3

Iversen llevó una manta india que extendieron a la sombra de los sauces, cerca de la cabaña. Los tres se sentaron con las piernas cruzadas, y Lorna sacó del canasto jamón en tajadas, bollitos de manteca, huevos rellenos "al diablo", frutillas frescas, corteza de melón en conserva y pastel de grosellas. Acomodó la comida sobre el ruedo de la falda, que la rodeaba como una tienda de rayas azules y blancas.

– Ah, aquí se está mucho mejor, ¿no? -dijo.

Harken intentó admirar la comida en lugar de a Lorna, pero fue difícil. La muchacha alzó los brazos y se quitó una hebilla y luego el sombrero, arrojándolos sobre la hierba y la maleza, junto a la manta, e hizo rotar un poco el cuello gozando de la libertad.

– Ah, la sombra es maravillosa.

Otra vez, alzó los brazos para arreglarse el peinado. El gesto liberó los pechos y elevó las enormes mangas sobre las orejas. El camafeo que llevaba en el cuello desapareció bajo la barbilla y la blusa, metida en el cinturón, se estiró sobre las costillas.

Al dejar caer los brazos y alzar la vista, sorprendió la mirada de Harken que apartó los ojos de inmediato.

– ¡Bien! -dijo Lorna, frotándose las manos e inclinándose hacia adelante para ofrecer la comida-. Frutillas, jamón, huevos… Caballeros, ¿qué quieren primero?

Con un plato en la mano, miró a Iversen.

– Un poco de cada cosa.

Lorna llenó el plato y se lo dio, y, al inclinarse sobre su propia falda, la hizo crujir.

– ¿Y usted, señor Harken?

– Un poco de todo, excepto la corteza de melón.

– ¡Ah, pero si está exquisita…!

Mientras la muchacha servía huevos y frutillas, Jens observaba la mano pequeña, con el dedo alzado, que se movía sobre los coloridos alimentos.

– No pensaría lo mismo si hubiese ayudado a la señora Schmitt a envasarla. Deja un olor espantoso en la cocina.

Lorna se lamió el pulgar y el índice y se lo sacó lentamente de la boca cuando le entregó el plato:

– ¿Usted ayudó a envasar esto?

– Yo ayudo a envasar casi todas las conservas. Lavo la fruta y la verdura, y cargo las ollas. Son demasiado pesadas para las mujeres. Gracias, señorita.

Recibió el plato y empezó a comer mientras Lorna pensaba en las confituras de corteza de melón comprendiendo que no tenía idea del aspecto de una olla, de lo pesada que podía ser, ni de nada que tuviese relación con la preparación de una comida tan simple como esa.

– ¿Qué más hace?

Mirándola a los ojos, habló con sencillez:

– Soy ayudante de todo trabajo en la cocina. Hago lo que me piden.

– Sí, pero, ¿qué más?

– Bueno, esta mañana, como era el día libre del jardinero, a las chico y media recogí las frutillas, y después…

– ¡A las cinco y media…!

– La señora Schmitt asegura que son más dulces si se recogen antes de que el sol les seque el rocío. Después, una vez que lavé las frutillas, llené la leñera, preparé el fuego, y ayudé a limpiar la plata de la noche anterior porque Chester todavía no había vuelto, exprimí naranjas, llevé otro bloque de hielo de la nevera, piqué un poco para poner debajo de las frutillas y puse el resto en la nevera, vacié los recipientes que recogen el hielo derretido, fui a buscar el canasto a la despensa y lo limpié, barrí la cocina después del desayuno, lavé el porche trasero y regué el jardín de hierbas aromáticas. Ah, y ayudé a la señora Schmitt a preparar el cesto.

Lorna lo miró, estupefacta.

– ¿Hizo todo eso esta mañana? ¿En su día libre?

El carrillo de Harken estaba hinchado con un bocado de pan y jamón. Tragó y dijo:

– Mi día libre empieza cuando termina el trabajo del desayuno.

– Ah, entiendo. Pero hizo todo antes de que yo me levantara de la cama.

– Las primeras horas de la mañana son la mejor parte del día. No me molesta levantarme temprano.

Lorna reflexionó un instante, y preguntó:

– ¿Por qué el día libre del jardinero no empieza después del desayuno?

– Creo que tiene un arreglo especial con su madre, señorita.

– ¿Un arreglo especial? ¿Qué clase de arreglo especial?

Harken jugueteó con la comida en el plato pues no deseaba entrar e detalles acerca de lo que eran capaces de hacer las señoras en favor de ayudantes masculinos eficaces.

El que respondió fue Iversen:

– Lorna, sabes lo tremenda que es aquí la competencia entre las damas en lo relativo a los jardines.

– Sí, ¿y entonces?

– Y sabes que Smythe proviene de Inglaterra.

El padre fue jardinero de la misma reina Victoria. Recuerdo 1c que alardeó mi madre cuando lo contrató.

Harken explicó:

– Parte del arreglo cuando vino a trabajar para ella, fue que Smythe tendría todos los fines de semana libres desde las ocho en punto del sábado por la noche hasta el amanecer del lunes.

– Ah, ahora entiendo. Entonces, usted recoge la fruta y la verdura los domingos.

