5

El martes después del baile a bordo del Dispatch, por la tarde, un pequeño bolso de Levinia, de esos que se cierran con un cordón, apareció en la cocina con la orden de que lavasen las monedas con agua y jabón. Jens Harken estaba haciéndolo, cuando entró el ama de llaves, Mary Lovik.

Era una mujer parsimoniosa, con una cara como una tortita, afinada por la expresión severa que reducía la boca a un tercio del tamaño normal, y daba a los ojos la expresión de una comadreja. Llevaba una gorra blanca en forma de soufflé, que se diferenciaba del de las otras criadas por los pliegues y por lo diminuta. Cabello negro, vestido gris y delantal tan almidonado que hacía el mismo sonido que una hoja metálica cuando caminaba.

Los subordinados de la señora Lovik nunca la veían de otro modo que no fuera con ese aire de superioridad. En la escala de los criados, estaba en la cima, junto con Chester Poor, el mayordomo, y todos los demás estaban por debajo de ella, cosa que le daba mucho placer recordarles a cada paso.

– ¡Harken! -vociferó, cerrando la puerta de la cocina y entrando como una tromba-. El señor Barnett quiere verlo en el estudio.

Las manos de Harken quedaron inmóviles sobre el agua jabonosa.

– ¿A mí?

– ¡Sí, a usted! ¿Acaso ve aquí a otra persona llamada Harken? ¡Al señor Barnett no le gusta esperar, de modo que, suba de inmediato!

– Sí, señora. En cuanto termine con estas monedas.

– Ruby puede terminar. Ruby, termine de lavar y secar las monedas de la señora Barnett, y cerciórese de que no falte ni una.

Harken dejó caer las monedas en el fregadero, y tomó una toalla para secarse las manos.

– Lovik, ¿sabe qué es lo que quiere?

– Para usted, señora Lovik, y por cierto que no sé lo que quiere, aunque no me sorprendería que lo despidiese por charlar demasiado de barcos. ¡Señora Schmitt! ¿Acaso sus ayudantas no tienen nada mejor que hacer que quedarse paradas con la boca abierta cada vez que alguien entra aquí? Chicas, a trabajar. Ruby, su delantal está sucio. Cámbielo enseguida. ¡Harken, muévase!

En cuanto Harken lo hizo, la señora Lovik lo reprendió antes de que traspasara la puerta de vaivén:

– Por el amor de Dios, dé la vuelta a los puños y abotónese el cuello. No puede entrar en el estudio del patrón como la gentuza de la cocina.

Mientras se abrochaba el cuello y empujaba la puerta de costado, respondió:

– Soy la gentuza de la cocina, señora Lovik, y el patrón lo sabe.

– No me importan mucho sus opiniones. Harken, y podría agregar esto: si por mí fuese, usted se habría ido la misma noche que puso esa nota tan irrespetuosa en el helado del patrón.

– Pero no dependía de usted, ¿no es cierto? -Le dirigió una sonrisa desvergonzada y, señalando con un gesto el pasillo que daba al comedor, dijo-: Después de usted, señora Lovik.

Con un crujido del delantal, la mujer pasó junto a él con la nariz levantada y la gorra balanceándose. Con aire formal, abrió la marcha hasta el pie de la escalera principal, y le hizo ademán de que subiera.

– ¡Arriba! Y vuelva a la cocina de inmediato cuando el patrón lo haya despedido.

Arriba.

¡Dios del cielo, sí que había escalones! Nunca hasta entonces había estado ahí, ni visto la resplandeciente barandilla de caoba, ni los querubines del poste de la escalera. Los pequeños desnudos sostenían lámparas de gas y le sonreían mientras subía pisando una alfombra turca azul, roja y dorada. Encima, una ventana arqueada con un cabezal de vidrio daba al patio, y un segundo par de angelotes sostenían otra lámpara. Al llegar a ellos, se vio sobre una "T" donde se detuvo, mirando a derecha e izquierda. En ambas direcciones, había puertas que daban al pasillo, y no tenía noción de cuál de ellas accedía al estudio del señor Barnett.

Decidió ir a la izquierda, y se topó con un dormitorio donde una mujer de cabello gris dormía en una silla hamaca, con un libro sobre el regazo. Recordó que esa noche le había servido la cena en el comedor. Pasó de puntillas y espió en un cuarto de baño que tenía el suelo de losas de granito blancas y verdes, un lavabo de porcelana con tanque de agua de roble, una pila con pedestal, y una enorme bañera en forma de trineo con las patas en forma de garras de león. Olía a flores y tenía una ventana soleada con cortina blanca. Luego, vio el cuarto de un muchacho, empapelado con fondo azul, decorado con veleros, y la cama arrugada. Aunque se dio cuenta de que había elegido el ala equivocada, decidió echar un vistazo a los cuartos que quedaban… era casi imposible que tuviese otra ocasión como esa.

