13

En el viaje de regreso en tren, Jens se atormentó por haber dejado a Lorna. Pero, ¿qué podía hacer? ¡El todopoderoso Gideon Barnett! Tendría que haber sabido que no podía esperar que reaccionara con simpatía si le rogaban comprensión. ¡Tendría que haberse llevado a Lorna, casarse con ella y después, decírselo a los padres!

Pero el hecho era que no fue así. Hizo lo correcto, lo honesto. Con resultados desastrosos.

¿Qué haría a continuación? ¿Invadir la casa? ¿Raptar a la novia? ¿Huir con ella? ¿Enfrentarse a Barnett y darle una paliza? (¡Qué agradable sería!)

El hecho era que Jens Harken no tenía idea de qué hacer, y volvió al hotel Leip y se quedó despierto rechinando los dientes hasta pasadas las cuatro de la madrugada.

Por la mañana adoptó dos decisiones: sacar el molde del barco del cobertizo de Gideon Barnett, y hablar con Tim Iversen, a ver si podía guardarlo donde él vivía. Se lavó, se vistió y bajó a desayunar, y se encontró con la novedad de que tendría que pagar si quería comer: Gideon Barnett ya le había cortado toda ayuda financiera.

Comió, pagó y tomó el tren de regreso a Saint Paul. Desde la estación, caminó hasta el estudio fotográfico de Iversen en la calle West Third. Aunque era la primera vez que iba, no tuvo dificultades en hallarlo y, al entrar, descubrió que se parecía más a un invernadero que a un estudio de fotografía. En todos lados había plantas: en la ventana, hacia la calle, en macetas sobre el suelo, helechos sobre la plataforma, al fondo. Los geranios florecían, las violetas desbordaban, los árboles en macetas prosperaban y los helechos caían en cascadas. Entre ellos, se ofrecían a la venta las cámaras Kodak patentadas por George Eastman y, en el otro extremo del salón, contra una pared cubierta de cortinas, había pequeños muebles que esperaban a los sujetos que se iban a fotografiar. Cerca de la ventana del frente, Iversen jugaba con una estéreo cámara que contenía dos lentes separadas entre sí unos siete centímetros y medio.

Al oír la campanilla de la puerta, estiró el cuello para acomodar el único ojo y sonrió de inmediato, adelantándose y sacando la pipa apagada de la boca.

– Caramba, si es mi amigo Harken. ¿Qué demonios haces aquí? ¿Perdiste tu barco?

– En efecto, así es. De eso vine a hablarte.

– Parece grave. ¿Qué pasó? Ven… entra, entra… quítate el abrigo y caliéntate junto a la estufa.

Quitándose el abrigo, Jens siguió a Tim hasta un calefactor ovalado contra la pared oeste del cuarto. Tim le sirvió una taza de café y acercó dos sillas.

– Bueno, será mejor que te lo cuente todo -dijo Jens, aceptando la taza y sentándose-. Barnett me echó y al barco conmigo.

Tim hizo una pausa para llenar la pipa.

– ¡No me digas! ¿Qué le pasó?

– Le pedí permiso para casarme con su hija.

Tim posó el ojo bueno en su amigo, lo escudriñó mientras encendía la pipa con un fósforo, y exhalaba una nube de humo fragante y apagaba la llama.

– Sí, me imagino que un ruego semejante sacaría de quicio a Gideon.

¿Dices que detuvo la construcción del torna D?

– Sí. Quiere que salga para siempre de su propiedad, dice que si pongo otra vez un pie en ella, lanzará la ley contra mí. Ya salí, pero no dejaré el molde del barco ahí. Pagué los materiales para hacerlo y él estuvo de acuerdo en que sería mío cuando el Lorna D estuviese terminado. Mi único problema ahora es encontrar un lugar donde guardarlo. Vine a pedirte si puedo ponerlo en tu cabaña hasta que tenga mi propio lugar.

– No veo por qué no. En este momento, no se usa para nada.

– Gracias, Tim.

– ¿Y tú? No creo que Gideon siga pagando tu alojamiento en el Leip.

– No. Lo cortó antes de que yo bajara esta mañana a desayunar. Para avisar tan rápido, debe haber enviado un telegrama.

– ¿Y qué vas a hacer?