– Sí, señorita.

– Y mi madre se lleva el mérito por tener las mejores verduras y flores de White Bear Lake, aunque no haga nada del trabajo. Les confieso a ambos que siempre me pareció extremadamente tonto el modo en que las mujeres compiten por tener los jardines más espectaculares, si no hacen nada ellas mismas.

– Lo mismo sucede con los hombres y la navegación -dijo Harken-. Son dueños de los barcos, pero contratan a los timoneles.

– Pero sólo para las regatas importantes, como la de ayer -dijo Lorna.

– Y porque la Asociación de Navegación Island Lake lo permite -acotó Iversen.

– Pero, ¿no les parece que tendrían que desear pilotar ellos mismos? Si yo tuviese un barco, querría hacerlo afirmó Harken.

– Creo que tiene razón. No hay mucha diferencia entre el hecho de que mamá contrate a un jardinero y el dueño de un barco contrate a un piloto.

Iversen les dijo:

– Se comenta que la Asociación va a cambiar la regla, y exigirá que el dueño del barco lo pilotee.

Esto provocó una animada discusión sobre los pros y los contras de contratar timoneles, a la que siguió un repaso de la regata del día anterior.

Lorna se inclinó hacia adelante, eligió una frutilla y la mordió.

– Y usted. Tim -lo señaló con lo que quedaba de frutilla-, conquistó su propia reputación.

– ¿Se refiere al Quizás? Vamos, señorita Lorna, le agradecería que no arruine una tarde agradable recordándomelo.

Rieron, y Lorna dijo:

– Me refiero a la fotografía, no a la navegación. Dígame, ¿es cierto que Sears y Roebuck venderán las colecciones de fotografías en cajas?

– Así es.

– ¡Oh, Tim, debe estar tan orgulloso! ¡Pensar que deben ver su trabajo en todos los salones de Norteamérica! Cuéntenos algo sobre las fotos y los lugares donde las tomó.

El fotógrafo describió la Feria Mundial de Chicago, donde había tomado fotos dos años antes, y sitios espectaculares como el Gran Cañón, México y el Kiondike. Encendió la pipa y se acomodó contra un árbol, mientras Lorna mordisqueaba un trozo de pastel de grosellas y le preguntaba a dónde iría ese invierno, cuando cerrara la cabaña dando por terminada la temporada. Respondió que quizá fuese a Egipto, a fotografiar las pirámides.

Lorna se entusiasmó:

– ¡Las pirámides… ah…! -y partió otro pedazo de pastel y lo comió, sin advertir la imagen arrebatadora que mostraba, fascinada por los relatos de Tim, rodeada de las susurrantes faldas y mordisqueando el pastel cada vez que no estaba demasiado extasiada para olvidar que lo tenía en la mano.

Harken, sentado a la manera india, con los codos sobre las rodillas, mordisqueaba una brizna de hierba y admiraba el perfil, los modales, la risa pronta y la naturalidad de la muchacha. En un momento dado, Lorna le dijo a Iversen:

– Tal vez vaya usted a New Jersey. Allá vive un hermano del señor Harken.

Se volvió hacia Harken y le sonrió, sorprendiéndolo desprevenido. Se olvidó de apartar la vista, y Lorna también optó por no hacerlo. Con la uña del pulgar, Jens casi corta la hierba, atrapado en un estado de conciencia que parecía canturrear en las cabezas de ambos como el canto de las chicharras de alrededor. La sombra.moteada, la lasitud de después de comer, la conversación agradable, todo se combinaba para arrebatarles la conciencia e impulsarlos a permitirse un intercambio de curiosidad silenciosa que sobrepasaba cualquier distinción de clases. Se contemplaban a gusto, admirando lo que veían, registraban los detalles para llevárselos y explorarlos más tarde, cuando estuviesen acostados, cada uno en distinto piso de la casa: el color de los ojos, la curva del cabello, el contorno de las bocas, las narices, los mentones. Iversen, recostado contra el tronco del árbol, soplando la fragante pipa de brezo, los observaba. Ni la presencia de este impidió la locura de los dos, hasta que, por fin, se acabó la carga de la pipa 'y golpeó el hornillo contra una raíz del árbol.

Sobresaltada, Lorna salió del ensueño con Harken y descubrió que había olvidado a Iversen durante mucho tiempo. Apeló a la primera excusa que tenía a mano y que resulté ser la lata redonda.

– ¿Un trozo de pastel antes de que lo guarde?

Se lo tendió a Tim.

– No, gracias, estoy lleno.

– ¿Señor Harken?

No sabía que ofrecerle pastel a un hombre podía resultar tan íntimo, pero así fue, considerando que, además, jamás se había relacionado con un criado.

– No, gracias, eso era para usted -respondió, apartando con esfuerzo la vista.

La posó en Iversen que, bajo los bigotes, lucía una expresión placentera y perspicaz tras la pipa vacía. Harken también comprendió que era hora de dar por terminado este disparate.

– Tim, ¿vamos a atrapar a esos peces, o no?

Lorna se movió como si la hubiesen pinchado con un alfiler.

– Caramba, estuve entreteniéndolos.

De rodillas, comenzó a cerrar latas y jarras, y a apilar las cosas en el – canasto.