Al llegar a la siguiente puerta, quedó inmóvil.

Ahí estaba la señorita Lorna Barnett, sentada sobre una chaise longue, leyendo una revista. El estómago le dio un vuelco al verla. Atrapada entre la luz de dos ventanas con el cabello en desorden, descalza, formaba con las rodillas un atril para la revista. Llevaba una falda de color lavanda claro y una blusa blanca de cuello alto, desabotonado a causa del calor de la tarde, que se abría sobre el escote. Era una habitación ventilada, con vistas al lago y al jardín lateral. Estaba decorada del mismo azul claro que la falda de rayas que había usado "aquel" domingo de la semana pasada.

Cuando Jens se detuvo en el pasillo, Lorna alzó la vista, y la sorpresa los convirtió a ambos en estatuas, durante un momento.

– ¿Harken? -murmuro, con los ojos muy abiertos, poniéndose poco a poco en movimiento, bajando las rodillas, como para cubrirse los pies con la falda. ¿Qué está haciendo aquí, arriba?

– Lamento haberla molestado, señorita Lorna, estoy buscando el estudio de su padre. Me dijeron que subiera.

– Es en el otro sector. El segundo antes del final, a su derecha.

– Gracias, lo encontraré.

Comenzó a alejarse.

– ¡Espere! -lo detuvo, abandonando la revista y apoyando los pies en el suelo.

Sobre la alfombra del pasillo, esperó que se acercan y se parase junto a la entrada del dormitorio. Tenía la falda arrugada y la blusa caía, lacia. Bajo el volante, aparecían las uñas de los dedos de los pies.

– ¿Mi padre pidió verlo?

– Sí, señorita.

En los ojos de Lorna apareció una expresión de entusiasmo.

– ¡Apuesto a que es para hablar del barco! Oh, Harken, estoy segura.

– No lo sé, señorita. Lo único que me dijo la señora Lovik es que tenía que subir al estudio del patrón y tratar de no tener demasiado aspecto de gentuza de la cocina. -Echó un vistazo a sus propios pantalones, con manchas húmedas sobre el vientre, a la áspera camisa de algodón blanco con tiradores negros que la dividían en tercios-. Pero parece que sí lo tengo.

Alzó las muñecas, y las dejó caer.

– Oh, la señora Lovik. -Lorna hizo un ademán-. Es tan agria… No le haga caso. Si papá quiere verlo, eso significa que se quedó pensando y estoy segura de que es acerca del barco. Recuerde que no hay nada que mi padre desee más que ganar. Nada. Sencillamente, no está habituado a perder. Si es convincente, todavía es posible que veamos construir ese barco.

– Lo intentaré, señorita.

– No deje que papá lo intimide. -Enfatizó la orden con un dedo-. Lo intentará: no se lo permita.

– Está bien, señorita.

Harken dio a su sonrisa un gesto adecuadamente sumiso. Qué infantil y entusiasta le parecía ahí, a medio vestir, con su cabello como vino borgoñés derramado contra la pared… Era intenso y vibrante, y se erizaba hacia todas partes, como si Lorna hubiese estado acariciándolo con los dedos, mientras leía. Pese al desaliño, la belleza se abría paso sin necesidad de sombreros, rizos ni corsés. Recordó que la misma joven le confesó que había abandonado los corsés, y descubrió que le encantaba saber que ese día hizo lo mismo con las medias y los zapatos. Sin duda, era la mujer más bella que había conocido jamás.

– Bueno, será mejor que no haga esperar a su padre.

– No, creo que tiene razón. -Apoyando las dos manos en el marco de la puerta, se inclinó de cintura arriba para señalar por el pasillo-: Es ahí. La que está cerrada.

– Sí, gracias.

Se dirigió hacia allí.

– ¡Harken! -susurró Lorna.

El aludido se detuvo y se volvió.

– Buena suerte -murmuró.

– Gracias, señorita.

Cuando llegó a la puerta del estudio de Gideon, miró hacia atrás, y vio que todavía Lorna asomaba la cabeza y le hacía una seña con dos dedos. Jens respondió alzando una palma, y después llamó. La muchacha todavía estaba mirando cuando Gideon Barnett exclamó:

– ¡Entre!

Jens Harken entró en la habitación de altas ventanas abiertas detrás del escritorio. Ahí estaba sentado Gideon Barnett, flanqueado por estantes con libros. Olía a humo de cigarro y a cuero, aunque la brisa vivaz de la tarde hacía flamear las pesadas colgaduras escarlata de las ventanas. El cuarto era una combinación de luz y oscuridad: la luz del sol de la tarde entraba, de forma oblicua eludiendo el escritorio pero dando en los lomos de algunos libros y en un rincón del lustroso suelo de madera dura; la oscuridad se guarecía en los rincones donde no llegaba el sol, donde unas sillas con respaldo de color marrón rodeaban una mesa baja, compartida por un globo, una ringlera de libros forrados de cuero y un humidificador lacado en negro.

