Rodeó la cintura de Adam con las piernas y él se dio la vuelta, apoyando la espalda en el poste. La áspera madera le raspó la piel, pero le dio igual. Todo lo que sentía, lo único que quería sentir, era la mujer que tenía entre sus brazos.
Sostuvo su esbelto y curvilíneo cuerpo sin dificultad y la hizo descender sobre él centímetro a centímetro. Se sintió envuelto en un calor húmedo que lo apretaba y le provocaba unas sensaciones inigualables.
Cada vez que estaba con Gina era como si fuera la primera.
Y no quería admitirlo, ni siquiera ante sí mismo. Gina era mucho más de lo que había esperado. Su risa lo llenaba. Su genio vivo era un reto. Su pasión exacerbaba la suya propia.
Adam, con las manos en sus nalgas, soportaba su peso y la hacia subir y bajar sobre su gruesa erección. Cada movimiento era delicioso, cada embestida, una victoria y cada retirada, una agonía. La llenaba y ella se adaptaba y lo contenía como si estuviera hecha a medida para él.
Gina echó la cabeza hacia atrás, arqueándose y acercándose más a él. Podría contemplarla toda la noche. Escuchar sus suspiros. Inhalar el aroma dulce y levemente cítrico de su piel. Miraba cada uno de sus movimientos y veía cómo la luz de la luna daba a su carne un resplandor plateado que hacía que pareciera iluminada desde dentro. Cuando enderezó la cabeza para mirarlo, esa misma luna bailaba en sus ojos.
Subió una mano por su espalda, puso otra mano en su nuca y atrajo su boca, tensándose de expectación. Una y otra vez, ella se movió sobre él, meciéndose, girando las caderas, excitándolo más que nunca; y aun así no bastaba.
Le faltaba algo.
La necesitaba a ella.
Sus lenguas se enzarzaron y sus alientos se fundieron en uno. Ella se estremeció con los primeros espasmos del clímax y gimió en su boca, él se tragó el gemido. La quería entera. Necesitaba todo su ser. Sabía, en el fondo del alma, que nunca se cansaría de ella.
Entonces el pensamiento se acabó y por fin se rindió al liberador estallido de placer. Mientras se vaciaba en ella, se preguntó si ésa sería la noche en la que crearían el bebé que pondría fin a lo que había entre ellos.
Seguía sin estar embarazada.
Gina se había preocupado un poco después de aquella noche en el jardín, hacía dos meses. Pero el destino parecía estar de su parte, porque su periodo no se había retrasado.
Así que seguía casada y buscando la manera de convencer al hombre al que amaba de que él también la amaba a ella.
– Estás pensando en Adam -dijo su madre-. Lo leo en tu cara.
Gina la miró desde su lugar habitual, ante la mesa de la cocina de los Torino. Le habían asignado esa silla cuando era una niña y seguía yendo directa hacia ella cada vez que iba a casa.
El sol entraba a través de las anchas y límpidas ventanas. El reloj dio las doce. En el jardín trasero, el perro de su padre le ladraba a una ardilla. Una olla de sopa burbujeaba en el fogón, perfumando el aire con olor a carne y orégano.
Gina pensó que en esa habitación nunca cambiaba nada. Por supuesto, cada dos años recibía una nueva capa de pintura, del mismo tono amarillo brillante, y se renovaban alfombras, visillos y sartenes, pero aparte de eso seguía siendo igual que siempre. El corazón del hogar de los Torino.
La cocina era donde siempre habían desayunado y comido. Allí sus hermanos y ella habían protestado, reído y, a veces, llorado sobre lo que ocurría en sus vidas. Sus padres habían escuchado, aconsejado y castigado según fuera conveniente. Y todos los hijos visitaban la casa siempre que podían, era como tocar base, recuperar el contacto con sus orígenes.
Por supuesto, si querían ocultar algo a sus padres, lo mejor era mantenerse alejados. Sobre todo de su madre. No se le escapaba nada.
– Entonces debo de parecer muy feliz, ¿eh? -bromeó Gina con una sonrisa exagerada.
– No, no lo pareces -su madre llevó un plato con un sándwich y ensalada de pasta a la mesa. Sirvió dos vasos de té con hielo y se sentó frente a su hija-. Me preocupo por ti, Gina. Llevas dos meses con Adam. No pareces feliz. ¿Crees que no lo veo en tus ojos?
– Mamá…
– Ya -dijo su madre, agarrando su vaso de té-. Quieres un bebé. Lo entiendo. ¿Cómo no iba a entenderlo? Yo quería lo mismo. Pero debería ser de un hombre al que ames. El bebé se merece tener un padre que lo quiera como suyo.