– En absoluto, señorita Lorna.

Harken se arrodillé para ayudarla, y así quedaron más cerca de lo que habían estado antes, cuando le había mostrado los dibujos en la playa. Tenía un perfume tibio, de mujer esbelta, que llegó a Jens cuando la muchacha se movió, al colocarse el sombrero, ponerle el alfiler, cerrar el cesto, ponerse de pie y arreglar la falda arrugada. Se inclinó a agarrar el cesto, pero Jens también.

– Yo lo llevaré -dijo, esperando que Iversen se levantan y los acompañase. Al ver que no lo hacía, Harken dijo-: ¿Piensas estar sentado todo el día, o vas a acompañar a la dama hasta su bote?

Iversen se levantó y dijo:

– Iré a guardar la manta. -Tomó una mano de Lorna-. Adiós, señorita Lorna. -Le besó la mano y agregó-: Suerte con su padre.

Jens y Lorna dejaron a Tim sacudiendo la manta mientras se daban la vuelta y caminaban hombro con hombro desde la sombra fresca a la zona recalentada por el sol, atravesando la arena hasta el largo muelle de madera.

Jens tenía cosas que decir pero sabía que no podía. Lorna había dicho que tenía que regresar a su casa en dos horas y, aunque habían pasado más de dos horas, no parecía tener demasiada prisa. Caminaba como quien no quiere llegar al bote. Volviendo la mirada, el hombre se permitió un último examen del rostro. Al mirar hacia abajo, con la barbilla plegada, creaba una delicada hinchazón y abultaba el perfil de sus labios. Diminutas motas de sol atravesaban el sombrero de ala chata y llenaban de pecas la oreja y la barbilla.

Lorna se detuvo junto al bote y se volvió, inmovilizando a Jens con una mirada tan directa que fue imposible eludirla. Le entró por los ojos y se fragmento al llegar al pecho, como un banco de pequeños peces cuando se arroja una piedra entre ellos.

– Fue una tarde maravillosa -dijo Lorna en voz suave, con un inconfundible matiz de pena-. Gracias.

– Señorita Lorna, gracias a usted por el picnic.

– Yo me limité a traerlo. Usted lo preparó.

– Fue un placer.

– Cuando haya hablado con mi padre, se lo haré saber.

Asintió en silencio.

Pasaron cinco segundos, durante los cuales los dos sintieron cierta extraña ingravidez en los estómagos.

– Bueno, ¡adiós! -dijo ella.

– ¡Adiós, señorita!

Le dio la mano y, durante un instante fugaz, mientras Lorna subía al bote, conocieron el contacto con la piel del otro. La de ella, suave como la gamuza, la de él, áspera como el cuero. Lorna se sentó y Jens le entregó el cesto. Jens se arrodilló para desatar la amarra y aferró la regala como si quisiera alejarla. Antes de que pudiese hacerlo, Lorna alzó la vista y el ala del sombrero casi le toca la barbilla. Arrodillado inmóvil, debajo de ella, los rostros quedaron muy cerca.

– ¿Mañana por la mañana recogerá las frutillas?

El corazón le dio un vuelco al responderle:

– Sí, señorita, eso haré.

– En ese caso, comeré un poco en el desayuno -respondió, al tiempo que Jens la apartaba.

Se quedó de pie en el muelle, observando cómo remaba alejándose de popa y después, como toda una experta, hizo girar el bote hasta quedar de cara a Jens. Durante cinco impulsos de remo las miradas de ambos se enlazaron hasta que, al fin, Lorna la apartó y gritó:

– ¡Adiós, señor Iversen! -al tiempo que alzaba una mano para saludar.

Desde la sombra de los árboles, Tim contestó:

– ¡Adiós, señorita Lorna!

La muchacha no sonrió ni saludó a Harken, ni él pudo verle los ojos bajo el ala del sombrero. En cierto modo, sabía que estaban fijos en él, y se quedó contemplando la cara que iba achicándose hasta que estuvo demasiado lejos para distinguir las facciones.


Esa noche, acostado en el estrecho catre de la habitación del tercer piso, con una sola ventana que daba a la huerta, pensó en ella. Cuando volvió de despedir a Lorna en el muelle, Tim dijo una sola cosa. Se quitó la pipa de la boca, lo miró a los ojos con el suyo sano, y se limitó a decir:

– Ten cuidado, Jens.

Claro que Jens Harken tendría cuidado. Pese a tanta mirada insinuante, no era tan tonto como para pretender hasta la más inocente relación entre él y Lorna Barnett. Valoraba mucho su trabajo, y la cercanía que le daba con los hombres que podían tener yates y tiempo libre para navegarlos. Pero, ¿qué diablos pretendería la muchacha al coquetear de ese modo con un criado de la cocina? Sin duda, llegado el momento tendría montones de pretendientes tan ricos como el viejo, que merodearían por ahí y le firmarían el carnet de baile. Miserables bien vestidos, dueños de barcos, jóvenes aceptables a los que recibirían en el salón, con la madre ofreciéndoles la mejilla, y el padre, coñac del más caro.

Jens estaba seguro de que uno de ellos debió sentarse junto a Lorna la noche pasada.

