El reloj regalado por Taylor provocó agitación en la familia de Lorna. Todos lo consideraron un regalo de compromiso, pese a las protestas en contra de la muchacha. La madre sonreía con aire triunfal, y decía:
– Espera a que se lo diga a Cecilia Tufts.
El padre no puso límites al tiempo que pasaría navegando con Taylor. El hermano dijo:
– Yo dije que Taylor y Lorna estaban enamorados.
Daphne andaba con los ojos brillantes y Jenny, en cambio, melancólica, al comprender que sólo era cuestión de tiempo perder a su ídolo de manera completa e irrevocable. La tía Henrietta lanzó la advertencia de usar el alfiler de sombrero en el barco. Y Agnes dijo:
– ¡Qué afortunada eres! Yo nunca tuve oportunidad de ir a navegar con el capitán Dearsley.
Taylor recogió a Lorna a las dos en punto. Pasaron toda la tarde en el agua, en el falucho de Taylor. Actuando como tripulación de Taylor, Lorna estaba en la gloria, pese a que la embarcación sólo tenía una vela. La dejó manejar el timón y durante los virajes, en ocasiones, el cabestrante. Navegaron desde la isla Manitou hasta la bahía Snyder, después al Este, a Mahtomedi y, desde allí, alrededor de West Point hasta el muelle Dellwood, donde pasaron ante la cabaña de Tim. Pero no había nadie allí. Después, otra vez al Sur, hacia Birchwood, en cuyo muelle arriaron la vela y comieron el almuerzo, balanceándose sobre el agua. Lorna no tuvo necesidad de usar el alfiler del sombrero ni habría sido posible, pues se quitó el sombrero más de una hora antes, y puso la cara al sol.
Mientras comían, el viento refrescó y, cuando cruzaban el lago otra vez Lorna, eufórica, expuso la nariz al viento como un mascarón en la proa de un gran velero. La parte delantera del vestido estaba mojada, y el cabello se le enredó mientras navegaban por el borde del bajío donde se pescaba, en la bahía North, donde estaban anclados varios botes de remo cuyos ocupantes dormitaban bajo el sol de la tarde, con las cañas de pescar en las manos.
Lorna lo distinguió de inmediato por la línea de los hombros y lo familiar de su figura. Hasta con un amplio sombrero de paja, la mitad inferior oculta por el bote, supo quién en. Estaba con otro hombre, un extraño al que Lorna no había visto jamás.
Por extraño que pareciera, Lorna supo que la descubrió en el mismo momento en que ella a él. Incluso a través del brillo cegador del agua, sintió la conexión con él en el preciso instante en que se reconocieron uno a otro.
La muchacha sonrió, e hizo fervorosos gestos de saludo con la mano por encima de la cabeza.
– ¡Jens! ¡Hola!
Jens devolvió el saludo:
– Hola, señorita Lorna!
Lorna contestó con una pregunta:
– ¿Pican?
En respuesta, se inclinó sobre el lateral del bote y alzó una sarta de peces de buen tamaño:
– ¡Vea usted misma!
– ¿Qué son?
– ¡Sollos!
– ¡Mis preferidos!
– ¡También míos!
– ¡Guárdeme uno! -bromeó, y se sentó.
El falucho se alejó del alcance de Harken, que sólo fue un bultito de bordes ondulados contra el agua chispeante.
Al verla sonreír al bote, Taylor preguntó:
– ¿Quién era ese?
– ¡Oh! -Rápidamente, recobró la compostura-. Era Harken, el ayudante de cocina de mi casa.
Taylor la observó con atención.
– Lo llamaste Jens.
Lorna comprendió tarde el desliz, y trató de restarle importancia.
– Sí, Jens Harken, el que está construyendo un barco para mi padre.
– ¿Y dónde podrías comer pescado con él?
– ¡Oh!, Taylor, no seas tonto. No lo dije literalmente. -dijo Taylor.
Pero Lorna se dio cuenta de que no estaba convencido. Lo que era peor, tras el encuentro con Jens el día se arruinó. El deseo de navegar perdió intensidad, sintió pesada la ropa húmeda y empezó a molestarle la quemadura de sol en el rostro.
– Taylor, si no tienes inconveniente, quisiera irme a casa.
Taylor la observó con tanta intensidad que Lorna se dio la vuelta y tomó el sombrero, para escapar al escrutinio. Se lo puso sobre el pelo enredado por el viento y lo sujetó con el alfiler.