– No sé. No estoy en la ruina, pero pensaba usar el dinero que ahorré para abrir mi propio astillero. Mi plan era esperar hasta la gran regata del año próximo, pero al parecer no tengo muchas posibilidades. Tengo que empezar ahora con el negocio.

Tim rió con el lado derecho de la boca y con el ojo sano.

– A veces, hace falta la adversidad para impulsar a un hombre a la acción. ¿Y qué pasó con Lorna? ¿Todavía piensas casarte con ella?

– Ya lo creo. ¡Nadie me separará de ella! ¡Nadie!

Tim se cruzó de brazos, se metió la pipa en la boca y dijo, sin sacarla:

– Por extraño que parezca, yo me siento, en parte, responsable por tu actual situación.

– ¿Tú?

– Vilo que pasaba entre tú y Lorna y más de una vez lo encubrí.

– Hubiese sucedido, con o sin el picnic en tu propiedad. Lorna y yo… bueno, entre nosotros hay un fuerte sentimiento, Tim, muy fuerte. Como si el destino nos hubiese impulsado a estar juntos. Y lo estaremos, pero primero tengo que establecerme como armador de barcos. Supongo que, a fin de cuentas, el viejo Barnett no me hizo tanto daño. Se habló tanto del Lorna D que todos en White Bear Lake saben quién soy. Tengo ahorrados unos cuatrocientos veinte dólares, y para el resto conseguirá un préstamo bancario. Tendría que encontrar a alguien que esté dispuesto a correr el riesgo conmigo. Necesito pedirte un único favor más: ¿podrías darme una o dos de las buenas fotos que le tomaste al barco la última vez? Quizá no tenga mucho dinero para invertir, pero tengo buenas ideas, buen sentido de lo que es un barco, y cuando le muestre esas fotografías al banquero verá por sí mismo que soy una buena inversión.

– Con que una o dos fotografías, ¿eh? -Tim dio una chupada a la pipa, colmando el aire con la fina fragancia, reflexionó, chupó, pensó y por fin dijo: Ven aquí.

Llevó a Jens hasta la cámara que había estado manoseando, cerca de la ventana del frente.

– ¿Ves esto? -Apoyó la mano con gesto cariñoso sobre la caja negra, que estaba sobre un trípode alto-. Podríamos decir que esta es mi Lorna D. -Con un ademán, abarcó todo el negocio-. Todo eso, los retratos, es lo que hago por obligación. Esto, lo hago por amor. Viajo por el mundo con mi cámara, captando todos los sitios que el hombre común jamás vería de otra manera que en la sala de su casa, a través del visor estereoscópico. ¿Sabes que estuve en Klondike? Imagínatelo. Y en México, en Palestina, en la Feria Mundial de Chicago, hace dos años. La semana que viene, salgo para Suecia y Noruega y, a finales del invierno, estaré en Italia y Grecia. Y de todos esos lugares traerá aquí, a mi patria, pequeñas imágenes gemelas; ¿sabes qué haré con ellas? No sólo las venderá aquí sino que también tendré mi equipo de vendedores que hacen dinero para mí en todo Estados Unidos, vendiéndolas puerta a puerta, para no mencionar a Sears y Roebuck, que envían catálogos por correo. Jens, soy rico, cosa que tal vez ya hayas adivinado. Pero no tengo esposa ni familia, nadie en quién gastar toda esa riqueza.

Hizo una pausa pan respirar.

"Ahora apareces tú. Y yo opino que eres un hombre muy inteligente, y has diseñado un barco estupendo que les demostrará a algunos de mis buenos amigos que deberían haberte prestado atención cuando se lo pediste. Necesitas respaldo. Yo tengo dinero. He aquí lo que te propongo:

"Sigue adelante, saca tu molde del cobertizo de Barnett, pero no lo dejes mucho tiempo en mi cabaña. De paso, la cabaña es tuya hasta la primavera, cuando yo vuelva de mis viajes. Es más frío que el infierno: tendrás que dejarte crecer la barba para que tu cara se mantenga tibia de noche, pero puedes abrazarte a la estufa, si es necesario, cocinar tu propia comida, bombear agua… ¿qué más puede necesitar un hombre? Cuando regrese en primavera, quiero que me la devuelvas…, sin compañera de cama, por favor.

