Cuando Tony se marchó, fue como si Gina se quedara sola en el diminuto y atiborrado despacho. Adam, aunque físicamente presente, se había cerrado tanto que era como si hubiera olvidado que ella seguía allí.
– Adam -se acercó a él-. ¿Qué ocurre? ¿De qué hablabais Tony y tú? ¿Y por qué pareces tan enfadado?
– ¿Enfadado? -la miró con ojos fríos-. No estoy enfadado, Gina, sólo ocupado -para dejarlo claro, levantó un montón de papeles, los cuadró y los introdujo en un archivador marrón.
– Ya. Demasiado ocupado para hablar conmigo, pero no para hablar con Tony, ¿no?
Él giró en la silla, apoyó los codos en la mesa y juntó los dedos. Ladeó la cabeza.
– Tu hermano apareció y no tuve más remedio que hablar con él. Igual que no tuve más remedio que dejar mi trabajo cuando oí a ese niño gritar.
Gina encogió los hombros y sonrió. Pero no obtuvo ninguna reacción de él.
– Danny estaba emocionado, nada más. Sus padres van a comprar la yegua para él y para su hermana, y era la primera vez que montaba.
– No he preguntado por qué gritó el niño -dijo Adam. Agarró un bolígrafo de la mesa-. Sólo he dicho que el ruido es una distracción. No estoy acostumbrado a que tanta gente entre y salga del rancho Y no me gusta.
Gina se sonrojó con un destello de ira. Tal y como hablaba, cualquiera diría que organizaba desfiles a diario. Un par de personas a la semana no era nada. Era normal. Y si él saliera de su despacho a charlar con ellos de vez en cuando, tal vez no lo odiaría tanto. Pero siempre estaba solo, trabajando. Al teléfono, recorriendo el rancho a caballo o reunido con algún comprador.
Para él estaba bien dedicarse a sus negocios, pero no quería permitirle a ella el mismo privilegio. Su trabajo era tan importante para ella como el rancho lo era para Adam. Debería ser capaz de entender eso, al menos.
Pero no tenía sentido discutir con un hombre cuya expresión dejaba claro que buscaba batalla. Ella no quería pelear con él, sino llegar a su corazón. Llegar al Adam que había conocido de niña. El que siempre la había defendido y que ella sabía estaba encerrado en algún oscuro rincón.
Así que cuando habló lo hizo con tono razonable, controlando su genio.
– Sólo han venido unas pocas personas a la semana, Adam. Tienen que ver a los Gypsy en persona y yo tengo que comprobar cómo se portan con los caballos. No podría evitarlo aunque quisiera. Cosa que, por cierto, no quiero.
– No quiero a esa gente por aquí.
– Lamento oírlo -Gina no iba rendirse. Lo quería, pero no iba a permitir que la dominara.
– Esto no funciona, Gina -apretó los labios con gesto de desaprobación.
– ¿Esto? -Gina agitó la mano en el aire-. ¿El qué? ¿Los caballos? ¿La gente?
– El matrimonio -repuso él.
Ella se echó hacia atrás, impactada por su respuesta. Se le encogió el estómago. Controló el dolor que atenazaba su corazón y pensó rápidamente. Rememoró el día y lo único que se le ocurrió que podía haber provocado esa reacción era el grito de Danny. Entonces lo comprendió.
– Ha sido por Danny, ¿verdad? -susurró con preocupación-. El grito de Danny inició todo esto.
El rostro de él pareció helarse y ella supo que había acertado. Debería haberse dado cuenta antes. Había perdido un hijo y el grito del niño lo habría rasgado por dentro, haciéndole recordar.
– El niño no tiene nada que ver con esto.
– Creo que te equivocas.
– Ya sé que lo crees, pero eso no importa.
– Sí importa, Adam -avanzó un paso más hacia él. Su ira se transformó en compasión-. Oír a Danny te hizo pensar en Jeremy.
