieron juntos a la terraza?

Henrietta se dio por vencida y abrió los ojos.

– No sólo los vi, sino que también los oí y, para tu información, fue ella la que propuso salir; pienso hablar con Levinia al respecto. ¡No sé a dónde iremos a parar si una niña de dieciocho años se comporta con semejante atrevimiento! ¡Es sencillamente inaceptable!

– Etta, nuestra Lorna no es una niña, ya es una mujer. ¡Si yo tenía apenas diecisiete cuando el capitán Dearsley se me declaró!

Henrietta se dio la vuelta pan quedar de cara al otro lado, y dio una palmada a la almohada

– Oh, tú y tu capitán Dearsley cómo parloteas sobre él.

– Nunca olvidaré lo que parecía con el uniforme, esa noche, con la trencilla dorada de las charreteras brillando a la luz de la luna, y…

Henrietta le hizo coro:

– … “Y los guantes, blancos como el lomo de un cisne.” Agnes, creo que si lo escucho una vez más, vomitaré. Miró por encima del hombro-. ¡Y ahora, apaga el gas y métete en la cama!

Agnes siguió cepillándose, con aire soñador.

– Se habría casado conmigo si hubiese vuelto de la guerra en la India. Oh, sí. Y tendría una casa tan elegante como esta, tres hijos y tres hijas, y llamaría Malcom al primero, y Mildred a la segunda. El capitán Dearsley y yo hablábamos de hijos… El decía que quería una familia grande, y yo también. Claro que, a estas alturas, nuestro Malcom tendría unos cuarenta años y yo sería abuela. Imagínate, Etta: ¡yo, abuela!

Henrietta hizo una mueca exasperada.

– Ah, sí -suspiró Agnes.

Dejó el cepillo y empezó a hacerse una cola suelta.

– Trénzate el cabello -le ordenó Henrietta.

– Esta noche hace demasiado calor.

– Agnes, una dama se trenza el cabello por la noche. ¿Cuándo lo aprenderás?

– Si me hubiese casado con el capitán Dearsley, estoy segura de que muchas noches no me habría trenzado el pelo. El me pediría que lo dejara suelto y yo le habría complacido.

Cuando terminó de atarse el pelo, Agnes apagó la lámpara, fue hasta la ventana que daba al invernadero y al patio lateral, donde el jardín de rosas de Levinia esparcía un olor embriagador en el aire nocturno. Corrió la cortina, escuchó el sonido de la fuente, respiró hondo y fue descalza hasta la cama tallada donde se acostó junto a su hermana, como lo hacía desde que tenía memoria.

A través de la pared, escuchó los sonidos ahogados de las voces que llegaban del cuarto vecino.

– Oh, caramba -murmuró Agnes- parece que Gideon y Levinia todavía están discutiendo.

De pronto, la agitación cesó y comenzó un golpeteo rítmico contra la pared que dividía ambos cuartos.

Henrietta alzó la cabeza, escuchó un instante y luego se volvió hacia su lado y se puso la almohada sobre la oreja.

Agnes quedó tendida de espaldas contemplando las sombras de la noche, escuchando, y sonriendo, melancólica.


En el dormitorio, al otro lado del pasillo, Jenny Barnett estaba sentada con las piernas cruzadas sobre la cama de su hermana, Daphne. Estaban vestidas con ropa de dormir, y ya habían apagado la luz. Jenny ya había olvidado la pelea entre mamá y papá y parloteaba sobre su tema preferido.

– Lorna es afortunada. -Jenny se dejó caer de espaldas, se acarició el pelo con la mano, y dejó una pierna colgando por el borde del colchón, balanceando su pie desnudo-. ¡El es taaaan apuesto…!

– Lo contaré.

– Si lo haces, yo contaré que fumaste detrás del invernadero.

– ¡No lo hice!

– ¡Sí, lo hiciste! Theron te vio y me lo contó. Tú con Betsy Whiting.

– ¡Mataré a Theron!

Jenny siguió balanceando el pie.

– ¿No te parecen adorables el bigote y la barba de Taylor?

– Los bigotes me parecen aburridos.

Jenny rodó boca abajo y apoyó la mejilla sobre las manos juntas.

– A Taylor le quedan bien. -Lanzó un gran suspiro-. Por Dios, daría cualquier cosa por estar en el lugar de Lorna. Theron dice que Taylor la besó en el jardín de rosas la semana pasada, cuando volvieron del chautauqua.

– ¡Oh, caramba! ¡A mí no me sorprenderías besando a Taylor Du Val! ¡No me pescarías besando a ningún muchacho! Los muchachos son desagradables.

– Yo besaría a Taylor. Hasta le daría un beso con la boca abierta.

– ¡Con la boca abierta! Jenny Barnett, irás al infierno por decir una cosa así.

Jenny se sentó con las piernas cruzadas. Dejó caer la cabeza hacia atrás y el pelo le cayó hasta la cintura, unió las manos y las estiró hacia el techo, proyectando los pechos hacia adelante bajo el camisón de canesú redondo.

– No, no lo haría. Sissy me dijo que todos, cuando nos hacemos mayores, besamos así. Incluso meten la lengua en la boca del otro.

– ¡Le contaré a mamá que dijiste eso! Jenny dejó caer los brazos y los estiró hacia atrás, sobre la cama.

– Vamos, díselo. Sissy dice que todos lo hacen. Sissy Tufts era la mejor amiga de Jenny y tenía la misma edad.

– ¿Y Sissy qué sabe?

– Sissy lo hizo. Con Mitchell Armfield. Dice que es muy excitante.

– Estás mintiendo. Nadie haría algo tan horrible.