Por lo tanto, ¿qué conclusiones podía sacar de lo sucedido ese día?

Aunque no parecía una coqueta, la fascinación con él había aumentado a medida que pasaba el día, igual que la de Jens hacia ella: más motivo aun pan seguir el consejo de Tim. Una fascinación lenta era más peligrosa que un coqueteo fugaz. Le convenía más alentar a la pequeña criada de la cocina, Ruby, que últimamente manifestaba interés por él. Sin embargo, no podía menos que comparar la cabellera roja y rizada y las pecas de Ruby con el intenso caoba que enmarcaba el rostro de Lorna. Cuando salió del bote, estaba tibia; los finos rizos se le pegaban a las sienes y al cuello y le acariciaban las orejas. Siempre creyó que las damas elegantes pasaban la mayor parte del verano procurando mantenerse frescas. En cambio, Lorna remó a través del lago en medio del calor, se quitó el sombrero, se alisó el cabello y compartió la merienda con alguien al que, hasta hacía poco, había mostrado la más absoluta indiferencia. Así solía ser: los ricos despreciaban a sus empleados.

Pero el desprecio parecía estar por completo ausente de la expresión de la señorita Lorna Barnett ese día.

Ahí, acostado en el cuarto de los sirvientes, Jens trató de sacarla de su cabeza. Sintió las sábanas pegajosas y las apartó, puso la almohada del lado fresco y cerró los ojos, pero ahí estaba Lorna otra vez en el recuerdo, saliendo del bote, tomando el cesto de picnic de manos de él, alzando el rostro en forma de corazón y preguntándole si recogería frutillas para el desayuno del día siguiente. La recordó mordiendo una y señalando las demás frutas a Tim mientras hablaba… un ser glorioso, sin afectaciones, con ojos castaños como bellotas y sonrisa hechicera, que mostraba cada vez menos a medida que transcurría la tarde.

¿Acaso ella también estaría acostada, despierta, recordando los hechos de esa tarde?


Por cierto, la señorita Lorna Barnett lo estaba. Tendida de espaldas, con las manos bajo la cabeza, contemplaba las sombras tenues que delineaban el medallón del techo que rodeaba la lámpara. Ese día, cuando salió con el bote, no sospechaba lo que esa tarde le traería.

Jens Harken.

Pensó en el nombre, el nombre que no se atrevía a pronunciar, pues llamarlo así sería cruzar una línea distintiva que, ni aun ella, con su espíritu independiente, salvaría. Pero el solo hecho de pensarlo le provocó placer.

Jens Harken, un criado para cualquier trabajo… ¡Dios piadoso!, ¿qué le sucedía?

Había ido a ver a Tim sólo para aprender más sobre barcos, que le fascinaban, y aunque de momento no le permitían navegar, algún día lo haría. Cuando lo hiciera, organizaría a las mujeres en un Club de Yates propio, y si podían pilotar naves revolucionariamente nuevas que se deslizaban sobre el agua, ¿por qué no hacerlo? "Tal vez papá sea demasiado obstinado para escuchar las ideas de Harken, pero yo no."

Papá… ¡qué hombre tan empecinado! Al principio, pensó que le encantaría "cambiar de idea" y prestar atención a Harken; quizás acabar con la mala suerte si el plan de Harken resultaba y, a fin de cuentas, el Club de Yates de White Bear ganaba las regatas. Pero el propósito de Lorna cobró un nuevo aspecto cuando se arrodilló y contempló las manos anchas y fuertes de Harken que dibujaban barcos en la arena. Sin ninguna educación sobre arquitectura naval, ¿cómo sabía tanto? La convenció de la eficacia de su plan con la única fuerza de su convicción. Durante todo el tiempo que pasaron juntos ese día, estaba segura de que los únicos minutos en que perdió de vista las diferencias sociales entre ambos, fue cuando dibujaba en la arena y explicaba la configuración de la quilla. Cuando le miró el rostro y le preguntó cómo sabía todo eso, respondió:

– No lo sé.

Y Lorna pensó: ¡Es verdad, no lo sabe! Fue en ese momento cuando la admiración hacia Harken cobró alas.

Arrodillada junto a él, contemplando los intensos ojos azules, pensó: Puede concretar esta locura. Sé que puede. Y tras ese pensamiento, vino otro: Oh, Dios, es increíblemente apuesto.

Por más que trató de permanecer indiferente, los ojos, el rostro de Harken la cautivaron. Esa hermosa nariz recta, la piel clara, la boca maravillosa, tan visible en su cara libre de pelos… Estaba acostumbrada a las barbas, pues todos los hombres que conocía las usaban y, por lo tanto, el rostro afeitado de Harken era una novedad casi impactante, que se añadía a su apostura. También era musculoso, de tanto levantar bloques de hielo, ollas pesadas, y quién sabe cuántas cosas más en la cocina.

¿Cuánto hacía que estaba en la casa? ¿Habría trabajado en la casa de la ciudad, el invierno pasado? ¿Trabajó en la casa de campo el verano pasado? ¿El anterior? ¿Cómo no se le ocurrió preguntárselo? De pronto, quiso saber todo sobre él, sobre su madre y su padre, el viaje a través del océano, su infancia, los años en la Costa Este y, en particular, quería saber cuánto tiempo hacía que trabajaba en la cocina de la casa, tocando lo que le servían en la mesa y los cubiertos de plata que se llevaba a la boca.