– Harken -saludé Barnett, con parquedad.

– Buenas tardes, señor.

Harken se detuvo ante el escritorio, de pie, aunque había cuatro sillas vacías.

Gideon Barnett lo dejó de pie. Se metió el cigarro en la boca y lo sostuvo con los dientes, contrajo los labios y observó en silencio al hombre rubio que tenía delante. El humo se elevó y salió por la ventana. Barnett siguió exhalando, probando el temple del hombre, esperando que comenzara la habitual inquietud. Pero Harken se mantuvo relajado con las manos a los lados y la parte delantera húmeda por alguno de los menesteres que hacía en la cocina.

– ¡Bien! -vociferó por fin, quitándose el cigarro-. Usted afirma que es capaz de construir barcos.

– Sí, señor.

– ¿Barcos veloces?

– Sí, señor.

– ¿Cuántos construyó?

– Bastantes. En un astillero de Barnegat Bay.

Gideon Barnett disimulé la impresión: Barnegat Bay, en New Jersey, era el semillero de la náutica. Las revistas de navegación estaban repletas de artículos al respecto. Cerró la boca, hizo girar el cigarro húmedo en ella, y se preguntó qué hacer con el joven mequetrefe que no se dejaba amedrentar.

– ¿Alguna vez construyó uno de esos artefactos de los que tanto alardea?

– No, señor.

– Por lo tanto, no sabe si zozobrará y se hundirá.

– Sé que no lo hará.

– Lo sabe -se burlé Gideon Barnett-. Es una conjetura bastante endeble para invertir dinero en ella.

Harken no se movió ni contestó. Permaneció con expresión impasible, la mirada firme sobre el superior. Barnett se sintió irritado por la impasibilidad del joven.

– Aquí hay personas que están presionándome para que lo escuche.

Una vez más, Harken permaneció callado, y Barnett sintió un impulso creciente de perturbarlo.

– ¡Bueno, muchacho, diga algo! -estalló.

– Si entiende el dibujo de cascos, puedo mostrárselo sobre papel.

Barnett casi se ahoga tratando de contener su propia saliva, en la urgencia por echar al maldito muchacho de un puntapié. ¡Que un criado de la cocina se atreviera a dudar de que él, Gideon Barnett, presidente del Club de Yates de White Bear, entendiese el diseño de cascos! Gideon arrojó un lápiz sobre una pita de papel blanco de gran tamaño que había sobre el escritorio.

– ¡Ahí tiene! ¡Dibuje!

Harken miró el lápiz, a Barnett, otra vez al lápiz. Por fin, lo tomó, apoyo una mano sobre el papel, y comenzó a dibujar.

– Señor, ¿quiere que yo vaya ahí, o se acercará usted aquí?

En la mandíbula de Barnett un músculo se tensó, pero aflojo la posición de superioridad y rodeo el escritorio mientras Harken continuaba dibujando, con una mano apoyada en el escritorio.

– Lo primero que tiene que entender es que me refiero a dos clases completamente diferentes de buques. Ya no hablo de un casco que se desplaza, sino de uno que planea: ligero y plano, con muy poca superficie húmeda donde se levanta.

Siguió dibujando, trazando cortes transversales, comparando los dos yates con dos bosquejos completamente diferentes, explicando cómo se elevaba la proa cuando se deslizaba a favor el viento, y cómo se reducía el lastre cuando la nave ascendía. Habló de longitud, de peso y de elevación natural. De descartar el bauprés, que ya no era necesario porque las velas eran mucho más pequeñas. Se refirió a garfios y jarcias, y a planes de navegación, y a lo poco que afectaban a la velocidad en comparación con la forma general del buque. Habló de un velero de fondo plano, con quilla fija, algo que hasta el momento jamás se había construido.

– Si no hay quilla, ¿dónde está el lastre? -preguntó Gideon.

– ¿La tripulación actúa como lastre, y ya no hacen falta los sacos de arena eso basta para que no se vaya de banda?

– No, no basta. El barco tendrá pantoque. -Dibujo otra vez-. En lugar de una quilla fija, usaremos dos tablas de pantoque, laterales, si prefiere, que podrán bajarse o subirse, según se necesite. Se deja caer la orza cuando la nave se alza, para evitar la deriva de costado, y justo antes de virar, se cambian las tablas: una arriba, la otra abajo. ¿Lo ve?

Barnett reflexiono un momento, examinando los dibujos.

– ¿Y usted puede diseñarlo?

– Sí, señor.

– ¿Y construirlo?

– Sí, señor.

– ¿Sin ayuda?

– En su mayor parte. Quizá necesite ayuda cuando curve las costillas y aplique las planchas.