– Oh, Daphne… -Jenny se levantó de la cama y, con los hombros hacia atrás y los dedos de los pies estirados como una bailarina cruzando el escenario hacia el príncipe, prosiguió-: ¡Eres una chiquilla! Se dejó caer en el asiento junto a la ventana, donde caía la luz de la luna, espesa como la crema. Como una diva moribunda, enlazó los brazos alrededor de la rodilla levantada, y apoyó en ella la mejilla.

– ¡No lo soy! ¡Sólo tengo dos años menos que tú! Jenny giró sobre las nalgas haciendo un semicírculo, guiándose por unas cuerdas imaginarias que tocaban Chaikovsky.

– Bueno, lo que yo sé es que si un muchacho quiere besarme, yo lo dejaré probar. Y si quiere ponerme la lengua en la boca, también probaré eso.

– ¿En serio crees que Lorna hizo eso con Taylor? Jenny dejó de bailar, subió los pies al asiento y plegó las manos sobre los pies desnudos.

– Theron los vio con los prismáticos.

– Theron y sus estúpidos prismáticos… Ojalá la tía Agnes nunca se los hubiera regalado. Los lleva a todos lados, los saca y apunta a mis amigas, lanza esas risitas burlonas y dice: "El ojo sabe". Para serte sincera, es muy fastidioso.

Permanecieron sentadas un rato, pensando en lo tontos que podían ser los hermanos de doce años y preguntándose cuándo llegaría para ellas el tiempo de los besos.

En un momento dado, Jenny interrumpió el silencio:

– Eh, Daph.

– ¿Qué?

– ¿Dónde te parece que se pone la nariz cuando un muchacho te besa?

– ¿Cómo puedo saberlo?

– ¿Crees que se interpondrá?

– No lo sé. Nunca se pone en el camino cuando las tías me besan.

– Pero eso es diferente. Cuando te besa un muchacho, es más largo. Las dos pensaron en silencio unos momentos, y Jenny dijo:

– Eh, Daph…

– ¿Qué?

– ¿Y si los muchachos lo intentaran con nosotros, y no supiéramos qué hacer?

– Lo sabremos.

– ¿Cómo sabes que lo sabremos? Creo que deberíamos practicar.

Daphne captó la intención de la hermana y no quiso saber nada:

– ¡Ah, no, conmigo no! ¡Ve a buscar a otra persona!

– Pero, Daph, tú también algún día besarás a un muchacho. ¿Acaso quieres ser una tonta que no sabe absolutamente nada de eso?

– Prefiero pasar por una tonta que practicar besos contigo.

– Vamos, Daphne.

– Estás loca. Pasaste demasiado tiempo mirando a Taylor Du Val con la boca abierta.

– Haremos un pacto. No se lo diremos a nadie mientras vivamos.

– No -se obstinó Daphne-. No lo haré.

– Supongamos que es David Tufts el que intenta besarte por primera vez, y tu nariz choca con la de él y haces el ridículo si intenta meterte la lengua en la boca.

– ¿Cómo sabes lo de David Tufts?

– Lorna no es la única víctima de los prismáticos de Theron.

– David Tufts nunca intentará besarme. Lo único que hace es hablarme de su colección de insectos.

– Quizás este verano no, pero en algún momento lo hará.

Daphne reflexionó y llegó a la conclusión de que tal vez Jenny tuviese algo de razón.

– Oh, está bien. ¡Pero note abrazaré!

– Claro que no. Haremos como Sissy y Mitchell. Cuando sucedió, estaban sentados en la hamaca del porche.

– ¿Y qué tengo que hacer? ¿Ir a sentarme al lado tuyo?

– Por supuesto.

Daphne se levantó de la cama y se sentó junto a su hermana. Se quedaron así, sentadas-juntas, con los dedos de los pies descalzos sobre el suelo y el cabello iluminado por la luz de la luna. Se miraron y rompieron en risitas, y después quedaron calladas, inseguras, sin moverse.

– ¿Crees que tendremos que cerrar los ojos, o qué? -preguntó Daphne.

– Supongo que sí. Sería vergonzoso hacerlo con los ojos abiertos, como mirar el ojo de un pez cuando estás sacándolo del anzuelo.

Daphne dijo:

– Bueno, hagámoslo, entonces. Date prisa. Me siento estúpida.

– Está bien, cierra los ojos e inclina un poco la cabeza,

Las dos ladearon la cabeza y estiraron los labios como si fuesen tripas de salchichas que hubiesen estallado al cocinarse. Se rozaron los labios, se apartaron y abrieron los ojos.

– ¿Qué te pareció?

– Si así son los besos, prefiero mirar la colección de bichos de David.

– Fue decepcionante, ¿verdad? ¿Crees que tendríamos que probar otra vez, y tocarnos la lengua?

Daphne pareció indecisa.

– Bueno, de acuerdo, pero antes sécate bien la lengua en el camisón.

– Buena idea.

Las dos se secaron enérgicamente la lengua con el camisón, después inclinaron la cabeza, cerraron los ojos con fuerza y se besaron como suponían que debía hacerse. Tras dos segundos de contacto, a Daphne se le escapó un resoplido de risa por la nariz.

– ¡Basta! -la regañé Jenny-. ¡¡Me llenaste de mocos!!

Pero ella también reía tanto que se echó hacia atrás, apartándose de su hermana.

Daphne escupió en una parte del camisón y se limpié la lengua como si hubiese tragado veneno.

– ¡Oh, qué horrible! ¡Si así son los besos, prefiero comerme la colección de bichos de David Tufts!