Adam se puso en pie y se encaró a ella antes de que pudiera decir nada más.
– No tiene que ver con mi hijo. No mezcles el pasado con esto.
– El pasado influye en lo que tenemos ahora -arguyó ella.
– Puede que en tu mundo sí, pero el pasado no influye en el mío -la miró con frialdad y Gina comprendió que realmente se creía esa mentira. Sin embargo, ella sabía que el grito de Danny lo había removido por dentro, sacando a la luz algo que mantenía oculto, encerrado bajo llave.
– Esto no tiene que ver con el niño, sino con el trato que hicimos. Sé que llegamos a un acuerdo -dijo con ojos fríos y voz inexpresiva como la de un robot-, y creo que admitirás que he hecho lo posible por cumplir mi parte.
– Sí -aceptó ella, intentando ignorar la oleada de calor que sintió al pensar en las noches que había pasado en sus brazos. Si no hubiera utilizado el diafragma religiosamente, sin duda estaría embarazada. Su madre siempre había dicho que las mujeres de la familia eran muy fértiles y Adam había puesto todo de su parte para crear ese bebé-. Lo has hecho. Y yo también -añadió.
– Cierto. Pero, dado que llevamos casados más de dos meses y aún no estás embarazada, creo que es hora de reconsiderar nuestro trato.
– ¿Qué? -Gina no había esperado eso. No había imaginado que Adam quisiera renegar de un pacto que le otorgaría la escritura de la tierra que tanto deseaba. Pero si quería hacerlo, no tenía forma de impedírselo. Era obvio que no había conseguido llegar a él. Tal vez pretendía que recogiera sus cosas y se fuera. Que olvidara el tiempo pasado con él y siguiera con su vida.
Se estremeció por dentro.
Como si necesitara más espacio para mantener esa conversación, Adam salió al establo. El olor a caballos, heno y madera vieja era casi reconfortante. Ella salió a reunirse con él y siguió mirándolo incluso cuando él giró la cabeza hacia las puertas abiertas que daban al soleado jardín.
– ¿Quieres poner fin al trato? -preguntó ella, avergonzándose por lo débil e inquieta que sonó su voz-. Porque no pienso acceder.
Debería acceder, por supuesto. Se preguntó qué clase de mujer se quedaría con un hombre que no la quería a su lado. Sólo una dispuesta a renunciar a su dignidad y a su orgullo.
Sin embargo, Gina sabía que su orgullo había sucumbido al amor. Se justificó diciéndose que no había sido por gusto. Nadie elegía a quién amaba y ella llevaba enamorada de Adam casi toda su vida. A veces se sentía como si hubiera nacido amándolo. Y el tiempo pasado con él los últimos meses había reforzado sus sentimientos.
Pero no era idiota. Sabía que él no era perfecto; de hecho, estaba lejos de serlo. Podía ser frío y calculador. No era fácil llevarse bien con él, pero tampoco era cruel o desagradable a propósito. Sus ojos estaban ensombrecidos por un dolor que rara vez mostraba y sus escasas sonrisas le derretían el corazón.
No, no era perfecto. Pero siempre había sido perfecto para ella. Y, al fin y al cabo, en eso consistía el amor.
Él volvió a mirarla y Gina deseó poder leer sus ojos. Pero era experto en ocultar sus emociones. Era demasiado buen negociante como para permitir que su oponente interpretara sus intenciones.
– No, no quiero poner fin al trato -dijo él por fin.
Gina inspiró lentamente, con alivio, aunque su ansiedad no se disipó. Seguía inquieta.
– De acuerdo. Entonces, ¿qué pretendes?
– Creo que sería mejor para ambos redefinirlo, nada más -afirmó él con voz queda-. Aún no estás embarazada…
– Sólo han pasado poco más de dos meses -arguyó ella.
– Cierto. ¿Pero y si tardamos un año? ¿O dos?