– No tengo ningún hombre del que pueda prescindir.

– Yo conseguiré uno, si usted lo paga.

– ¿Cuánto costaría?

– ¿El barco completo? Alrededor de setecientos dólares.

Barnett lo pensó un rato.

– ¿Cuánto tiempo le llevaría?

– Tres meses. Como mucho, cuatro, incluyendo el trabajo en el interior de la estructura, y la pintura. Necesitaría herramientas y un cobertizo donde trabajar, eso es todo. Yo mismo puedo construir la cámara de vapor.

Barnett examinó los dibujos, apoyó el cigarro en un cenicero y se acercó a la ventana, donde permaneció mirando al lago.

– Lo único que no haría son la maquinaria y las velas. Podríamos encargarlas velas a Chicago -dijo Harken, haciendo que Barnett girara la cabeza-. El buque podría quedar listo hacia el otoño, y las velas, para el invierno. Yo puedo aparejarlo. Pan la próxima primavera, cuando empiece la temporada, estaría en condiciones de navegar.

Harken dejó el lápiz y se irguió, de cara a Barnett y a un trozo de agua azul que se veía detrás.

Como permaneció en silencio, Harken prosiguió:

– He navegado mucho, señor. Lo hizo mi padre, y antes que él mi abuelo, hasta llegar a los vikingos, me imagino. Sé que este plan resultará, con tanta seguridad como sé de dónde proviene mi amor al agua.

Se hizo silencio en el cuarto mientras Barnett continuaba observando al joven.

– Se siente muy seguro, ¿no es cierto, muchacho?

– Llámelo como quiera, señor, pero sé que la nave funcionará.

Barnett unió las manos a la espalda, se balanceó sobre los dedos de los pies, volvió a apoyarse en los talones, y dijo:

– Lo pensaré.

– Sí, señor -respondió Harken, con calma-. En ese caso, será mejor que regrese a la cocina.

Durante el recorrido hasta la puerta del estudio, sintió la mirada de Barnett quemándole la espalda, midiéndolo, sintió la resistencia del hombre a depositar su confianza en un subordinado. También percibió la profundidad de la obsesión de Barnett por ser el mejor en cualquier cosa que emprendía. La señorita Lorna dijo que el padre detestaba perder, y eso era obvio. Jens se preguntó de qué modo lo recompensaría Gideon Barnett si triunfaba, en caso de que aprobase la construcción del buque y fuese tan veloz como él suponía.

Tomó el camino de vuelta más directo, y al advertir que la puerta de la señorita Lorna estaba cerrada no se retraso un instante. En la cocina estaban todos sentados alrededor de la mesa tomando la merienda que consistía en torta y té de menta. Todos saltaron de sus lugares y comenzaron a hablar al unísono.

– ¿Qué dijo? ¿Te dejará construirlo? ¿Fuiste a su estudio? ¿Cómo es?

– ¡Basta, cálmense! -Levantó las manos para sosegar la excitación-. Dijo que lo pensaría, nada más.

La expectativa desapareció de todos los rostros.

– Pero lo dejé pensando -los consolé Jens.

– ¿Cómo es el estudio? -preguntó Ruby.

Mientras lo describía, se abrió la puerta que daba ala escalera de los criados y la señorita Lorna Barnett irrumpió otra vez en la cocina.

– ¿Qué dijo, Harken? -preguntó, sin aliento, todavía con la ropa arrugada, pero la blusa abotonada y los zapatos puestos.

Entró, atravesó la cocina y se detuvo entre de los criados, cerca de la gastada mesa de trabajo que estaba en el centro del recinto, de modo que visto desde afuera parecía que hubiese estado trabajando con ellos todo el día. Tenía los ojos brillantes como el té iluminado por el sol, las mejillas sonrosadas por haber bajado corriendo las escaleras, los labios abiertos de excitación.

– Me preguntó si podría construir una nave veloz, y dije que sí. Me pidió que la dibujase en papel, y cuando lo hice dijo que lo pensaría.

– ¿Eso es todo? -La excitación se desvaneció, y se transformó en vehemencia-. ¡Oh, es tan obstinado! -Agitó el puño en el aire-. ¿Intentó convencerlo?

– Hice lo que pude. Pero no puedo retorcerle el brazo.

– Nadie puede. Cuando quiere, mi padre es inamovible. -Suspiró, y se encogió de hombros-. Ah, bueno…

Se hizo un silencio incómodo. Ninguno de los criados de la cocina sabía bien cómo reaccionar en presencia de un miembro de la familia.

A la señora Schmitt se le ocurrió decir:

– Hay un poco de té de menta frío, señorita, y pastel blanco. ¿Le gustaría?

Lorna echó una mirada a la mesa y respondió:

– Oh, sí, me parece bien.

