Después de haberse deshecho de Lorna, una tensión mayor que la habitual separaba al señor y a la señora de la casa de granito de la avenida Summit. Los niños hacían muchas preguntas acerca de por qué Lorna asistía a un colegio católico, y cada vez que Levinia trataba de describir la abadía a Gideon, este apretaba la boca y aseguraba estar ocupado.
Una noche, poco después de Navidad, Levinia esperaba ene! dormitorio principal, mientras Gideon entraba y se preparaba para ir a la cama. La casa, construida mucho antes que el chalet del lago, no tenía agua corriente ni comodidades modernas en el cuarto de baño. Esperó a que se metiera tras el biombo y usara la silla de toilet. Oyó el clack de la tapa al cerrarse y Gideon apareció con los tirantes colgando como arco iris invertidos.
– Quisiera hablar contigo, Gideon.
– ¿De qué?
– Siéntate, Gideon… por favor.
Dejó de desabrocharse la camisa y fue a sentarse frente a su esposa en una silla pequeña e incómoda junto al calefactor ovalado que había reemplazado a la reja del hogar.
– Creí que te habías acostado antes de que yo subiera.
– No, estaba esperándote. Tenemos que hablar de Lorna.
– Ya nos ocupamos de Lorna. ¿Qué más hay que decir?
Hizo el gesto de levantarse, pero Levinia se inclinó hacia adelante y lo detuvo tocándole la mano.
– Te sientes culpable… y lo entiendo. Pero hicimos lo que teníamos que hacer.
– ¡No me siento culpable!
– Sí, Gideon, y yo también. ¿Crees que me gustó dejarla allí? ¿Crees que no me inquieta que alguien se entere pese a todas las precauciones que tomamos? Lo que hicimos, fue para que no se estropeara el futuro de nuestra hija, y los dos tenemos que recordarlo.
– Está bien, está bien! -Gideon levantó las manos-. Estoy de acuerdo, pero no quiero hablar más de eso, Levinia.
– Ya sé que no quieres, Gideon, pero, ¿se te ocurrió pensar que se trata de nuestro nieto?
– ¡Maldición, Levinia, ya dije demasiado!
Saltó de la silla y fue a zancadas hasta el humidificador.
Hacía falta algo grave para que Gideon maldijese.
Hacía falta mucho más para que la esposa se enfrentase a él.
– ¡Vuelve aquí, Gideon! Y, por favor, no enciendas una de esas cosas repelentes. Tengo algo que decir, y voy a decirlo. ¡Más aun, no pienso hablarle a tu espalda!
La sorpresa lo hizo darse la vuelta. La miró, furioso, ahí sentada, rígida, en la pequeña silla tapizada, con su voluminoso camisón de algodón y el cabello todavía sujeto con un apretado peinado que recordaba a las salchichas. Dejó los cigarros, volvió a la silla y se sentó.
– Supongo que estarás de acuerdo en que pocas veces te pido algo, Gideon, pero ahora lo haré y antes de que vociferes creo que deberías pensarlo un poco. No te discuto que el niño es un bastardo, pero es de nuestra sangre. No me gustaría pensar que hay un nieto nuestro viviendo en un… en una barraca, y tal vez sufra frío y hambre. Incluso hasta se enferme. -Hizo una pausa como para reponerse, y continuó-: Ahora bien, estuve pensándolo, y se me ocurrió un modo en que podemos aseguramos de que esté cuidado, y nadie tendrá que saberlo. Quisiera que me des permiso para hablar con la señora Schmitt.
– ¿La señora Schmitt?
– Hace años que amenaza con irse, con la excusa de la mala salud de su madre. Pienso que podemos confiar en ella.
– ¿Para qué?
– Para criar al niño.
Gideon se levantó de un salto.
– ¡Espera un minuto, Levinia!
– Ya sé que te costará dinero.
– ¡Ya me costó dinero!
– Tienes demasiado. Te pido que hagas esto por mí, Gid. -No le decía Gid desde la época de su juventud, y eso le hizo volver sobre sus pasos y sentarse de nuevo en la silla, donde se dejó caer con un suspiro, mientras su esposa continuaba hablando con la más absoluta convicción-. Si la señora Schmitt se retirase ahora, nadie sospecharía nada. Antes de que
Lorna volviera, haría meses que se había marchado, y como insistió tanto con la mala salud de su madre, supondrán que ese fue el motivo. En retribución por hacerse cargo del niño, por supuesto nos aseguraremos de que ella y su madre estén bien provistas durante el resto de sus días.
Se hizo una pausa reflexiva. Gideon y Levinia se quedaron cada uno en su silla, mientras las mentes retrocedían hasta la infancia de Lorna y luego avanzaban hacia el nieto. En esos momentos de silencio, los abuelos se sintieron desalentados por el peso de la responsabilidad y las preocupaciones no deseadas.
Después de un rato, Gideon preguntó:
– ¿Cuántos años tiene la señora Schmitt?
– Cincuenta y tres.
– Es vieja.
Esa fue la primera señal de que a Gideon también le preocupaba el bienestar del pequeño.
– ¿Se te ocurre una idea mejor? -preguntó Levinia, arqueando una ceja.
Con los codos en las rodillas, la vista fija en el piso. Gideon negó con la cabeza y, por último alzó la mirada hacia su esposa.
– Después del modo en que peleaste por conservarla el verano pasado, ¿estás dispuesta a dejar ir a la señora Schmitt?
– Sí -respondió la mujer, sin rodeos. La voz se le convirtió en un susurro, y le apretó el dorso de la mano-. Oh, Gid… será nuestro nieto. ¿Cómo sabremos dónde irá a parar si dejamos que lo den en adopción?
Tras años de alejamiento físico, el hombre dio la vuelta a la mano y apretó la de su esposa.
– ¿Nunca piensas permitir que Lorna se entere?
– En absoluto, ni nadie de esta casa. Y la señora Schmitt tendrá que jurar que guardará el secreto.
Permanecieron así, con las manos unidas, un poco incómodos, pero súbitamente de acuerdo en sus propósitos.
– Una cosa -dijo él-. El niño nunca debe saberlo.
– Por supuesto que no. Es sólo para nuestra paz de conciencia, y nada más.
– Muy bien. -Gideon soltó la mano de su esposa-. Pero te diré algo, Levinia. -Posó la vista en un punto distante, y el rostro se le endureció-. Me gustaría matar a ese maldito constructor de barcos. Lo digo en serio. Me gustaría matar a ese hijo de pena.
En los días que siguieron a la desaparición de Lorna, Jens pensó que se volvía loco. Se sintió indefenso, desamparado y asustado. ¿Dónde la habían enviado? ¿Estaría bien? ¿Estaría bien el niño? ¿Lo habrían matado? ¿Lo vería alguna vez? ¿La habrían convencido de que no lo viese más? ¿Por qué no le escribía?
