Las palabras salieron de su boca antes de que pudiera detenerlas. Una vez dichas, Adam se preguntó: «¿Por qué diablos no?».
Se había sorprendido a sí mismo y, a juzgar por la expresión de Gina, a ella también. Lo cierto era que no había esperado sentir una oleada de algo caliente y pulsante recorrer su cuerpo al mirarla. Lo había pillado desprevenido.
Gina Torino era deliciosa. No lo había notado la última vez que la vio. Pero en ese momento, verla le hizo sentir algo contra lo que se había creído inmunizado. Y era lo bastante hombre como para disfrutar de la corriente de lujuria que invadió su cuerpo.
Mientras ella lo miraba con sus ojos dorados, él volvió a oír la oferta que le había hecho su padre. Con el deseo tronándole en las venas, se dijo que quizá debería pensarse mejor lo de rechazarla automáticamente. No sería tanto castigo hacer a Gina Torino su esposa.
Le costaba creer estar considerando la posibilidad pero, al fin y al cabo, no tenía que ser algo eterno. No tenía por qué haber un bebé. Sólo tendría que casarse con Gina para conseguir la tierra que tanto deseaba. Después se divorciaría de ella, dándole una compensación adecuada, y todos contentos.
Tal vez estuviera tan loco como Sal. Pero, por otro lado, Adam siempre había sido capaz de evaluar una situación desde todos los ángulos y, después, de actuar de forma que saliera vencedor. Esa vez no tenía por qué ser distinto.
No era como si pretendiera engañar al viejo Sal. Era él quien había sugerido el alocado plan. Sólo quedaba Gina por considerar.
Y, diablos, cuando la miró de arriba abajo y vio sus brillantes ojos dorados, su sonriente y carnosa boca, los generosos senos oprimiendo la tela de la camisa vaquera, las caderas redondeadas y las largas piernas embutidas en vaqueros gastados… A cualquier hombre se le haría la boca agua. El efecto que estaba teniendo en él bastaba para hacerle considerar la propuesta de Sal.
– Pareces sorprendida -dijo, al comprender que llevaban varios minutos en silencio.
– Lo estoy -se frotó las palmas en los muslos, más por nervios que para limpiárselas-. Ni siquiera he hablado contigo en los últimos cinco años, Adam.
Cierto. Él no era un hombre sociable, al contrario que sus hermanos. Y en los últimos años se había alejado aún más de sus vecinos.
– He estado ocupado -dijo.
Ella se rió y la musicalidad del sonido pareció atravesarlo como una cuchillada. Adam se preguntó qué le estaba ocurriendo. Podía manejar la lujuria y utilizarla en su provecho, pero no buscaba sentirse intrigado o cautivado por ella.
Lo cierto era que la deseaba. Y tras años de no sentir nada, esa oleada de lujuria era más que agradable. Sólo tenía que recordarse el objetivo final: la tierra. Se casaría con Gina, disfrutaría y, cuando acabara con ella, se divorciarían; su lujuria quedaría satisfecha y tendría su tierra.
– Ocupado -ella sonrió-. Durante cinco años.
– ¿Y tú? -inquirió él, encogiendo los hombros.
– ¿Yo, qué?
– ¿Qué has estado haciendo?
Ella enarcó las cejas y ladeó la cabeza.
– Cinco años de noticias van a necesitar cierto tiempo.
– Pues que sea durante la cena.
– Antes tengo que hacerte una pregunta.
– Claro -Adam pensó que las mujeres siempre tenían preguntas.
– ¿Por qué?
– ¿Por qué, qué?
– ¿Por qué invitarme a cenar? -se metió las manos en los bolsillos traseros del pantalón. Arqueó la espalda y sus senos tensaron el tejido de la camisa-. ¿Por qué ahora, de repente?
Adam arrugó la frente. Comprendió que iba a hacerle esforzarse para obtener su cita.
– Mira, no es importante. Te he visto y hemos hablado. Te lo he pedido. Si no quieres aceptar, no tienes más que decirlo.
Ella lo contempló unos segundos y Adam supo que no iba a rechazarlo. Estaba intrigada. Y más aún, sentía la misma corriente eléctrica que estaba sintiendo él. Lo veía en sus ojos.
– No he dicho eso -dijo ella. Él comprobó que aún sabía leer a la gente-. Sentía curiosidad.
– Tenemos que cenar -encogió los hombros con indiferencia-. ¿Por qué no hacerlo juntos?
– Vale. ¿Adónde vas a llevarme?