– Me parece que me he quemado, y mamá me matará si me ve con este vestido mojado.
– En ese caso, podríamos esperar a que se seque.
– No, Taylor, por favor. No quisiera pescar un resfriado.
Por fin, Taylor dijo:
– Como quieras -e hizo la maniobra de regreso hacia la isla Manitou.
Jens Harken limpió el pescado y lo dejó en la caja de hielo con una nota en la que le pedía a la cocinera que los friese para el desayuno del personal, a la mañana siguiente.
A las cinco y media de la mañana, cuando entró en la cocina, la señora Schmitt estaba cumpliendo el favor pedido: sumergía el pescado en suero de leche y luego lo pasaba por harina de maíz, mientras Colleen traía la grasa de tocino para la sartén y Ruby ponía la mesa.
– Buenos días -saludó Jens.
La señora Schmitt respondió:
– Puede ser.
Jens se acercó, miró primero a Ruby, después a Colleen y luego el moño canoso de la cabeza de la señora Schmitt.
– Veo que esta mañana está de excelente humor.
La cocinera siguió preparando el pescado.
– Hubiese preferido que fuera a pescar solo.
– De hecho, no fue así.
– ¡Jens Harken, si llevaste contigo a esa muchacha, no tienes ni el sentido común que Dios le da a un tocón!
– ¿Qué muchacha?
– ¡Qué muchacha, dice! Como si no lo supiera… Lorna Barnett.
– ¡Yo no llevé a Lorna Barnett conmigo!
– Entonces, ¿para qué pidió ayer una cesta de picnic para dos?
– ¿Yo qué sé? Tiene amigos, ¿no?
La cocinera le dirigió esa mirada que casi le hacía saltar los ojos de las órbitas, y parecía decir:
“¡No me mientas, muchacho!”
– Para que lo sepa, yo estaba con un amigo nuevo, Ben Jonson, Lo conocí en el almacén de maderas, tiene más o menos mi edad, es soltero, y tiene su propio bote de pesca: por eso salimos juntos.
La cocinera deslizó una espátula de metal bajo un filete de pescado, lo dio vuelta provocando un siseo de grasa, y dijo, como para la sartén:
– Bueno, así está mejor.
Sin embargo, Ruby siguió lanzándole miradas mortíferas a Jens por el rabillo del ojo, mientras ponía los platos sobre la mesa como si estuviese arrojando anclas.
Jens la ignoró, y le dijo a la señora Schmitt:
– Fríalos todos. Me llevaré lo que sobre al cobertizo, para comerlo al mediodía. Así, no tendré que volver aquí donde las gallinas viejas me acechan para sacarme los ojos a picotazos.
Ella había ido. Con tanta seguridad como conocía la forma de sus propias manos, Jens supo que fue a explicarle por qué había ido a navegar con Taylor Du Val. También estaba seguro de que el hombre del falucho era Du Val, un tipo apuesto con una elegante gorra de navegación de coronilla blanca, visera negra y una trencilla dorada… la clase de individuo a la que pertenecía Lorna.
Era un día lluvioso, del color del peltre. La lluvia había empezado mucho antes de amanecer, y seguía bien avanzada la mañana. Sobre el techo del cobertizo, el golpeteo de las gotas sonaba como el agua que se juntaba en las hojas y goteaba rítmicamente. En las dos pequeñas ventanas, las gotas se unían para luego derramarse en riachuelos zigzagueantes por los cristales.
Dentro, el ambiente estaba seco y fragante, iluminado por la linterna de gas, y repleto de madera nueva: roble blanco, abeto y cedro. El cedro, sobre todo, emitía un aroma tan rico y fragante que parecía comestible. Estaba contra un costado, apilado en listones.
Jens pasó la mañana arrodillado, clavando láminas de pino sobre el suelo, formando una extensión de madera clara de más de once metros de largo. Dio al ambiente una sensación de mucha claridad, con su resplandor ambarino hacia los cabrios oscuros, y ese olor de recién molido. Alrededor del contorno de la madera nueva, el suelo viejo formaba un marco de polvo gris. Encima de él, Jens había dejado las pesadas botas, y trabajaba en calcetines, midiendo, marcando, clavando con clavos un listón de goma negra mucho más largo que él sobre las láminas nuevas de pino.
Oyó chirriar la puerta y miró.
Tal como esperaba, Lorna Barnett entró y cerró tras ella. -Hola -dijo, a dos tercios de distancia del cobertizo, tan lejos, que la voz formó eco.