Regresó varias veces a la casa de la avenida Summit, pero no lo dejaban traspasar la puerta.
Tim se había ido y no tenía con quién hablar. No confiaba en Ben, pues eso significaría divulgar que Lorna estaba embarazada. Como los días pasaban y no recibía noticias, su desaliento se multiplicó.
Pasó la Navidad como cualquier otro día, trabajando en la construcción, armando la escalera del desván que dudaba que Lorna viese alguna vez.
Enero se puso duro. Le escribió a su hermano y le desnudó el corazón contándole la verdad acerca del niño que esperaba y la desaparición de la mujer que amaba.
En febrero, el astillero estaba terminado. Llevó el molde desde la cabaña de Tim y empezó la construcción de una chalana encargada por el mismo Tim, que bautizarían Manitou. Pero no ponía el alma en el trabajo.
En marzo, intensas tormentas de nieve lo mantuvieron encerrado durante días. Y aunque fue caminando varias veces al pueblo, no encontr4 ninguna carta de Lorna en la oficina de correos.
En abril, cinco meses después de la desaparición, recibió una carta de una escritura desconocida. La abrió en la acera de la oficina de correos, sin estar preparado para las noticias que iba a recibir.
Querido señor Harken:
Dadas una serie de circunstancias de las que estoy completamente al tanto, pensé que era mi deber informarle sobre el paradero de mi sobrina Lorna Barnett. Los padres la manda ron a la abadía de Santa Cecilia, en las afueras de Milwaukee, en Wisconsin, donde la cuidan las monjas. Tiene que entender que los padres de Lorna depositaron sobre ella, y siguen haciéndolo, una gran carga de culpabilidad. No olvide esto, en caso de que sienta la tentación de juzgarla.
Cordiales saludos de
Agnes Barnett
De pie bajo el sol de la media mañana, con la carta temblándole entre los dedos, la releyó. El corazón le palpitó con fuerza. Le inundó la esperanza. También reaparecieron el amor y la nostalgia, sentimientos que había aprendido a dejar de lado en los últimos meses. Levantó la cara al sol y se concentró en el velo rojo que veía tras los párpados cerrados. Sintió más el calor. El aire primaveral le pareció más fresco. La vida, más justa. Leyó de nuevo la abadía de Santa Cecilia, en las afueras de Milwaukee, y, con el corazón saltándole de gozo comprendió que ya había adoptado una decisión.
A la abadía de Santa Cecilia llegó la primavera. Los vientos del norte viraron hacia el sudeste y los campos de alrededor emergieron del manto blanco. El olor de la tierra ascendía sobre los muros de la abadía y en el campo, hacia el Oeste, apareció un potrillo con la yegua. En el patio brotaron los tulipanes. El canto del pájaro carbonero pasó del silbido del invierno al saludo de la primavera.
Una tarde de fines de abril, Lorna estaba en su cuarto durmiendo la siesta, cuando la hermana Marlene llamó a la puerta.
– Tienes una visita.
– ¿Alguien vino a verme? ¿Aquí? -Lorna no sabía que podía recibir visitas-. ¿Quién?
– No le pregunté el nombre.
– ¿Es un hombre?
Se incorporó y sacó los pies de la cama. Los únicos hombres que había visto allí eran el padre Guttman que iba todos los días a decir Misa, y un médico de apellido Enner, que iba regularmente a verla.
– Está esperándote afuera, en la tenaza.
La hermana Marlene cerró silenciosamente la puerta, y Lorna se quedó sentada con una mano sobre el abultado vientre, y las emociones hechas un torbellino. ¿Su padre, o Jens? Eran los únicos hombres que podrían haber ido a verla. Sin duda, debía ser Gideon cumpliendo con su deber de padre, pues Jens no tenía idea de dónde estaba ella.
Pero, ¿y si lo había descubierto…?
Se izó del catre ayudándose con las dos manos y cruzó andando el cuarto, vertió agua de una jarra, se lavo la caray dejó un instante las palmas húmedas sobre las mejillas ardientes, con el corazón locamente agitado. En el cuarto no había ningún espejo: se humedeció el cabello en los lados y lo peinó al tacto, sujetándolo en la nuca con una cola lisa, como llevaba usando desde que estaba allí. Se cambió el vestido arrugado por otro exactamente igual, castaño, sencillo y tosco, y por primera vez deseó tener algo más colorido. Abrió la puerta y bajó con torpeza las escaleras con un andar que era una extraña mezcla entre los movimientos apacibles de las monjas y el paso propio de una mujer preñada, que ya no puede verse los pies desde arriba.
El pasillo central estaba vacío, pero la puerta frontal estaba abierta y un brillante cono del sol de la tarde se abría en abanico sobre el piso de granito moteado. Dentro de Lorna, todo parecía subir y empujar hacia el corazón palpitante mientras salía a la galería de arcadas y miraba a la derecha, hasta el final.
La hermana DePaul estaba fuera, haciendo su habitual caminata de plegarias, con un libro en alemán mientras recorría el perímetro de la galería que rodeaba el patio.
Lorna miró al otro lado… y ahí estaba Jens, con el sombrero en la mano, levantándose del banco de madera situado a la sombra del techo de la galería.
Sintió como si el corazón fuera a escapársele del pecho. Cuando comenzó a avanzar hacia él, el alivio y el amor la arrasaron y, de súbito, se le aflojaron las rodillas. Jens llevaba el traje dominguero, tenía el cabello recién cortado, demasiado corto. Tenía una expresión asustada e incierta cuando la miró acercarse con el pardo vestido maternal y el vientre por delante. Se acercó a él sumida en un embrollo de sentimientos, pues el anhelo por él luchaba contra las repetidas advertencias y acusaciones de su madre.
– ¡Hola, Jens! -murmuró al acercarse.
Por la profunda calma que manifestaba, Jens se dio cuenta de que las monjas y sus padres habían condicionado las ideas de Lorna. La habían despojado de su belleza, y ni el pelo, ni la ropa ni ese aire sombrío recordaban a la Lorna Barnett que él conociera. Ya no tenía ánimo y el gozo por verlo se esfumó. En su lugar, había una obediencia que lo aterró.
– ¡Hola, Lorna!
Guardaron una respetable distancia, conscientes de que la hermana DePaul se paseaba cerca.
– ¿Cómo me encontraste?
– Tu tía Agnes me escribió y me dijo dónde estabas.
– ¿Cómo llegaste aquí?
– Tomé el tren.
– ¡Oh, Jens…! -Por el semblante de la muchacha pasó una fugaz expresión de amor dolorido-. Todo ese viaje… -Hizo una pausa y dijo, con voz más suave-: Me alegro de verte -con ese aire de mártir, como quien está entrenado.