Adam pensó que nada iba según sus planes. Había ido al rancho Torino buscando un trato. Parecía que acabaría obteniéndolo, aunque no sería el que había buscado.
Gina bailaba por dentro. No podía creer que Adam King se hubiera fijado por fin en ella. Durante un instante se concentró sólo en eso, después volvió a la cruda realidad. Tenía que preguntarse a qué se debía. Conocía a Adam desde siempre y hasta cinco minutos antes ni siquiera había reconocido su existencia excepto con algún que otro «hola».
Desde la muerte de su familia, cinco años antes, Adam había sido casi un recluso. Se había alejado de todo excepto de su rancho y sus hermanos. ¿Por qué de repente se convertía en Don Encanto? Un nudo de suspicacia se asentó en su estómago, pero eso no impidió que su corazón siguiera repiqueteando bullicioso.
– ¿Qué te parece el Serenity? -sugirió él.
Era un restaurante de la costa en el que casi era imposible conseguir reserva. Adam se estaba esmerando de verdad.
– Suena bien -dijo ella, aunque en realidad pensaba: «Suena fabuloso, lo estoy deseando, ¿por qué has tardado tanto?».
– ¿Mañana por la noche? ¿A las siete?
– De acuerdo. A las siete -en cuanto accedió vio un destello satisfecho en los ojos de color chocolate y la sospecha ascendió de su estómago a su mente, agitando los brazos para reclamar su atención. Con éxito-. Pero me gustaría saber a qué se debe la inesperada invitación.
Él rostro de él se tensó un instante, pero después esbozó una tenue sonrisa.
– Si no te interesa, Gina, sólo tienes que decir «no».
– No he dicho eso -sacó las manos de los bolsillos y cruzó los brazos sobre el pecho.
– Me alegra oírlo -dijo él. Agarró una de sus manos y la acarició con el pulgar. Luego la miró a los ojos, sonriente-. Entonces, ¿te recojo a las siete mañana? Podrás contarme qué has estado haciendo estos últimos cinco años.
Cuando soltó su mano, Gina habría jurado que pudo oír el chisporroteo de su piel, donde él la había abrasado con su calor. Estaba sumergiéndose en aguas profundas, mal asunto.
Adam estaba encantador, amistoso, sonriente. Coqueteaba. Sin duda había algo en marcha; algo que él no le estaba diciendo. Aun así, no rechazaría la invitación por nada del mundo.
– Estaré lista.
– Hasta entonces -con una última sonrisa, Adam se dio la vuelta y caminó hacia el coche que había dejado aparcado junto a la casa.
Gina se quedó parada, disfrutando de la vista. Su trasero, embutido en unos vaqueros oscuros, era fantástico. Las largas piernas daban pasos sueltos y cómodos y el sol sacaba destellos dorados de su cabello castaño oscuro.
Sintió que el corazón le aleteaba en el pecho. Una sensación extraña, y muy mala señal.
– Ay, Gina -susurró-. Tienes problemas.
Estar tan cerca de Adam y que él le prestara toda su atención había conseguido remover sus fantasías y sueños del pasado. Se sentía temblorosa, igual que el día que se había bebido tres cafés en una hora. Sólo Adam King podía excitarla más que una sobredosis de cafeína.
Soltó el aire de golpe cuando Adam arrancó el coche y se alejó del rancho. Se frotó el punto de la mano que Adam había acariciado. Cuando la polvareda que el coche dejaba a su paso se asentó, Gina se volvió hacia la casa. Aunque Adam no estuviera dispuesto a decirle qué tenía entre manos, tenía la sensación de que su padre le daría las respuestas que necesitaba.
– No puedo creerlo -masculló Gina, paseando por la gran habitación.
Había dado al menos treinta vueltas en el último cuarto de hora. Desde que su padre le había confesado de qué habían hablado Adam King y él. El genio de Gina se desataba cada vez que lo pensaba. Era incapaz de sentarse. No podía quedarse quieta.
Cada pocos pasos lanzaba a su padre una mirada que debería haber prendido llamas en su cabello. Se esforzaba por no gritar de ira.
– ¿Intentaste venderme? -dijo, por fin.
– Estás dando demasiada importancia a esto, Gina -Sal estaba sentado en el sofá, pero su postura relajada no encajaba con el brillo de culpabilidad y cautela que se veía en sus ojos.