La idea le hizo recobrar la cordura.

De pronto, se incorporó en la oscuridad, sacó los pies de la cama y se rascó la cabeza con las dos manos, alborotándose el pelo de pura frustración. ¡Señor, si los grillos se callaran de una vez…! Y disminuyen la humedad… ¡Y se levantó una brisa! Se levantó el cabello de la nuca acalorada, lanzó un gran suspiro y dejó caer los hombros.

Tenía que dejar de pensar en Harken en ese mismo instante. Si quería ponerse sentimental hacia un hombre, ese hombre era Taylor Du Val. Era el hombre con quien querían casarla mamá y papá. Ya hacía mucho que lo sabía, aunque nunca se lo dijeron. Más aun, sólo veinticuatro horas atrás era de Taylor del que esperaba recibir un beso en la terraza. Esa noche, era del criado de la cocina. ¡Pero era mejor que se quitara esa idea de la cabeza ya mismo!

Se dejó caer de costado, abullonando la almohada bajo la mejilla, plegando una rodilla y alzando el camisón de modo que el aire le refrescara las piernas.

Pero no podía dormir. Y no podía dejar de pensar en Jens Harken.

A la mañana siguiente, se quedó dormida y perdió el desayuno. Cuando entró en el comedor, estaba silencioso y vacío, sin mantel de lino sobre la mesa, sin frutillas frescas recogidas por Jens Harken en el aparador. La habitación olía a jabón de esencia de limón. En el centro de un paño de encaje había un nuevo ramo de flores, lo que significaba que hacía tiempo que Levinia se había levantado y lo había arreglado. Lorna lanzó un vistazo a la puerta del pasillo que iba a la cocina: podría atravesarlo y pedir algo… ¿qué excusa más lógica para ver a Harken, aunque fuera peligroso iniciar semejante hábito?

En cambio, fue al comedor y encontró a su madre allí, ante el secreter de roble, escribiendo correspondencia. A diferencia del comedor principal, el cuarto reverberaba con la luz matinal. Estaba decorado en matices que iban del marfil al color melocotón, con chintz en lugar de jacquard, y puertas cristaleras en vez de batientes. Estaban abiertas a la soleada terraza del Este, y dejaban entrar la bendita brisa.

– Buenos días, madre.

Levinia alzó un instante la vista y continuó escribiendo.

– Buenos días, querida.

– ¿Dónde están todos? La casa parece desierta.

– Tu padre fue a la ciudad. Las tías están en el porche de atrás, en la sombra, y las chicas salieron con Betsy Whiting. No sé bien dónde está Theron, pero andaba con los prismáticos y es probable que esté trepando a un árbol, ensuciándose la ropa.

– ¿Papá volverá esta noche?

– No, mañana.

– ¡Oh, diablos!, ¿por qué?

– Ya te pedí que no uses esa expresión tan vulgar, Lorna. ¿Qué es tan urgente que no puede esperar un día?

– Oh, nada. Sólo quería hablar con él.

Se encaminó hacia la puerta, pero Levinia la detuvo:

– Un minuto, Lorna. Quiero hablar contigo.

Lorna se volvió y comenzó a explicar:

– Madre, sé que ayer dije que iba a volver en dos horas, pero se estaba tan bien en el lago que…

– No se trata de eso. Cierra las puertas, querida.

Desconcertada, Lorna miró fijo a su madre y después cerró las puertas dobles y cruzó el salón.

– Me refiero al sábado por la noche -dijo Levinia.

Sus labios duros parecían capaces de cortar el cristal.

– ¿El sábado por la noche?

Lorna se sentó en el sofá.

Levinia volvió a sentarse en la silla.

– Yo lo noté, también la tía Henrietta, lo cual significa que los otros que estaban en el salón lo notaron.

– ¿Qué cosa?

– Que invitaste a Taylor a salir al porche. -Antes de que su madre continuara, Lorna puso los ojos en blanco-. Lorna, sencillamente eso no se hace.

– ¡Madre, había por lo menos quince personas en el salón!

– Razón de más para cuidarlos modales.

– Pero, mamá…

– Eres la mayor, Lorna. Tú das ejemplo a tus hermanas y, para serte sincera, querida, este último año hemos estado cada vez más preocupados de que hayas sido poco recatada. Ya hemos hablado de esto antes pero, como dijo la tía Henrietta…

– ¡Oh, maldita sea la tía Henrietta! -Lorna alzó las manos y se levantó de un salto-. Veo que ya te llenó la cabeza de tonterías. ¿Qué le pasa a esa mujer?

– iShhh! ¡Lorna, baja la voz!

Lorna bajó la voz, pero miró de frente a su madre.

– ¿Sabes cuál es el problema de la tía Henrietta? Odia a los hombres, eso es lo que le pasa. Me lo dijo la tía Agnes. Henrietta tenía un prometido, pero él la abandonó por otra y, desde entonces, odia a los hombres.