Se reían tan fuerte que se apretaban el estómago doblándose de risa, rodando sobre el asiento de la ventana, bajo la luz de la luna. Acurrucadas sobre las almohadas con los pies al aire tibio que se escurría por las ventanas abiertas, se convirtieron en dos jóvenes sílfides que pisaban el umbral de la feminidad y vacilaban en cruzarlo sabiendo que pronto lo harían, confiando en que cuando ocurriese estarían preparadas. Sus camisones de zaraza, con dibujos de ramitas, formaban dos charcos de luz azul sobre el azul más oscuro en que yacían en poses sueltas, ya silenciosas y cansadas, mientras el intento de beso se disolvía en un recuerdo gracioso que iría a parar a la herencia de los hijos de ambas. En un momento, Jenny contemplé las estrellas.

– Me pregunto si sólo resulta cuando lo haces con un muchacho.

– Yo también -admitió Daphne, mirando las estrellas como su hermana.

Allá afuera, en la orilla del lago, las olas suaves lamían la arena. Las ranas formaban el pulso de la noche con su canto disonante. De los jardines ascendía el perfume de las rosas de mamá y el murmullo de las fuentes. A lo lejos, se oía el tren que traqueteaba trayendo una carga de veraneantes de regreso desde Saint Paul. En su bendita inocencia, Jenny y Daphne se durmieron sintiendo en las lenguas, no el sabor de los besos de los amantes, sino el almidón de sus respectivos camisones.


En su propia habitación, con la lámpara siseando aún, y rodeado por la parafernalia náutica, Theron Barnett estaba tendido de espaldas en la cama cuya cabecera y pies tenían forma de timón de barco. Apoyaba el flaco tobillo derecho sobre la rodilla izquierda levantada, y tenía la camisa de noche enrollada alrededor de las caderas. En la mano derecha, sostenía unos anteojos de bronce extendidos en su máxima longitud. Los movía en el aire haciendo sonidos de flatulencias con la boca, al mismo tiempo. El invierno pasado, había estudiado la Guerra Civil, y estaba fascinado con la batalla entre el Monitor y el Merrimack.

– ¡Prrr!

Imitando un motor, hizo sumergirse y girar los anteojos hasta que los brazos le quedaron colgando por el lateral de la cama de cara al suelo, con la barbilla incrustada en el borde del colchón. Alzó los pies descalzos, los agité, los cruzó, canturreé un poco y se puso a juguetear con los anteojos abriéndolos y cerrándolos una y otra vez. De repente, se incorporé, se arrodillé en medio de la cama y, guiñando un ojo, miró por el catalejo de bronce al papel de la pared: ante sus ojos se cernía un bergantín con las velas plegadas.

– ¡Ah, del barco! ¡El bergantín fueron diez grados a proa!

No tenía idea de lo que significaban esas palabras. Hizo girar los anteojos alrededor del cuarto y descubrió una armada completa rodeando su navío.

– ¡Hombres, a la artillería! ¡Todos a cubierta!

Una descarga de artillería disparé a su barco y Theron cayó, con los párpados cerrados y trémulos, sus dedos se aflojaron y soltaron los prismáticos.

Cuando cayó exhausto sobre la cama deshecha, oyó las risitas de sus hermanas en el cuarto vecino. Se puso de pie sobre la cama, tomó el brazo de la lámpara de gas, la apago, fue de prisa a la ventana y abrió la cortina, probando los prismáticos en' la ventana de sus hermanas que daba a la bahía, y que se encontraba en la misma fachada que la suya propia. Pero la ventana de las hermanas estaba oscura, y no pudo ver otra cosa que cortinas blancas y el vidrio negro.

Desilusionado porque él, Black Barnett, el temido y odiado espía yanqui, esa noche no presenciaría ninguna artimaña, dejó los prismáticos sobre el asiento de la ventana y se encaminó hasta la cama, bostezando.


El ritual de los domingos por la mañana en Rose Point Cottage comenzaba a las ocho con el desayuno, y seguía con la Iglesia, a las diez. Lorna se despertó a las seis y media, se incorporó, miró el reloj y saltó de la cama.

La señora Schmitt había dicho que los criados quedaban libres en cuanto terminase el desayuno, y eso significaba que tendría que acorralar a Harken antes de las ocho, si quería que le respondiese a sus preguntas.

A las siete cuarenta y cinco, ya vestida y peinada como para ir a la Iglesia, Lorna entró otra vez en la cocina por la escalen trasera de los criados. Glynnis, la doncella que servía en el comedor, acababa de volver de la despensa con una pila de platos limpios. La señora Schmitt estaba preparando los huevos; la ayudante pelirroja exprimía espinacas en un tamiz, y la otra picaba hierbas sobre la tabla de picar. Harken, apoyado sobre una rodilla, troceaba el hielo con una picadora.

– Discúlpeme -dijo Lorna, deteniendo otra vez todas las acciones.

Tras el primer sobresalto, la señora Schmitt recuperó el habla.

– Lo siento, señorita, el desayuno aún no está listo. Pero estará sobre la mesa a las ocho en punto.

– Oh, no vine por el desayuno. Quiero hablar con Harken.

Harken dejó caer una astilla de hielo en un cuenco de cristal, y se levantó lentamente, secándose la mano en los pantalones.

– ¿Sí, señorita? -dijo con cortesía.

– Quiero que me explique cómo puede ganar mi padre la carrera el año que viene.

– ¿Ahora, señorita?

– Sí, si no le molesta.

Harken y la señora Schmitt intercambiaron miradas antes de que los ojos de la mujer se posaran en el reloj.

– Bueno, señorita, me encantaría, pero ahora Chester todavía no ha vuelto y tenemos que terminar de preparar el desayuno a las ocho, y tengo que ayudar a la señora Schmitt.