– Ruby, trae un vaso. Colleen, ve a buscar más menta. Glynnis, trae una bandeja. Harken, pique hielo para la señorita Barnett, por favor.

Todos se atarearon obedeciendo las órdenes, y dejaron a Lorna de pie junto a la mesa, observándolos. Glynnis fue a la despensa y regresó con un plato de borde dorado y una bandeja de plata. La segunda ayudante de cocina, Colleen, lavé la menta y la machacó en el mortero, con la maza. Jens Harken encontró la picadora de hielo y la hizo relampaguear en el aire… una imagen arrebatadora que atrajo la mirada de Lorna mientras las astillas de hielo se esparcían como diamantes sobre el suelo de pizarra. Mientras Ruby sostenía el vaso, un trozo de hielo se deslizaba de los dedos de Harken. La señora Schmitt arreglaba con esmero todo sobre la bandeja de té, cuando vio a Lorna esperando, de pie junto a la mesa.

– Señorita, si lo prefiere puedo enviar a Ernesta a su dormitorio o a la tenaza.

Lorna echó una mirada a Harken, luego a la mesa, y preguntó:

– ¿Podría beber el té aquí mismo?

– ¿Aquí, señorita?

– Sí, claro. Me parece que todos ustedes estaban sentados aquí. ¿Puedo sentarme con ustedes?

La señora Schmitt borro de su cara la expresión sorprendida, y respondió:

– Si usted quiere, sí, señorita.

Lorna se sentó.

La señora Schmitt trajo la bandeja y colocó el plato de bottle dorado, el tenedor de plata, la cuchara de mango largo, la servilleta calada de lino, el vaso de cristal y la bandeja de plata sobre la mesa estropeada, donde habían quedado los enseres ordinarios para té del personal: gruesos platos blancos, vasos comunes y tenedores romos, todavía con trozos de pastel sin terminar. El centro de la mesa lo ocupaba un pote con grasa, un salero, un tarro de loza alto lleno de cuchillos de carnicero, un carrete de bronce con una bobina de hilo para atar verduras, y los pepinos que iban a cortarse para la cena.

Se hizo el silencio.

Vacilante, Ruby apoyé la jarra de té sobre la mesa y retrocedió.

Lorna alzó lentamente el tenedor, mientras alrededor un círculo de rostros la observaba y nadie se movía hacia las sillas. Cortó un trozo de torta y se detuvo: nunca en la vida se había sentido tan fuera de lugar. Alzó la vista y envió a Harken un silencioso mensaje de auxilio.

– ¡Bien! -Harken se animó, dio una palmada y se froté las manos-. A mí me gustaría otro pedazo de pastel, señora Schmitt, y también un poco más de té.

Arrimó un taburete junto a Lorna y se sentó desde atrás, al estilo de los vaqueros, tomando con entusiasmo la jarra para servirse.

– ¡Que sea un trozo de pastel! -repuso la cocinera principal, y todos siguieron la iniciativa de Harken, haciendo que la cocina bullera de vida otra vez.

Ruby le trajo la menta y preguntó:

– ¿Quieres hielo?

– No, así está bien.

Llenó los vasos del lado de su mesa, pasó la jarra, y pronto todos ocuparon sus lugares y participaron de la charla, entendiendo la señal tácita de Harken.

– ¿Cómo está el padre de Chester? ¿Alguien sabe?

– Un poco mejor. Chester dice que recuperó el apetito.

– Y su madre, señora Schmitt. Irá a verla el domingo, ¿no es así?

Conversaron, comieron pastel y pasaron unos diez minutos agradables, mientras Lorna seguía para sus adentros cada movimiento de Jens, sentada junto a él, que bebió tres cuartos del vaso de té de un solo impulso, y comió un enorme pedazo de pastel. Después, se remangó la camisa, apoyo los codos a los lados del plato vacío y lanzó un eructo en sordina con la mano ahuecada. Bromeó con Glynnis respecto de un enorme pez sol que afirmaba haber pescado, se echó hacia atrás para sonreír a Ruby cuando volvió a llenarle el vaso, y al hacerlo tocó por casualidad el hombro de Lorna. Le preguntó a la señora Schmitt cuándo haría otra vez sauerbraten y pastelitos de fruta, y esta se burló de que un noruego amante del pescado pidiera una comida alemana tan pesada, y rieron de buena gana. A horcajadas sobre el banco, al reír con la señora Schmitt, una de sus rodillas abiertas chocó con la de Lorna bajo la mesa.

– Disculpe -dijo en tono suave, y la retiró.

En un momento dado, la señora Schmitt apartó la silla y miró el reloj:

– Bueno, tenemos que poner a remojo los pepinos, lavar el cardo y cortar patatas para freír. El tiempo se va.

Se pusieron de pie y Lorna dijo:

– Bueno, muchas gracias por el pastel y el té. Estaban deliciosos.