– Me alegro de…
Se interrumpió. Tragó saliva, sin poder continuar. Quería atraerla a sus brazos, murmurar contra su pelo, decirle cuánto se alegraba de verla, que imaginé toda clase de cosas, lo solitario y horrible que fue pasar el invierno sin ella, y el alivio que sentía de que todavía tuviese al niño. Pero se quedó apartado, distanciado de ella por ese nuevo escudo que la hacía tan intocable como si ella también vistiese hábito.
– ¿Por qué no recibí noticias tuyas?
– No… no sabía a dónde escribirte.
– ¿A dónde crees que hubiese ido, estando tú embarazada? Si hubieses querido, podrías haberme localizado. ¿No se te ocurrió pensar lo preocupado que estaba?
– Lo siento, Jens. No pude hacer nada. Hicieron planes en secreto, y mi madre me metió en el tren. Ni yo sabía a dónde iba hasta que estuvimos en camino.
– Lorna, ya hace cinco meses que estás aquí. Por lo menos, podrías haberme hecho saber que estabas bien.
La hermana DePaul dobló en una esquina.
– Aquí hace frío. Vayamos al sol -dijo Lorna.
Pasaron sin tocarse de los arcos sombríos al banco de madera inundado por la luz de la tarde y allí, en el linde del patio, se sentaron.
– Engordaste… -comenté Jens, dejando el sombrero sobre el asiento.
Recorrió con la mirada la redondez de Lorna, y su reacción emocional fue tan intensa que estaba seguro de que podía oír golpear su corazón.
– Sí -respondió Lorna.
– ¿Cómo te sientes?
– Oh, me siento bien. Duermo mucho pero, por lo demás, estoy muy bien.
– ¿Te cuidan bien aquí?
– Oh, sí. Las monjas son amables y cariñosas, y hay un médico que pasa a yerme con regularidad. Es solitario, pero aprendí a valorar la soledad. Tuve mucho tiempo para pensar.
– ¿En mí?
– Seguro. Y en mí, y en el niño. -Con voz más queda, agregó-: En nuestros errores.
La agitación de Jens se convirtió velozmente en rabia al pensar en el modo en que los padres de Lorna les habían manipulado la vida.
– Eso es lo que quieren que pienses: que fue un error. ¿No lo ves?
– Hicieron lo que les pareció mejor.
– Por supuesto -dijo Jens, en tono irónico, apartando la vista de ella.
– Es cierto, Jens -insistió.
– Yo también estuve mucho tiempo solo, pero no puedo decir que haya encontrado ningún valor en ello! -Se movió, como impulsado por un recuerdo doloroso-. ¡Jesús, cuando desapareciste creí que iba a perder la razón!
– Yo también -susurró Lorna.
Los dos estaban al borde de las lágrimas, pero no podían llorar con la hermana DePaul tan cerca. Se las tragaron y permanecieron sentados, rígidos, uno junto a otro, atrapados en un atolladero que no habían provocado, desdichados, enamorados, vigilados por la monja. Tras unos momentos de espantoso silencio, Lorna intentó salvar la situación.
– ¿Qué estuviste haciendo?
– Trabajé mucho.
– La tía Agnes me contó que empezaste con el armadero de barcos, por fin.
– Sí, con el respaldo de Tim Iversen. -Volvió la vista hacia ella, pero se reservó la ternura-. Estoy haciendo un barco para él, que correrá la regata en junio. Tim dice que si lo termino a tiempo, podré llevar el timón.
– Oh, Jens, cuánto me alegro. -Le tocó el brazo y los dos pensaron en el Lorna D, sin terminar en un cobertizo de la isla Manitou, y en aquellos días despreocupados en que se construyo-. Ganarás, Jens, estoy segura.
Asintió, apartando el brazo con el pretexto de sentarse más erguido.
– Eso era lo que fui a contarte poco después de que te alejaron: que Tim me apoyaría y que todo se resolvería y podríamos casarnos enseguida. Pero no me dejaron entrar. Me trataron como si fuese basura. ¡Malditos sean!
Fijó la vista en un jardín de rosas todavía encerradas en la desnudez del invierno. Le asaltaron antiguos recuerdos que lo lastimaron como si esas rosas estuviesen rodeándole el corazón.
Pasó una nube sobre el sol y su sombra viajó sobre ellos provocándoles un frío momentáneo antes de alejarse, para devolverlas al calor.
Jens quiso abrazar a Lorna y rogarle que se marchara de allí con él, pero mantuvo la distancia mientras la hermana DePaul daba otra vuelta bajo los arcos de cemento, moviendo los labios en silenciosa oración.
– Mis padres quieren que dé al niño en adopción.
– ¡No! -estalló, volviendo hacia ella el semblante torturado.
– Dicen que en la Iglesia conocen matrimonios sin hijos que buscan niños.
– ¡No! ¡No! ¿Por qué permites que te metan semejantes ideas en la cabeza?
– Pero, Jens, ¿qué otra cosa podemos hacer?
– ¡Puedes casarte conmigo, eso es lo que podemos hacer!
– Me hicieron comprender el precio que pagaríamos silo hacemos. No sólo nosotros, sino también el pequeño.
– Eres igual que ellos! Pensé que eras diferente, pero me equivoqué. ¡Como vives de acuerdo a esas estúpidas reglas, antepones lo que puedan pensar otras personas a tus propios sentimientos!
La furia de Lorna también explotó:
– ¡Bueno, quizás haya madurado un poco desde que pasó todo esto! Tal vez entonces razonaba como una niña, pensando que tú y yo podríamos hacer lo que quisiéramos sin pensar en las consecuencias.
– ¡Cómo puedes hablarme a mí de las consecuencias! El niño es tan mío como tuyo, y yo estoy dispuesto a llevarte hoy de aquí, casarme contigo, darte un hogar, y mandar al diablo lo que la gente diga. Pero tú no estás dispuesta, ¿cierto?
Sin que hubiese hecho el menor movimiento visible, percibió cómo Lorna se alejaba más aún.
– Lo que hicimos fue un pecado, Jens.
– ¿Y entregar a nuestro hijo no lo es?
Los ojos de Lorna se llenaron de lágrimas, se le contrajo la boca y apartó la cara. Estaba en paz antes de que Jens apareciera. Igual que las monjas, aprendió la aceptación y la humildad, y pasó el tiempo orando para obtener perdón por lo que habían hecho con Jens. Había decidido que entregar al niño era lo mejor para todos, y ahora estaba perturbada, desasosegada, y se cuestionaba todo otra vez.
Jens se volvió hacia ella con expresión colmada de amor y de dolor: -Ven conmigo -la instó-. Sal de aquí.
– No puedo.
– ¿No puedes o no quieres? No pueden retenerte contra tu voluntad. No eres monja.
– Mi padre pagó mucho dinero para que me quedara aquí.