Lorna también dio un vistazo al reloj.

– Oh, sí, qué tonta soy. Entonces, quizá pueda más tarde. Seguirá siendo importante.

– Por supuesto, señorita.

– ¿Después de la Iglesia?

– En realidad… eh…

Se aclaró la voz y pasó el peso de un pie a otro. Rodeó con el pulgar el extremo aguzado de la picadora del hielo.

La señora Schmitt reanudó la preparación de los huevos y señaló:

– Es su día libre, señorita. Pensaba ir a pescar. Chicas -les dijo a las criadas-, terminen con esas hierbas y con la espinaca, vamos, dense prisa.

Las dos muchachas empezaron a meter las espinacas en moldes con forma de barcos, y Lorna comprendió que estaba estorbándolos. Le dijo a Harken:

– Oh, claro, no me atrevería a molestarle en su día libre. Pero quisiera oír más acerca de su plan. Sólo llevará unos minutos. ¿Irá a pescar aquí, en el lago?

– Sí, con el señor Iversen.

– ¿Con nuestro señor Iversen? ¿Se refiere a Tim?

– Sí, señorita.

– ¡Eso lo arregla todo! En cuanto regresemos de la Iglesia, conduciré el laúd, el barco pequeño, hasta el barco de Tim, y así podremos hablar unos minutos y a usted le quedará toda una tarde de pesca. ¿No le parece agradable?

– Sí, por supuesto, señorita.

– Entonces, estamos de acuerdo. Lo veré en el barco de Tim en cuanto pueda escapar.

Cuando Lorna se fue, la señora Schmitt lanzó a Harken una mirada de soslayo. Estaba batiendo salsa de queso y la doble papada se movía como las barbas de un pavo.

– Será mejor que te fijes en lo que haces, Jens Harken. Casi pierdes el empleo en esta semana; esta vez, lo perderías seguro. Y yo no podré salvarte.

– Pero, ¿qué tendría que haber hecho? ¿Rechazarla?

– No sé, pero ella es el ama, y tú el criado, y nunca deben mezclarse. Será conveniente que no lo olvides.

– No vamos a escabullimos para vemos en secreto. A fin de cuentas, Iversen estará ahí.

La señora Schmitt resopló y dejó con un golpe la cuchara de madera.

– Lo único que digo es que tengas cuidado con lo que haces, jovencito. Tienes veinticinco, y ella dieciocho, y no está bien visto.


En el desayuno, Lorna sufrió una leve desilusión al ver que Glynnis servía el café en lugar de Harken. Esa mañana, papá y mamá estaban especialmente silenciosos. Jenny, Daphne y Theron parecían letárgicos por haberse acostado tan tarde la noche anterior. La tía Henrietta estaba concentrada indicándole a la tía Agnes cuánto debía comer, que tuviese cuidado con la salchicha muy condimentada pues, si comía mucho, le produciría dispepsia. Como de costumbre, la tía Agnes charlaba con el personal.

– Caramba, gracias. Glynnis -dijo, cuando esta le sirvió el café-. ¿Cómo está hoy tu diente?

Levinia lanzó una mirada severa a Agnes, que no la vio, y le sonrió a la muchacha de toca y delantal blancos. No tenía más de dieciocho años, el rostro picado de viruelas, y la nariz que parecía un bollo inflado.

– Mucho mejor, gracias.

– ¿Tiene noticias de Chester?

– No, señora, desde que se fue, no sé nada.

– Qué pena que el padre esté enfermo.

– Sí, señora, pero es viejo. Chester dice que tiene setenta y siete.

Levinia se aclaró la voz, alzó la taza y la depositó con fuerza sobre el platillo.

– Glynnis, si no te mueves con esa cafetera, se me enfriará el desayuno.

– Oh, sí, señora.

Glynnis enrojeció y se apresuró a continuar las tareas.

Cuando salió, Henrietta regañó a su hermana:

– Por el amor de Dios, Agnes, me gustaría que controlaras tu impulso de conversar con las criadas. Es muy embarazoso.

Agnes la miró con expresión inocente.

– No sé por qué. Sólo le preguntaba a la pobre chica por su dolor de muelas. Y en cuanto a Chester, estuvo con nosotros muchos años. ¿No te importa que su padre esté enfermo?

Levinia dijo:

– Claro que nos importa, Agnes. Lo que quiere decir Henrietta es que no tenemos que conversar con los criados durante el desayuno.

Agnes replicó:

– Tú no, Levinia, pero a mí me gusta hacerlo. Esa Glynnis es una chica muy gentil. Por favor, Daphne, pásame la manteca.

Levinia alzó una ceja e intercambió una mirada con Henrietta.

Lorna fue al aparador y cuando se sirvió más frutas echó una segunda mirada al cuenco de cristal con hielo que estaba debajo, recordando a Harken de rodillas picándolo con la picadora, unos minutos atrás. Al volver a la mesa, dijo:

– Si nadie usará el laúd, me gustaría llevármelo, al volver de la Iglesia. ¿Puedo, papá?

Hasta el momento, Gideon no había dicho palabra. En ese momento, sin levantar la vista del plato donde cortaba y pinchaba un trozo de salchicha, dijo:

– Lorna, sabes que no apruebo que las mujeres naveguen.

Se metió la salchicha en la boca, engrasándose el bigote.

Lorna lo contempló, y se esforzó por conservar la calma. Si fuera por él, debería estar siempre con corsé, sentada a la sombra contemplando cómo se iba la vida, igual que mamá, y si bien podía discutirle, con su padre era mejor la persuasión. Mientras creyese que él tenía la última palabra, las mujeres de la casa tendrían una posibilidad de salirse con la suya.