– Hola.
– Volví.
Había vuelto, y llevaba una prenda elegante, de mangas abullonadas, que revelaba las líneas más armoniosas que hubiese visto en el más hermoso de los barcos. Se permitió una sonrisa de respuesta, y permaneció arrodillado, con una mano sobre la cabeza del martillo, y el mango apoyado en el muslo.
– ¡Válgame Dios! ¡Qué bien huele aquí! -comentó, acercándose. -Es madera nueva.
– Ya veo. -Rodeo el contorno de las láminas de pino, más allá de la madera apilada-. Y lámparas nuevas.
Las observó mientras se detenía en un sitio más cercano a Jens.
– Sí.
Jens se sentó sobre los talones y la observó pasar de la sombra a la luz. La falda estaba adornada con campanillas azules, el chaleco, blanco puro. El rostro, que alzó fugazmente hacia la linterna, convirtió en fatuas las mejores intenciones del hombre.
– Me parece que ayer se expuso demasiado al sol -señaló.
Lorna se tocó las mejillas.
– Habría estado bien si no me hubiese quitado el sombrero, pero no pude resistir.
– ¿Le duele?
– Sí, un poco, pero sobreviviré.
Echó una mirada a una serie de marcas que Jens había hecho sobre la madera limpia, unidas por la línea curva larga y graciosa del listón negro.
– ¿Qué está haciendo?
– Por fin, lofting.
– Así que este es el lofting… alisar el barco, ¿no es cierto?
– Así es.
– Fijarse que no haya bultos ni asperezas, ¿verdad?
– Sí.
– Cerciorarse de que esté liso como una fruta.
Jens se limitó a sonreír.
– ¿Cómo se hace?
Como explicarlo era mucho menos peligroso que admirarla, Jens se lanzó a hacerlo:
– Bueno, hago un dibujo a escala del barco, primero un perfil de lado, y después un corte transversal del antes y el después, algo así como incluidas unas dentro de otras. Cuando termine, habrá toda una serie de marcas sobre el suelo. Una cualquiera de esas marcas con el listón, me indicará si todas las curvas están ajustadas. Si no, si una de ellas sobresale, aunque sea un octavo de pulgada, digamos, esa estación de la nave quedará irregular cuando se construya. Entonces, modifico la curva del molde en ese punto, y lo arreglo antes de hacer el molde.
– Ah.
Jens vio que no comprendía las explicaciones verbales, pero la curva del listón en el suelo no dejaba lugar a dudas.
– Bueno, continúe -dijo Lorna-. No quiero interrumpirlo.
Jens rió con suavidad y replicó:
– Ya me interrumpió. Podría aprovechar para comer. -Sacó el reloj del bolsillo y lo miró-. ¡Oh, cómo se ha ido la mañana! La última vez que lo miré todavía no eran las nueve. -En realidad, hacía más de dos horas que estaba hambriento, pero pospuso la comida esperando que tal vez ella llegase antes: era por el pescado que había pedido-. Señorita Lorna, ¿le molestaría si como mientras está usted de visita?
– En absoluto.
Dejó el martillo y los clavos, se levantó, cruzó las planchas de pino en calcetines, fue a buscar un recipiente que estaba encima de la pila de madera, y lo destapó.
– ¿Le gustaría compartirlo? -propuso, acercándose a Lorna y ofreciéndole la cazuela.
Lorna miró dentro:
– ¿Qué es?
– Sollo frito.
– ¡Caramba, sí! -El semblante pareció florecer de sorpresa: las cejas alzadas, las mejillas redondeadas, la sonrisa sujeta por los dientes en el labio inferior-. ¡Es el que pescó ayer!
– Me dijo que le guardara un poco.
– ¡Oh, Jens, usted es un sujeto asombroso! ¿En serio trajo un poco para mí?
– Por supuesto. -Indicó con un gesto el banco de jardín-. ¿Por qué no se sienta?
Mirando alrededor, Lorna dijo:
– De acuerdo, pero no ahí. Sentémonos en el barco.
– ¿En el barco?
– Claro, ¿por qué no? Haríamos nuestro primer picnic, antes aún de que esté en el agua.
Jens rió entre dientes, y dijo;
– Como quiera, señorita Lorna. Espere que busque un mantel.
Mientras iba a buscar un trozo de papel de planos, Lorna se quitó los zapatos y los dejó junto a las botas de Jens.