Gina no contestó, aunque sabía que a ella no le habría importado. Cuanto más tiempo pasara con Adam, más posibilidades tendría de llegar a él, de hacerle comprender lo bien que estaban juntos.
– Lo que quiero decir -Adam se apartó el pelo de la frente-, es que creo que habría que fijar un límite de tiempo a nuestra empresa.
– ¿Empresa?
Él ignoró el sarcasmo de su voz.
– Si no estás embarazada cuando llevemos juntos seis meses, acabaremos con esto. Cada uno seguirá su camino y…
– ¿Tú consigues tu tierra y yo nada? -barbotó ella, moviendo la cabeza.
– No había terminado -arrugó la frente y siguió-. Si no estás embarazada entonces, pondremos fin al matrimonio y al trato. Ambos saldremos perdiendo.
– ¿Renunciarías a la tierra que tanto deseas? -Gina se preguntó si ansiaba tanto librarse de ella, si su matrimonio era tan horrible para él. Era como si ni siquiera hubiera rozado su corazón.
Pero sabía que sí. Lo notaba en sus caricias todas las noches. Lo veía en el destello de deseo y necesidad de sus ojos cuando llegaba a la cama. No entendía por qué luchaba contra eso, por qué tenía tanto empeño en alejarla. Tal vez no quisiera arriesgarse a ser feliz con ella.
Tampoco entendía por qué seguía ella allí. Por qué amaba a un hombre que anhelaba librarse de ella.
– Encontraré otra forma de conseguir la tierra. Tu padre cambiará de actitud, antes o después -se metió las manos en los bolsillos traseros y sacudió la cabeza-. Es la única forma, Gina. ¿Qué sentido tendría alargar esto? Sólo estaríamos poniéndonoslo difícil a nosotros mismos.
– Muchas gracias -rezongó ella.
Los labios de él se curvaron levemente, sin llegar a esbozar una sonrisa. Lo lastimoso fue que a Gina le dio un vuelco el corazón al verlo.
– Me gustas, Gina. Siempre me has gustado. La verdad, preferiría acabar con esto mientras sigamos cayéndonos bien. Si transcurridos seis meses no estás embarazada, ningunos de los dos estaremos satisfechos con el acuerdo.
– Te gusto.
– Sí.
Gina se tragó una risa amarga. Ella lo amaba. Ella le gustaba. Una gran diferencia.
– Creo que lo más justo será acabar transcurridos seis meses y asumir nuestras pérdidas. Además, así tendremos un plazo final y podremos hacer planes teniéndolo en cuenta.
– Entiendo -asintió, tragó saliva e intentó controlar la burbuja de frustración que le quemaba la garganta-. El gran negociador presenta su plan maestro. Buena idea, Adam. No estaría bien tomárnoslo con calma y relajarnos.
– Gina…
– No, ¡no! -alzó ambas manos y empezó a andar.
No podía aguantar quieta un minuto más. Lo cierto era que no sabía quién se merecía más recibir una patada, si Adam o ella. Él era un cabezota y ella… masoquista, tal vez.
Se alejó unos pasos, lo pensó mejor y regresó.
– ¿No te das cuenta de la locura que es eso? No, claro que no. Aún no estoy embarazada, y me pones un plazo para conseguirlo; así seguro que no me siento presionada -Gina alzó las manos y luego las dejó caer sobre sus muslos con una palmada-. ¿Qué te parece que les mande un mensaje a mis óvulos? Algo corto y dulce como: «Poneos en fila para ser fertilizados. ¿Qué os está reteniendo?».
Él hizo una mueca airada que no tuvo ningún efecto; Gina estaba más que acostumbrada a verla.
– El sarcasmo no soluciona nada, ¿no crees?
– No creo que sea su función -replicó ella-. El sarcasmo es un fin en sí mismo -echó la cabeza hacia atrás y lo miró fijamente-. Adam, ¿no lo entiendes? Poner plazo no ayudará. Necesitamos estar más unidos, no más centrados en el maldito tictac de un reloj.