"Entretanto, busca un edificio adecuado para Astilleros Harken: alquílalo, cómpralo, lo que prefieras, y pon a trabajar el molde. Tú invertirás trescientos dólares, y yo invertirá el resto, y comenzarás a construir esos cigarros aplastados con velas, y sospecho que en dos años, quizás uno, tendrás el astillero con más clientes de Minnesota. Lo arreglaremos de modo que cuando tengas ganancias me compres mi parte o me pagues, con un pequeño interés por las molestias. ¿Qué opinas?

Abrumado, Jens no pudo hacer más que mirar a su amigo.

– Bueno, di algo.

– No puedo. Me quedé mudo.

Tim rió para adentro; fue hasta la estufa, quitó la tapa, golpeó para vaciar la pipa y se la metió en el bolsillo. Volviéndose hacia Jens, exhibió la sonrisa del hombre que disfruta de ver a los otros atónitos.

– Bueno, ¿qué me dice, señor armador de barcos? ¿Abro una cuenta bancaria para usted?

– ¿Harías eso? ¿Harías todo eso por mí?

– No tanto. No puedo devolverte a tu chica. Eso tendrás que hacerlo por ti mismo.

– ¿Cómo que no puedes? ¡Con esto, se resolverá! ¿No lo entiendes? Lo único que necesitaba era un modo de mantenerla, y tú estás ofreciéndomelo.

– No subestimes a su padre. Jens. No sé cómo harás para hacerle cambiar de opinión, aunque te hicieras rico como el mismo Gideon, porque él nació rico, ¿entiendes? Eras inferior a él cuando lo conociste, y seguirás siéndolo. No, en tu lugar yo no pensaría en casarme con su hija salvo en contra de sus deseos, y eso sería desastroso para tus negocios. Los mejores amigos de él serán tus mejores clientes.

– ¿Y qué hay de ti? Tú eres su amigo. ¿No temes una venganza?

– No especialmente. Yo también nací pobre, y no quiero casarme con una de sus hijas. Si me rechazara, no me importaría. En cuanto a mis negocios, bueno, acabo de decirte que cuento con el apoyo de Sears y Roebuck, así como el de mi buen amigo George Eastman, del que tengo la venta exclusiva de sus cámaras en Minnesota. Seguro que se sabrá en el círculo del Club de Yates que yo apoyo tus negocios, pero si hay una cosa que la gente respeta es a las personas que saben hacer dinero. Cuando vean que tu empresa tiene éxito, nos felicitarán a los dos.

– Todos, menos Gideon Barnett -concluyó Jens.

– Todos, menos Gideon Barnett.

La conversación terminó con ese matiz de fatalidad, aunque Jens sintió nacer la esperanza. ¡Qué amigo había encontrado en Tim Iversen! ¡Qué hombre tan auténtico, bueno y con visión! Jens se sintió desbordar de gratitud. Se sintió como un padre al que otro salva la vida del hijo: no había gratitud suficiente. De todos modos, lo intentó estrechando a Tim con afecto cuando se despedían.

– No tengo modo de agradecerte. Eres un excelente amigo, y no te arrepentirás de arriesgarte conmigo. Trabajare duro para que mi armadero tenga éxito, ya verás.

– No necesitas decírmelo. Sé reconocer a un hombre con un sueño pues son de la mejor especie, la mejor inversión posible para hacer. Lo sé, porque yo soy uno de ellos y alguien me ayudó. Un tipo llamado Emil Zehring, amigo de mi padre. Ya murió y, por lo tanto, la única forma de agradecerle es continuar con la tradición, esperando que tú hagas lo mismo algún día, cuando alguien más joven y necesitado que tú necesite un impulso.

– Te prometo que lo haré.

– Bueno, ¿qué estás esperando? ¡Ve! ¡Empieza con ese astillero, y así podrás devolverme mi dinero!

Al dejar a Tim, Jens se encontró sonriendo. Sí, la vida había tomado un nuevo rumbo. Todo sería perfecto, si podía casarse con Lorna. Sin embargo, no se hacía ilusiones de ser bienvenido si se presentaba ante la puerta de las gárgolas y pedía verla. Decidió, más bien, escribirle para contarle las buenas noticias, enviándole la carta por medio de Phoebe, como habían acordado antes, y fijar un encuentro secreto.