– Lo que sea, pero sólo le preocupaba tu bien cuando hablaba de ti y de Taylor.

– Madre, creí que te agradaba Taylor.

– Me agrada, querida. A tu padre y a mí nos gusta Taylor. De hecho, con frecuencia comentamos qué buen marido sería para ti.

Ahí estaba lo que Lorna había sospechado.

La madre dejó caer la mirada sobre el escritorio, colocó la lapicera horizontal y tocó con ella varias veces el tintero.

– Nunca lo dije antes, pero ya tienes dieciocho y este verano Taylor te prestó mucha atención. Pero cuando tu padre y tu madre están en el salón, y tú lo tientas a ir al porche…

– ¡Yo no lo tenté! Dentro de la casa me ahogaba de calor, los hombres estaban fumando sus cigarros y, de cualquier modo, ¡Jenny no se apartó de nosotros un instante!

– ¿Qué clase de ejemplo es para Jenny que tú participes de esos téte-à-tétes amorosos?

– ¡Amorosos…! -Lorna se indigné tanto que quedó con la boca abierta-. ¡Madre, yo no participo de tête-a-tête amorosos!

– Theron lo vio con los prismáticos.

– ¡Theron!

– La otra noche, cuando tú y Taylor volvíais a casa después del concierto de la banda.

– ¡Me gustaría meterle a Theron los prismáticos en la garganta!

– Sí, me lo imagino -repuso Levinia, alzando la ceja izquierda y dejando caer su preocupación al mismo tiempo que la pluma.

Lorna se sentó sobre el brazo del sofá y dijo, sin rodeos:

– Taylor me besó, madre. ¿Acaso eso está mal?

Levinia apretó con fuerza las manos sobre el escritorio.

– No, supongo que no. Es de esperar que los jóvenes enamorados hagan eso, pero nunca debes…

Levinia se interrumpió y se miró las manos como si buscara la frase justa. Se aclaró la voz. El rostro se le puso encamado, y los nudillos, blancos.

– Madre, ¿qué es lo que nunca debo?

Sin apartar la vista de las manos, Levinia dijo, casi susurrando:

– Dejar que te toque.

Lorna sintió que también se ruborizaba.

– ¡Madre! -murmuró, avergonzada-. ¡Jamás lo haría!

Levinia miró a su hija a los ojos.

– Lorna, tienes que entender que esto es muy difícil de decir para una madre, pero debo advertirte. Los hombres intentan hacer cosas. -Se estiró y tocó con apremio la mano de Lorna-. Hasta Taylor. Por más que sea un caballero, intentará hacer cosas y, cuando lo haga, tú debes retroceder de inmediato. Tienes que entrar en casa… o insistir en irte a casa enseguida. ¿Entiendes?

– Sí, madre -respondió Lorna, obediente-. Confía en que haré eso mismo.

Levinia se mostró aliviada. Se reclinó y relajó las manos sobre el regazo. El rubor comenzó a disiparse.

– Bueno, ya nos hemos ocupado de ese asunto tan desagradable. Y de ahora en adelante, ¿puedo confiar en que permitas que sea Taylor el que proponga, en lo que dure el noviazgo?

– Madre, no estoy segura de que esté cortejándome.

– Oh, claro que sí. Es que esperaba que crecieras un poco más. Como ya has crecido, sospecho que este verano las cosas irán muy rápido.

Al parecer, no quedaba mucho por decir. Teniendo en cuenta que la conversación había dejado claro la aprobación de Levinia y Gideon hacia Taylor, en el cuarto permanecía aún cierta tensión.

– Madre, ¿puedo irme, ahora?

– Sí, claro. Tengo que terminar estas cartas.

Lorna caminó lentamente hasta las puertas dobles, las abrió y salió del pequeño salón completamente confundida. ¿Qué era lo que había tratado de decirle su madre? ¿Que los besos eran aceptables dentro de ciertos límites? ¿Que los hombres trataban de ampliar esos límites con toqueteos? ¿Tocar dónde? Si bien la advertencia de su madre fue vaga, el sonrojo habló con más claridad que ella, e insinué que no se podía hablar más del tema.

Con todo, una cosa estaba clara: si a la madre le disgustaba que Lorna y Taylor salieran al porche, si se enterase de que Lorna había mantenido un encuentro con un criado de la cocina y compartido un almuerzo campestre con él, seguramente estallaría.

Lorna decidió mantenerse alejada de la cocina y fuera de posibles problemas.

El resto del lunes pasó aburrido y sin incidentes. La gama de actividades permitidas a los seres de género femenino dejaba a Lorna aburrida e inquieta. Se podía cuidar el jardín, llenar álbumes de recortes, coleccionar caracolas, mariposas o nidos de pájaros, leer, coser, ir de compras, beber limonada en el porche, asistir a fiestas o tocar el piano.

A juicio de Lorna, era más interesante jugar al tenis, pero su amiga Phoebe Armfield había ido en tren a Saint Paul, a hacer compras, y las hermanas de Lorna estaban con Betsy Whiting. En cuanto a navegar, tras haber vuelto tarde el día anterior, Lorna tenía miedo de escabullirse en la chalupa. Claro que quedaba el bote de remos, pero si Tim y Jens Harken no la esperaban en la otra orilla, no tenía sentido. Después de un almuerzo liviano (durante el cual se preguntó si Jens habría recogido y lavado las verduras), durmió la siesta en una hamaca. Jugó al croquet con sus hermanas en el prado, a última hora de la tarde, y como pescó a Theron en el dormitorio justo antes de la cena, le advirtió que si volvía a espiarla con los prismáticos, se los metería por la boca.