– Si no recuerdo mal, hemos estados malditamente unidos casi todas las noches de los últimos dos meses -apuntó él alzando una ceja.
– Eso es típicamente masculino -Gina movió la cabeza-. Asumes que practicar el sexo es estar unido.
– ¿Y no lo es?
– ¡No, claro que no! -alzó la mano y se tironeó del pelo, de pura frustración-. ¿Qué diablos les pasa a los hombres?
– Espera un minuto…
– No. Espera tú -soltó el aire e intentó recuperar la calma-. Adam, ¿no lo entiendes? Estamos juntos, pero no lo estamos. Dormimos juntos y me ignoras durante el día. Me haces el amor por la noche y a la mañana siguiente me alejas de ti. ¿Cómo diablos se supone que vamos a relajarnos lo bastante para crear un bebé?
Las facciones de él se volvieron rígidas y frías. Como era habitual.
– Por si lo has olvidado, esto no es un matrimonio típico.
– ¿En serio? -dio unos pasos hacia atrás con aire dramático y se llevó una mano al pecho-. ¿No lo es? Vaya. ¡Eso explica muchas cosas!
– Si no estás dispuesta a hablar de esto como una persona racional…
– ¿Qué harás? -preguntó Gina golpeando el suelo de cemento con la punta de la bota-. ¿Contratar a alguien para que hable por mí? No, espera. Será mejor que contrates a alguien que hable por ti. Así ni siquiera tendrías que mirarme hasta que llegara la hora de ir a la cama y cumplir tu tarea para con la dinastía y el rancho King.
– ¿Piensas que hago el amor como si fuera una tarea? -Adam rechinó los dientes.
– ¿Acaso no lo es para ti? -Gina deseó haberse mordido la lengua. Era mejor no preguntar si uno temía que no iba a gustarle la respuesta.
Pero ya era demasiado tarde.
Adam parecía disfrutar haciéndole el amor, pero ella podía estar equivocándose también en eso. Tal vez sólo estuviera cumpliendo con su parte del trato. Cabía la posibilidad de que ni siquiera hubiera llegado a él en la cama. Si era el caso, mejor saberlo. Y para eso tenía que presionarlo.
– Hicimos un trato -lo acusó, deseando con toda su alma que negara lo que estaba pensando-, y vienes a mí cada noche para tachar el sexo de tu lista de cosas que hacer en el día.
– Lo que has dicho es una insensatez -dejó escapar una risa desdeñosa.
– ¿Sí? Entonces dime que me quieres, Adam. Dime que hacerme el amor es algo más que una tarea. Más que el cumplimiento de tu parte del trato -se acercó a él y sintió el calor de su cuerpo-. Demuestra que me equivoco, Adam -lo retó-. Si soy más que eso para ti, demuéstramelo.
Pasaron los segundos mientras ella seguía mirándolo. Vio chispas surgir de las profundidades de sus ojos de color chocolate y Gina se preguntó si lo había presionado demasiado.
Entonces él la agarró, la apretó contra sí y atrapó su boca con fiera agresividad que derritió cada hueso de su cuerpo.
Por lo visto, había presionado lo justo.
Adam no podía respirar.
La ira que lo había estado ahogando se estaba perdiendo en un mar de deseo. La rodeó con ambos brazos y se entregó a la necesidad que lo atenazaba. Ella abrió la boca y él introdujo la lengua en su interior. La saboreó como si su vida dependiera de ello.
Gina era pura contradicción en muchos sentidos. Dulce pero también desafiante. Sexy y cálida, pero con mucho genio. Ella descontrolaba su vida. Llevaba caos al orden. Arrastraba a desconocidos a su propiedad. Le hacía sentir demasiado. Desear demasiado.