– Me quedaré cerca de la orilla, y no saldré sin sombrero.

– Bueno, me imagino que usarás sombrero -intervino la tía Henrietta-. ¡Con un alfiler afilado!

La tía Henrietta jamás dejaba de advertir a sus sobrinas que siempre llevaran un alfiler con buena punta. Sostenía que era la única arma, y Lorna se preguntaba con frecuencia qué hombre en su sano juicio había hecho creer alguna vez a su tía que necesitaba semejante arma. Más aún, ¿qué hombre haría pensar así a Lorna en medio del lago White Bear, una tarde dominical de sol radiante?

– Me cercioraré de que sea afilado -aceptó con falsa sumisión-. Y estaré de regreso en casa a la hora que tú digas.

Gideon se limpió el bigote y observó a su hija mientras agarraba la taza de café. Lorna se dio cuenta que estaba de mal humor.

– Puedes llevarte el bote de remos…

Cuando Gideon, por indiscreción de Theron, se enteró de que Lorna había obligado a uno de los muchachos, Mitchell Armfield, a que le enseñara a navegar en el falucho, tuvieron un terrible altercado.

– ¡El bote de remos…! -gimió-. ¡Pero, papá…!

– El bote, o nada. Dos horas. Y llevarás salvavidas. Si llegaras a volcar, con esas faldas te irías derecho al fondo como si tuvieses un anda.

– Sí, papá -admitió. Y le dijo a la madre-: Se me ha ocurrido que, si te parece bien, podría llevar un canasto para comer en el bote.

Como el domingo sólo estaban los criados imprescindibles y las comidas del mediodía y de la noche estaban constituidas por alimentos fríos, era el día más conveniente para eso.

– Está bien -aceptó Levinia-. Pero me preocupa que estés en el agua tú sola.

– ¡Yo puedo acompañarla! -intervino Theron, esperanzado.

– ¡No! -exclamó Lorna.

– ¡Por favor, mamá! ¿Puedo?

Debajo de la mesa, Theron, ansioso, juntó las rodillas.

– Madre, lo llevé conmigo a la ciudad esta semana, aunque hubiese preferido ir sola, y fue con Taylor y conmigo la otra noche, al concierto de la banda. ¿Tengo que llevarlo otra vez?

– Lorna tiene razón. Esta vez, puedes quedarte en casa.

Lorna exhaló un suspiro de alivio y se apresuró a terminar el desayuno antes que los demás.

– Voy a avisar a la señora Schmitt.

Bebió el último sorbo de café y salió de prisa antes de que alguien cambiase de idea.

Jens Harken estaba en la cocina cuando Lorna asomó otra vez la cabeza por allí. Estaba de rodillas junto a la caja para el hielo quitando el recipiente en que se recogía el agua. Cuando la puerta del pasillo se abrió, alzó la vista y se encontró con la de Lorna. Los ojos eran tan azules como ella los recordaba, el rostro apuesto, los hombros anchos.

Se levantó, sosteniendo el ancho recipiente con agua que se balanceaba, y le dirigió un saludo silencioso con la cabeza mientras se dirigía a la puerta trasera para arrojar el agua al jardín.

– ¿Señora Schmitt? -llamó Lorna, tratando de atisbar por la rendija de la puerta.

La cocinera vino corriendo desde la despensa, donde estaba contando la cubertería de plata, en ausencia de Chester.

– Oh, señorita, es usted otra vez.

– Sí.

Lorna le lanzó una sonrisa, al comprender que lo que iba a pedir acortaba las pocas horas libres de que gozaba el personal de la cocina por semana. Harken estaba de vuelta y se arrodillo para poner otra vez la fluente.

– ¿Podría prepararme un cesto antes de irse? Unas pocas cosas del buffet del mediodía que pueda llevarme en el bote.

– Claro, señorita.

– Déjelas junto a la puerta trasera, y yo vendré a buscarlas antes de irme.

– Muy bien. Procuraré poner un par de esos pasteles de grosella que tanto le gustan.

– ¿Cómo lo sabe?

– Señorita, el personal comenta. Sé casi todas las comidas que le gustan, y también las preferidas de todos los integrantes de la familia.

Lorna sonrió otra vez.

– Bueno, gracias, señora Schmitt, me encantará comer pasteles de grosella, y espero que disfrute de una linda tarde de descanso, ¿eh?

– Así será, señorita, y gracias a usted también.

Salió sin volverse a miras a Harken, aunque al cerrarse la puerta recordó perfectamente sus brazos fuertes que parecían leña de roble y recordó también las miradas hacia ella mientras hacía la tarea de la cocina.


Salió al mediodía con el cesto del almuerzo. Encaramado a la cabeza tenía un sombrero de paja toscana, sujeto por un alfiler recién afilado, como correspondía. Le caían por la espalda las cintas azul claro, del mismo color que las rayas de la falda de satén. Para calzarse, había elegido un par de Prince Alberts de lona con refuerzos elásticos, que eliminaban la necesidad de los molestos ganchos para botones. A unos seis metros de la orilla, soltó los remos, se alzó las faldas y se quitó los zapatos, a los que siguieron las medias de hilo de Escocia y las ligas, que puso en el canasto. Retomó los remos y adoptó el rumbo guiándose por la costa, hacia donde estaba Tim Iversen, al otro lado del lago.