Jens se levantó de un salto y se irguió sobre ella.
– ¡Maldición! ¡Eres como él!
La hermana DePaul los miró y dejó de caminar.
– ¡Jens, recuerda dónde estás!
Jens bajó la voz y la monja reanudó las plegarias.
– Te importa más tu reputación que tu propio hijo.
– Yo no dije que lo entregaría.
– No tienes que hacerlo. Veo que has caído en la misma línea de pensamiento. Líbrate del criado y líbrate de su hijo, y así nadie tendrá que saberlo, ¿no es verdad?
– Jens, por favor…, esto no fue fácil para mí.
– ¿Fácil para ti? -Le costó controlar el volumen de su voz-. ¿Pensaste, siquiera un momento, en lo que esto fue para mí? ¡Sin saber dónde estabas, por qué no te habías encontrado conmigo en el tren, si te habían quitado el niño, si estabas tendida en algún sitio, muriéndote de fiebre por culpa del cuchillo de un carnicero…! ¿Vengo aquí a rogarte que te cases conmigo, te niegas y quieres que llore porque esto no fue fácil para ti?
Aparté la vista, esforzándose por mantener el control de la ira, luchando contra el hecho de que no tenía manera de remediar la negativa de Lorna a irse con él, odiando a sus padres y, por un instante, a la misma Lorna. Luchó con sus emociones un buen rato, contemplando el mundo enclaustrado de Santa Cecilia pero sin ver gran cosa…, ni los brotes de tulipán, ni los rosales pelados, ni la monja que dejaba ráfagas intermitentes detrás de las arcadas. Se esforzó en silencio hasta que recuperé el control y pudo hablar con más calma.
– ¿Quieres saber algo raro? -dijo, dándole la espalda-. Todavía te amo. Estás ahí, en ese banco, diciendo que te quedarás aquí y dejarás que nos quiten a nuestro hijo en lugar de marcharte conmigo y hacer lo correcto, y aún te amo. Pero te aseguro algo, Lorna… -Se volvió hacia ella, tomó el sombrero y se lo puso-. Si das al niño, te odiare hasta el día que me muera.
Desgarrada, dolorida, atrapada entre dos fuerzas antagónicas, Lorna lo vio alejarse entre las sombras alargadas de los olmos desnudos hasta la entrada, donde le esperaba el coche. La hermana DePaul había dejado de rezar y observaba desde la sombra de la galería cómo el sol de la tarde bailaba con su calor a la triste muchacha que Jens dejaba.
– Adiós, Jens -murmuré, con lágrimas en los ojos-. Yo también te amo.
Jens se fue herido de la abadía, tan herido…
Furioso.
Asustado.
Buscando un escape para sus emociones turbulentas.
Al llegar a la estación de Milwaukee, había adoptado una decisión: ¡tal vez no fuese más que un criado para la banda de los Barnett, pero ya les demostraría lo contrario! Y lo haría donde todo el mundo pudiese presenciarlo.
Antes de subir al tren de regreso, le envió un telegrama a su hermano Davin:
Ven pronto, te necesito. El armadero ya está listo.
De vuelta en White Bear Lake, todo pasó al mismo tiempo. La primavera se puso calurosa. Los veraneantes regresaron a sus casas de campo. Tim volvió al hogar después de sus giras invernales. Abrió el Club de Yates. Se reanudé la navegación. Por todas partes, todos los días, la gente hablaba de la inminente regata de mediados de junio: había revivido la obsesión.
Tim le informó que Gideon Barnett se había empeñado en dejar el Lomo D sin terminar y, por lo tanto, todos los ojos estarían observando al Manitou. Jens trabajó como un demonio en el Manitou, descargando su frustración y su furia, mientras que Tim empezaba a tomar fotografías igual que el verano anterior, para el registro que colgaría de las paredes del club.
Un día de mediados de mayo, cuando las lilas y los ciruelos estaban en flor, la ciudad de White Bear bullía de transacciones comerciales y, una vez más, los trenes pasaban cada media hora, Jens fue a esperar el que traería a su hermano Davin.
Esperé junto a las vías, observando las ventanillas del tren que entraba, frenando el movimiento de los engranajes de acero, las plumas de vapor que ascendían, hasta que, al fin, se detuvo. Se apeé un cargador, seguido de una mujer que llevaba una cesta del brazo y un niño de la mano. Luego, el mismo Davin… y Jens corrió hacia él con los brazos abiertos. Se abrazaron, sintiendo que se les formaba un nudo de alegría en la garganta, se dieron palmadas en la espalda, sonriendo con tal intensidad que les dolían las mejillas, parpadeando para contener las lágrimas.
– ¡Lo hiciste! ¡Estás aquí!
– ¡Aquí estoy!
Se apartaron para observarse, y rieron de felicidad.
– ¡Ah, hermano, mírate! -Jens tomó al hermano menor de las patillas y le hizo mover la cabeza. Davin era rubio, un poco más bajo y robusto que Jens-. ¡Por fin te creció suficiente la barba como para afeitarte!
– Bueno, eso espero. ¡Un hombre casado con dos pequeños…, a uno todavía no lo has visto! ¡Cara, ven aquí!
– ¿Cara está aquí? -Sorprendido, Jens se volvió y vio a su cuñada esperando, con un chico en brazos, y llevando a otro de la mano. Era regordeta y sonriente, y llevaba el cabello rubio trenzado en una corona, como lo hacía la madre de ambos-. ¡Cara, querida! -Siempre le había agradado. Se abrazaron lo mejor que pudieron, con el niño de un año entre los dos-. ¡Este pedazo de chapucero no me dijo que venías tú!
– Jens, me alegro tanto de verte…
Davin explicó:
– Lo que pasa es que no podía dejarla.
– ¡Menos mal que no lo hiciste! ¿Y este quién es?
Jens tomó al niño que se balanceaba en brazos de la madre y lo alzó sobre la cabeza.
– Este es el pequeño Roland -respondió Davin, orgulloso-. Y este es Jeffrey. Jeffrey, te acuerdas del tío Jens, ¿no?
Jeffrey sonrió con timidez y apoyó la cabeza en la cadera de su madre. Roland comenzó a llorar y volvió a los brazos de Cara. Jens dedicó su atención a Jeffrey, que había visto en pañales la última vez.
– Tú no puedes ser Jeffrey. ¡Mira cómo has crecido!
¡La familia! De pronto, estaban ahí, colmando la soledad de Jens con un futuro menos triste. Intercambió con Davin un par de abrazos cariñosos más, hasta que su hermano dijo:
– Sé que no esperabas a Can y a los chicos, pero lo hablamos, y decidimos que ella iría donde yo iba, sin importar las incertidumbres que nos esperaran al final del camino. Nos instalaremos en un hotel hasta que encuentre un lugar.