– Cuando guste, señorita. En cualquier momento.

La señora Schmitt levantó su propia taza vacía.

Una vez más, el movimiento se detuvo, pues nadie sabía lo que exigía el protocolo hasta que la señora Schmitt les ordenó reanudar el trabajo antes de que la señorita se hubiese ido. Lorna sonrió a la cocinera, la dejó reunirse con los otros y se encaminó hacia la puerta que daba a la escalera de los criados. Jens se apresuró a llegar antes y la abrió. Los ojos de ambos se encontraron en un instante fugaz mientras ella pasaba, y le sonrió con tal recato que casi no despegó los labios.

Jens hizo una reverencia formal.

– Buenas tardes, señorita.

– Gracias, Harken.

Cuando la puerta se cerró, vio que todos estaban trabajando menos Ruby, que sostenía unas verduras sobre el fregadero de zinc y lo miraba con desaprobación. Cuando pasó junto a ella, la muchacha se echó hacia atrás y murmuró:

– ¿Por qué no le preguntó a su padre lo que te preguntó a ti? Tendría más sentido que correr aquí a hablar contigo.

– Ruby, ocúpate de tus propios asuntos -repuso, y salió a buscar los cardos que estaban en una carretilla, junto a la puerta trasera.

La semana siguiente, el Club de Yates de White Bear organizó una carrera entre sus propios miembros. Se anotaron veintidós naves. Gideon Barnett se puso el suéter de oficial del Club Náutico y llegó segundo a la meta con su Tartar.

Después, en la sede del club, ante una copa de ron, le contó a Tim Iversen en tono quejumbroso:

– Perdí cien dólares apostando contra Percy Tufts en esta maldita carrera.

Tim dio unas caladas a la pipa y repuso:

– Bueno, ya sabes cuál es la respuesta a eso.

Gideon calló unos momentos y dijo:

– No creas que no estoy pensándolo.


Lo pensó hasta la noche siguiente, y entonces habló con Levinia al respecto. Estaban en el dormitorio, listos para acostarse. Gideon estaba de pie delante del hogar apagado, vestido con una prenda de una sola pieza, de pantalón corto, fumando el último cigarro del día, cuando dijo, de buenas a primeras:

– Levinia, tendrás que contratar un nuevo ayudante de cocina. Pondré a Harken a construir un barco para mí.

Levinia, que iba a acostarse, se detuvo.

– Si la señora Schmitt amenaza con irse, otra vez, no.

– No lo hará.

– ¿Cómo puedes estar seguro?

Levinia subió hasta el alto colchón y se reclinó contra las almohadas.

– Porque es sólo durante un tiempo. Dispondré de él durante unos tres, cuatro meses a lo sumo, y luego volverá a la cocina, que es su lugar. Pienso hablar con él mañana por la mañana.

– Oh, Gideon, es un fastidio.

– Aun así, ocúpate de eso.

Tiró el cigarro y se acostó en la cama junto a ella.

A Levinia se le ocurrió seguir discutiendo pero, temerosa de la represalia que había recibido la vez anterior al hacer enfadar a Gideon, se tragó la rabia y se preparó para enfrentarse al fatigoso ritual de encontrar un ayudante temporal.


A la mañana siguiente, a las nueve, una vez más Gideon Barnett convocó a Jens Harken en su estudio. Esta vez, la habitación estaba más iluminada, inundada de sol aunque Barnett, ataviado con un traje de tres piezas y con una cadena de oro de reloj que le cruzaba el vientre, tenía el mismo aspecto ceñudo y severo de siempre.

– ¡De acuerdo, Harken, tres meses! Pero construirá para mí un navío que derrote a esos malditos sacos de arena del Minnetonka, y a cualquier otro que navegue por este lago, ¿lo ha entendido?

Harken contuvo una sonrisa.

– Sí, señor.

– Y cuando esté terminado, volverá a la cocina.

– Por supuesto.

– Dígale a la señora Schmitt que no lo saco de ahí para siempre. No quiero más estallidos de cólera por su parte.

– Sí, señor.

– Puede instalar el taller en el cobertizo que está detrás del invernadero y el jardín. Le avisaré a mi amigo Matthew Lawless que usted irá a la ferretería y que tiene carta blanca para comprar cualquier herramienta que necesite. Tome el tren a Saint Paul en cuanto haya avisado en la cocina. Steffens lo llevará en el coche a la estación. La ferretería está en la Cuarta y Wabasha. En cuanto a la madera, hará lo mismo: tendrá carta blanca en la ciudad, en el negocio de Thayer. Sabe dónde está, ¿no?

– Sí, señor, pero si no tiene inconveniente, prefiero pagar yo mismo la madera… todo lo que necesite para los moldes.

Barnett adquirió una expresión abatida:

– ¿Por qué?

– Quiero conservarlos cuando termine.