– Oh, no es necesario que haga eso -gritó-. De todos modos, la madera terminará por ensuciarse. Sólo que a mí me gusta mantenerla limpia un tiempo.
– Si usted se descalza, yo también me descalzo.
Cuando cruzó el suelo, los talones de Lorna hicieron un ruido hueco. Los zapatos, junto a las botas de Jens, le dieron una sensación de intimidad cuando pasó junto a ellos para extender el papel sobre la curva del listón y colocar encima el recipiente con pescado. Disfrutó de verla sentada a la manera india, con la falda como una campanilla azul. La blusa tenía las habituales mangas anchas, finas alforzas y como treinta botones que la cerraban hasta más arriba de la garganta. Encima del pecho izquierdo, llevaba prendido un reloj colgante que Jens nunca vio antes, y que atraía la mirada hacia esa curva turgente. Apartó la vista y se puso de cuclillas frente a ella.
– Sírvase.
Lorna se estiró, sacó un trozo de pescado y lo deslumbró con una sonrisa.
– Nuestro segundo picnic -señaló.
Jens también se sirvió y los dos, navegando un barco imaginario recubierto de fragantes láminas de pino recién cortadas, comieron el pescado frío con pan viejo, pensando que nunca supo tan sabroso ningún manjar porque estaban juntos, como les gustaba estar, conversando, sonriendo, explorándose con los ojos.
– Realmente se ha quemado con el sol -observó Jens-. Su pobre nariz parece una señal luminosa.
– Me impidió dormir casi toda la noche.
– ¿Se puso algo?
– Suero de leche, pero no sirvió de mucho.
– Pruebe con pepinos.
– ¿Pepinos?
– Es lo que usaba mi madre cuando éramos niños. Pídale uno a la señora Schmitt, o recoja uno de la huerta cuando vuelva a su casa.
– Lo haré.
Con la excusa de la quemadura de sol, le observó el rostro por un lapso más prolongado.
– De cualquier modo, es casi seguro que se pelará.
Sin prestar mucha atención, Lorna se tocó la nariz.
– Tendré el aspecto de un viejo pino despellejado.
– No lo creo. Creo que nunca tendría el aspecto de un viejo pino despellejado, señorita Lorna.
– ¿Ah, no? -Adquirió una expresión descarada ante el elogio disimulado-. ¿Qué aspecto tendré?
En un ambiente de buen humor, las miradas se encontraron. Jens mordió, masticó y tragó, gozando del discreto juego del coqueteo tanto como la muchacha. Por fin, con sonrisa ladeada, le ordenó:
– Coma el pescado.
Terminaron las primeras porciones y empezaron las segundas.
– El que estaba con usted ayer, ¿era su señor Du Val?
– Era el señor Du Val, no mi señor Du Val.
– Me imaginé que era él. Era el que estaba sentado junto a usted la noche que yo serví la cena en el comedor. Es un sujeto apuesto.
– Sí.
– También es un discreto marino.
– Apuesto a que usted es mejor.
– Para ser marino, antes uno tiene que tener barco.
– Un día lo tendrá, cuando tenga su propio astillero. Sé que lo tendrá.
Lorna se lamió un dedo.
– Entonces, usted y Du Val estuvieron de picnic ayer, ¿no es verdad?
– Señor, qué chismosos son en la cocina…
– Sí, señora, lo son. El problema es que creyeron que el picnic era conmigo.
– ¿Qué?
– A la señora Schmitt le gusta hacer de madre conmigo, pero esta mañana se sobrepasó. Me echó una buena regañina porque supuso que la llevé a usted a pescar y me dijo que eso era muy poco apropiado. Pero no se preocupe: ya la desengañé. Le dije que no era yo. Yo estaba con otra persona.
– ¿Y me dirá de quién se trataba?
– Un amigo nuevo, Ben Jonson. Lo conocí en el almacén de maderas, cuando fui a encargar esto. Era el bote de él.
– Un amigo nuevo… qué bien. Mi mejor amiga es Phoebe Armfield. Nos conocemos desde que éramos niñas pequeñas. Dígale al suyo que me alegro de que lo haya invitado a usted. El pescado estaba delicioso.
Se chupó otra vez los dedos y miró alrededor buscando algo con qué limpiarse, pero no encontró nada. Sentada con las piernas cruzadas, se inclinó hacia adelante, sacó el volante de las enaguas, y se limpió con eso.
Jens rió, sorprendido, mirándole la coronilla.