– No harás semejante cosa. Tengo el desván, y hay espacio suficiente para todos.
– Pero es tu casa, Jens.
– ¿Acaso crees que te perdería de vista ahora que estamos juntos otra vez? ¡Tenemos que ponemos al día! ¡Ya habrá ocasión de que busques un lugar cuando hayas estado un tiempo!
Sucedió de golpe… y en el curso de una semana el desván deshabitado de Jens se convirtió en un hogar. Cara y Davin agregaron lo que habían traído a los pocos muebles de Jens, y a esto se añadió lo que los hermanos construyeron o compraron. Para el desayuno, había bizcochos calientes y tocino, y uno de los niños en la silla alta y el otro en un banco. Mientras los hermanos trabajaban abajo, se oían pasos sobre sus cabezas, las voces de los niños y, a veces, Cara cantando a los chicos, o regañándolos. Entre los árboles de alrededor aparecieron cuerdas para tender la ropa, y de ellas colgaban pañales que ondulaban en el viento de verano. En la hora de más calor, mientras los pequeños dormían la siesta, Cara bajaba con café helado y, apoyada contra el banco de trabajo, visitaba a los hombres que bebían y disfrutaban tanto de estar juntos como de la pausa en el trabajo.
Lo mejor de todo, en la última hora del día, era tener un hermano con quien hablar y hacer planes. La primera noche, después de que Caray los niños se acostaran juntos en la cama de Jens, este los contempló y le dijo a Davin:
– Eres un hombre afortunado.
Los dos se sentaron en sendas sillas de sauce, con la lámpara de kerosén sobre la mesa. Davin también contempló a su familia dormida y luego volvió la mirada a su hermano.
– ¿Y qué pasó con esa mujer tuya? ¿Dónde está?
Jens se lo contó, y Davin estuvo pensando largo rato en silencio, hasta que al fin dijo con serenidad:
– ¿Qué piensas hacer?
– ¿Qué puedo hacer? Esperar que recobre el sentido común. se case contigo?
Como Jens no respondía, Davin razonó:
– Sería duro para ella. Pertenece a la alta sociedad. La gente hablaría. Llamarían bastardo al niño y, a ella, algo peor.
– Bueno, puede que sucedería así, pero si se tratase de Cara y de ti, ella se iría contigo. ¡Diablos, mira cómo te siguió hasta aquí, sin casa, sin la seguridad de que este armadero dé ganancias! Así tendría que ser cuando amas a alguien.
– ¿Dices que los padres viven al otro lado del lago?
Jens soltó un resoplido de frustración y respondió:
– Sí, y ya sé lo que vas a decir: tal vez nunca más le dirijan la palabra, ¿no es así?
Davin observó a su hermano, con el rostro chato y pensativo, sin darle demasiados ánimos. Después de un rato, habló como si hubiese llegado a una amarga conclusión:
– Tendrías que haberla sacado del convento.
– ¡Sí…! ¿Cómo? ¿Arrastrándola de los cabellos?
– No sé cómo, pero si yo la hubiese dejado embarazada, la habría metido en el coche y la habría sacado de allí.
Jens suspiró.
– Ya lo sé. Pero la juzgaron, la declararon culpable, y la convencieron de que había cometido un pecado imperdonable que arruinaría por completo su vida si la gente llegaba a descubrirlo, y ella les creyó. No habla ni se comporta como la muchacha que conocí. Diablos, no sé si todavía me ama, siquiera.
Davin no pudo hacer otra cosa que apretar el brazo de su hermano.
Jens suspiró de nuevo y lanzó una mirada a la cama donde Cara y los chicos dormían apaciblemente, y deseó que fuesen Lorna y sus propios hijos. Le dijo a Davin:
– Este ha sido el mejor y el peor año de mi vida. Conseguir esto, al fin… -Hizo un gesto que abarcaba todo a su alrededor-. Y enamorarme de ella, el hijo que viene, y ninguno de los dos es mío… -Descorazonado, movió la cabeza y dijo con mucho sentimiento-: De lo que estoy seguro, es que estoy muy contento de que estés aquí, Davin. Te necesitaba para otras cosas, además de ayudarme a construir un barco.
Los hermanos trabajaban en el Manitou dieciocho horas al día. Desde el principio, Jens le dijo a Davin:
– Pilotarás esto conmigo.
– ¿Estás seguro de que me dejarán?
– Es de Tim Iversen, que es el peor marino que se ha visto jamás en este Club de Yates, pero las reglas le permiten contratar una tripulación. Lo navegaremos juntos, ya verás.
La primera vez que Tim fue a conocer a la familia de Jens, Cara convenció a los hombres de que terminaran temprano el trabajo y lo invitasen a cenar. Tim ladeó la cabeza para echar una buena mirada al robusto noruego con su ojo sano, y dijo:
– ¿Qué sabe usted de navegación?
Davin sonrió, dirigió una sonrisa torcida a su hermano mayor y respondió:
– Yo le enseñé todo lo que sabe.
No era toda la verdad, pero los dos Harken intercambiaron miradas divertidas.
– Entonces, ¿será la tripulación de Jens?
– Será un orgullo para mí, señor.
Y el asunto quedó resuelto.
No obstante, no bastaban dos para pilotar el Manitou.
– Necesitaremos seis tripulantes, incluido el timonel -dijo Jens-. Actúan como lastre, ¿sabes?
– Seis, ¿eh? -repitió Tim.
– Y creo que tú deberías ser uno de ellos.
– ¡Yo! -Tim rió y movió la cabeza-. Pensé que querías ganar.
– Este barco ya no es el May-B. Si pienso en las bañeras que llevabas, no me extraña que hayas perdido y, además, se burlaban de ti. Si me haces caso, bastará una carrera para cambiar tu reputación.
Tim se rascó la cabeza y adoptó una expresión humilde.
– Bueno, no puedo decir que no es tentador.
– Pensaba dejarte manejar el spinnaker.
El ojo sano de Tim resplandeció y las mejillas se le encendieron al imaginarse cruzando él primero la línea de llegada con la vela gigante hinchada en plenitud delante de él:
– Está bien, me convenciste.
– ¡Bien! Después tendremos que hablar sobre el resto de la tripulación. Con tu permiso, quisiera pedirle a mi amigo Ben Jonson que se encargue de fijar los postes, y a Edward Stout, un amigo de Ben, que sea el hombre de cubierta. Los dos saben lo que tienen que hacer, y están familiarizados con el diseño del barco. Y hay un joven al que le eché el ojo: es un muchacho alto y bien formado que navega como si hubiese nacido con la caña del timón en la mano. Se llama Mitch Armfield. Pensé en pedirle que se encargan de la escota mayor.
– Tú eres el capitán -repuso Tim-. Se hará lo que digas.
– Será una tripulación ganadora -prometió Jens.