– Yo lo quiero -dijo Gina. Dio un mordisco al sándwich de ternera asada porque sabía que su madre no la dejaría marcharse hasta que se lo comiera. Masticó y tragó-. Adam quería a su hijo. También querrá al nuestro. No podrá evitarlo.
Teresa se persignó rápidamente al oír la mención del hijo fallecido de Adam.
– Es verdad que quería a ese niño. Fue una tragedia. Pero sabes, como todo el mundo, que Adam cambió cuando perdió a su familia.
– Es bastante natural, ¿no? -Gina se removió en la silla y empujó la ensalada con el tenedor.
– Sí, lo es. Pero él no quiere avanzar, Gina. La oscuridad de su interior es espesa y pesada, y no quiere que se levante y lo deje.
– Eso no puedes saberlo.
– Tú te niegas a verlo -rezongó su madre.
– Ya hemos hablado de esto -Gina suspiró y dejó el tenedor en el plato.
– Y volveremos a hacerlo -Teresa Torino dejó el vaso en la mesa y le dio una palmadita en la mano a su hija-. Hasta que consiga hacerte entender que estás cometiendo un error que sólo te causará dolor.
– Mamá…
La mujer se recostó, cruzo los brazos bajo su generoso pecho y arrugó la frente.
– Veamos. Te quedas embarazada y después, ¿qué? ¿Te marchas? ¿Dejas al padre de tu bebé? ¿Crees que puedes hacer eso? ¿Sin que te duela?
Sólo pensar en ello ya le dolía, pero admitirlo habría sido un error. Además, Gina seguía confiando en no tener que irse. En que Adam no se lo permitiría.
– Adam y yo hicimos un trato.
– Sí -su madre resopló con disgusto-. Eso me repite tu padre todo el tiempo. Un trato. ¿Qué forma es ésa de iniciar un matrimonio?
– Ejem -Gina alzó el tenedor para pinchar un poco de la ensalada de pasta de su madre, la mejor del mundo-, perdona, pero ¿no fue papá a Italia a verte porque vuestros padres se conocían y creían que haríais buena pareja?
– Te crees muy lista, ¿verdad? -Teresa frunció sus enormes ojos marrones y miró a su hija.
– Bastante lista -aceptó Gina con una sonrisa-. O, al menos, conozco la historia de mi familia.
– Sí, pero también sabes el resto -Teresa se inclinó hacia delante y apoyó los brazos en el mantel de cuadros amarillos y blancos-. Mi padre me dijo que sería bueno que me casara con Sal Torino y me trasladara a América. Discutí con él. Le dije que no me casaría con un hombre a quien no amara. Después, miré a tu padre y me enamoré en un instante -alzó una mano y agitó el índice ante Gina-. Una mirada y lo supe. Supe que era lo correcto. Que el matrimonio duraría y sería bueno. ¿Puedes decir tú lo mismo?
– He querido a Adam desde que era niña, mamá -Gina se enfrentó a la mirada preocupada de su madre-. Una mirada y lo supe.
– No es lo mismo -suspiró Teresa, exasperada.
– No, no lo es -admitió Gina-. Papá quería casarse y Adam no. Pero -añadió- estamos casados. Y sé que me tiene cariño.
– Cariño no es amor -le advirtió su madre.
– No, pero podría llegar a serlo, mamá. Adam me necesita. Yo lo amo y voy a intentar que esto funcione. Por los dos. ¿Es que no puedes ponerte de mi parte? ¿Por favor?
Los ojos de su madre se agrandaron y abrió la boca con expresión atónita. Se puso en pie, rodeó la mesa y se situó junto a Gina. Tomó el rostro de su hija entre las manos y después la atrajo hacia su regazo, abrazándola con fuerza.
– Claro que estoy de tu parte, Gina. Soy tu madre. Quiero que consigas cuanto desees. Sólo deseo evitarte sufrimiento.
Gina dejó que su madre la meciera un rato, refugiándose en el consuelo de quien siempre la había apoyado. Pensó en Adam, recordó su rostro y sus caricias y su corazón se aligeró, a pesar de que llevaba las de perder. Llevaba dos meses viviendo con él, amándolo. Se había introducido en su casa y sólo podía esperar estar introduciéndose también en su corazón.
El riesgo que estaba corriendo merecía la pena. Tenía que intentarlo o siempre se preguntaría si había renunciado a Adam demasiado pronto.