Enredó las manos en su cabello y echó su cabeza hacia atrás, tomando cuanto ella le ofrecía. Era como una droga que se hubiera introducido en su sistema. Llenaba cada célula y despertaba cada terminación nerviosa.
Era peligrosa.
Ese pensamiento lo sacó de su hechizo e interrumpió el beso como un hombre que emergiera a tomar una última bocanada de aire antes de ahogarse. La soltó y ella se tambaleó un segundo. Después se llevó una mano a la boca y lo miró con ojos vidriosos.
Adam se esforzó para llenar sus pulmones de aire. Luchó para ignorar el latido que sentía en la entrepierna, la frenética exigencia de llegar al final que clamaba en su interior.
– No eres una tarea, Gina. Pero tampoco eres permanente. No puedes serlo -dijo cuando recuperó el aliento.
Vio un destello de pánico en los ojos de ella y se endureció. No dejaría que lo afectara. Mantendría el rumbo que se había fijado cuando aceptó el trato que había dado al traste con la pacífica soledad de su vida.
– ¿Por qué, Adam? -su voz sonó suave y tan dolida como sus ojos-. ¿Por qué estás empeñado en no sentir nada? Estuviste casado antes. Querías a Monica.
– No sabes nada de mi matrimonio -dijo él. El fuego que había surcado sus venas se transformó en hielo. Deseó que Gina dejara el tema.
– Sé que se ha ido. Sé que el dolor que sentiste al perder a tu esposa y a tu hijo nunca desaparecerá.
– No sabes nada.
– ¡Entonces háblame! -gritó ella-. ¿Cómo puedo saber lo que piensas si te niegas a hablar conmigo? Déjame acceder a ti, Adam.
Él movió la cabeza, sin palabras. No quería darle acceso. Sólo quería el trato impersonal que habían sellado. Su pasado le pertenecía. Él no tomaba decisiones basándose en la culpabilidad, el dolor o cualquier otra emoción que pudiera nublarle el juicio.
Adam dirigía su vida como dirigía el rancho King: con frío y sereno raciocinio. Algo a lo que, obviamente, Gina no estaba acostumbrada.
– He visto las fotos de tu familia en la escalera y en toda la casa -sus ojos dorados lo miraron suplicantes-. Son de ti y de tus hermanos. Tus padres. Tus primos. Pero… no hay ninguna foto de Monica ni de Jeremy. ¿Por qué, Adam?
Él hizo acopio de todas sus fuerzas y mantuvo la voz serena y sus sentimientos ocultos.
– ¿Preferirías que llenara la casa con sus fotos? ¿Crees que quiero ver fotos de mi hijo y recordar su muerte? ¿Eso te parece divertido, Gina? Te aseguro que a mí no.
– Claro que no -agarró su antebrazo con ambas manos. Él sintió que su calor lo traspasaba hasta el hueso-. ¿Pero cómo puedes negar lo ocurrido? ¿Cómo puedes negarte a recordar a tu propio hijo?
Adam sí recordaba. En ese momento la imagen de Jeremy apareció en su mente. Pequeño, con pelo rubio como su madre y ojos marrones como los de él. Siempre sonriente, así lo recordaba Adam. Pero eso era privado. No lo compartía.
Lentamente, liberó su brazo y dio un paso hacia atrás.
– Que no me rodee de recuerdos físicos no implica que pueda o desee olvidarlo. Pero los recuerdos no dirigen mi vida, Gina. Mi pasado no se interpone en mi presente. Ni en mi futuro -se obligó a mirarla y a distanciarse de la decepción y desilusión que brillaba en sus ojos.
Ella había sabido desde el principio que él no buscaba amor; si había llegado a tener la esperanza de conseguirlo, él no tenía la culpa.
– Tenemos un trato de negocios, Gina -siguió, al ver que ella no respondía-. Nada más. No esperes de mí lo que no puedo dar y al final los dos obtendremos lo que deseamos.