Capítulo 4

Una cita para cenar con Adam King, y ésa en especial, requería un vestido nuevo.

Gina giró ante el espejo, se miró críticamente y decidió que estaba bastante bien. El vestido negro le llegaba justo por encima de las rodillas y la falda revoloteaba a su alrededor cuando se daba la vuelta. El corpiño tenía suficiente escote para dejar intuir lo que escondía y estaba sujeto a sus hombros sólo por unos finos y delicados tirantes.

El cabello caía como una cascada de rizos sueltos por su espalda y las nuevas sandalias le daban seis centímetros adicionales de altura.

– Bien -dijo, sonriendo a la mujer que veía en el espejo-. Puedo hacer esto. Todo va a ir bien. Estoy más que preparada.

El reflejo no parecía muy convencido. Gina frunció el ceño y repitió que estaba preparada. Llamaron a la puerta y dio un respingo.

Agarró su pequeño bolso negro y fue hacia la entrada. Al abrir no se encontró con Adam, sino con su hermano Tony.

– Acabo de hablar con mamá, por eso vengo a verte -dijo, con las manos en las caderas.

– No tengo tiempo -respondió ella, mirando por encima de él, hacia la carretera.

– ¿Por qué no?

– Tengo una cita -agitó la mano indicándole que se marchara-. Voy a salir. Gracias por venir. Adiós.

Él no prestó la más mínima atención y entró en la casa. Gina suspiró al ver las marcas de polvo que dejaban sus botas en el suelo.

– ¿Para qué has venido?

– Mamá me dijo lo que hizo papá.

– Fabuloso -Gina se preguntó si su madre también habría llamado a Peter y a Nicky para ponerles al día sobre la lastimosa aridez de su vida amorosa. Igual acabaría saliendo en el periódico.

– Sólo quería decirte que papá se pasó. Tú no necesitas que él te busque un hombre.

– Gracias por el voto de confianza -agitó la mano hacia la puerta, intentando sacar a su hermano de allí antes de que llegase Adam.

– Porque, si quieres un hombre, yo puedo encontrarte uno.

– No.

– Sólo digo… -Tony se encogió de hombros-. Mike, el tipo del banco, ¿sabes? Es un gran tipo. Tiene un buen trabajo…

– ¿No has aprendido nada del error de papá?

– El error de papá fue elegir a Adam. Adam no es buena opción -dijo Tony-. Es un buen hombre, pero está cerrado emocionalmente.

– Ya -Gina movió la cabeza-. Has estado leyendo las revistas de Vicky otra vez, ¿verdad?

Él sonrió y los ojos dorados característicos de los Torino chispearon.

– Tengo que cultivarme. No quiero que mi esposa me considere un vaquero estúpido.

– Ya. ¿Por qué no vas a casa y se lo dices?

– ¿A qué viene tanta prisa? -pareció fijarse en ella por primera vez y soltó un largo silbido-. Vaya. Estás… ¿Has dicho que tenías una cita?

– ¿Por qué te sorprendes tanto? -preguntó ella, ofendida.

– Nunca sales.

– No es cierto -refutó Gina. No era una virgen tímida, pero tampoco era muy dada a las fiestas. Se preguntó por qué no podía haber tenido hermanas en vez de tres entrometidos hermanos mayores.

– ¿Con quién es la cita?

– No es asunto tuyo. Vete, es tarde.

– ¿Por qué no quieres decirme con qué tipo…?

– Hola, Tony -lo saludó una voz grave.

Ambos se dieron la vuelta. Adam estaba en el porche. Llevaba un elegante traje negro y corbata granate; parecía tan cómodo como con vaqueros y botas. Miró a Tony y luego a ella. Sus ojos brillaron con interés y con lo que a Gina le pareció un destello de humor. Se preguntó cuánto tiempo llevaría allí de pie.

– Adam -Tony saludó con la cabeza y dio un paso adelante para ofrecerle la mano.

Adam se la estrechó y luego miró a Gina. El poder de su mirada hizo que a ella le diera vueltas la cabeza y se le acelerase el corazón.

– Estás preciosa -dijo.

– Gracias. Ejem, Tony ya se iba.

– No, no me iba.

– Pues nosotros sí -le ofreció la mano a Gina.