Tim Iversen en una de esas raras personas que caía bien a todos. Gracias a su trabajo, se las arreglaba para traspasar la brecha que separaba la clase alta de la baja pues, como fotógrafo, trabajaba para ambas. No era rico según los cánones de nadie, pero tenía una cabaña hecha por él mismo en el lago White Bear tiempo antes de que los ricos construyeran allí elegantes casas de veraneo. Llamaba Albergue del Abedul a la caballa, y tenía la puerta abierta para cualquiera que llegase. No sólo navegaba con los ricos sino que también cazaba, pescaba y se visitaba con ellos, y venía registrándolo todo en fotografías desde que los ricos decidieron convertir a White Bear en patio de juegos.

Del mismo modo, los trabajadores consideraban a Tim un amigo. De origen humilde, no los rechazaba. Más aún, era modesto y nada apuesto pues, de joven, perdió un ojo en un accidente en que intervino una flecha hecha con la ballena de un corsé, y usaba ojo de cristal. Sin embargo, el ojo sano le servía muy bien como fotógrafo de las dos clases sociales. No sólo había instalado un estudio en Saint Paul sino que había ganado prestigio como fotógrafo, viajando por todo el mundo con una cámara de doble lente, que sacaba fotos continuadas para el estereoscopio invadiendo todos los salones de Norteamérica y se había transformado en un pasatiempo nacional.

Pero a medida que Lorna se aproximaba al muelle de Iversen, la cámara de este no se veía por ningún lado. En cambio, sí estaban él y Harken con los pantalones enrollados, y colocaban una red barredera a poca profundidad, junto a la orilla. Todavía a cierta distancia, Lorna apoyó los remos y se puso las medias y los zapatos. Tomó otra vez lo remos, miró sobre su hombro y vio a Tim que la saludaba con la mano. Le devolvió el saludo. Harken, con la red en la mano, se limitó a mirar cómo se acercaba el bote.

Cuando llegó al muelle, los dos la esperaban con el agua por la rodilla para sujetarlo. Harken agarró el cabo para arrimar el bote al muelle, mientras Tim la saludó:

– Bueno, qué agradable sorpresa, señorita Lorna.

La muchacha se puso de pie, conservando el equilibrio pese al balanceo del bote.

– No es ninguna sorpresa, señor Iversen. Estoy segura de que Harken le dijo que yo venía.

– Bueno, sí, me lo dijo… -Iversen rió y saltó sobre el muelle para ofrecerle la mano- pero conozco la opinión de su padre acerca de las mujeres que navegan y, por lo tanto, supongo que tuvo problemas para salir.

– Como ve, tuve que conformarme con el bote -replicó Lorna, aceptando la mano de Iversen y saliendo del bote-. Y también tuve que prometer volver dentro de dos horas.

Hasta ese momento, había evitado mirar a Harken y lo hizo mientras él, en el agua a los pies de Lorna, amarraba el bote.

– Hola -le dijo con voz queda.

Harken alzó el rostro y la miró, haciéndole un guiño. Su cabeza rubia estaba descubierta y tenía los pantalones mojados casi hasta la ingle. La camisa blanca, arrugada, no tenía cuello y los tirantes rojos marcaban los hombros. Dio un último tirón al nudo.

– ¡Hola, señorita!

– Interrumpí la colocación de la red.

– Oh, no hay problema. -Lanzó una mirada que en realidad no llegó hasta la red, ni hasta el balde abandonados. Podemos terminar luego.

Lorna recorrió el muelle, iluminado por el sol, seguida por Iversen, que iba dejando sus huellas húmedas. Harken vadeó junto a ellos, por abajo. Convergieron en la orilla arenosa, donde el sol pegaba con fuerza y el agua plácida casi no se movía. La tarde era cálida y apacible. Alrededor, el chirrido de los saltamontes se articulaba en una sílaba aguda que no cesaba jamás. En el bosque cercano, hasta los arces parecían marchitos. Junto a la orilla, los sauces llorones parecían hundir la lengua en el agua para beber.

Lorna le preguntó a Tim:

– ¿Le dijo el señor Harten que vine a enterarme de cómo ganar la regata?

– Sí, me lo dijo, pero, ¿le dijo él que ya le llevó la idea a media docena de miembros del Club de Yates de White Bear y todos le dijeron que estaba loco? Lorna volvió otra vez la mirada al hombre rubio. -¿Lo está, señor Harken? -Quizá. Pero no creo.

– ¿Qué es, exactamente, lo que propone? -El diseño de un barco totalmente nuevo.

– Muéstreme.

Por primera vez, las miradas de ambos se encontraron, y Jens se preguntó por qué una muchacha tan preciosa como ella quería saber cosas sobre barcos. ¿Entendería? Había esbozado la idea ante navegantes mucho más experimentados que Lorna, y no creyeron en ella. Peor aun, si el padre se enteraba de ese encuentro clandestino, no cabía duda de que perdería el empleo, tal como se lo advirtió Hulduh Schmitt. Pero ahí estaba la muchacha, mirándolo expectante bajo la sombra del sombrero de paja, con una fina película de sudor en la frente y un atisbo de humedad en las sisas de las mangas abullonadas. De la cintura hacia abajo, era esbelta como una fusta pero, hacia arriba, había heredado el busto generoso de su madre. Un hombre tendría que tener dos vendas en los ojos para no advertir todo eso y, además, su hermoso rostro. Con todo, Jens Harken conocía su lugar. No tenía dificultad en cuidar las formas y tratarla con la deferencia que se esperaría de un criado de cocina, pero no podía dejar de lado la oportunidad de hablar respecto de su barco con otra persona más. El barco resultaría. Lo sabía con tanta certeza como sabía que no debería estar ahí, en ese muelle, descalzo junto a la señorita Lorna Barnett con su preciosa falda rayada y su sombrero encintado. Pero, ¿quién podía decir quién sería la persona que al fin lo escucharía? Bien podría resultar hasta esta muchacha rica aburrida que, tal vez, no estuviera haciendo otra cosa que divertirse con un criado. Por si las intenciones de la joven eran honestas, decidió mostrárselo:

– De acuerdo-respondió, recuperando el balde con peces. Dio tres pasos en el agua, lanzó al aire los pequeños peces y el agua del lago, y llenó otra vez el balde-. Mire -le aviso a Lorna antes de volcar agua sobre la arena, para formar una pizarra lisa y húmeda.