Esa noche escribió:


Querida Lorna:

Pasaron muchas cosas desde que te vi, hace veinticuatro horas. No sé por dónde empezar. Primero, déjame decirte que te amo, y que nuestro futuro es más prometedor que nunca. La de anoche fue la peor noche de mi vida, y supongo que para ti también, pero no podemos permitir que eso nos desanime, en especial después de lo que ha sucedido hoy.

Fui a ver a Tim y, por increíble que parezca, me ayudará a establecer el negocio. Te escribo desde su cabaña. No sólo me dejó usarla durante el invierno sino que pondrá todo el dinero que necesite para empezar con el astillero. Ya recorrí White Bear Lake a lo largo y a lo ancho buscando un edificio vacío que sirva, pero en todos hay barcos guardados durante el invierno. Encontré un terreno que está en venta, y mañana Tim irá conmigo a verlo y. si le gusta, construiremos un edificio que será la sede de Astilleros Harken. No está lejos de la cabaña de Tim, entre ella y el club, en un agradable terreno que tendré que limpiar primero, pero no me molesta. Tengo espaldas anchas, y un hacha buena, y un noruego no necesita más para sobrevivir. Decidí construirlo yo mismo y ahorrar todo el costo de ese trabajo. Ben me ayudará, pues el almacén de maderas le dio licencia hasta la primavera. Otra buena noticia es que Ben encontró un aserradero que podremos usar para cortar las tablas, y así ahorraremos en la madera también. Será mucho trabajo, pero no me importa. Para la primavera, la construcción estará terminada, lista antes de que llegue el niño, y así cuando nazca, seré oficialmente constructor de barcos. ¿Qué te parece?

Te darás cuenta de que estoy muy entusiasmado:

Todo lo que queríamos se hará realidad. Lo único difícil es que tendremos que casarnos sin que se enteren tus padres. Lorna, al ver que te sacaban del cuarto como una criminal, se me rompió el corazón. No me dolió ni la mitad que me gritaran y me insultaran, como ver que te trataban a ti de ese modo. Ya veo que me equivoqué al imaginar que nos tratarían bien cuando supieran lo del niño, y no tenemos que volver a cometer el mismo error. De ahora en adelante, todos nuestros planes serán secretos. Ahora, mi dulce Lorna, tendremos que encontrarnos para hacer algunos arreglos. Pensé mucho en eso hoy, y creo que lo que tendrías que hacer es venir en el tren de las JO y media de la mañana, el próximo viernes. Saca pasaje para Stillwater en lugar de White Bear Lake. En esa ciudad te conocen muchas personas, y no quiero que tu padre se entere de esto. Cuando llegues a White Bear, yo subiré al tren y seguiremos juntos hasta Stillwater, al Palacio de Justicia de allí, y obtendremos la licencia de matrimonio. En Stillwater hay tantas iglesias que podremos elegir la que queramos para casarnos, y después podremos vivir en la cabaña de Tim durante el invierno, luego, en primavera, cuando esté terminado el astillero, tendrá un desván que podremos usar como casa hasta que estemos en condiciones de construir una verdadera casa en algún lado. Sé que representa un gran paso para ti vivir en una cabaña de troncos y en una buhardilla sobre un astillero, pero no será para siempre. Trabajaré más de lo que viste jamás trabajar a hombre alguno, para darte la clase de cosas que tú mereces, mi amor, y algún día tu padre se comerá sus palabras.

Acabo de leer lo que escribí y, ahora que lo pienso, creo que será mejor que tomes el tren el martes de la semana que viene, así daremos tiempo a que esta carta le llegue a Phoebe, y ella te la dé, y tú tengas tiempo de encontrar buenas excusas para salir de tu casa.

Bueno, Lorna Diane, eso es lo que haremos. Espero que estés de acuerdo con mis planes. Seremos muy felices. Te quiero mucho, querida muchacha, y también a nuestro niño. Dale al pequeño una palmada en la cabeza y dile que es de parte del papá y que este invierno, en mi tiempo libre, le haré una cuna de madera de nuestra tierra (al menos lo será algún día).

No estés triste. Sonríe, y piensa en la semana que viene, cuando seremos el señor y la señora Harken.