Gina pensó que la expresión de Tony no tenía precio. Sonrió, pasó por delante de su hermano y se unió a Adam en el porche.

– Cierra cuando te vayas, ¿vale? -le dijo.


* * *

El restaurante era asombroso. Situado en la cima de un acantilado, con vistas al mar, una de sus paredes era una cristalera que ofrecía una panorámica espectacular de la luna y las olas estrellándose contra las rocas. La iluminación era tenue, como si cada lámpara hubiera sido elegida para definir la oscuridad, en vez de paliarla.

La suave música que tocaba un trío de jazz acompañaba al sonido de las copas de cristal y el murmullo de las conversaciones. En el centro de cada mesa redonda había una vela encendida; el efecto de docenas de llamas bailando era casi mágico.

En conjunto, había sido una velada perfecta. Adam había sido considerado y agradable y no había hecho la más mínima referencia a la oferta de Sal. Gina estaba disfrutando, pero los nervios le habían cosquilleado el estómago desde que se sentaron. La cena había concluido y estaban tomando la última taza de café antes de partir; se le había acabado el tiempo.

O bien le hacía a Adam su propia oferta, o recuperaba la cordura y olvidaba todo el asunto. Contempló el incesante vaivén de las olas y los destellos de espuma blanca que surcaban el aire cuando golpeaban las rocas.

– ¿En qué piensas?

– ¿Qué? -volvió la cabeza y comprobó que Adam la observaba con una sonrisa curiosa-. Disculpa. Mi mente vagaba.

– ¿Hacia dónde, exactamente?

Gina curvó los dedos sobre la frágil asa de la taza.

«Habla ahora o calla para siempre», pensó. Le pareció gracioso que fuera precisamente esa frase la primera que se le había ocurrido.

– Adam -dijo, sin darse tiempo a arrepentirse-. Sé lo que te ofreció mi padre.

– ¿Disculpa? -los rasgos de él se tensaron.

– No te molestes en disimular -sonrió y movió la cabeza-. Lo confesó todo.

Él se removió en la silla, hizo una mueca y levantó su taza de café.

– ¿Dijo también que había rechazado?

– Sí -Gina se volvió para mirarlo de frente-. Y, por cierto, gracias.

– No se merecen -se recostó en la silla y la observó. Esperando.

– Pero me pregunto por qué me has invitado a cenar. Es decir, si no estabas interesado en comprar un esposa, ¿por qué la invitación?

– Una cosa no tiene nada que ver con la otra -su boca se convirtió en una fina y tensa línea.

– No sé -Gina pasó la yema del dedo índice por el borde de su taza-. Verás, he tenido algo de tiempo para pensar en todo esto…

– Gina.

– Creo que cuando mi padre… -hizo una pausa, como si buscara la palabra correcta- propuso el trato, tu reacción inicial fue negativa. Rotunda.

– Exacto -corroboró Adam.

– Y después… -sonrió al ver que él fruncía el ceño-. Empezaste a pensar. Nos viste a mamá y a mí y te dijiste que tal vez no fuera tan mala idea.

Adam se enderezó en la silla, se inclinó por encima de la mesa y la miró fijamente a los ojos.

– No te he traído aquí para declararme.

– Oh, no, no harías eso -Gina soltó una risa-. No al principio, al menos. Esto era sólo una cita -miró a su alrededor con aprobación-. Y ha sido encantadora, por cierto. Pero después de ésta habría habido más. Y dentro de un par de meses te habrías declarado.

Él la miró largamente, en silencio, y Gina supo que había acertado. Por la razón que fuera, Adam había reconsiderado la oferta de su padre. Eso era bueno, en cierto modo. Sin duda, no le gustaba la idea de que hubiera estado dispuesto a casarse con ella para obtener su propio beneficio; incluso le dolía si lo pensaba. Al fin y al cabo, llevaba enamorada de Adam King desde los catorce años. Pero al menos eso hacía que su plan personal pareciera más razonable.

– De acuerdo, ya basta -Adam hizo una seña al camarero, pidiendo la cuenta-. Siento que opines eso, pero dado que lo haces, no tiene sentido continuar con esto. Te llevaré a casa.

– No estoy lista para marcharme aún -dijo ella, recostándose en la silla para mirarlo-. Te conozco, Adam. Ahora mismo estás un poco avergonzado y muy a la defensiva.