– ¿Conservarlos?

– Sí, señor. Tengo la esperanza de construir mi propio barco algún día, y los moldes pueden volver a usarse.

– Está bien. Con respecto a los elementos de diseño…

Barnett se rascó la frente, pensativo.

– Los tengo, señor.

– Ah. -Dejó caer la mano-. Sí, sí, por supuesto. Bueno. -Puso una expresión feroz, y se irguió-. De ahora en adelante, usted sólo responde ante mí, ¿entendido?

– Sí, señor. Cuando llegue el momento, ¿puedo contratar a alguien para ayudarme?

– Sí, pero sólo el tiempo que sea imprescindible.

– Entiendo.

– Puede comer con el personal de la cocina, como siempre, y espero que trabaje las mismas horas que antes.

– ¿Los domingos también, señor?

Barnett pareció picado por la pregunta, pero respondió:

– Oh, está bien, los domingos los tiene libres.

– Y en lo que respecta a ir a la ciudad de inmediato, preferiría echar un vistazo al cobertizo, primero, señor, si no tiene inconveniente.

– En ese caso, avise a Steffens cuándo le va a necesitar.

– Lo haré. ¿Y el pasaje de tren, señor?

La boca de Barnett se contrajo, y enrojeció. El labio superior tembló bajo el enorme bigote caído.

– Usted seguirá presionando hasta provocarme deseos de echarlo de la casa, ¿no es cierto, Harken? Bueno, le advierto, muchacho de la cocina… -Lo señaló con un dedo apretado alrededor del cigarro. No se pase de los límites conmigo si no quiere que suceda eso-. Sacó una moneda del bolsillo del chaleco, y la arrojó sobre el escritorio. Ahí está el pasaje de tren, y ahora, váyase.

Harken tomó la moneda de cincuenta centavos, pensando que estaría loco si saqueara su propio bolsillo para hacer más rico a este hombre rico. Ya tenía destino para cada moneda de cincuenta que lograse ahorrar, y ese destino no incluía trabajar en una cocina hasta que fuese tan viejo como la señora Schmitt. Aún más, comprendió algo más acerca de su jefe: un hombre de su posición anhelaba la estima de sus iguales, y el personal doméstico podía difundir rumores. Que se lo conociera como un patrón que ordenaba a sus criados viajar en tren, costeándolo ellos mismos, por irónico que pareciera, haría mella en el orgullo de Gideon Barnett.

Harken se guardó la moneda en el bolsillo sin el menor recato.

– Gracias, señor -dijo, y se marchó.

En la cocina, las novedades fueron recibidas con una mezcla de entusiasmo y preocupación.

Colleen, la pequeña irlandesa, segunda ayudante, se burló:

– Oh, ahora nos codeamos con la gente fina, ¿no es cierto?, nos contratan para fabricar sus juguetes.

La cocinera se lamentó:

– ¡Tres meses! ¿Dónde encontrarán a alguien digno del salario para que me ayude estos tres meses? Al final, terminaremos haciéndolo todo nosotras.

Ruby rezongó por lo bajo y aparte:

– Primero en el piso alto, en el estudio, luego, vagabundeando a placer por ahí, en los prados. Ten cuidado, Jens: no perteneces a su clase, y ella lo sabe. Pregúntate por qué te hace caso a ti.

– Estás soñando, Ruby -repuso, y salió por la puerta de la cocina.

Andando a zancadas por la huerta, en ese día de verano, se sentía renacido. ¡Señor, las hierbas nunca olieron tan intensamente! ¿Acaso alguna vez el sol fue más deslumbrante?

¡Otra vez, era constructor de naves!

Bordeó el jardín ornamental al que los criados no tenían acceso, y el jardín del que se recogían las flores, con su intenso perfume a petunias. Más allá, estaba el invernadero donde se hacían madurar frutas y verduras invernales y se hacían las plantas de primavera. Detrás del invernadero, una cortina de álamos rodeaba la huerta, atendida con meticuloso cuidado. Al cruzarla, vio a Smythe, el jardinero jefe, a lo lejos con un sombrero de paja, que trabajaba entre dos hileras de tiendas cónicas de paja que llegaban a la mitad de la altura del hombre. Aunque Smythe era un viejo agrio, Harken estaba tan alegre que no resistió la tentación de gritarle:

– ¡Hola, Smythe! ¿Cómo están esta mañana sus manzanos Baldwin?

Smythe se dio la vuelta y le dirigió una sonrisa mezquina cuando Harken se acercó y se detuvo a saludarlo.

– Ah, Harken, yo diría que bastante productivos. -Jens estaba seguro de que Smythe nunca en su vida había esbozado una sonrisa completa. Tenía la cara larga, los párpados caídos y la nariz larga tan bulbosa como uno de sus propios rábanos-. Creo que tendré unas cuantas para ella a mediados de la semana.