El muchacho rió burlón, y canturreó:

– ¡Lorna coquetea con Taylor! ¡Lorna coquetea con Taylor! -y bajó corriendo las escaleras mientras la hermana lo perseguía para estrangularlo.

Por fin, en las primeras horas de la noche, Phoebe Armfield vino a rescatar a Lorna. Llegó caminando desde la casa de sus padres, a cuatro casas de distancia, y dijo:

– Ven a ver lo que me he comprado hoy.

Caminando hacia el oeste por la calle sombreada que cortaba en dos la isla, Lorna exclamó:

– ¡Me alegra tanto que hayas venido! ¡Hoy pensé que moriría de aburrimiento!

El retiro veraniego de los Armfield era una "cabaña" similar a la de los Barnett. Tenía diecisiete habitaciones sobre unas seis hectáreas de terreno; el padre de Phoebe era la segunda generación de un imperio minero que había hecho fortuna vendiendo mineral de hierro a las fundiciones de acero durante la construcción de los ferrocarriles.

El cuarto de Phoebe estaba encaramado en una pequeña torre con vistas al lago hacia el Norte. Las puertas del ropero estaban abiertas de par en par, exhibiendo vestidos nuevos que Phoebe lució para su amiga: uno para navegar a la luz de la luna, viaje organizado por el Club de Yates, y otro para un baile a bordo del vapor de excursión Dispatch, el fin de semana siguiente.

– Iré con Jack.

Jackson Lawless era el joven que iba a heredar la propiedad de la ferretería de su padre en Saint Paul. La casa de campo de la familia Lawless estaba en Wildwood, al otro lado del lago.

– ¿Tú irás con Taylor? -preguntó Phoebe, mientras giraba apretando contra sí el vestido.

Era una muchacha menuda, con cabello color canela y de carácter burbujeante.

– No sé. Creo que sí.

– ¿Qué es eso de que crees que sí? ¿No te gusta Taylor?

– Claro que me gusta. Es que tengo la sensación de que él está en cualquier sitio donde estén la familia de él y la mía. Si no me gustara, no tendría cómo escapar de él.

– Bueno, si no lo quieres, dímelo. A mí me parece encantador, y a mi papi le parece inteligente. Heredará los millones de su padre y los duplicará rápidamente.

– Phoebe, ¿no te aburres a veces de tener un padre millonario?

Phoebe se detuvo en medio de un giro y miró, atónita, a Lorna. Colgó la percha en la puerta del guardarropa y se tiró sobre la cama haciendo que esta se hundiera.

– Lorna Barnett, ¿qué es lo que te pasa? ¿Acaso preferirías ser pobre?

Lorna se echó hacia atrás y contempló el toldo tejido a ganchillo sobre la cama de Phoebe.

– No sé lo que digo. Lo que pasa es que estoy de malhumor. Pero piénsalo, si no tuviésemos tanto dinero, ¿les importaría a nuestros padres quiénes son nuestros amigos, o si es propio de una dama navegar y jugar al tenis? Estoy harta de que mi padre me diga qué debo hacer. ¡Y mi madre!

– Lo sé. Yo también. -De súbito, Phoebe se puso triste-. A veces, me pongo como tú. ¡Quisiera hacer algo para afirmarme, y hacerles comprender que tengo dieciocho años y no tengo por qué vivir según sus estúpidas reglas!

Lorna observó a su amiga y, de pronto, sintió que el secreto explotaba en ella. Dijo:

– Hice algo.

Phoebe salió del sopor.

– ¿Qué? ¡Lorna Barnett, cuéntame! ¿Qué hiciste?

Lorna se sentó, con los ojos resplandecientes.

– Te lo diré, pero debes prometerme que no se lo dirás a nadie, porque si mi padre se enteran me metería en un convento.

– Prometo que no lo diré. -Phoebe se persigné sobre el pecho y la insté-: ¿Qué fue lo que hiciste?

– Estuve de picnic con el criado de la cocina.

Los ojos y la boca de Phoebe se abrieron, y permaneció así hasta que Lorna le puso un dedo bajo la barbilla y empujé.

– Cierra la boca, Phoebe.

– ¡No me digas, Lorna!

– Oh, no es toque parece. También estaba ahí Tim Iversen, y hablamos de barcos. Pero es tan excitante, Phoebe! Harken piensa que puede…

– ¿Harken?

– Jens Harken, así se llama. Cree que puede diseñar un barco que revolucionará las carreras de veleros. Dice que derrotará a cualquier otra cosa que ande sobre el agua, pero ninguno de los miembros del club quiere escucharlo. Hasta llegó a poner una nota en el postre de mi padre, el sábado por la noche, y papá se enfadé tanto que hizo una escena lamentable.

– ¡Así que de eso se trataba! En la isla, todos hablaban de eso.