Tu amante futuro marido Jens


Despachó la carta al día siguiente y continuó con sus planes. A Tim le gustó el lote. Tenía unos buenos árboles que podrían aprovecharse, estaba cerca de la cabaña y, por lo tanto, podría vigilar su inversión cuando volviera en primavera, y estuviese funcionando.

Lo compraron.

Jens alquiló un carro de carga y fue al cobertizo de Rose Point a buscar sus moldes. Como encontró la puerta cerrada con candado, lo rompió, tomó lo que le pertenecía y lo abandonó con una sola pena: nunca tendría posibilidades de terminar el Lorna D, que parecía triste en las sombras del viejo cobertizo que ya comenzaba a oler a encierro por la falta de uso. Por última vez, posó la mano sobre el costado del barco y dijo: -Lo lamento, muchacha. Quizás algún día te vea en el agua. En la cabaña de Tim, metió su precioso molde en la cabaña, en contra de la sugerencia de su amigo, y apoyó las piezas contra la pared del cuarto principal, donde estaban a resguardo del clima y podía contemplar las por la noche e imaginarse los barcos a los que, algún día, les daría forma.

En el nuevo terreno, él y Ben instalaron la sierra y empezaron a cortar los árboles. Alquilaron un par de grandes y musculosos percherones a un granjero vecino y se pusieron a preparar las maderas con gran deleite para los dos: dos jóvenes noruegos con el aroma de la madera recién cortada en la nariz, el serrín sobre las botas, y caballos decentes.

A Jens le pareció que sólo en el Cielo un hombre podía ser más feliz.

El martes, se levantó temprano, calentó agua, lavó las sábanas de franela y las colgó para secarse de los moldes. Calentó otra tanda de agua y se lavó cada centímetro de la piel, se puso ropa interior limpia, el traje dominguero, una chaqueta abrigada, y una gorra con orejeras, y caminó los siete kilómetros hasta la ciudad, a esperar el tren de las diez y media.

Esperó cuando lo vio llegar, con el corazón saltándole en la garganta a cada latido. Mientras frenaba, pasó el peso del cuerpo de un pie a otro, apretando las manos dentro de los mitones, estrujando el pasaje de cartón. Vio pasar las ventanillas del coche buscando la sonrisa y el saludo de Lorna y preguntándose en qué vagón estaría.

Cuando los frenos de aire sisearon, los acoples entrechocaron y la plataforma vibró bajo sus pies, se quedó donde estaba, esperando verla aparecer en los escalones de uno de los últimos coches, saludándolo con la mano.

Esperó y esperó. Bajaron tres pasajeros. El mozo sacó el equipaje del tren y se lo llevó. El agente de la estación bajó un saco de correspondencia y se detuvo un momento a conversar amigablemente con el cargador. Arriba, sonó el silbato de vapor -y el guardia gritó:

– ¡Arriba! -y luego se inclinó para levantar la escalera portátil.

Jens gritó:

– ¡Un minuto! ¡Tengo que subir!

Corrió y subió los escalones en un par de saltos, con el corazón golpeándole fuerte. En el primer vagón, Lorna no estaba. Cuando entró en el segundo, sonó el silbato y el tren empezó a moverse, haciéndolo balancear sobre los talones. Se aferró del respaldo de un asiento, esperó a recuperar el equilibrio y después siguió hacia el próximo vagón, luego otro, sintiendo que crecía su desasosiego con cada asiento que pasaba. Cuando llegó al vagón carbonero, giró y volvió sobre sus pasos, hasta el de cola y, a mitad de camino, le picaron el pasaje.

Lorna no estaba en ninguna parte del tren.

Cuando por fin se hundió en un asiento y cedió al miedo trémulo que sentía en el estómago, ya habían recorrido un tercio del camino a Stillwater. Se quedó mirando fijamente por la ventana, meciéndose mientras el paisaje medio nevado de noviembre pasaba por la ventana. En los cruces, el tren soltaba un silbido agudo. Una mujer que estaba frente a él en el compartimiento le preguntó si se sentía bien, pero no la oyó. Por la ventana, vio a un zorro que corría por la falda de una colina lejana, con la cola recta tras de sí, pero el animal no vio a Jens que miraba fijamente, y pensaba y se hacía preguntas.