– Lo sé, mamá, lo sé -dijo, adquiriendo determinación con cada palabra-. Pero a veces uno sólo consigue la felicidad pasando antes por el dolor.
– Esa mujer tuya es increíble con los caballos -dijo Sam Ottowel, mientras revisaba unos recibos de proveedores.
– Sí -Adam sonrió-. Lo es -se inclinó sobre el escritorio del capataz y agarró una libreta. Apuntó un par de cosas y la empujó hacia él-. Quiero que llames a Flanagan. Pide que traiga un pedido extra de avena. Con los caballos de Gina aquí, estamos gastando el doble.
– De acuerdo -Sam se recostó en la silla y apoyó las manos en su voluminoso estómago-. Es fantástica, ¿sabes? Esos malditos animales la siguen como perritos amaestrados. La chica tiene un don con los caballos.
Adam pensó que tenía muchos dones. En especial, tenía el don de convertir su organizada vida en un torbellino. Apenas había tenido un momento para sí mismo desde que aceptó el negocio matrimonial. Y cuando tenía un momento, acababa pensando en ella.
– ¿Oyes a esos niños? -preguntó Sam, ladeando la cabeza como si quisiera oír mejor las risas que llegaban desde el corral.
– Sería difícil no oírlos -refunfuñó Adam. Dios sabía que él lo estaba intentando, sin éxito.
El rostro de Sam se tensó y se volvió inexpresivo. Se irguió y consultó su agenda.
– ¿Vas a llamar a Simpson para hablar de esa parcela que quiere arrendar?
– Sí -Adam agradeció el cambio de tema. Miró su reloj-. Llamaré a su oficina mañana. Podemos decidir…
Lo que fuera a decir quedó interrumpido por un grito infantil que rasgó el aire. Adam, seguido por Sam, salió corriendo del establo, con el corazón en la boca; se detuvo bruscamente cuando el grito se transformó en una risa jubilosa y burbujeante. Miró hacia el corral y se le hizo un nudo en el estómago.
Un niño, de cuatro o cinco años, estaba sentado a lomos de uno de los Gypsy. Los padres del niño estaban fuera del corral, observando la escena con sonrisas indulgentes, mientras su hija, de unos diez años, saltaba con impaciencia esperando que llegara su turno.
Gina caminaba junto al diminuto jinete, con la mano en su muslo, mirándolo sonriente. La risa del niño flotaba en el aire como una cascada de pompas de jabón y Adam tuvo que esforzarse para controlar el dolor que oprimía su corazón.
No podía moverse. No podía dejar de mirar a Gina y al niño mientras daban la vuelta al corral. Lo veía todo. El sol reflejándose en el cabello rubio del niño, el paso tranquilo del caballo, la sonrisa paciente de Gina… Una y otra vez, el niño reía y acariciaba el cuello de la yegua, enredando los dedos en la espesa crin negra.
– Vuelvo al despacho -murmuró Sam, discreto.
Mientras su vista se centraba en el niño, la mente de Adam se llenó de imágenes de otro niño. De otro día soleado. De un tiempo muy lejano.
– Quiero quedarme contigo, papi -los ojos de Jeremy estaban llenos de lágrimas y le temblaba el labio inferior.
– Lo sé -dijo Adam, mirando su reloj de pulsera. Ya llegaba tarde a la reunión. Tenía ofertas que hacer, documentos que firmar, sueños que cumplir. Sonrió para sí. Desde que se había hecho cargo del rancho familiar, había encontrado nuevos compradores para su grano y ganado. Había arrendado tierras y pensaba reconstruir los establos.
Si eso implicaba pasar menos tiempo del que habría deseado con su esposa y su hijo, pagaría el precio. Todo lo hacía por su futuro.
– Por favor, déjame quedarme -suplicó Jeremy. Una lágrima solitaria se deslizó por su mejilla-. Seré bueno.
– Jeremy -dijo él, apoyando una rodilla en el suelo para mirarlo a la cara-, sé que serías bueno. Pero estoy ocupado y no tengo tiempo de jugar. Lo pasarás mejor con mamá.
Adam miró a la mujer que estaba tras su hijo. Monica no parecía más feliz que Jeremy, pero sus ojos no estaban húmedos, llameaban de ira. Algo que Adam veía cada vez con más frecuencia.
Jeremy agachó la cabeza y dejó caer los hombros con desolación. Se sorbió la nariz y se pasó la mano por los ojos.
– Vale -el niño se dio la vuelta y caminó hacia el coche plateado. Adam se levantó y miró a su esposa.