Todo el personal de la cocina conocía bien las preciadas grosellas negras y lo mucho que le gustaban a la señora. El jardinero creó un sistema para retrasar la fruta, cubriéndola por completo con conos de paja más grandes que las plantas, y quitándolos para que el sol madurase las bayas sólo cuando Smythe o Levinia desearan que madurasen. De ese modo, prolongaba la temporada dos meses completos.

– ¿Le molesta si pruebo una? -Harken arrancó una fruta oscura y se la metió en la boca antes de que Smythe le respondiese-. Mmm… ¡Qué sabrosa! Sí, señor, Smythe, es indudable que usted sabe su oficio.

Smythe había cultivado una expresión negativa hasta haberla convertido en un arte.

– ¡Se-ñor Harken! Ya sabe que las Baldwin no son para los criados de la cocina. La señora lo dejó muy claro.

– Oh, lo siento -respondió Harken, alegre- pero en este preciso momento no soy criado de la cocina. Me dirijo al cobertizo de ahí atrás, para construir un nuevo velero para el amo. Este verano me verá muy a menudo cruzando por aquí. Bueno, será mejor que me ponga en marcha. -Transformando la palabra en acción, dijo por encima del hombro-: Gracias por la fruta, Smythe.

Con ánimo jovial, pasó ante las filas de vegetales poco comunes, evidencia de los deseos de los ricos de tener lo mejor y lo más raro: alcauciles de Jerusalén, brócoli, puerros, guisantes franceses trepadores, salsifíes, escorzoneras, y esos cardos gigantes que parecían apios, altos como un hombre. Pasó junto a las más comunes: patatas, nabos, zanahorias, y la sempiterna espinaca, que le parecía haber lavado a grandes cantidades. Tres meses, pensó. ¡No tendré que lavar esas malditas plantas durante tres meses enteros! Y si el barco resulta el demonio de velocidad que creo que será, ¡tal vez no vuelva a lavarlas jamás!

Pasó junto a los árboles frutales, los arbustos de avellana, y una mala de frambuesa que los pájaros asolaban. Recogió un puñado que fue comiendo mientras cruzaba la línea más distante de álamos y entraba en la frescura del bosque.

El cobertizo era una vieja estructura alargada de tablas de chilla, que tenía la apariencia de no haber sido pintado jamás. Había un par de puertas correderas que al abrirse mostraron un piso de planchas de madera sin desbastar, un par de cabrios abiertos arriba, y sólo dos pequeñas ventanas sucias a cada lado. Dentro, había una cortadora decrépita con un tirante roto, unos sacos de patatas ya brotadas que asomaban entre la arpillera, un banco de plaza de hierro oxidado, periódicos, barriles, cestos de medir, y una variedad de inmundicias que demostraban que ratones y ardillas se habían instalado allí. Pero para Jens Harken, eso era el paraíso. Estaba fresco, olía a tierra, no había fregaderos ni neveras, ni estufas, teteras hirviendo ni amas de llave arrogantes que le diesen órdenes. Ni señoras malcriadas que enviaran a lavar las monedas sucias para que sus dedos no tuviesen que tocar la suciedad de la gente común. No tendría que rallar rábano picante hasta que le llorasen los ojos, ni tendría que desplumar cercetas, ni pulir cobre, ni despellejar conejos.

Durante tres meses, trabajaría en este paraíso, haciendo lo que más le gustaba, y su única compañía serían los animales y el piar de los pájaros en los árboles del jardín.

Recorrió la construcción mirando a lo largo, revisando los maderos, que tendrían que ser lo bastante sólidos como para soportar un montacargas. Eligió el sitio por donde saldría la chimenea de la estufa. Era julio. En setiembre, necesitaría calefacción y aunque no hubiese terminado en los tres meses, estaría nevando. Examinó las mugrientas ventanas y descubrió que, con un poco de maña, y un par de cuñas fuertes, se abrirían. Entró la brisa y trajo el aroma vegetal del bosque. Se imaginó colocando las velas, sus propias velas en una nave esbelta y hermosa, sin quilla, que saltaría al tomar el viento, y agitaría tan poco el agua que casi no haría olas ni ondas. Los dedos le ardían de ganas de sentir el plano en las manos y un trozo de abeto rizándose y curvándose cuando él fabricara el mástil. Ansiaba oler una tanda de roble blanco ablandándose en la cámara de vapor, escuchar el martillo clavando las costillas en la estructura, y sentir el orgullo inigualable de observar cómo va tomando forma entre las manos de uno el producto de su propio ingenio.

Con los codos apretados y las palmas de las manos sobre el alféizar de la ventana, contempló el verde de los árboles, las enredaderas salvajes, y los nidos de las ardillas. Dio un golpe sobre el sucio alféizar con ambas manos, y afirmó:

– Mírame. Sólo mírame.

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