– Señorita Lorna, ¿qué dirá su madre?
– A mi madre no le dolerá lo que no sepa. A mí tampoco. -Se arregló la falda y dijo-: Gracias. Estoy segura que nunca olvidaré este almuerzo tan maravilloso.
Jens le sonrió, mirándola a los ojos. Ella también. Como siempre, fue él quien trató de aligerar las cosas.
– Dígame, ¿cómo estuvo el concierto del señor Sousa?
– Fervoroso. Patriótico.
– ¿Lo conoció?
– Desde luego. Tiene un rostro magnífico, y usa unas galas ovaladas diminutas con marcos de oro, pequeños bigotes y una barbilla que le dan una apariencia formidable con el uniforme. De paso, era blanco, con trencilla dorada y gorra de capitán. Ah, y guantes blancos, que no vi que se quitan ni una vez, ni cuando comió con los dedos. La velada de mamá fue un gran éxito.
– ¿Y el señor Du Val también estaba?
– Sí -respondió, sosteniendo la mirada de Jens-. Parece que el señor Du Val está siempre donde yo voy. -Casi susurrando, agregó-: Salvo aquí.
A Jens le llevó un instante recuperarse, y responder con sensatez:
– Es lógico, a fin de cuentas son novios.
– No del todo.
– ¿No? Pero me dijo usted que sí.
– Quizá lo haya dicho, y puede ser que pase mucho tiempo con él, ¡pero yo no dije que fuéramos novios! ¡Todavía no! -A medida que hablaba, se agitaba cada vez más-. Ya es bastante que todos en mi familia lo digan, pues tienen buenos motivos… Oh, Harken, no sé, estoy tan confundida…
– ¿Con respecto a qué?
– A esto. -Se tocó el reloj que llevaba en el pecho-. Me lo regaló Taylor, ¿sabe? -Jens le echó un segundo vistazo y sintió una oleada de celos-. Me lo dio el sábado por la noche, después del concierto, diciendo que no era un regalo de compromiso, pero en mi familia creen que sí. Y todavía no quiero prometerme a Taylor, ¿entiende?
Jens dijo lo que supuso que debía decir:
– Pero es buen mozo, rico, y de la misma clase que usted. La trata bien, los padres de usted lo aprueban. Sería sensato casarse con un hombre así.
Por la expresión afligida de sus ojos, aún antes de que hablase, debía de haber intuido que habría sido mejor no pronunciar las palabras siguientes. Las dijo con voz queda, mirando a Jens a los ojos:
– ¿Y si hay alguien que me gusta más?
Mientras la confesión penetraba en ambos, el tiempo transcurría. Jens podría haber tomado la mano de Lorna, sencillamente, y el curso de la vida de ambos habría cambiado. En cambio, prefirió el camino de la prudencia, y replicó:
– Ah, señorita Lorna, ese sí que es un dilema.
– Harken…
– Sería mejor que lo pensara bien antes de dejar pasar una oportunidad como Du Val.
– Harken, por favor…
– No, señorita Lorna. -Se estiró para tomar la olla y se preparó para levantarse-.Yo ya le di mi opinión, y creo que es un buen consejo. Pero creo que de ahora en adelante sería conveniente que hable con alguna otra persona acerca de esto.
Levantó la olla y se la llevó.
Lo siguió con los ojos.
– ¿Con quién?
– ¿Qué tal su amiga Phoebe?
Lorna se levantó, agarró los zapatos y se sentó en el banco para ponérselos.
– Phoebe no me sirve. Está tan enamorada de Taylor que no conserva ni una pizca de objetividad. Lo único que repite siempre es: "Si no lo quieres, yo lo tomaré".
– Bueno, ¿lo ve? Es un buen partido.
Tras dejar la olla sobre la pila de madera, Jens se dio la vuelta y vio a Lorna caminando hacia él. No se detuvo hasta que estuvo tan cerca que podría haberle revuelto el cabello con el aliento.
– ¿Sabe que, a veces, usted es exasperante? -dijo la muchacha.
– Usted también.
– ¿No le gusta que venga aquí?
– Desde luego que me gusta. Pero usted sabe tan bien como yo cuál es el problema.
Lorna lo observó de cerca, y los profundos ojos castaños insistían en ese beso que él, prudente, decidió no darle nunca. Al ver que no llegaba a nada, Lorna apartó la vista, mirando distraída la madera apilada. De repente, alzó los ojos y lo dejó atónito al preguntar:
– Harken, ¿acaso jamás piensa besarme?