– Eso es típico de ti, Adam -masculló, mirando por encima del hombro para comprobar que el niño estaba lejos y no oiría sus palabras.
– Dejemos esto por ahora, ¿vale? -miró su reloj de pulsera y Monica siseó entre dientes.
– Siempre dejas «esto», Adam. Ése es el problema.
– No tengo tiempo, ¿entiendes?
– ¿Por qué no me apuntas en la agenda para dentro de una semana, Adam? ¿Me concederás un minuto o dos?
Él resopló y extendió una mano, pero ella se apartó para evitar el contacto. Adam suspiró.
– Sabes tan bien como yo que tengo responsabilidades.
– Sí, las tienes.
Él estaba irritado, molesto y cansado de la situación. Monica cada vez tenía menos paciencia con lo que consideraba la «obsesión» de Adam con el rancho King. Pero el rancho era el legado familiar y requería tiempo y dedicación.
La puerta del coche se cerró y vio a Jeremy, ya en el coche, poniéndose el cinturón de seguridad.
– ¿Podríamos dejar esto ahora? Tengo una reunión -le dijo Adam a su mujer.
– Bien -movió la cabeza y su pelo rubio describió un arco alrededor de su mandíbula-. No me gustaría que te perdieras una reunión por culpa de tu familia.
– Diablos, Monica.
– Maldito seas, Adam -se dio la vuelta y fue hacia el coche. Antes de abrir la puerta lo miró de nuevo-. Dudo que lo notes, pero creo que deberías saberlo: no volveremos. Jeremy y yo vamos a San Francisco, a casa de mi madre. Ya te comunicaré dónde enviar nuestras cosas.
– Espera un minuto -dijo Adam, yendo hacia ella.
Pero ella había subido al coche, encendido el motor y arrancado antes de que llegara. Observó el polvo que levantaban las ruedas al alejarse. A pesar del intenso sol, sintió frío. Estaba helado hasta los huesos.
El polvo se asentó y él siguió allí, viendo cómo se alejaba el coche con su esposa y su hijo. Sonó la alarma de su reloj y la apagó. Le daría a Monica tiempo para tranquilizarse. Después hablarían.
Lo primero era lo primero. Aún podía llegar a la reunión si se apresuraba.
Veinte minutos después, Jeremy y Monica estaban muertos.
Adam regresó del pasado.
Hacía años que no se permitía recordar ese día. Pero todo había vuelto a su mente por culpa del niño que seguía riendo sobre el caballo.
Adam se sentía como si una tenaza de acero le oprimiera el pecho, impidiéndole respirar. Entrecerró los ojos hasta que vio a Gina y al niño como si estuvieran al final de un túnel largo y oscuro. El sol brillaba sobre ellos, como si definiera la diferencia entre Adam, envuelto en sombras, y su esposa, llena de luz.
Gina lo vio, sonrió y agitó la mano. Él se tensó al ver la calidez de su mirada. No había deseado eso. Seguía sin desearlo.
Era cierto que en los últimos dos meses se había acostumbrado demasiado a su presencia. A su aroma en la casa, a sentirla en los brazos. La buscaba por la noche y percibía su presencia durante el día. El acuerdo temporal empezaba a parecer demasiado permanente.
Al ver que no le devolvía el saludo, sino que la miraba con ojos fríos y vacíos, Gina arrugó la frente y volvió a mirar al niño.
– Se le dan bien los crios, ¿verdad?
Adam volvió la cabeza y vio a Tony, el hermano de Gina, ir hacia él. Ni siquiera había sabido que el hombre estaba en el rancho.
Tony inclinó su sombrero hacia delante, para evitar el destello del sol. Se detuvo junto a Adam y miró a su hermana.
– Mamá me ha enviado con pan recién hecho. Se me ha ocurrido observar a Gina un rato antes de regresar al rancho -dirigió a Adam una mirada de interés-. Parece que no soy el único que ha tenido esa idea.
– ¿Lo dices por algo concreto? -Adam frunció el ceño.
– Sólo por una cosa -Tony sonrió-. Tu forma de mirar a Gina me hace pensar que tal vez este acuerdo temporal empiece a ser algo más para ti.
– Te equivocas -negó Adam. No podía equivocarse más. Si acaso, ver a Gina con el niño había demostrado a Adam que tenía que sacarla de su vida. Cuanto antes mejor. Quería volver a su aislamiento.
– Pues me parece que no -Tony fue hacia el establo, se apoyó en una pared en sombra y cruzó los brazos sobre el pecho-. Admito que me puse de parte de mamá respecto a este matrimonio. Me parecía muy mala idea -hizo una pausa y miró a su hermana-. Pero Gina es feliz aquí. Y creo que tú también eres más feliz con su presencia.