– ¿Demasiada? -Gina alzó los brazos y los dejó caer-. ¿Qué soy? ¿Una princesa en una torre? ¿Eres un señor feudal, papá? Dios, esto es como uno de esos romances históricos que leo a veces -se detuvo y lo señaló con el dedo índice-. ¡La única diferencia es que estamos en el siglo XXI!
– Las mujeres son demasiado emocionales -murmuró Sal-. Por eso dirigen los hombres el mundo.
– ¿Eso crees? -Teresa Torino se inclinó y le dio una palmada en el brazo-. Los hombres dirigen el mundo porque las mujeres lo permiten.
Normalmente Gina habría sonreído al oír eso, pero estaba demasiado furiosa. Deseaba que se abriera un enorme agujero a sus pies y que se la tragase la tierra. Se preguntó qué habría pensado Adam cuando su padre le sugirió su «plan».
La idea le causaba escalofríos. Podría haberse muerto de vergüenza allí mismo.
– Tú misma dijiste que Gina debería casarse y tener hijos -le recordó Sal a su esposa.
– Sí, pero no así. No con él.
– ¿Qué tiene Adam de malo? -inquirió Sal.
En opinión de Gina, absolutamente nada, pero no iba a decirlo.
– Tiene… algo -rezongó Teresa.
Gina casi dejó escapar un gruñido.
– No conoces a Adam lo suficiente para decir que tiene algo malo -arguyó Sal.
– Ah. ¿Pero tú sí lo conoces lo suficiente para negociar el futuro de tu hija con él?
La discusión se enzarzó. Gina escuchaba a medias. En su familia los gritos eran tan parte de la vida como los abrazos y las risas. Su madre solía decir que los italianos vivían la vida en toda su intensidad. El padre de Gina, en cambio, decía que Teresa vivía la vida al máximo volumen pero, básicamente, venía a ser lo mismo.
Sus hermanos y ella habían crecido con risas, gritos, abrazos, más gritos y el convencimiento de que eran queridos de forma incondicional.
Ese día, sin embargo, Gina habría estrangulado con gusto a ese padre que adoraba. Recorrió la habitación con la vista, observando las fotos familiares enmarcadas que había por todas partes. Docenas de fotos de sus hermanos con sus familias. Antiguas fotos de color sepia de abuelos y bisabuelos. Fotos de niños en Italia, primos a quienes no conocía. Y fotos de Gina: con su primer caballo, alzando la copa ganada por su equipo de softball del instituto, preparándose para el baile de fin de curso, en su graduación… En todas esas fotos, Gina estaba sola. No había marido ni niños.
Sólo la buena tía Gina. La solterona.
El clan Torino daba mucha importancia a la familia. Y ella misma no era ninguna excepción.
Gina siempre había deseado una familia propia. Siempre había pretendido ser madre, cuando llegara el momento apropiado. Pero los últimos dos años, mientras veía a las familias de sus hermanos crecer, y ella seguía sola y soltera, había empezado a aceptar que tal vez su vida no se desarrollaría como había deseado.
Con ese deprimente pensamiento, dejó de pasear por la habitación y clavó la vista en el haz de sol que entraba por el ventanal y las motas de polvo que bailaban en el aire. Desde la cocina, le llegó el olor de la salsa de tomate de su madre, envolviéndola como un abrazo.
– Esta discusión es una pérdida de tiempo. Te has enfadado por nada, Gina. Adam rechazó mi oferta -dijo Sal, mirando a su hija con cautela.
– ¿La rechazó?
– Por supuesto que sí -Teresa se inclinó para darle otro palmetazo a su marido.
– ¡Eh! -se quejó Sal.
– Adam King no es un hombre que acepte que lo controlen -Teresa alzó la mano y agitó el dedo en el aire-. Hay cierta oscuridad en él…
Sal volvió la vista hacia el techo y Gina tuvo que controlar un bufido. Ningún hombre a quien no le gustara la pasta era merecedor de confianza en el mundo de Teresa Torino.
– Adam no tiene nada de malo -discutió Sal-. Es un buen hombre de negocios. Es estable. Es rico; no tendríamos que preocuparnos porque alguien quisiera casarse con Gina por su dinero.
– Oh -exclamó Gina, sintiendo el pinchazo de ese insulto-, ¡muchas gracias por eso!
– Y -continuó Sal antes de que su esposa o su hija pudieran interrumpirlo- necesita una esposa.
– Tenía una esposa -señaló Teresa.
– Que falleció -apuntó Sal.
– ¿Por eso me has ofrecido como sustituta? -exigió saber Gina.