Cortó una rama de un arbusto cercano, y volvió junto a Lorna, donde se puso de cuclillas, haciendo equilibrio sobre un talón.

– Usted sabe un poco de navegación, ¿verdad? -preguntó, empezando a dibujar.

– Sí, un poco. Me escabullo cada vez que puedo.

Aunque sonrió, Jens mantuvo la mirada fija en la arena.

– Esta es la clase de barco que su padre pilota ahora. Es una balandra, y usted sabe cómo son las balandras por abajo… -Trazó una aleta inferior profunda-. Esta forma de quilla significa que toda esta zona, desde aquí… hasta aquí -dibujó la línea del agua- desplaza agua. Al mismo tiempo, cuando se usan para carreras, llevan muchas más velas y, para compensar, hay mucho más hierro y plomo atornillado en la quilla, como lastre. Y como ni siquiera eso impide que vuelquen, ponen sacos de arena y la tripulación va de una banda a otra cada vez que se balancea, ¿entiende?

– Sí, sé todo lo que respecta al lastre de arena.

– Muy bien, ahora imagine esto… -Apoyé las dos rodillas en la arena y dibujé, con entusiasmo, otro barco-. Una chalana, un lanchón pequeño y liviano, de fondo casi plano que se desliza sobre el agua, en lugar de surcada. Un casco que planea sobre el agua contra uno que se desplaza, de eso estamos hablando. Una nave de doce metros que pese, digamos, unas ocho toneladas con casco de desplazamiento, sólo pesaría unas dos toneladas y media con el casco plano. Ahorraríamos todo ese peso.

– Pero, si no usa lastre de plomo, ¿qué impedirá que se incline?

– La forma. -Ya animado, lanzó a Lorna una mirada fugaz y dibujé una tercera figura-. Imagínese que tiene la forma de un cigarro pisoteado. Sólo tendría algo menos de un metro desde la parte superior de la cubierta hasta el fondo del casco.

– ¿Tan plana?

– No sólo eso, nos desharemos de ese largo bauprés, pues ya no lo necesitaremos para sujetar las amuras de esas velas tan desproporcionadas. Emplearíamos velas mucho más pequeñas.

– Pero, al estar tan cerca del agua, ¿no se hundiría de nariz?

– No.

– Le costará bastante convencer de eso a mi padre.

– Puede ser, pero tengo razón. ¡Sé que es así! Aunque el casco del barco sea plano, aun así tiene contorno -señaló el cigarro aplastado- y, por ser planeadora, tiene mucha alzada natural. Cuando corra a favor del viento, la proa se levantará en lugar de hundirse; y cuando navegue ciñendo al viento, quedará lo bastante elevada para que haya muy poca superficie húmeda, al contrario del antiguo diseño, en el cual el casco está por completo en el agua, provocando un tremendo arrastre.

Se interrumpió para tomar aliento y se sentó con las manos sobre los muslos, mirando a Lorna a los ojos. Los de él, que apresaban el radiante sol veraniego, brillaban tanto como el cielo contra el cual se recortaba, y parecía faltarle el aliento por la excitación.

– ¿Cómo sabe todo eso?

– No sé cómo, sólo sé que es así.

– ¿Estudió usted?

– No.

– ¿Y entonces?

Jens aparté la mirada, arrojó la vara con la que estuvo dibujando y se sacudió las manos.

– Soy noruego. Creo que lo llevo en la sangre y, además, navego desde niño. Mi padre me enseñó y a él, mi abuelo.

– ¿Dónde?

– Primero, en Noruega; después de inmigrar, aquí.

– ¿Inmigraron?

Jens asintió.

– Cuando yo tenía ocho años.

Por eso no tenía acento. Hablaba un inglés bien pronunciado, pero al observar el perfil, Lorna vio con claridad las nítidas líneas nórdicas del rostro: nariz recta, frente alta, boca bien formada, cabello rubio y esos perturbadores ojos azules.

– ¿Su padre está de acuerdo con usted?

Le lanzó una mirada pero no respondió.

– Me refiero al barco -aclaré Lorna.

– Mi padre murió.

– Oh, lo siento.

Jens levantó otra vez la vara y la clavó, distraído, en la arena.

– Murió cuando yo tenía dieciocho, en un incendio en el astillero donde trabajaba, en New Jersey. En realidad, yo también trabajaba allí, y traté de convencerlos de que me escuchasen, pero se rieron de mí como todos los demás.

– ¿Y su madre?

– Murió, antes que mi padre. Pero tengo un hermano, allá en New Jersey. -Sonrió de nuevo, esta vez con cierto aire malicioso-. Le dije que vendría a Minnesota y encontraría a alguien que me prestara atención, y cuando me hiciera rico y famoso diseñando los barcos más veloces que hubiese sobre el agua, él podría venir a trabajar para mí. Está casado y tiene dos niños pequeños, y para él no es fácil moverse. Pero, acuérdese de lo que le digo: algún día le haré venir.