El rostro de Adam se cerró en banda. Miró a Tony fijamente.
– En eso también te equivocas. ¿No lo sabías, Tony? A mí no me va ser feliz.
– Antes lo eras.
– Antes era muchas cosas -dijo él, cortante. Le dio la espalda y entró en el establo. Tony, por supuesto, lo siguió.
– ¿Tan empeñado estás en ser desgraciado, Adam?
– Déjalo -replicó él, sin detenerse ni volver la cabeza. No quería amistad con la familia de Gina. No quería mirar a Gina y sentir anhelo. Quería que su mundo volviera a ser como antes de que ella se hubiera introducido en él.
Fue directo al pequeño despacho. Hizo un gesto con la cabeza a su capataz. El hombre se levantó de la silla, saludó con la cabeza a Adam y a Tony y salió, farfullando una disculpa.
Si hubiera habido una puerta, la habría cerrado de una patada. Pero tenía la sensación de que eso no habría detenido a Tony. Igual que su hermana, el hombre no permitía que lo ignoraran.
– ¿Qué pasa, Adam? ¿Te da miedo admitir que sientes algo por mi hermana?
Adam alzó la cabeza de golpe y clavó en Tony una mirada tan fría que debería haberlo helado de pies a cabeza. Tony no se inmutó.
– No permito a mis hermanos que me hablen así. ¿Por qué crees que voy a permitírtelo a tí?
Tony encogió los hombros con indolencia, se quitó el sombrero y se pasó la mano por el cabello. Luego miró a Adam.
– Porque estoy preocupado por mi hermana y supongo que eso puedes entenderlo.
Adam maldijo para sí; tenía razón. Entendía muy bien la lealtad familiar, el instinto de defender y proteger. Formaba parte de la educación de los King, así como de los Torino. En ese sentido podía darle cuartel a Tony. Pero eso no implicaba que estuviera dispuesto a discutir su vida privada. O su matrimonio con Gina.
– Lo entiendo -aceptó Adam-. Pero insisto en que lo dejes. Gina y yo manejaremos lo que hay entre nosotros sin intromisiones de nadie.
– Puede que eso sea lo que tú quieres -Tony entró en la habitación, se puso el sombrero, se inclinó y apoyó las palmas de las manos en el borde del escritorio-. Pero no es así como funciona. Gina es mi familia. Mi hermanita. Y yo cuido de los míos.
– También yo -contraatacó Adam.
– ¿Es eso cierto? -Tony enarcó una ceja-. No es lo que yo recuerdo.
Adam enrojeció y sintió que la cólera ascendía desde sus pies, como la lava de un volcán, hasta llenar su cabeza y nublarle la visión.
– Si tienes algo más que decir, dilo y vete.
Tony se apartó del escritorio y se pasó una mano por la boca, como si físicamente pudiera borrar las palabras que acababa de decir.
– Eso ha estado fuera de lugar. Lo siento.
Adam asintió, pero no dijo más.
– Sólo digo que serías idiota si no dieras una oportunidad a lo que tienes con Gina, Adam. Y nunca te he considerado idiota.
– Tony, ¿qué estás haciendo?
Ambos hombres se volvieron hacia Gina, que estaba en el umbral. Ella paseó la mirada de uno a otro con ojos brillantes de furia y Adam sintió un puñetazo de algo mucho más fuerte que el deseo.
Entonces fue cuando comprendió que tenía problemas muy serios.
– Creí que estabas con los caballos.
– No es asunto tuyo, pero Sam esta ocupándose del niño y hablando con sus padres -clavó los ojos en su hermano-. Quiero saber qué haces aquí.
– Estoy hablando con mi cuñado -dijo Tony con tranquilidad, pero, siendo un hombre precavido, dio un paso atrás.
– ¿Y tú? -Gina miró a Adam.
– Déjalo estar, Gina -contestó él.
– ¿Por qué?
– Porque ya hemos acabado -Adam miró a Tony para asegurarse-. ¿No es verdad?
– Sí -Tony asintió y fue hacia la puerta, claramente intentando evitar a su hermana antes de que centrara su furia en él-. Hemos acabado. Encantado de haberte visto, Adam.
Adam asintió de nuevo y esperó a que Tony saliera antes de mirar a la mujer que era su esposa. En ese momento las palabras de Tony reverberaron en su mente: «Hemos acabado».
Adam, mirando los ojos de color ámbar de Gina, deseó que fuera tan fácil como sonaba.