– Reúnelos, pues.
Cara rodeo la mesa llenando las tazas de café. Jens bebió un sorbo de la infusión caliente con la vista fija en Tim.
– Otra cosa… ¿Tienes alguna objeción en botar al Manitou de noche?
– ¿Por qué?
– Bueno, te lo diré… -Jens pasó la mirada de Tim a Davin, y otra vez a Tim-. Tengo un plan pero, para que funcione, ningún otro miembro del club puede ver navegar al Manitou hasta el día de la carrera. Tenemos que tomarlos por sorpresa.
– Estás muy seguro de cómo se comportará, ¿no es verdad?
– Completamente. De hecho, estoy tan seguro que estoy dispuesto a apostar dinero. -Jens se levantó, fue al fondo del desván donde estaba su propia cama. Volvió con una pila de dinero que colocó sobre la mesa-. Tengo que pedirte un último favor, Tim. Como no soy miembro del club, no puedo apostar. Pero estoy dispuesto a apostar hasta el último centavo de mis ahorros, casi doscientos dólares, a que el Manitou ganará. ¿Podrías apostar por mí, por favor?
Mientras Tim miraba el dinero, Jens agregó:
– Oí decir que aún hay quienes piensan que nuestro barco se bandeará y se hundirá. Las apuestas nos favorecerán.
– En este momento, cuatro a uno -precisó Tim-, y es probable que suban cuando vean ese artefacto plano en el agua.
– Entonces, entiendes por qué ninguno de ellos tiene que verlo antes de la primera carrera.
– Perfectamente.
– ¿Lo harás?
Tim puso una mano sobre el dinero.
– Desde luego.
– Y cuando gane, al primero que le pagaré será a ti -prometió Jens.
– Trato hecho -respondió Tim, y se estrecharon las manos.
Jens había dudado muchas veces acerca de invitar al joven Mitch Armfield a formar parte de la tripulación, pero sus dudas siempre provenían de la clase social del muchacho y no de su habilidad para navegar.
El día en que se acercó a la casa de los Armfield y llamó a la puerta con el sombrero en la mano, rogó al cielo no estar cometiendo un error.
Una doncella de gorra blanca le abrió la puerta, provocándole recuerdos de las circunstancias en que lo echaron de la casa de los Barnett. Pero la mujer fue amable y le pidió que esperase en una sala veraniega, de macetas con palmeras y muebles rococó.
El joven Armfield bajó las escaleras a saltos menos de un minuto después, y entró sonriendo:
– ¿Harken?
– Sí, señor -dijo Jens, tendiendo la mano para tomar la que Mitch le ofrecía-. Jens Harken.
– Lo recuerdo: usted solía trabajar para los Barnett.
– Correcto.
– Lorna acostumbraba a hablar de usted. Y ahora, tiene su armadero.
– Es cierto, mi hermano y yo. Vamos a navegar en el barco de Tim Iversen, el Manitou, en la copa desafío contra Minnetonka. Tal vez haya oído hablar de ello.
– ¡Que si oí hablar! Aquí no se habla de otra cosa.
– Vine a pedirle que se una a la tripulación.
En la cara del muchacho se reflejó con claridad su estupefacción:
– ¿En serio? ¿Yo?
– Estuve observándolo. Tiene buen sentido de lo que es un barco. Es rápido y ágil, y le gusta navegar tanto como a mí. A menos que me equivoque, lo hace desde que era un niño.
– Bueno, caramba, señor Harken… -Mitch se pasó una mano por el pelo, sorprendido y encantado-. Me encantará. Pero estoy tan sorprendido que no sé qué decir.
– Con lo que ha dicho, es suficiente. Se ocupará de la escota mayor.
– Sí, señor.
– Pensamos botarlo al final de la semana próxima. ¿Cree que puede estar en la cabaña de Tim el viernes por la noche?
– ¡Ya lo creo!
– Bien. Y otra cosa: sé que es un ruego extraño, pero no queremos público cuando navegue por primera vez.
– Oh, lo que usted diga. -Armfield había oído decir a los detractores de Harken que el barco quedaría tumbado la primera vez que soplase el viento, y no le extrañaba que quisiera discreción por si eso ocurría.-. El viernes por la noche.
Se dieron la mano y Jens se fue, convencido de que había obtenido al mejor para la tarea.
El día de la botadura, una semana antes de la carrera, la tripulación del Manitou se reunió en Astilleros Harken. Tim fotografió la nave desde todos los ángulos, con los constructores junto a ella y, con ayuda de Cara, con él mismo junto a la tripulación que lo navegaría por primera vez. Entre todos colocaron el barco en las guías apoyadas sobre troncos alisados, formando un doble riel que iba desde las amplias puertas del armadero hasta el plano inclinado que bajaba a la orilla.
Cuando el Manitou tocó el agua y flotó por primera vez, todos lanzaron vivas. Jens sintió un orgullo desconocido hasta ese momento. Las líneas puras tenían las curvas suaves de las colinas lejanas, y la línea recta también era agradable a la vista, y casi no desplazaba agua. Cuando estaba a flote, tenía la belleza de la obra de un antiguo maestro.
En el muelle Cara, con Jeffrey en brazos, le dijo:
– Un día, cuando seas grande como tu papá, o más grande aún, podrás decirle a la gente que los viste a él y a tu tío botar el primer barco de fondo plano de carreras, y que cuando la gente lo vio navegar, la navegación deportiva nunca volvió a ser la misma.
Jens abordó la nave, sintió que esa obra de sus sueños lo sostenía a flote por primera vez, y experimentó la aguda impaciencia de navegar.
– Davin, tú atenderás el foque. Ben, tú fijarás y afirmarás el poste del spinnaker. Edward, tú entiendes cómo funcionan las tablas de los laterales de la quilla. Presta atención a mis órdenes. Yo te diré cuándo subirlas y cuándo bajarlas. Mitch, tú has atendido bastantes escotas y sabes lo que tienes que hacer. Tim, mantén las líneas desenredadas y suelta el spinnaker cuando te lo diga.
Jens se sentó al timón.
Por fin… ¡por fin!, dio la orden con la que soñaba desde que era un muchacho de dieciocho años:
– Icen la mayor.
Ahí fue la vela principal que estaba marcada W-30.
– Icen el foque.
Las lonas vibraron entre las poleas y las velas produjeron un sonido parecido al hipo cuando las tomó el primer viento. La proa se elevó. El barco pareció erguirse sobre sus pies. Sin demoras, sin arrastre, sin dilaciones. Se precipitó a obedecer los comandos como un perro bien entrenado obedece una orden.
En la caña del timón, Jens resplandeció y gritó:
– ¡Sentid eso!
– Lo siento, hermano! -se regocijó Davin-. ¡Lo siento!
– ¡Es una gloria! -exclamó Tim, maravillado-. ¡No puedo creerlo!