En Stillwater, entró en la estación y sacó pasaje para Saint Paul, después se sentó junto a una estufa de hierro, demasiado preocupado para advertir que la abrigada ropa interior de invierno lo hacía transpirar. El tren que volvía llegó poco después de mediodía. A la una cuarenta y cinco de la tarde, estaba de pie en la acera ante la casa de Gideon Barnett, en la avenida Summit, mirando ambas, la entrada de sirvientes y la principal, y preguntándose cuál le convenía más. Si entraba por la cocina, sin duda los amigos lo asaltarían con preguntas, y no estaba de ánimo para fingir alegría.

Se decidió por la entrada principal y alzó la mano hacia la aldaba en forma de gárgola mostrando los dientes.

Jeannette, una de las criadas del piso bajo fue la que abrió la puerta, y Jens la reconoció.

– Hola, Jeannette. Vine a hablar con la señorita Lorna. ¿Podrías ir a buscarla, por favor?

Jeannette, que nunca lo trató con cordialidad, en ese momento fue menos cordial aún. Cerró la boca. Abrió una rendija tan pequeña de la puerta que sólo se veía uno de sus ojos.

– La señorita Lorna se fue.

– ¿Se fue? ¿A dónde?

– No se me permite decirlo, ni puedo dejarte entrar. Esas son las órdenes.

– Pero, ¿dónde está?

– Fue a la escuela en algún lado, eso es lo que oí y, como sabes, no nos corresponde hacer preguntas.

– ¿A la escuela…, a mediados de noviembre?

– Ya te dije que no nos corresponde hacer preguntas.

– Pero, ¿nadie sabe?

– Entre los criados, no.

– ¿Y Ernesta? Ella debe saber, porque es la doncella de Lorna.

La única ceja visible de Jeannette se alzó, altanera.

– Te dije que la señorita se fue, y Ernesta no sabe más que yo. Buenos días, Harken.

Le cerró la puerta en la cara.

Con la sensación de que estaba viviendo una pesadilla, dio la vuelta hasta la puerta de la cocina. Estaba a medio nivel bajo el suelo, al bajar un tramo de escalones.

La señora Schmitt dijo:

– ¡Oh, eres tú otra vez!

Jens no desperdició palabras:

– ¿Sabe dónde está la señorita Lorna?

– ¿Yo? ¡Ja!

– ¿Sabe cuándo se fue?

– ¿Cómo voy a saberlo? La cocinera nunca ve otra cosa que las cuatro paredes de la cocina.

– Pregúnteles a los otros… alguien debe saber.

– Pregúntales tú mismo.

Estaba por hacerlo cuando se abrió la otra puerta de la cocina y entró Levinia Barnett, obviamente informada por Jeannette de la presencia de Jens. Fue derecho hasta él y le señaló la puerta.

– Ha sido despedido, Harken. Salga de mi cocina y deje de hacerle perder tiempo a mi personal.

Jens Harken había llegado al límite. Había sido denigrado, le habían gritado, insultado, lo habían echado y lo habían tratado como a una basura. Y ahora, esta mujer, esta bruja detestable, manipuladora, insufrible, le negaba información sobre el paradero de la mujer que llevaba en sus entrañas al hijo de él.

Aferró a Levinia Barnett de la muñeca y la sacó por la entrada de los sirvientes. La mujer soltó un grito y comenzó a aporrearlo y a clavarle las uñas en la cara.

– ¡Suélteme! ¡Suélteme! -Mientras ella gritaba, el joven cerró la puerta de un golpe-. ¡Socorro! ¡Mi Dios, que alguien me ayude!

Jens le cruzó los brazos y los aplastó contra los pechos, apretando a la mujer contra la pared de cemento. El vestido de seda se quedó enganchado y la clavó al muro como miles de púas de puerco espín.

– ¿Dónde está? ¡Dígamelo!

Levinia gritó otra vez, Jens la apretó más fuerte contra la pared. Se rompió una costura de la manga de la mujer. Dejó de gritar y los ojos parecían saltarle de las órbitas. El miedo le hizo abrir los labios delgados.