– Gina, lo que lamento es este malentendido.

– Pero no lo es. De hecho, entiendo muy bien.

– Entiendes, ¿qué? -sonó cortante, impaciente.

– Mira, sé cuánto significa para ti volver a completar la propiedad original de los King -dijo Gina. La satisfizo ver el destello de sus ojos-. Entiendo que harías casi cualquier cosa para conseguirlo.

– Cree lo que quieras -dijo Adam. El camarero llegó con la factura y esperó a que se alejara antes de seguir hablando-. Pero hay límites que no estoy dispuesto a cruzar.

– Bueno, si eso es verdad, es una lástima.

– ¿Perdona? -Adam parpadeó, atónito.

– Adam, sé que quieres la tierra. Sé que no quieres casarte. Y sé que no te gusta que te manipulen más de lo que me gusta a mí.

– Sigue -la animó él.

– Lo he pensado y estoy bastante segura de que he encontrado una solución que funcionará para los dos.

– Eso sí que tengo que oírlo -con el ceño aún fruncido, cruzó los brazos sobre el pecho.

Ella sonrió al comprender que el cosquilleo nervioso que llevaba irritándola toda la noche había desaparecido. Tal vez fuera porque había sacado el tema a la luz. O porque sabía que iba a hacer lo correcto. Incluso podría ser efecto del vino que habían tomado en la cena.

En cualquier caso, ya era demasiado tarde para dar marcha atrás.

– Bueno -las palabras brotaron de su boca apresuradamente-, lo cierto es que estoy dispuesta a discutir la oferta de mi padre contigo.

Adam estaba atónito. Le costaba creer que ella estuviera hablando así. Para empezar, ya era terrible que conociera la oferta de Sal. Y era inquietante que hubiera adivinado que él la había reconsiderado. Se preguntó si realmente lo conocía tan bien como parecía. Lo que no entendía era por qué diablos una mujer como Gina estaría planteándose un trato tan insultante.

A la luz de la vela, los ojos de Gina parecían brillar con la calidez del oro viejo. Tenía la piel suave, lisa y dorada. No había podido dejar de mirarla en toda la noche. Se fijó en la cascada de rizos espesos y oscuros, de aspecto tan sedoso que invitaban a un hombre a enredar las manos en ellos. El vestido negro se ajustaba a cada una de sus generosas curvas, y sus piernas largas y bronceadas estaban impresionantes con esas sandalias de tacón tan alto que debía de ser imposible andar con ellas.

Llevaba toda la noche atormentándolo simplemente siendo ella misma. No entendía cómo no había percibido su encanto años antes. Debía de haber estado ciego para desestimar a su vecina porque la había conocido cuando era una niña con coletas. Sin duda, ya era una mujer hecha y derecha que, además, se tomaba con mucha serenidad el trato que había ofrecido su padre.

Por alguna razón, eso le preocupaba más que nada.

– ¿Por qué ibas a querer discutir esa oferta? -preguntó, escrutando sus ojos.

– Tengo mis razones -le sonrió de nuevo.

Adam inhaló con un siseo. Era bellísima, pero tenía algo más. Algo indefinible que tiraba de él. Que lo empujaba. En otro caso no habría considerado la propuesta de Sal ni un instante.

– ¿Qué razones son ésas?

– Las mías -dijo ella, sin ofrecer más.

El asunto no iba en absoluto como había esperado Adam. Los Torino parecían tener el don de desestabilizarlo. Primero el padre, después ella. Debería ser él quien controlara la situación. Él siempre dominaba el juego, sabía lo que pensaba su contrincante, cuál sería su siguiente movimiento y cómo contraatacar; así Adam King conseguía exactamente lo que pretendía.

No le gustaba estar al otro lado del tablero. Y le incomodaba que alguien lo conociera tan bien como parecía conocerlo Gina. En ese momento ella lo observaba con un comprensivo y paciente brillo en los ojos. Lo irritaba su complacencia cuando se sentía tan desequilibrado.

Era hora de recuperar el control de la situación. De hacerle saber que no permitiría que le dieran vueltas y le hicieran sentirse como si hubiera dado un mal paso. La cita había acabado.