– ¡Pues créelo! -exultó Edward.
– Este barco vuela! -intervino Mitch, mientras Ben lanzaba un hurra de excitación.
Se deslizaron sobre el agua entusiastas, felices, riendo y lanzando los puños al aire.
Recortando el foque, Davin preguntó:
– ¿Cómo se siente en el timón?
– Liviana como una pluma, y con un estupendo equilibrio! -fue la respuesta de Jens.
Mitch le preguntó al timonel:
– ¿Cuánto me atreverá a recortar la vela?
– Veamos. ¡Viraré de bolina y todos ustedes, muchachos, la subirán! -Jens viró el bote más al viento-. Muy bien… ¡arriba!
Los cinco hombres inclinaron sus cuerpos sobre la barandilla de barlovento y el Manitou escoró más alto. Ahí permanecieron, sintiendo que el viento nocturno refrescaba. El barco se deslizó sobre el agua y las olas oscuras murmuraron contra el casco bajo sus pies.
– ¡Todos los demás quedarán titubeando en la línea de salida! -predijo Mitch.
En realidad, así lo parecía. El Manitou hacía exactamente lo que Jens afirmó que haría. Cuando guiaba la nave en el viento, se equilibraba; cuando se alejaba, se escoraba y aceleraba. Era una combinación perfecta de velocidad y equilibrio.
– ¡Es increíble! -se entusiasmó Jens.
– ¡Suave como la seda! -agregó Davin.
– Prueba a virar, Jens -sugirió Edward.
– ¡Allá vamos! ¡Suelten las tablas laterales!
Al tiempo que Jens empujaba la caña del timón, Edward se ocupaba de las tablas: dejó caer la de babor y levantó la de estribor, y el Manitou se portó de maravilla. Jens lo puso a barlovento, y se deslizó a través del viento tomando un nuevo rumbo. Pareció que volaban en la noche, pues la tripulación y el barco respondían las órdenes del timonel, conscientes de los demás y de la inmediatez con que la embarcación reaccionaba. Subió la luna y la nave iba dejando una estela de diamantes que titilaban. Navegaron hacia Wildwood Bay, donde Tim alzó el spinnaker y corrieron con el viento a puerto, exuberantes, sonriendo, humedecidos por el rocío nocturno, deleitados con la sensación de las camisas mojadas sobre la piel.
De vuelta en el muelle, arriaron las velas a desgana y se demoraron secando la cubierta. Cuando ya no había nada más que hacer, se dirigieron a la nave en términos similares a los de los amantes.
– Eres toda una dama.
– Buenas noches, preciosa.
– Volveré, y tú estarás lista.
– No olvides quién te acarició mejor.
En medio de un sentimiento de fervorosa camaradería, los miembros de la tripulación se dieron las buenas noches. Cuando todos se fueron dando sinceras palmadas en la espalda a Jens, este recorrió el muelle con un brazo sobre los hombros de Davin.
– Avergonzará a cualquier otra nave que esté sobre el agua -dijo Davin.
– No tengo la menor duda -confirmó Jens-. Y ganaremos esa copa y el dinero que viene con ella.
Al subir las escaleras del desván hacia sus respectivas camas, los dos supieron que permanecerían muchas horas despiertos, con los corazones enloquecidos de expectativa.
Jens se prometió no pensar en Lorna el día de la regata, pero cuando se despertó, a las cuatro de la mañana, el recuerdo fue fuerte y se impuso. Desde la visita a la abadía, la apartaba de su mente con insistencia. Pero este día, la imagen se negaba a desaparecer. Venía desde el pasado, en poses que le desgarraban el corazón, haciéndole preguntarse por qué se sometía a semejante tortura precisamente en un día como este.
No obstante, Lorna formaba parte inseparable de este día, lo fue desde aquella noche en que entró en la cocina y le preguntó por vez primera qué sabía de barcos y de su construcción.
¿Habría tenido al niño? ¿Dónde estaría esa mañana? ¿Estaría todavía el niño con ella… nacido o por nacer?
Se la imaginó de pie sobre el jardín del club, con el pequeño en brazos, mientras él cruzaba victorioso la línea de llegada. Imaginó su sonrisa, el saludo con la mano, el pelo, la ropa, una cabecita rubia junto a la de Lorna… un recibimiento.
Cuando la intensidad del dolor se hizo insoportable, apartó las mantas, y se levantó, decidido a vivir ese día sin volver a hundirse pensando en Lorna o en su hijo.
Amaneció un día hermoso, con el viento entre ocho y diez nudos.
Jens sintió una innegable satisfacción al vestir por primera vez el uniforme del Club de Yates de White Bear: pantalones blancos de brin y el suéter oficial del club, azul con letras blancas.
Pasó las manos sobre las iniciales en el pecho, y tomó conciencia de que, una hora después, se enfrentaría a Gideon Barnett, vestido igual que él. Esa idea le provocó un amargo resentimiento, sustituido rápidamente por satisfacción. Barnett había inscrito su barco, el Tartar, en la carrera de clase A de ese día, y llevaba el timón él mismo. Teniendo en cuenta todo lo sucedido entre ellos, a Jens le daría enorme placer derrotarlo en su propio juego. Y el hecho de hacerlo ataviado con el uniforme del club de elite de Barnett lo hacía más dulce aún.
Se peinó y salió del cobertizo diciéndole a Davin:
– Te veo en el barco. Buena travesía.
Exactamente una hora antes de la carrera, Jens entró en la sede del club de White Bear para la reunión de timoneles, que se desarrollaba en el porche de la segunda planta, que daba al mar. Si bien se habían reunido gran cantidad de timoneles, Jens sólo prestó atención exclusiva a uno: el capitán Gideon Barnett, con el mismo aspecto de morsa de siempre, hablando con voz áspera con el juez de la carrera, llevando la gorra blanca de capitán con la trencilla dorada sobre la visera.
Al acercarse Jens, Barnett lo miró y calló. Apretó los labios. Contrajo la mandíbula. Jens hizo frente a la mirada fría del otro con una inspección más fría aún. Ni un mínimo gesto con la cabeza atemperó la enemistad entre los dos.
– Timoneles… -enunció el juez de la carrera, y Gideon apartó la vista-. El recorrido de hoy será…
Jens conocía el recorrido tan bien como cada plancha de su propio barco. Experimentó un desapego casi surrealista allí, entre los timoneles, recibiendo las instrucciones para la carrera, sabiéndolas antes de que las dijeran.
Barnett lo miró una vez más, cuando la reunión terminó y los timoneles salieron. Con expresión de odio implacable, los ojos parecieron decir: "Puede ser que uses ese suéter, muchacho, pero nunca serás miembro".