Jens soltó un suspiro que era mitad risa de sorpresa, mitad autodefensa.
– Claro: el día que me admitan como miembro del Club de Yates de su padre.
Comenzó a alejarse, pero Lorna lo detuvo poniéndole la mano en el brazo. Sintió como si cinco soles minúsculos se posaran donde estaban los dedos, y le dejaran la marca de fuego sobre la carne.
Nada se movió. Ni él, ni ella, la tierra o el tiempo. Todo se detuvo, expectante.
– Pensé en ordenarle que lo hiciera, pero ya intenté antes algo así y no resultó.
Jens se inclinó y le dio un beso tan leve y fugaz que terminó antes de que cualquiera de los dos pudiese cerrar los ojos.
– Harken, no -se burló-. No me trate como a una niña, porque no lo soy.
Los dos estaban en el umbral de la tentación, la sangre atrapada en las gargantas, sensibilizados porque sabían que, entre ellos, los besos eran un tabú inquebrantable. Mas al encontrarse, compartir comidas campestres, hacerse amigos, ya habían roto ese tabú muchas veces. ¿Qué ley insignificante podía pesar en comparación con lo que ya sentían el uno por el otro?
– Está bien -dijo Jens-. Una vez, y después se va.
– Y después me voy -aceptó.
Jens sabía que una vez que lo hiciera estaría perdido, pero encerró en sus manos las mangas almidonadas y dio un paso fatal que puso en contacto los pezones de Lema con sus tirantes. Inclinó la cabeza en el instante mismo en que Lorna lo hacía. Cerraron los ojos, los labios se unieron, y todo quedó en suspenso, excepto los corazones de ambos. Apretó las manos sobre los codos de Lorna, e inclinó más la cabeza. Abrieron los labios y se saborearon por primera vez, invadiendo la textura y la humedad del otro hasta que comenzó un delicioso movimiento, una cabeza balanceándose sobre la otra y, alrededor, la lluvia seguía su serenata y el perfume del cedro llenaba el aire del cobertizo.
Un beso. Sólo uno.
Lo hicieron durar, durar… hasta que todo les dolió ante la perspectiva de acabarlo.
Se escuchó un golpe sordo sobre el tejado; se apartaron sobresaltados y, al levantar la vista, vieron a una ardilla aterrizar y resbalar por las tejas de madera.
Se miraron a los ojos, las bocas aún entreabiertas, el aliento agitado, el corpiño de Lorna que subía y bajaba rápidamente como el vientre de un gato durmiendo, al tiempo que Jens seguía aferrándole las mangas, frotando el algodón blanco con los pulgares.
La muchacha habló con voz aguda:
– Algún día, cuando sea vieja como la tía Agnes, les contaré a mis nietos este momento, igual que ella me cuenta lo de su amor perdido, el capitán Dearsley.
Jens sonrió y recorrió ese rostro con la mirada: los labios, las mejillas, los párpados, la raíz del pelo, donde colgaban de la masa oscura finos mechones dispersos.
– Señorita Lorna, usted tiene ideas románticas que son muy imprudentes.
Lo observó con expresión embelesada, como si el beso la hubiese transportado más allá del plano temporal.
– A menos que me besan, ¿cómo podía saber?
– Ahora ya lo sabe. ¿Se siente más dichosa?
– Sí, me siento infinitamente más dichosa.
– Señorita Lorna Barnett -movió la cabeza-, es una joven impetuosa, y para un hombre es difícil rechazarla. -Sacó las manos de las mangas-. Pero tengo que hacerlo. -Y agregó con suavidad-: Ahora, váyase.
Lorna suspiró y miró alrededor, como si volviese a la tierra.
– Muy bien pero, pensándolo bien, creo que podría hablar con mi amiga Phoebe. Pues aunque no tenga criterio en lo que a Taylor se refiere, es mi mejor amiga y si no hablo con alguien acerca de esto, siento que estallaré.
¿Qué se podía hacer con una mujer como esta? Desplegaba sus sentimientos como un verdulero sus mejores productos, orgulloso de los colores vivaces y la frescura, invitándolo a servirse, apretar y juzgar por sí mismo.
– ¿Cree que eso es prudente?
– Puedo confiar en Phoebe. Hemos compartido muchos secretos.
– De acuerdo, pero recuerde que esto no tiene que volver a suceder. ¿Estamos?