– Gina… -abrió la carpeta de cuero negro que contenía la cuenta y colocó una tarjeta de crédito en su interior; luego la desplazó al borde de la mesa. El camarero la recogió segundos después-. No sé dónde quieres llegar, pero me niego a ser manipulado. Por ti… o por tu padre.

Ella se echó a reír. Su risa le gustó y lo irritó a un tiempo.

– No le veo la gracia al asunto.

– Claro que no -dijo ella. Estiró el brazo y le dio una palmadita en la mano, como si fuera un niño-. Vamos, Adam. Nos conocemos desde hace demasiado tiempo para que adoptes tu actitud arisca y esperes que me encoja ante ti.

– Bien -él apretó los dientes y tragó aire-. Di lo que tengas que decir, después te llevaré a casa.

– Caballeroso hasta el final -ella movió la cabeza y sonrió-. Iré al grano. Me casaré contigo, Adam, para que consigas la tierra. Pero tengo una condición.

– Estoy deseando oírla.

– Quiero un hijo.

Adam sintió que esas palabras le golpeaban el pecho y el corazón se le paraba. Ella lo miraba con ojos serenos y expresión tranquila. Él, en cambio, se sentía como si fuera a explotar por dentro. Le ardían los pulmones al respirar.

– No puedes hablar en serio.

– Del todo -le aseguró ella. Su rostro se ablandó y sus labios se curvaron-. Sé por lo que pasaste cuando perdiste a tu hijo…

Él camarero llegó con el recibo para que lo firmara. Adam añadió una generosa propina y firmó. Guardó el resguardo y la tarjeta de crédito en la cartera y después se volvió a mirar a Gina.

– No hables de mi hijo. Nunca -dijo.

Su pérdida era eso: suya. Había sobrevivido. Había dejado el pasado atrás y allí pensaba mantenerlo. Esos recuerdos, ese dolor, no tenían nada que ver con su vida ni su mundo actual.

– Bien.

– No me interesa ser padre de nuevo.

– No necesito tu ayuda para criar a mi hijo, Adam -dijo ella. Su voz se volvió tan fría como la de él-. Sólo necesito tu esperma.

– ¿Por qué haces esto?

– Porque quiero ser madre -se recostó y bajó la mirada hacia el mantel-. Los hijos de mis hermanos son maravillosos y los quiero mucho, pero no quiero pasar el resto de mi vida siendo la tía favorita. Quiero un hijo mío. Deseo casarme tan poco como tú, por eso no te preocupes. Pero quiero un bebé. Tal y como yo lo veo… -alzó la vista hacia él- el trato satisfaría a ambas partes. Tú consigues tu tierra, yo mi bebé.

Él ya estaba moviendo la cabeza negativamente cuando ella volvió a hablar.

– Piénsalo antes de rechazarme. Me casaré contigo. Seré tu esposa en todos los sentidos. Cuando conciba, tú te quedas con la tierra y nos divorciamos. Firmaré lo que quieras, eximiéndote de toda responsabilidad hacia mí y a mi bebé -lo miró con firmeza-. Es un buen trato, Adam. Para ambos.

Lo había arrinconado. Él no había esperado que conociera la propuesta de su padre, y menos que saliera con una propia. La idea de que en unos meses podría devolver al rancho de la familia King su extensión inicial era muy tentadora.

Tenía que quitarse el sombrero ante Gina. Le ofrecía un trato interesante. Además, el que ella obtuviera algo a cambio le hacía sentirse menos desalmado.

Sin embargo, ni siquiera se había planteado una nueva paternidad. Un dolor que se negaba a reconocer latió en su interior. Sólo duró un momento. Llevaba años aprendiendo a distanciarse de la angustia emocional.

Se dijo que no sería un matrimonio real, ni una familia genuina. Sería algo muy diferente. Gina lo conocía. Ella no deseaba un esposo más de lo que él deseaba una esposa. Ella quería un bebé, él quería su tierra. Un trato favorable para ambos. Sólo tendría que estar casado unos meses con una mujer muy deseable.

No podía ser tan malo.

– ¿Y bien, Adam? -inquirió ella con voz suave-. ¿Qué me dices?

Él se puso en pie y le ofreció una mano para ayudarla a levantarse. Cuando ambos estuvieron de pie, estrechó su mano.

– Gina, acabas de hacer un buen trato.

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