– No es bueno que estés sola -dijo su padre.
– ¡Dios! -Gina se dejó caer sobre el brazo del sillón más cercano y miró a su padre-. ¿Habéis ensayado esa cantinela mamá y tú? Tal vez deberíais ponerle música.
– No hay razón para hacerse la listilla -dijo Teresa.
– ¿No hay razón? -Gina miró a su madre con asombro. Era típico. Un minuto antes Teresa había estado furiosa con su esposo. Pero en cuanto alguien lo atacaba demasiado, corría a apoyarlo.
– Mamá, sé que papá tenía buenas intenciones, pero esto es… -se detuvo y movió la cabeza-. Ni siquiera puedo definirlo. Se sale de lo común. Es… humillante, vergonzoso, denigrante.
– Siempre tan dramática -resopló Teresa.
Gina la miró con fijeza. Era imposible discutir con padres como ésos. No entendía por qué seguía viviendo en el rancho. Deseó aullar de rabia. ¿Era tan lastimosa, tan poco deseable, como para que su padre intentara comprarle un marido?
Sentía un martilleo en la cabeza y una opresión en el pecho. Ni siquiera oía ya a sus padres. No quería imaginarse siquiera qué habría pensado Adam. No sabía si sería capaz de mirarlo a la cara otra vez. Iba a serle imposible acudir a su cita para cenar al día siguiente.
Al pensar eso, se quedó paralizada.
Adam había rechazado a su padre. No estaba dispuesto a casarse con ella por esa parcela que tanto deseaba. Entonces, ¿por qué la había invitado a cenar? Tal vez por lástima. Como la pobre Gina iba a quedarse soltera, había decidido ofrecerle una cena y un poco de compañía.
Rechazó la idea. Adam no era el tipo de hombre que hacía buenas obras. No estaba de acuerdo con su madre en que hubiera algo oscuro en él, pero no era un hombre que se saliera de su camino para ayudar a los demás.
Volvió a preguntarse qué significado tenía todo aquello. Su dolor de cabeza amenazaba con transformarse en una intensa migraña.
– ¿Entonces qué? -inquirió Sal-. ¿Cuánto tiempo voy a sufrir por esto?
Gina miró a su padre con fijeza.
– Mucho tiempo, ya veo -murmuró él.
– ¿Quieres que llame a Adam y se lo explique? -se ofreció Teresa.
– Santo cielo, ¡no! -Gina se puso en pie de un salto-. ¿Acaso soy una niña de primaria?
– Sólo para ayudar -la tranquilizó su madre-. Para decirle que tu padre está loco.
– No estoy loco -protestó Sal.
– Eso es discutible -comentó Gina irónica. Su padre tuvo el detalle de ruborizarse.
– No pretendía hacer ningún mal -le aseguró.
– Lo sé, papá -Gina se ablandó un poco. Por muy furiosa que la pusiera su padre, lo quería demasiado-. Pero, por favor, no te inmiscuyas en mi vida amorosa.
– No, nunca más -dijo él.
Sus padres empezaron a discutir de nuevo y Gina abandonó el campo de batalla. Cruzó el rancho y fue a su casita. Estaba silenciosa y vacía. Ni siquiera tenía una mascota. Pasaba tanto tiempo con sus caballos que no tenía sentido tener un animal más.
Recorrió la sala de estar con la mirada; fue como si viera la habitación con ojos nuevos.
Allí también había muchas fotos enmarcadas. De sus sobrinas y sobrinos. Sonrisas infantiles en las que siempre faltaba algún diente. Fotos de días pasados en parques de atracciones, montando en sus caballos, comiendo en la mesa de su cocina. En la pared también había pegados dibujos, cada uno firmado por su joven autor o autora.
Y había juguetes. Algunos sobre la mesita de café, otros en un arcón que había bajo la ventana. Muñecas, coches de bomberos y cuadernos para colorear.
Gina comprendió que ése sería el patrón de su vida. Siempre sería la tía favorita. Nunca tendría niños propios a los que querer. Acabaría siendo una anciana sola con la casa llena de gatos.
Las lágrimas le quemaron los ojos al pensarlo e imaginar el paso de los años. Su casa no era un hogar. Era un lugar donde dormía. Un lugar que visitaban los niños, pero no para quedarse. Un lugar donde siempre percibiría los fantasmas de los niños que podría haber tenido ella.
A no ser que hiciera algo escandaloso.
Algo que nadie esperaría de ella.
Y Adam King menos que nadie.