Lorna contempló los ojos azules, mordiéndose el labio inferior.
– No haré ninguna promesa que no esté segura de poder mantener.
Jens no pudo más que mirarla, preguntándose cómo era posible que un hombre común como él pudiera provocar una expresión tan enamorada en el rostro de una muchacha bella y privilegiada como esta.
– ¿Me acompaña hasta la puerta?
Lorna caminó manifestando renuencia a cada paso que daba. Jens la siguió, deseando que se quedara el resto de la tarde y le hiciera compañía mientras trabajaba, deseando por primera vez ser un hombre rico. En la puerta, la muchacha se detuvo y giró.
– Gracias por el pescado.
– Fue un placer, señorita Lorna.
– Ya está otra vez con ese señorita Lorna. ¿No importa que me haya besado?
La respuesta estuvo cargada de sentido:
– Importa muchísimo.
Lorna atrapó en la suya la mirada de Jens y los dos sintieron el desgarro de la separación que los impulsaba en dos direcciones. Jens veía con claridad el deseo de que volviese a besarla. El también quería hacerlo. Abrió lo suficiente como para pasar los hombros, y se quedaron en el haz de humedad exterior, oyendo las gotas de lluvia que sonaban blandas sobre la alfombra vegetal del bosque.
Jens quiso decir: "Vuelve otra vez, me encanta tenerte aquí, charlar contigo sobre el barco, compartir mis sueños; adoro tu cabello, tus ojos, tu sonrisa y muchas otras cosas".
Pero sólo dijo:
– No se olvide de los pepinos.
Lorna sonrió y respondió:
– No me olvidaré.
Lo último que vio fue su silueta que corría por el sendero, levantándose la falda hasta las rodillas.
A Lorna la sorprendió su propio rechazo a contarle a Phoebe Armfield su encuentro íntimo con Jens Harken. Lo atesoró para sí y se acostó temprano esa noche para extraerlo y examinarlo sola, en la oscuridad. Tendida de espaldas, con medallones de pepino sobre el rostro, lo trajo a la memoria. En el recuerdo, toda esa tarde adquirió una cualidad especial, hecha de madera y lluvia, simplicidad y honestidad. Qué placer descubrió en el pasatiempo plebeyo de sentarse con las piernas cruzadas en medio del suelo de madera recién cortada y comer sobras de pescado. Qué alegría gozó estando delante, muy cerca de Jens Harken, y observando las expresiones que recorrían una gama de reacciones, de la risa a la reflexión, pasando por la admiración. Y, por último, cuando el beso acabó, el mismo deseo desnudo que ella sentía.
Si lo supiera su madre se sentiría mortificada.
Lorna estaba descubriendo que no era como su madre. Era un ser humano sensible y sensual, para el cual Jens Harken se había convertido en un hombre, no en un criado sino en una persona a la que podía respetar, gustarle, admirar incluso, que tenía un sueño y actuaba en consecuencia. La atracción física hacia él no sólo traspasaba las barreras de clase sino que las negaba. Cuando estaban juntos, no eran otra cosa que un hombre y una mujer, no un hombre pobre y una mujer rica. Estar con él le daba felicidad. Observarlo trabajar, la fascinaba. Escucharlo hablar era tan arrebatador como escuchar las marchas de John Philip Sousa.
Se sintió abrumada por la intensidad de sus propias reacciones a meros aspectos físicos del hombre. Por supuesto, el bello rostro noruego, pero también las manos, el cuello, las venas en la parte interna de los brazos, los tirantes cruzados, hasta la forma de los dedos en los calcetines… cada uno de esos rasgos le despertaba una tempestad de sensaciones, sólo porque formaban parte de él. Cuando se movía, cada ángulo de sus miembros se convertía en un ballet ante los ojos de la muchacha, cada giro de la cabeza, una perfección. Hasta le parecía que la ropa susurraba de un modo completamente distinto a la de otros hombres.
Y besarlo… oh… besarlo era una delicia de una magnitud inimaginable. Olía como el cobertizo, a cedro, a madera, casi sabía así, y cuando la lengua de Jens tocó la de ella, sintió como si hubiese absorbido todo el cálido resplandor ambarino de alrededor en un solo punto y se lo hubiera traspasado a ella. El solo hecho de pensarlo la excitaba. Acostada en el dormitorio, un piso debajo de Jens, decidió que lo único que le impediría volver a besarlo era que la encarcelaran.