– ¡Escúcheme bien! -Aflojó el apretón-. No quiero lastimarla. Nunca en mi vida lastimé a una mujer, pero amo a su hija. Ella está embarazada de mi hijo. Cuando yo…

La puerta de la cocina se abrió y el nuevo criado, Lowell Hugo, apareció allí con sus ojos saltones y su figura flaca. Jens podría haberlo arrojado al suelo de un solo golpe en la cabeza pequeña y puntiaguda.

– ¡Suéltela! -exigió Hugo.

– ¡Entre otra vez y cierre la puerta!

Jens puso una mano en el pecho de Hugo y lo empujó dentro de la cocina. Hugo tropezó en el umbral y cayó de trasero.

Jens arrastró a Levinia Barnett por la pared, y cerró la puerta él mismo.

– ¡Ahora, escúcheme bien! No soy un hombre violento, pero si me quita a Lorna y a mi hijo, pelearé. La amo. Ella me ama. Al parecer, usted no lo entiende. De un modo u otro, nos encontraremos, y si cree que ella no me buscará con tanto empeño como yo, no conoce a su hija. Puede darle este mensaje a su marido: Jens Harken estuvo aquí, y volverá todas las veces que sea necesario hasta que encuentre a su hija. -La soltó con precaución, y retrocedió un paso-. Lamento lo del vestido.

Levinia Barnett estaba tan laxa por el miedo que pareció quedar suspendida de la pared sólo por los hilos de seda.

Se abrió de golpe la puerta de la cocina y emergió Hulduh Schmitt, blandiendo un palo de amasar.

– ¡Aléjate de ella! -gritó Hulduh, y atizó un buen golpe a Jens en la sien derecha.

El joven levantó un brazo para desviar el golpe, pero el impacto lo arrojó contra los escalones de cemento. Retrocedió a gatas.

– ¡Sal de aquí o te daré otro!

Jens se dio la vuelta y huyó.

Tras él, el personal de la cocina bullía alrededor de su reina, la sujetó cuando se le aflojaron las rodillas y la llevó otra vez a la cocina.


Una hora después, en la oficina, revestida de nogal del imperio maderero de Gideon Barnett, un escándalo subía de tono.

– ¡Señor, no puede entrar ahí! ¡Señor!

Jens Harken no hizo caso y pasó a zancadas entre los subordinados de Barnett, revisando una oficina encristalada tras otra, hasta que vio al mismo Barnett gordo y con aspecto de morsa, sentado tras el escritorio con dos hombres ante él, sentados en sendas sillas.

Jens abrió la puerta sin golpear, y se detuvo como un guerrero dentro del cuarto.

– ¡Dígales que se vayan! -exigió.

Tras el bigote gris, Barnett enrojeció mientras se ponía lentamente de pie.

– Caballeros -dijo, sin mirarlos- si me disculpan un minuto…

Los dos hombres se levantaron y salieron, cerrando la puerta.

Con el disgusto pintado en cada una de sus facciones, Barnett siseó:

– ¡Usted… inmigrante de baja estofa… basura! Tendría que haber esperado algo así de usted.

– Vine a preguntarle cuánto cuesta un vestido de seda de mujer, pues acabo de arruinar uno de su esposa. -Jens sacó unos billetes del bolsillo y dejó veinte dólares sobre el escritorio-. Se enterará en cuanto llegue a su casa, tal vez antes. Esta basura de inmigrante que ama a su hija y que es el padre de su nieto, trató de obligar a su esposa a decirle dónde la ocultaron. Por supuesto, querrá que me arresten, y vine a decirle dónde podrá encontrarme la ley. Estaré en la cabaña de Tim Iversen el resto del invierno, o si no, a menos de un kilómetro al norte de aquí, levantando mi propio astillero. No tiene más que prestar atención al sonido de la sierra, pues se oye a u par de kilómetros. Pero antes de enviar al comisario, piense en esto. Si me arresta, habrá un juicio, y en el juicio yo diré por qué estaba en su casa, interrogando a su esposa. Les diré que estaba peleando por Lorna y por nuestro hijo. Y algún día, cuando la encuentre y ella no vuelva a dirigirle la palabra, usted se preguntará si valió la pena perder una hija… y junto con ella, a un nieto. Buenos días, señor Barnett…, discúlpeme por haber interrumpido la reunión.

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