Estaban los dos arrodillados, concentrados uno en el otro, sin advertir el paso del tiempo. La mano de Jens estaba inmóvil sobre la vara que emergía de la arena. La de Lorna se apoyaba sobre su propio muslo. Los ojos del muchacho estaban llenos de sol. Los de ella, bajo la sombra del ala del sombrero. Ella tenía un aspecto muy femenino con la blusa de cuello alto, de mangas inmensas. El, muy masculino con la camisa arrugada, los tirantes, y los pies descalzos. Por un momento, los dos estaban muy bellos y se admiraban mutuamente, por el simple placer de contemplarse.

Por fin, privé la decencia y Harken bajó la vista.

– Señorita Lorna, está ensuciándose la falda.

– Oh. -Se miró-. No es más que arena. Cuando se seque, la sacudiré. Entonces… -Se inclinó hacia el dibujo y lo recorrió con la yema del dedo-. Dígame, señor Harken, ¿cuánto costaría construirlo?

– Más de lo que tengo. Más de lo que podría conseguir del Club de Yates.

– ¿Cuánto?

– Unos setecientos dólares.

– Oh, sí, es mucho.

– Más aún porque suponen que se volcará y se hundirá.

– Debo confesarle que hay una parte que me resulta difícil de entender: lo relacionado con la superficie húmeda. Explíquemelo otra vez, para que yo pueda convencer a mi padre.

Jens compuso una expresión sorprendida.

– ¿En serio?

– Lo intentaré.

– ¿Le dirá que estuvo aquí, hablando conmigo?

– No. Le diré que estuve hablando con el señor Iversen y que él cree que resultará.

Los labios de Harken dibujaron una muda "O" que duró un momento, hasta que dijo:

– ¡Es usted una joven valiente!

Lorna se encogió de hombros.

– No creo. Dígame, señor Harken, ¿oyó hablar del novelista Charles Kingsley?

– No, me temo que no.

– Bueno, el señor Kingsley sostiene que las mujeres de hoy padecen multitud de problemas de salud, con tres posibles orígenes: silencio, inmovilidad y corsés. Yo prefiero rechazar las tres cosas y estar sana; eso es todo. A mi padre no le agrada, pero de vez en cuando se cansa de regañarme y yo me salgo con la mía. Quién sabe, quizás esta sea una de esas ocasiones. Y ahora, señor Harken, explíqueme su barco otra vez.

Tras unos minutos de explicación se oyó una explosión cercana. Los dos alzaron la vista, y ahí estaba Iversen, rodeado de una nube de humo, sacando la cabeza de la capucha negra de su cámara Kodak, apoyada en un trípode, sobre la arena.

– ¡Señor Iversen, qué está haciendo! -exclamó Lorna.

– Tengo la impresión de que esos dibujos en la arena algún día serán históricos. Lo que hice fue registrarlos para la posteridad.

Lorna se incorporó sobre las rodillas y alzó una mano, en gesto de alarma.

– ¡Oh, no debe hacerlo!

Iversen sonrió.

– No se preocupe. No se la mostraré a su padre. Al menos no hasta que el barco esté construido y Jens haya cruzado el lago con él sin que se hunda. Después, no prometo nada.

Lorna se aflojó y se sentó sobre los talones.

– Bueno, está bien. Pero tiene que prometerme que, por ahora, tendrá esa fotografía escondida. Ya sabe cómo es mi padre. Después de la otra noche, no está precisamente contento con el señor Harken, y si pensara por un minuto que estuve aquí conversando con él, le daría un ataque. Tengo que convencerlo de que usted respalda a Harken y de que cree que este nuevo barco funcionará. ¿De acuerdo?

– Estoy convencido de que el barco navegará.

Lorna pasó la mirada de Iversen a Harken y otra vez al primero.

– Bueno, y entonces, ¿por qué no lo dijo?

– Lo dije. No me escucharon. Ya sabe qué clase de marinero soy.

Tenía la reputación de perder cada carrera en la que intervenía y, en una ocasión, realmente fue nadando detrás de su barco, afirmando que podía hacerlo andar más rápido si lo empujaba que si lo conducía. Incluso, con buen humor, bautizó a su barco Quizás.

Lorna se levantó y se acercó a Iversen.

– Bueno, ¿lo intentará otra vez conmigo? ¿Y con Harken, si papá accede a hablar con él?

– Creo que sí lo haré.

– ¡Oh, gracias, señor Iversen, gracias! -En un impulso, le dio un abrazo, pero se dio cuenta y adoptó una actitud recatada-. Oh, lo siento. No le diga a mi madre que hice eso.

Iversen rió.

– Tampoco a tía Henrietta. -Cuando se apagó la risa de Iversen, se hizo silencio -¡Bien! -dijo, bajando los brazos y uniendo las manos sobre la falda-. Tengo un cesto con el almuerzo, y estoy hambrienta. Caballeros, ¿les gustaría compartir conmigo una comida ligera?

– ¿Preparada por la señora Schmitt? -repuso Iversen alzando las cejas-. No tiene que decirlo dos veces: recuerde que soy soltero.

Harken se había puesto de pie y estaba callado, junto a los dibujos. Lorna lo miró:

– ¿Señor Harken? -lo invitó, en voz más baja.

Lorna no tenía idea de lo encantadora que se veía, el sol cayendo sobre su barbilla en forma de corazón, y las cintas azules del sombrero detrás. Harken no necesitaba que nadie le dijera que no era en absoluto apropiado que hiciera picnic con ella. Pero Iversen estaba ahí con ellos, y sólo se trataba de una hora robada de la que su padre no tendría por qué enterarse… así lo esperaba Lorna. Además, después de ese día Jens Harken volvería a la cocina y Lorna Barnett a los juegos de croquet en el prado del Este, y ninguno de los dos se molestaría siquiera en recordar este encuentro imposible de una tarde calurosa de verano.

– Me parece bien -respondió Harken.

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