Jens Harken había descubierto que era mucho más fácil sacar a Lorna del cobertizo que de su cabeza. El resto de la tarde lo persiguió, sonriéndole desde el recuerdo, alzando el rostro para que la besara, dejándolo levantado cuando el beso terminó.
Muchacha maldita, adorable, incorregible.
Esa noche, en el dormitorio mismo, Lorna estaba aún en la cabeza de Jens, casi dentro del corazón. Para impedir que abriese camino dentro de él en otras direcciones, escribió a su hermano:
Querido Davin:
Creo que, por fin, hice un avance. Encontré a alguien que financie el barco de casco plano del que estuve hablando durante años: mi patrón, el señor Gideon Barnett, ¿qué te parece? Me hizo instalar en un cobertizo, me dejó comprar herramientas y madera, y ya estoy terminando el lofting. Creo que sigue pensando que estoy loco, pero está dispuesto a invertir dinero por la posibilidad de que no lo esté. Me otorgó tres meses, aunque el buque no correrá hasta el próximo verano. Cuando lo haga tienes que estar listo pan venir aquí. La nave ganará a lo grande, y todo el país se enterará, y tú y yo entraremos en la industria. Estuve ahorrando hasta el último centavo, y espero que tú también lo hayas hecho, pues necesitaremos cada centavo si queremos que Astilleros Harken se convierta en realidad. Cuando así sea, tendremos algo con qué empezar, pues yo pagué los materiales del molde con mi propio dinero y, por lo tanto, puedo conservarlo, que es más de lo que teníamos cuando estaba en el Este.
Me gustaría que estuvieras aquí, y así podríamos hablar del diseño del barco y trabajar juntos en él. Conocí a un nuevo amigo llamado Ben Jonson, y creo que le pediré que me ayude cuando llegue el momento de arquear las costillas. Es nórdico, como habrás adivinado, y nadie es capaz de alisar un barco como nosotros, los nórdicos, ¿no es cierto, hermano? Trabaja en el almacén donde compré la madera, pero el trabajo disminuye aquí en el otoño cuando termina la temporada de construcción, y pienso que estará disponible para ayudarme. Me llevó a pescar el domingo, y sacamos una buena cantidad de sollo, que aquí abunda.
Ah, de paso, compartí parte del pescado con una dama.
"Compartí parte del pescado con una dama." Eso era todo lo que Jens se atrevía a contar. El torbellino de sentimientos que Lorna despertó en él le exigía que lo dijese pues, igual que ella, si no se lo contaba a alguien estallaría. Pero no diría nada más.
Cuando cerró la carta y apagó la luz, se acostó otra vez en el cuarto del ático, de manera parecida a como lo hacía Lorna un piso más abajo, recordando la imagen de ella y el placer de pasar el tiempo con ella, de besarla.
Cerró los ojos, enlazó los dedos sobre el pecho y comprendió una cosa trascendental. Hasta ese momento, cuando soñaba en construir una nave veloz, soñó por sí mismo, por el placer de contemplarla volar en el viento, y por las consecuencias que acarrearía: iniciar un negocio para él mismo y para el hermano Davin, con más clientes de los que pudiesen atender.
Ahora, por primera vez, soñó en ganar por Lorna, para ser digno de ella a los ojos de su padre y conquistar el respeto de otros hombres como su padre, y que no pudiese ordenarle más que regresara a la cocina.
Se imaginó la regata, él deslizándose, siempre deslizándose, y Lorna Barnett en el muelle con otras mujeres cubiertas de sombrillas, animándolo mientras él planeaba a favor del viento, con la proa levantada y las velas hinchadas. Se imaginó el barco pasando como una exhalación ante la boya de la meta, oyó los aplausos de la multitud desde el jardín del club cuando se acercaba, y a Tim Iversen tomando la fotografía para colgarla de la pared del Club de Yates, y a Gideon Barnett estrechándole la mano y diciendo:
– ¡Bien hecho, Harken!
Un solo beso fue capaz de engrandecer su sueño hasta ese extremo. Pero en su fuero íntimo sabía que era imposible. Jens no era del miembro club, y tal vez nunca lo sería. Quizá, tampoco condujera su barco, pues solían contratar pilotos con récords ganadores y los traían de todos los países en el esfuerzo por ganar las grandes carreras. Jens no tenía récord ni barco propio, ni riqueza ni status.
Y tampoco tenía el menor derecho de enamorarse de la hija de Gideon Barnett.