Afuera, se habían reunido espectadores en número sorprendente. Debía de haber no menos de doscientas personas. Jens pasó entre ellos dirigiéndose hacia donde se había reunido la tripulación del Manitou, sonrientes y confiados, en el jardín del club. Habían navegado el barco cinco de las siete noches y, como equipo, eran eficientes y coordinados.
En el trayecto hasta ellos, Jens rió entre dientes en respuesta a los comentarios despectivos que le lanzaban:
– Jens, ¿vas a navegar en esa hogaza de pan, o a comértela?
– Harken, ¿quién te pisó el cigarro?
– ¡Sería mejor dejar esa fuente en la cocina!
Jens saludó con sencillez a la tripulación:
– Buenos días, hombres. ¡Abordemos y zarpemos
La gente todavía se burlaba cuando la tripulación del Manitou llevó
a bordo el spinnaker.
Mientras recorría el muelle con Tim Iversen, Jens le preguntó en voz baja:
– ¿Colocaste mis apuestas?
– ¿Cuatro a uno?
– Cinco a uno.
Subió al barco sintiendo una mezcla de euforia y confianza. Pensó: "Que se burlen: dentro de diez minutos, la embarcación y la tripulación les borrarán la sonrisa de la cara".
Dio orden de izar la principal, y allá fue, más pequeña que algunas de las de otros barcos, pero más eficaz, Jens lo sabía. Percibió que las burlas se convertían en murmullos cuando veinte barcos forcejearon para obtener un lugar en el extremo más favorecido de la línea de salida, y el Manitou demostró que era más maniobrable que cualquier otro que hubiesen visto. Desde el agua se oyó el clamor: "Miren el W-30, miren el W-30!"
Sonó el disparo de los cinco minutos. La tripulación estaba tensa por la expectativa. Jens sintió que el pulso le latía con fuerza en el pecho. Guió al Manitou cerca del Tartar, y echó un vistazo al semblante severo de Gideon Barnett. También vio los rostros de los timoneles del club de Minnetonka, con una "M" en las velas que los identificaban. Pero ninguno le importaba, sólo Gideon Barnett, el hombre que lo había despojado de su esposa y su hijo.
Faltaba un minuto para zarpar, y Edward, con el reloj en la mano, contaba los segundos pan el disparo:
– Cinco…, cuatro…
Los corazones se estrujaron, y Jens experimentó un fugaz instante de duda: "Y si algo sale mal y el Manitou fracasa hoy?"
– Tres… dos…
Sonó el disparo.
Jens empujó la caña del timón y ordenó:
– ¡Arriba!
El Manitou se abalanzó hacia adelante, mientras que los competidores se acurrucaban en el agua, como muertos.
Ellos surcaron el agua.
La embarcación se deslizó.
Ellos se retrasaron.
La nave voló.
En la costa, crecieron los murmullos de estupefacción. Yen los barcos retrasados, se oyeron maldiciones.
– ¡Muchachos, demostrémosles de lo que es capaz!
Los miembros de la tripulación de Jens colgaron sus cuerpos sobre el agua arremolinada y dieron a los espectadores un espectáculo que jamás olvidarían.
El grito de: "¡Arriba! ¡Arriba!", flotó en el viento hasta la costa y el público empezó a vibrar. Antes que cualquiera de sus competidores de quilla profunda recorriese su propia longitud, el Manitou estaba un cuarto de bordada adelante. Rodeó la marca de barlovento, y el que iba en segundo lugar estaba tan lejos que ni siquiera se leían los números en la vela. Toda la tripulación del Manitou rió de puro regocijo.
– ¡Iuuju! -gritó Mitch.
– ¡Iuuju! -coreó Edward.
– ¡Hablarán de esto hasta el día del juicio! -se alborozó Davin.
– Es una pena, pero muchos de ellos perderán su dinero -comentó Jens, con un destello de triunfo en los ojos.
– Muchachos, será mejor que estén dispuestos a construir barcos -les dijo Tim-, pues todo el país querrá uno como este.
– ¿Estás listo, Davin? -le gritó Jens, sobre el hombro.
Ben les preguntó a los dos:
– ¿Estarán preparados para todos los periodistas que estarán esperando en la costa?
– Estuve esperándolos toda mi vida -replicó Jens.
Cuando Tim izó el spinnaker, el competidor más cercano era una mancha en el horizonte. En la última bordada hacia el viento, el Manitou se encontró con el barco que iba en segundo lugar, el número M-14, que venía contra el viento con una vuelta de desventaja, seguido de cerca por el W-10 de Gideon Barnett.
Cuando el W-30 cruzó la línea, el rugido de la multitud ahogó el disparo de la pistola del juez.
Fueron recibidos como héroes. Los espectadores del muelle se propinaban codazos mientras amarraban el Manitou. Un hombre cayó al agua. Las mujeres se sujetaban los sombreros. Los periodistas gritaban preguntas:
– ¿Es verdad que construyó barcos en New England?
– ¿Navegará el mismo barco el año próximo?
– ¿Construirá uno para usted?
– ¿Cuál es el tiempo oficial para esta carrera?
– ¡Señor Harken, señor Harken…!
Jens respondió:
– Muchachos, si no les importa, tenemos hambre y el señor Iversen nos ha ofrecido un almuerzo para toda la tripulación.
Camino de la sede del club, todavía asediado por los periodistas, Jens siguió siendo el centro de la atención. ¡Mientras andaba, se sintió como si su cuerpo tuviese un spinnaker propio lleno e hinchado con el viento! Todos querían tocarlo, darle palmadas en la espalda, tratarlo como a un héroe.
De pronto, entre la multitud, ¡divisó a Levinia Barnett!
Aflojó el paso, la gloria se iba esfumando.
La mujer estaba con un grupo de familiares y amigos, y fijaba en él una mirada de acero, frígida. Mantenía la mandíbula rígida en el mismo ángulo que la tierra. Lo observó fijamente durante cierto tiempo, y luego le dio la espalda.
La idea se precipitó sin contenerse: Lorna podría haber estado allí, y podrían haber estado casados, y allí habría estado el niño también, y el barco de Jens habría sido el Lorna D. Si así hubiera sido, si él y Gideon Barnett hubiesen formado parte de la misma tripulación, y si Lorna hubiese estado agitando la mano desde la costa con el hijo en brazos, y la madre sonriéndole… ¡Qué dulce hubiese sido ese día!
Pero a Lorna la apartaron y la avergonzaron. Al hijo se lo quitarían.
Ese día, Gideon y Levinia Barnett lo rechazaron con arrogancia. Y el Lorna D estaba inconcluso en el cobertizo, como un recordatorio de lo que nunca sería.
Se volvió para no ver la espalda rígida como un poste de Levinia Barnett y se encaminó, acompañado de su amargura, a recibir el premio, consuelo de sus ganancias, y a comer por primera vez dentro del Club de Yates de White Bear.