Lorna completé la historia, desde la discusión entre su padre y su madre en el pasillo de la cocina hasta sus propios planes de interceder ante su padre en favor de Harken.

Cuando concluyó, Phoebe preguntó:

– Lorna, no pensarás verlo otra vez, ¿verdad?

– ¡Por Dios, no! Ya te dije que sólo pienso convencer a mi padre de que lo escuche. Además, mi madre me habló esta mañana respecto de Taylor. Ella y papá creen que es el marido perfecto para mí.

– Por supuesto. Tú misma me lo dijiste.

Sin embargo, Lorna estaba pensativa. Posó la mirada sobre el toldo tejido y, distraída, metía el dedo una y otra vez y lo soltaba.

– Phoebe, ¿puedo preguntarte algo?

– Claro… -A Phoebe la afligió el rápido cambio de ánimo de su amiga, y le tocó la mano-. ¿Qué pasa, Lorna?

Lorna siguió mirando el toldo.

– Se trata de algo que me dijo mi madre esta mañana, y es… bueno, es confuso. -Alzó una mirada perturbada y pregunté-: ¿Jack te besó alguna vez?

Phoebe se sonrojó.

– Un par de veces.

– ¿Alguna vez… eh… te tocó?

– ¿Si me tocó? Claro que me tocó. La primera vez que me besó me sujetaba por los hombros, y la segunda, me rodeó con sus brazos.

– Creo que mi madre no se refería a eso. Dijo que los hombres trataban de tocar alas mujeres, hasta Taylor, y que si lo hacían yo debía entrar de inmediato en la casa. Cuando lo dijo, estaba muy incómoda. Tenía la cara tan roja que creí que se le saltaría el botón del cuello. Pero no sé qué quiso decir. Pensé que tal vez… bueno que quizá tú supieras.

La expresión de Phoebe se volvió desdichada.

– Lorna, algo está pasando, pues mi madre tuvo el mismo tipo de conversación conmigo un día, esta primavera, y también se puso toda roja y miró a cualquier parte, menos a mí.

– ¿Qué fue lo que te dijo?

– Dijo que yo ya era una joven dama, y que cuando saliera con Jack debía conservar las piernas cruzadas.

– ¡Las piernas cruzadas! ¿Eso qué tiene que ver con todo lo demás? -No lo sé. Estoy tan confundida como tú.

– A menos que…

La idea abrumadora las golpeé a las dos al mismo tiempo y se miraron, sin querer creerlo.

– Oh, no, Lorna, no es posible. -Reflexionaron un momento, hasta que Phoebe pregunté-: Otra vez, ¿qué fue lo que dijo tu madre?

No se dieron cuenta de que hablaban susurrando.

– Dijo que Taylor quizás intentara tocarme, y que no debía permitírselo. ¿Qué dijo tu madre?

– Que cuando estoy con Jack tengo que mantener las piernas cruzadas.

Lorna se puso las yemas de los dedos en los labios, y murmuré:

– Oh, no es posible que hayan querido decir ahí, ¿no es cierto?

Phoebe susurré:

– Claro que no se refirieron a eso. ¿Qué motivos tendría un hombre para hacer algo así?

– No lo sé, pero, ¿por qué nuestras madres se ruborizaron?

– No lo sé.

– ¿Por qué murmuramos?

Phoebe se encogió de hombros.

Tras unos momentos de meditación silenciosa, Lorna propuso:

– Tal vez puedas preguntarle a Mitchell en algún momento.

– ¡Estás loca! ¡Preguntarle a mi hermano!

– No, parece que no es muy buena idea.

– Puede enseñarnos a navegar cada vez que logremos escabullirnos, pero preferiría morir en la ignorancia antes que preguntarle cualquier cosa semejante.

– De acuerdo, ya dije que no era buena idea. ¿A quién podríamos preguntarle?

A ninguna de las dos se le ocurrió nada.

– En cierto modo -aventuré Lorna -, está relacionado con los besos.

– Yo imaginé lo mismo, pero mi madre jamás me advirtió que no aceptara los besos.

– La mía tampoco, aunque descubrió que ya lo había hecho. Ese pequeño meón de Theron nos espió a Taylor y a mí con los prismáticos, y se lo contó a mamá. Así empezó todo esto.

– Lorna, ¿alguna vez viste a tu madre y a tu padre besándose?

– Cielos, no. ¿Y tú?

– Una vez. Estaban en la biblioteca, y no sabían que yo estaba en la puerta.

– ¿Dijeron algo?

– Mi madre dijo: "Joseph, los niños".

– ¿"Joseph, los niños"? ¿Eso es todo?

Phoebe volvió a encogerse de hombros.

– ¿La tocó?

– Le sujetaba los antebrazos.

Guardaron silencio y se contemplaron sus faldas, luego entre sí, sin poder llegar a ninguna conclusión. La primera en tenderse de espaldas fue Lorna. Después, Phoebe la imito.

Se quedaron largo rato mirando hacia arriba, hasta que Lorna dijo:

– Oh, es tan confuso.

– Y misterioso.

Lorna suspiró.

Y Phoebe suspiró.

Y se preguntaron cuándo y cómo se aclararía el misterio.

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